Ver el mundo arder

Escrito por Bonifacio Singh el .

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Sobre los descampados de Madrid vertieron lava ardiente y poco a poco fueron tapando aquella tierra grisácea que reflejaba el cielo. Los veranos hervían exactamente como ahora. Vivíamos en las calles. Entrábamos a los bares a jugar a las máquinas y así pasar las horas a la sombra. Sobre la barra descansaban los borrachos que no tenían lugar al que regresar y en las máquinas nos apoyábamos los niños que no teníamos más pueblo de nuestros antepasados que el que pisábamos, Madrid, estas tierras que arden en verano y hielan en invierno. Me juntaba con Jose, que era el último que escapaba al pueblo de su abuela de vacaciones. Mi padre solamente podía cerrar la tienda una semana y nos íbamos a la aventura de vacaciones, en coche a lugares desconocidos, porque hacía tiempo que él ya no quería volver a la tierra de su sangre. Mientras Jose seguía en Madrid íbamos por las mañanas y las tardes de bar en bar o deambulábamos de parque en parque. También bajábamos a la piscina del Parque Sindical caminando de subida y bajada atravesando la Dehesa de la Villa. yo12Los dos nadábamos fatal y no nos gustaba mucho lucir aquel estilo perro natatorio en la piscina, además él tenía un dedo del pie torcido sobre otro, su gran secreto solamete visible descalzo. Jose era un tipo que atraía a las chicas como la mermelada a las avispas, siempre estábamos rodeados por algún grupo de sus admiradoras que venían a rondarle. Además era el que más corría del barrio, el más rápido y el más resistente, y era listo, y era bueno. Era esa especie de ángel que sin buscarlo siempre se encuentra en el centro de todo. Vivimos así unos cuantos veranos. Yo temía los días de aburrimiento abrasadores cuando él era el último mohicano que se marchaba de vacaciones antes que yo. Así crecimos por estas tierras. Jugábamos al fútbol en los parques y una perra que se llamaba Canela, que era de unos tipos que vendían heroína por la ventana de una casa que daba a un callejón, nos seguía por aquí y por allá porque vivía todo el día en la calle como nosotros. Fuimos al mismo colegio hasta que a mí me llevaron a los curas a hacer el BUP y a él a un instituto cercano. El verano siguiente de aquel curso de bachillerato nos vimos menos, y en invierno apenas tuve noticias suyas. Así pasó algo de tiempo hasta que una mañana me llamaron por teléfono. Jose había salido en el periódico. Porque se había ahogado. Fue en una excursión a Toledo. Bajaron unos cuantos hasta el Tajo y se metieron con ropa en el río. De repente, Jose desapareció. Lo sacó la Guardia Civil. Vi su foto de espaldas sobre la lancha neumática. En el funeral su familia lloraba y algunos de nuestros amigos comunes hablaban de fútbol y sonreían mientras el cura impartía el sermón de serie de alivio mortuorio. Jose era el tuerto del país de los ciegos.

