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Yoga

Cae la tarde en el interior de una alquería abandonada, en medio de un lugar perdido de la mano de Dios del levante español. Pentáculos, esvásticas y manchas de meado adornan las paredes, seguramente restos de alguna rave clandestina pasada. Entre la penumbra y el chú chú de un breve Lumigás, un grupo de personas forman en círculo ataviadas con sotanas blancas confeccionadas con harapos del mercadillo. El centro de tan fantasmal compaña lo ocupa un tipo de mediana edad que hace las veces de improvisado sacerdote. A sus pies descansa, tumbada en el suelo, una moza que no supera los dieciséis, que expulsa como una perra rabiosa o en celo espumarajos por la boca. “El poder de cristo te obliga, el poder de cristo te obliga”, chilla el iluminado animando al resto a imitarle. La muchacha sigue vomitando restos de lo que parecen Mentos con Coca Cola. En un momento dado de la ceremonia, el jefe del cotarro llama a MJ aparte, y le dice solemnemente: “sigue tú, que ya estás suficientemente preparado, la dejo en tus manos. Yo voy a descansar, que estoy agotado psíquicamente”. MJ se emociona, llega al éxtasis, se le saltan las lágrimas, al fin una respuesta, un premio, el final de un camino. Su vida pasa delante de sus ojos en un flash-back borroso, las drogas ingeridas aceleran su mente hacia el pasado, que brota como un torrente entre la herrumbre del cerebro.
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yoga2MJ nació llamándose R en Getafe, un infecto pueblo perdido justo en el centro geométrico de la península Ibérica. Desde pequeño destacó entre la masa como un niño introvertido, huraño y mal encarado, pero para sus padres era un angelito rubio. Sacaba buenas notas en el cole, casi todo sobresalientes, algún notable, muy pocos bienes y ningún suficiente. Cuando le llegó la edad de merecer, R empezó a dejarse el pelo largo y a hacerse heavy del metal. Se parecía físicamente a Joaquín Cortés, y sus compañeros le apodaban Joaquín Corteza. Más tarde, se dio cuenta que ese era un camino, tanto en el terreno del musical como en el de la danza, erróneo. Al acabar el BUP, R fue impulsado por su familia a cursar los estudios de económicas. Durante dos años no le fue mal, pero se aburría como una mona al estar rodeado todo el puto rato de tanto niñato subnormal engominado y de tanta pija tonta gilipollas, se sentía un extraño entre aquella maraña de mierda. Aquella no era la senda, estaba claro. Un día, de repente, se salió de una clase que impartía Peces Barba, el puto gordo marica Peces en persona, y ya nunca más volvió a la universidad. También intervino en aquella decisión de deserción que tenía retortijones de tripa y necesitaba ir al excusado. Después de mucho pensar en qué coño hacer con su vida, R conoció a L, una jovencita ligera de cascos amiga de unos heavys amigos suyos de cuando veraneaba en Alicante con sus padres. L se había pasado por la piedra ya a los dos conocidos de R, que eran hermanos mellizos, y no hizo ascos en ningún momento a la ocasión de fornicar con R, aunque ella era más bien de las de calentar sin quemar en aquel entonces.

R y L se hicieron inseparables. Iban de acá para allá siempre juntos, siempre en comandita, daban un poco de asco. Se apuntaron juntos a yoga. R comenzó a ver un sentido a la vida en aquello. Tenía mucha elasticidad, le gustaba el misticismo recalcitrante y gritaba el ohm como ninguno, lo tibetano iba a ser lo suyo. Se empapó de la cultura oriental mediante libros y videos, asistió a charlas y clases de los mayores expertos a un módico precio y dejó de hablarme cuando le dije que el Dalai Lama me parecía un dictador religioso sodomita de extremo oriente. R pasó el examen de maestro en yoga sin dificultad, y se convirtió de repente, gracias a su desaforada energía espiritual, en un nuevo ser, en MJ. Renació de sus cenizas. Se hizo ovolactovegetariano al instante, comenzó a mirar al resto del mundo como si fueran escoria, tiró a la basura sus discos de Iron Maiden y compró todos los de George Harrison. L quedaba maravillada cada vez que el ahora MJ intentaba levantar tres ladrillos atados con una cuerda con la única fuerza de su escroto. Vale, esto último son sólo imaginaciones mías, pero no lo descarte el lector. El nuevo ser ahora llamado MJ propuso a L trasladarse juntos a un pueblo en el que habitaban unos compadres de espíritu suyos, el lugar ideal donde podrían dar rienda suelta en libertad a su amor y montar juntos un centro de yoga y encauzamiento de las energías mentales. L flipó ante una idea tan maravillosa, alejarse del mundanal ruido en brazos de su espídico galán, ya que Madrid les parecía a ambos un nido de banalidad y fútil porquería, una mierda, vamos.