Madrid. Mañana abrasadora. Cojo el coche por autopistas polvorientas de las afueras. Llego a casa de mi madre, que es como decir mi casa, mi barrio, mi agujero, pero que ahora me sorprendo muchas veces a mí mismo calificándolo así, como casa ajena, quizás porque mi madre se muere poco a poco y ya no es la misma persona y cada vez que llego es como un infierno de discusiones provocadas por la mala memoria y terminamos a gritos porque cada día nos reconocemos peor el uno al otro, y ya no solamente es un refugio, sino una tumba, la que reconozco que será también mi tumba aparte de la de ella. Entro por la puerta y comienzan las discusiones porque mi labor es de intendencia simple y llanamente, tengo que bajar a hacerle la compra, al cajero automático a sacarle dinero que no sé en qué gasta, porque cuando somos viejos solamente queremos estar en casa, y no puedo pasar un momento tranquilo bajo techo porque mi madre se venga de que todo ésto se acaba conmigo, porque soy la única espalda sobre la que puede descansar su venganza contra la puta vida, porque la vida es así y no hay vuelta de hoja, la vida es un pozo de estiércol con muerte al final, solitaria muerte. Un alivio y una putada todo ello a la vez. Me tumbo en la cama cinco minutos y la almohada, la que era mi almohada, huele raro, a una mezcla entre naftalina y amoniaco, un hedor repugnante. Descubro que ella la ha lavado con un detergente con el que le tengo prohibido lavar porque huele peor que la peor de las mierdas y además me produce como una especie de irritación en la nariz estilo covid-19 que me hincha los cojones hasta límites de querer acabar en el momento con la raza humana, aunque yo13este deseo sé que viene insertado de serie en mi cerebro. Suena mi puto teléfono móvil. Cierro la puerta de la habitación. Cuando estoy hablando mi madre entra a preguntar no sé qué, una y otra vez, cierro la puerta, cierro la puerta, cierro otra vez. Entra para intentar saber quién está al otro lado porque siempre teme, siempre el miedo, que hable sobre ella, sobre sus maldades de anciano o sobre si va a morirse pronto. Vuelve a entrar y vuelvo a cerrar y cuando estoy cerrando ella empuja el cristal por el otro lado y se parte en mil trozos sobre mi espalda. El suelo se llena de gotas de sangre. Ella lloriquea con lágrimas de cocodrilo al otro lado con un pequeño corte en el dedo, como si la hubieran matado, para eludir su culpa. Un trozo de cristal me ha acuchillado el codo, ha cortado una especie de filetito de carne como la que comemos de cerdo adobado. Tengo otro clavado en el hombro, una pequeña esquirla, otro en la espalda y diversos cortes que manchan y manchan y manchan el suelo y las paredes. Busco esparadrapo pero tenemos un canutillo que no pega de lo viejo que es. Meto el brazo debajo del grifo. Y de repente desespero y tengo que agacharme en cuclillas, como cuando vi la radiografía de mi padre con el tumor. Caigo rendido. No puedo más. Pero hay que seguir, poner un pie sobre otro sobre el suelo de Madrid, continuar caminándolo, con las botas puestas hasta que no puedas más. Generales Custer contra el tiempo. Y no hay más que añadir, una voz interior me levanta del suelo y sé que debo, como siempre, seguir. Adelante. Es jodido ver cómo la gente se muere. Ver cómo alguien pierde su identidad y la memoria es un Everest mucho más alto que el Everest. Cuesta mucho escalarlo todos los días sin oxígeno, no hay oxígeno suficiente en toda la galaxia ni en todo el universo. Es una batalla en la que luchas con todas tus fuerzas, como si fueras Rommel en el desierto, pero sabiendo que es para nada, que todo está perdido, que la llamita puta verde de la esperanza no es más que un espejismo muy cabrón. Sólo luchas por el instinto de luchar, por mantener el rescoldo en la memoria de los tuyos, de tu gente y de tus calles. Peleas a puñetazos contra el vacío. Por mucho que atesores solo te quedarán la imaginación y la memoria guardando las espaldas la una a la otra. Detrás de todo esto solo hay mierda y barro. Estiercol y asfalto.

La vida es un botellín de cerveza, que en cuanto te descuidas se calienta y parece que bebes pis. Lo único que te quedará es soñar con convertirte en estiércol, si te dejan, porque muchas veces no te permiten ni eso, solo autorizarán que te achicharres en un horno lleno de mierda mezclado con las cenizas de otros. Te entregarán a tus familiares en un batiburrillo de mierda y les dirán que eso eres tú, pero en realidad es una mezcla con los restos del viejo de la residencia que antes de ayer palmó empastillado por sus cuidadores y de los cigarros que fuma el embalsamador, ese señor que te dejará maquillado hecho una mierda irreconocible con cara de gilipollas para que te observen al otro lado de la ventanita, irreconocible no por gilipollas, sino porque el tipo de la funeraria encargado de la casquería parece que trabaja borracho o puesto de ácido. No te dejarán ni siquiera que abones la tierra, yo15y tus cenizas nadie se peleará por esparcirlas, como las de mi padre, que descansan el sueño de los justos dentro de una descalzadora roja de eskai de los años setenta de mi madre. Quiero dejar bien claro que no quiero que donen nada de mi cuerpo, ningún órgano, ni los ojos ni ninguna mierda así. No quiero que ningún humano hijo de puta lleve mis sucios entresijos, bastante tiene con haber malgastado los suyos. Lo mejor es no ir al médico y morirse a la antigua usanza, de repente, sin largas agonías ni miedo. Una buena hostia en el corazón y dejémonos de pamplinas y de hacer el cretino, en realidad todos esos héroes de hospital nunca te curarán sino que sólo aplazarán tu muerte, y justificarán sus sueldos y su estatus. Toda esa ciencia podéis meterosla lo más hondo en el culo que os quepa.

Yo era del Real Madrid y de Mercadona hasta la pandemia. Ahora solamente soy vikingo, porque comencé a odiar Mercadona cuando durante los días más duros del confinamiento sus empleados mutaron en fuerzas del orden y en portadores de los buenos valores sociales. Cuando entrabas tenías que comprar bienes de primera necesidad y en cantidad, nada de alcohol o aperitivos, o te llamaban la atención por insolidario con el señor Roig. Daban ganas de patearles la cabeza cuando te decían que te lavaras las manos con el maloliente gel de sus botellas, y comencé a sentir asco y a no entrar. Ahora solamente voy a DIA porque son sucios, pobres y ladrones, pero no van de buenos como los mierdas mercadonianos. La única obligación que tienes en tu vida es oponerte, de forma racional o irracional, a las fuerzas del orden, tengas razón o no, es tu misión sagrada en la existencia, no debes darles nunca tregua por tierra, mar y aire, donde quiera que estés y hasta el último aliento.

yo17Los dependientes de DIA desaparecen como los ancianos en las residencias. Se esfuman el día menos pensado del supermercado y no vuelves a saber nada de ellos. Los llevarán a un gulag en la estepa castellana y allí los eliminarán mediante un holocausto de las balas. Durante el confinamiento había dos tíos majos en el DIA del barrio, dos argentinos que se sabían el nombre de las señoras. Y un negro que colocaba las cajas durante todo el día y al que parecía que tenían prohibido hablar con los clientes. De repente cerraron entre un martes y un jueves y el viernes habían cambiado el orden de las cosas, y los empleados antiguos desaparecieron. Los llevaron a las duchas de Zyklon-B y les hicieron inhalar el vapor, luego los quemaron en los hornos de pan de DIA, esa nueva innovación, el pan de virutas de madera. Muy pronto comenzarán a vender lámparas como en Lidl o Aldi, y serán maravillosos focos de iluminación hechos con piel de los empleados. Lo peor de todo es que el otro día iba caminando por Bravo Murillo y de repente me encontré con que el cine Lido ha sido reconvertido en un Aldi. Entré allí a llorar su pérdida y a comprar dos cervezas de medio litro a ochenta céntimos. Luego me las bebí a la salud del cine muerto. A la salud de todos los muertos de Madrid.

Vivir es estar triste
si no estás ciego.
Vivir sobre las calles asfaltadas con lava
de Madrid.
Ver el mundo arder.
Disfrutar viéndolo.
Se muere tu padre y
después morirá tu madre.
Imaginación y memoria
reducto de los vivos.
Vivir es un genocidio
y tú eres un armenio rodeado de turcos.
Pozo de estiercol y gloria
con muerte al final.
Mañanas abrasadoras,
atardeceres con cielos naranjas.
Descampados de tierras grises. yo18
Todos nadamos muy mal
cuando llega el momento de nadar.
Lo único que te quedará es soñar
con convertirte en
estiercol
si te dejan,
si es que no te abandonan
hecho cenizas
dentro de una descalzadora vieja.
Cervezas de Aldi,
nazis patrullando por Mercadona,
debes procurar
patear unos cuantos culos
antes de perder la memoria.
Madrid ardiendo como lava en verano.
Todo se olvidará
hecho pedazos.
Imaginación y memoria
reducto de los vivos.
Pozo de estiercol y gloria
a la salud de todos vostros
que ya casi estáis muertos.
Sueños salvajes,
niños viviendo
felices
en descampados.
Vivir es estar triste
si no estás ciego.
Ver el mundo arder
y disfrutarlo.


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