yoga4L y su celestial MJ llegaron al pueblo y alquilaron un local enorme por tres duros. Cubrieron el suelo con esterillas compradas en los chinos y se afanaron en colgar por las calles carteles que rezaban “Escuela tibetana MJL”. La gente les señalaba por la calle, porque los forasteros suelen levantar la murmuración y animan el intrascendente cotarro pueblerino, sobretodo si tienen pinta de no lavarse mucho. La escuela de nobles artes del Transhimalaya se llenó con facilidad hasta la bandera de marujas buscando elasticidad post embarazo y de pseudo modernos de aldea a la caza de pillar cacho con las gachises asistentes. El negocio marchaba viento en popa. Las lugareñas, embelesadas por aquel profesor melenudo que siempre vestía de blanco, corrían a pedir consejo a MJ hasta para saber cómo mitigar mejor los dolores de regla.

Pasa el tiempo, ese hijo de puta con forma de reloj. Navidades. MJ se comió cuatro trozos de roscón, dos con nata y dos del seco, casi sufrió una alferecía rosconera. Su familia política le miraba anonadada. Los preceptos religiosos del ovolactovegetarianismo no le impedían comerse toda la masa azucarada que le saliese de los cataplines. El hermano de L le regaló a su cuñado dos camisetas estampadas con enormes ohms sobre el pecho, una verde fosforito y otra naranja butano, muy vistosas. El padre de ésta, su suegro, le obsequió con un reproductor de MP3 de un giga, para que pudiera abstraerse del mundanal ruido escuchando a Raví Shankar o a George “qué pacífico soy” Harrison. Después del café y el orujo, MJ bajó a la perra a mear a la calle y aprovechó para fumarse un petardo; siempre es bueno guardar las apariencias, a los padres no suelen gustarles las drogas; se tiró un buen rato sentado en un banco del parque tomando el fresco y haciendo tiempo, ya que convivir mucho rato con una familia que no es la de uno suele convertirse en un coñazo insoportable. El resto de la tarde, transcurrió relajada. Cuando el sol iba a ponerse L y MJ se despidieron y pusieron rumbo al este, hacia el reborde de la cloaca mediterránea. Durante las cuatro horas que duró el trayecto casi ni cruzaron palabra. Él conducía abstraído en la infinitud mientras ella dormitaba o liaba porros, los encendía con desgana y se los pasaba al chófer. Hacía tiempo que su comunicación era más bien plana, el sexo también. Fornicaban mecánicamente de pascuas a ramos, MJ necesitaba eyacular poco gracias al yoga, al menos en presencia de ella. Los últimos meses él se había dedicado a esquivar lo máximo posible la compañía de su partenaire, que le hastiaba, le aturdía, le encocoraba. L se sentía como una mierda seca, la casa se le caía encima, todo el día sola, tumbada en el sillón viendo la tele mientras MJ se dedicaba a frecuentar a sus discípulas.

Y es que una  sus yogalumnas miraba con ojos especialmente golosos a MJ. Era una chiqueta joven y risueña, de contorneadas caderas y grandes tetas turgentes. MJ comenzó a observarla con ojos de carnero degollado por Buda. Estaba muy buena. Le encantaban su karma desenfadado y su culillo pinturero. L ya no le satisfacía sexualmente por aquel entonces. Follaban de pascuas a ramos del calendario hindú, y de mala manera, ya que ella lo hacía siempre con una irritante desgana. Y la mansión de los Plaf de la pareja se caía a cachos, y no sólo anímicamente. MJ nunca había mostrado gusto por hacer las tareas del hogar, y L, sumida en aquella depresión no coital, no estaba por la labor de fregar. Además, los muros de aquella prisión necesitaban una urgente capa de pintura, el otrora palacete del yoga lucía ahora desconchones por todas partes, metáforas del desastre marital que se les venía encima. L le había dado una tarde un ultimatum: o adecentaba la choza o ella no aguantaría más allí. Pero MJ, altivo y orgulloso, respondió a sus exigencias marchándose a pintar el despacho de “la psicóloga”, su citada yogalumna “favorita”. Llegó, le propinó dos capas de brochazos beige sobre las paredes y otras dos blancas en los techos; luego se fumaron un porro king size juntos y charlaron amigablemente sobre el karma hasta las dos de la mañana. Esa noche MJ decidió que aquello tenía que cambiar.

yoga5Pero seguimos en ruta post-navideña. La tarde-noche del día de Reyes no iba bien. Llegaron al pueblo, un punto perdido en medio del levante español en mitad del triángulo de las Bermudas que forman Elda, Petrer y Villena, cansados y aturdidos por el hachís. Era ya noche cerrada y L se dispuso a meterse en el catre sin mediar palabra, como siempre, sin paja ni coito, ni nada de nada. Pero, sorpresa sorpresa, sin anestesiar y en frío el hasta entonces mudo MJ le dijo que nada de irse a la piltra, que tenía que hablar con ella. Se sentaron en dos raídas sillas de paja de la cocina y le soltó aquella perorata que L todavía recuerda frase a frase. “No quiero que sigas siendo mi pareja, quiero olvidarme de los roles tradicionales, vivir la vida yo sólo, sin ataduras, quiero que te marches, sin rencores, sin resentimiento. Sigue tu camino y sé feliz”. “Eres un hijo de la gran puta…”, contestó L, que se encerró dando un portazo en la habitación. “Yo creo que deberías marcharte a buscar tu destino, sin rencores, sería mucho mejor para ti”, le gritó desde MJ desde el otro la de la puerta, después se encendió un porro para relajarse. La noche fue de aupa. MJ durmió en el sillón, y L no pegó ojo sumida un mar de lágrimas de frustración. A la mañana, siguiente hicieron una repartición rápida de objetos y bienes, . MJ tenía prisa. Él se quedaría con el coche, un Citröen Xsara nuevecito que el padre de L les había sacado a precio de saldo del concesionario en el que trabajaba. Ella se haría cargo de la perra, ya que a MJ se le hacía muy dificultoso bajarla a cagar cuatro veces al día a causa de sus apretados horarios laborales. Los dos gatos, Shiva y Visnú, permanecerían con su padre putativo humano, los gatos son compatibles con el yoga porque cagan en casa. L metió en la maleta dos pares de bragas de cuello alto que había comprado en el mercadillo de Villena, dos sujetadores talla melón temprano muy usados, un par de sucios jerséis de hippie dados de sí, tres o cuatro fotos y salió por la puerta rumbo a la estación de autobuses. Miró hacia atrás, pero no vio la silueta de MJ en la ventana. El viaje se hizo eterno. Ponían “El club de los poetas muertos” en el video del autocar y el trayecto fue especialmente insoportable en compañía del gilipollas de Robin Williams haciendo el idem. L cogió carretera y manta hacia casa de sus progenitores. Dos días más tarde una nueva joven, la levantina AR, se plantó con su atillo en casa de MJ y tomó posesión como nueva ocupante del catre del gurú del pueblo.

Cuando L llamó al telefonillo de su casa su padre respondió flipado al escuchar su voz. Al verla subir por las escaleras con aquella cara desencajada se quedó mirándola como si viese a un espectro del más allá. “¿Qué coño haces aquí, L?”. La hija rompió en una tremenda rabieta sobre los brazos de su progenitor y casi se desmayó. Cosas de chiquillos, pensó él. A cuatrocientos kilómetros de aquella escena, en ese mismo instante, MJ lamía con pasión el culo en pompa de “la psicóloga” y la juraba amor eterno; ambos pensaban que sus karmas estaban unidos por el destino a través de las reencarnaciones. “La psicóloga”, hasta la fecha, sólo follaba sistemáticamente con argentinos y cantautores, pero había decidido que desde aquel instante se uniría a tan selecto club de fornicadores la figura de los profesores de yoga.

AR era pasiva agresiva. Enseguida MJ se dio cuenta de que era una mosquita muerta, que de las aguas aparentemente mansas me libre Krisnha, que de las bravas ya me libro yo. En vez de dejarle la libertad deseada ella le hacía un marcaje estilo Gentile para que no arrimase cebolleta a sus conciudadanas. Si a MJ se le escapaba una miradita furtiva hacia algún culo durante una sesión de yoga MJ le montaba un pollo de cojones. De los dichos a los hechos, AR comenzó a insultarlo cada día con mayor fiereza mientras le daba pescozones y bofetadas, lo acusaba de infiel, de cabrón y de malparit. Una noche le partió un shitar que había costado cien mil pesetas de las de antes en la cabeza. Durante una cena con sus discípulos, AR se presentó de improviso en el restaurante y le arreó una patada en los huevos a MJ que demostró a las claras a sus correligionarios que él no era un ser con ilimitada resistencia física al dolor como ellos hasta entonces creían. AR le perseguía día y noche, mañana y tarde, como una lapa, como polla al culo, desenfrenada y enfermizamente enchochada. Una tarde MJ salió a echar gasolina al carro. A su regreso encontró la casa revuelta y destrozada. Su ropa había sido lanzada a una acequia, y el televisor reposaba en la acera después de salir como un Sputnik por la ventana. Horas más tarde la policía local le hizo una visita con una denuncia por maltrato psicológico en la mano. AR pidió una orden de alejamiento, lo que dio un respiro a MJ, pero ésta le llamaba por teléfono una media de doce veces al día pidiéndole perdón o chillando, y se presentaba a horas intempestivas aporreando la puerta berreando a veces que le amaba o a veces que iba a pagar a unos moldavos amigos suyos para que lo matasen.

yoga6Ay amigo, qué cabrón es el destino. Llegó, como pedo en el viento, la explosión inmobiliaria, la gran burbuja de gas mostaza ladrillero. Todo lo construido comenzó a cotizarse por las nubes en la Comunidad Valenciana, hasta en los huertos donde crecía alegre la bachoqueta se hicieron chalés adosados. Los dueños del local y el piso de alquiler de MJ le subieron la renta el doble. Después de un tiempo, como efecto resacoso de tanta ambición, explotó la pompa de jabón constructora y sobrevino la puta crisis inmobiliaria. Al mismo tiempo, en un efecto dominó desconcertante, los alumnos perdieron repentinamente el interés por el yoga. Los mozos y mozas del pueblo, impulsados por sus problemas monetarios, recuperaron viejas tradiciones que en el pasado les mantenían en forma, sustituyeron al caro yoga. Para mantener las carnes prietas nada mejor que correr delante del toro embolado o lanzarse carcasas de petardos a la cabeza unos a otros, eso si que atrae al buen karma. MJ no cubría gastos. Dejó el local y llegó el momento en el que no pudo continuar pagando la casa. Sólo dos chicos gays y el tonto del pueblo seguían acudiendo a sus clases; la pobreza, como una no deseada vendedora a domicilio de Avón, había llamado a su puerta. Se vio obligado a pedir asilo en casa de unos amigos que había conocido impartiendo su elástica disciplina, unos alumnos ejemplares y creyentes como pocos en el mundo de la espiritualidad. En cuanto llegó a su choza se sintió arropado. B y ML eran muy buena gente, allí se respiraba buen rollo. Le llevaron con ellos a unas sesiones de tantra blanco, luego a unas de tantra rojo, y le presentaron a todos sus amigos con los que habían constituido la comunidad Gaya, destinada a transmitir la energía positiva y a librar de lo negativo al mundo. Limpiaban casas de poltergeist, ahuyentaban fantasmas, echaban fuera al mal que habitaba en estado puro en los cuerpos humanos. MJ comenzó a darse cuenta de que el camino del yoga estaba equivocado, que él en realidad era otro elegido por las fuerzas telúricas para guiar a los habitantes de la tierra hacia la luz. B y ML le dijeron: “muy bien MJ, ahora sientes lo que nosotros sentimos, el brillo resplandeciente de Gaya, bienvenido al club”. MJ fue borrando los oscuros recuerdos pretéritos gracias a la meditación, al ayuno y a los excesos con el hach. La felicidad invadía al fin todos los poros de su cuerpo. La libertad absoluta reinaba ebria en su alma como Juan Carlos I en el palacio de la Zarzuela.

L atravesó una época terrible. En los dos últimos años de su vida había perdido todos los amigos y las raíces que en el pasado tenía en la ciudad. Su odiado Madrid era ahora una puta mierda aun mayor en soledad; el túnel del tiempo hacia el pasado que vivió en ese momento le hizo pensar incluso en el suicidio. En más de una ocasión intentó tragarse un frasco de Clonazepán entero, pero siempre le había sido muy difícil introducirse incluso medio Gelocatil por el gaznate, le daban arcadas y acababa potando la cena. También sopesó la opción de cortarse las venas, pero, imaginando el dolor que aquello debía producir, finalmente decidió dejárselas largas. Su hermano le buscó un trabajo temporal en la fábrica de John Deere de Getafe, ensamblando tractores. Ella siempre había sido muy hábil en los trabajos manuales, la seleccionaron enseguida. La cadena de montaje era una ocupación ideal para no pensar, y pagaban un buen sueldo. Los empleados se comportaban como autómatas, ocho horas seguidas apretando tornillos durante las que paraban cinco minutos de cada dos para mear o fumar. En aquellos breves recreos L comenzó a conocer en profundidad al lumpen proletariado que habitaba por aquellas latitudes. La mayoría eran tipos y tipas prisioneros del sistema de hipotecas y préstamos bancarios, jóvenes nihilistas dedicados a vivir la vida a veinte por hora con la sensación de que lo hacían a cien; formaban un ejército de sombras aparentemente vivas que luchaban por sobrevivir sin saber por qué, como si poblaran una kafkiana película con ramalazos industriales de Peckimpah. En los servicios de la fábrica había más restos de cocaína que durante un fin de semana en la puerta de un after. Los machos del lugar comenzaron a tirar los tejazos sobre L como si fueran Napalm. “¿Por qué no?”, pensó ella mientras se tiraba en su coche a un rudo mozalbete cuya pierna derecha lucía un decorativo tatuaje con una esvástica en el centro. Follar con descerebrados era la mejor manera de limpiar la mancha de la mora que le había dejado MJ. Poco a poco se acabó pasando por la piedra a media cadena de montaje, incluso picó alto haciéndoselo con dos de los encargados, uno de ellos cuarentón, casado en segundas nupcias y con dos hijos adolescentes. Ellos le contaban sus infectas vidas mientras se fumaban el cigarrito de después del casquete, les encantaba que L escuchase sus penas con atención. Los miembros de aquella piara se pirraban por un revolcón con L, porque tenía doble premio, sexual y psiquiátrico, todo de una tacada, era la mujer perfecta. Pero no sabían, incautos, que ella lucía la sonrisa en la boca y los ojos de interés como un salvapantallas protector; mientras mantenía las apariencias, en el post apareamiento pensaba en lo mierda que era la puta existencia y en lo maravilloso que sería que un día, de repente, el sol explotase y abrasara aquella bola de estiercol y oxígeno que es el planeta tierra.

yoga7El contrato de seis meses de tractorlandia se acabó, pero prometieron que volverían a llamarla muy pronto si la economía iba bien. El infecto tiempo, el que todo lo mata y todo lo cura, pasó como un zurullo flotando rápido sobre un río. L tuvo que buscarse la vida. Hizo un curso de masajista CCC y otro de profesora de pilates intensivo de diez días, y en un mes envió mil doscientos curriculums por todo Madrid y alrededores. En una clínica de Orcasitas que funcionaba con licencia de peluquería le hicieron una prueba. Dio un masaje linfático al dueño-jefe e impartió una clase de pilates a tres mujeres premenopáusicas del barrio en una sala multiusos clandestina que tenían en el sótano. Al día siguiente, firmó el contrato de ochocientos diecisiete euros brutos mensuales a cambio de cuarenta horas semanales. Los días continuaron su marcha inexorable. Una tarde se presentó un cliente peculiar, un profesor de esquí por horas de la estación de La Pinilla al que le molestaba una contractura muscular en el nervio ciático que se había hecho cortando jamón en casa de su madre. Chus entró a la salita, se bajó los pantalones, se quitó zapatos y calcetines y se lanzó sobre la camilla como un fardo. L pudo observar que le faltaban dos dedos centrales del pié derecho y  el pequeñín del izquierdo. Además, su cuerpo atesoraba más cicatrices que un ecce homo; una era claramente de una operación de rodilla y otra, sobre el costado, parecía de un transplante de riñón clandestino de lo fea que era. Hablaron por los codos durante aquella cita laboral. Chus, Chuchi para los amigos, se dio tres sesiones más de masaje y pidió que fuesen infligidas por las manos de L. Había una extraña conexión entre los dos y quedaron clandestinamente aquel fin de semana. Chus la invitó a una excursión con raquetas de nieve en Navacerrada. Fue un fácil trayecto, pero el profesor de esquí y montañero resbaló mientras se lanzaban nieve en un ventisquero y se produjo un esguince de tobillo de grado 2. L acudió a su casa a darle un masaje gratuito sobre aquella malograda extremidad, se puso sus mejores galas para tal evento, pero no hubo sexo, sólo charlaron de montañas.

Chuchi era un gran amante de la naturaleza y de las novelas de Stephen King. L soñaba con liarse con él y comer perdices, con tener tres hijos juntos y llamarles Montaña, Río y Árbol. Quedaban para desayunar, comer y cenar, y para hacer excursiones, pero no conseguía follar con él. L dejó de fornicar compulsivamente con otros, ya no la ponían en absoluto otros machos. Gracias a unos ahorrillos que fue amasando con los masajes, todo a base de gastarse menos que un ciego en novelas, invirtió tres mil euracos en una promoción de pisos en Berzosa de Lozoya. Pensaba todos los días en una vida en común con su montañero sobre las faldas de la sierra de Guadarrama, al calor de una chimenea. Una mañana acudió al Centro de Terapias Sport Relax a trabajar y se encontró un precinto de sanidad que bloqueaba la puerta. Llamó por teléfono durante una semana al dueño, pero de éste no se volvió a saber nada. El muy cabrón adeudaba a sus empleados mensualidad y media cuando sanidad le echó el guante. La crisis planetaria comenzó a ser galopante y en John Deere se fabricaban muchos menos tractores; los beneficios de la fábrica bajaron un diez por ciento, por lo que sus bienintencionados directivos planificaron un ERE en el que despidieron a un veinticinco por ciento de la plantilla. Por supuesto nunca volvieron a llamar a L para trabajar con ellos. Se le estaba acabando el paro y no encontraba nada en el mercado, las colas en el INEM eran kilométricas. La constructora de la urbanización Berzosa de Lozoya Resort and Golf quebró y dejó a sus inversores con un palmo de narices y una patada en los huevos o los ovarios, según el caso; el dueño del chiringuito inmobiliario emigró a un país desconocido de América Latina con los beneficios de aquellos terrenos que, en realidad, nunca dejaron de ser rústicos.

yoga8A finales de octubre, cuando L estaba a punto de desistir de la vida, a un tris de lanzarse sobre las vías del cercanías cuando el tren pasase por la estación de Getafe Centro, vio un anuncio pegado con celo sobre una farola: “Se necesita personal para elaborar cestas de navidad, acudir con DNI o tarjeta de residencia en vigor. Abstenerse personas en situación ilegal”. Aquel mismo día firmó un contrato por obra de seiscientos ochenta y un euros brutos más horas extras al mes. Por la noche había quedado con Chus para cenar en el restaurante chino de los bajos del aparcamiento de la Plaza de España, el mejor comedero cara de limón del mundo. Cuando él se dirigió a mear a los lavabos del aparcamiento contiguo (en ese restaurante no tienen retretes propios), L introdujo unos escasos gramos de speed en la Coca-Cola del esquiador, como el que ataca con todo lo que le queda en el campo durante la prórroga de un partido. Chuchi era radicalmente abstemio de drogas y alcohol, por lo que el subidón fue de tal calibre que tuvo que llevárselo a casa al borde de la taquicardia. Vomitó sobre la alfombrilla de la furgoneta de L todas las empanadillas chinas, los vermicelli y el pastel de año nuevo que había deglutido. Pararon delante de la casa de su madre, pero él no podía subir a su lar, seguía colocado hasta las trancas. L tenía ganas de llorar hasta secarse por dentro. De repente Dios se apareció y Chus le plantó un fogoso muerdo en todos los morros, le metió la lengua hasta la campanilla. Ella no se lo podía creer, condujo a toda velocidad hasta un descampado, pasaron al asiento de atrás y allí consumaron el acto. Costó que él se empalmara, quién sabe si por efecto del alucinógeno, pero ella quedó plenamente satisfecha, su sueño se había cumplido. Los cristales de las ventanillas estaban totalmente empañados. Con las tetas todavía al aire, L se lió un porro para festejar tan deseado evento llevado a cabo. Chus se desperezó poco a poco. Mientras ella apuraba las primeras caladas, su taciturno hombre le espetó, sin anestesiar y en crudo: “el ocho de diciembre me marcho siete meses a escalar a los Andes, aprovechando el verano austral”. L se atragantó con el humo del chocolate marroquí y tosió como una abuela con enfisema a causa de la impresión.
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El ruido de las arcadas de la cría poseída por Belcebú despierta de repente a MJ de ese trance místico, lo aparta al fin de esa oleada de olvidadas imágenes. Abraza fuertemente a la enferma del alma para transmitirla su energía, la coge en su regazo y le susurra al oído dulces oraciones dedicadas a las fuerzas telúricas de la madre tierra. Mientras tanto, el gurú de MJ, el sumo sacerdote de aquel acto salvador, sale del herrumbroso barracón, se aleja unos metros entre los matojos, se baja pantalones de pintor, blancos como la nieve, y se ponr en cuclillas. Enciende un Ducados mientras sus intestinos crepitan y evacuan su contenido a gusto. Paladea el humo saboreándolo lentamente. Luego, agarra una piedra del polvoriento suelo para limpiarse, se sube los pantalones, apura el cigarrillo hasta el filtro y lo aplasta con la alpargata contra el suelo. ¿Hay algo mejor en el mundo que fumarse un cigar mientras se defeca? Tras el relajo, toma rumbo de nuevo hacia la casa. Tararea "My sweet lord" por el caminito. Carraspea en la puerta para aclarar la voz y traspasa el umbral gritando: “Dios es mi señor, y yo te digo, ¡sal fuera de ella, maldito, sal fuera de ella, sal fuera de ella!”. Ahora la chica expulsa por la boca una especie de sustancia mezcla entre serrín y ron miel con gas. Cada minuto que pasa, el olor a porro mitiga más el hedor a orín. MJ, mientras estrecha entre sus brazos a la poseída, no puede evitar excitarse, ni tampoco por unos instantes, asociando inconscientemente una imagen fugaz a esa erección inoportuna, pensar en L. Oh, dulce señor, dulce señor del bien y del mal, oh mi dulce señor.


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