LA MEMORIA EN IMÁGENES I. MISTER VALLECAS

Escrito por Mar Mascarás el .

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Todos tenemos una caja llena de objetos de los que nos cuesta desprendernos. La mayor parte del tiempo permanece cerrada, escondida en algún recóndito rincón de una estanterías o un armario. Puede que pasen años sin que la recordemos; habrá quien la olvide para siempre...

Compré hace tiempo unos botines que apenas uso en Salvador Bachiller. Me los entregaron en una caja de tela marrón con la marca impresa en un tono más claro sobre la tapa. Esa caja tiene desde hace años una función mucho más importante  que los propios zapatos. En su interior guardé la mayor parte de las fotografías antiguas de la familia, la memoria en imágenes de mis antepasados, algunos documentos históricos, copias en papel de retratos realizados en soporte de cristal, de finales del XIX, algunos testimonios que dan fe de sucesos tan lejanos como la Guerra de Cuba.

Como la melancolía es un rasgo persistente de mi carácter, de vez en cuando desempolvo esa colección de momentos y reparo en una certeza indiscutible: con el paso del tiempo me resulta imposible saber cuántos de mis recuerdos son propios y cuantos fruto de las anécdotas que han saciado mi curiosidad al revisar infinitas veces todas estas fotografías con los distintos miembros de mi familia.

MISTER VALLECAS

En mi distraída memoria he recreado la parte de su historia que no viví a partir de imágenes, anécdotas, relatos familiares que se han sumado a mis propios recuerdos. Cuarenta y tres años de diferencia no se pueden completar fácilmente; seguramente mis recuerdos estén salpicados de pinceladas fruto más de la imaginación que de la historia. ¿No ocurre siempre así cuando intentamos recrear la memoria vivida de otros?

No pasa un solo día sin que le sienta conmigo. En los días negros cierro los ojos y me siento en el suelo del salón a sus pies, su mano posada sobre mi hombro, exactamente igual que hacíamos los últimos años. Y le agradezco a mi memoria que me permita mantener su presencia intacta.

Siempre le gustó contar historias así que todos conocíamos con mayor o menor precisión algunas de sus más cacareadas anécdotas. Resulta curioso que la gran mayoría de ellas pertenecieran a una época difícil de su vida, porque siempre las contaba con una sonrisa, a veces entre carcajadas. Era su carácter natural, un hombre cariñoso, simpático, optimista.

Tenía sólo dieciséis años en mil novecientos treinta y nueve; se libró del frente por los pelos. Supongo que la vida se impuso ante la desgracia y a pesar de la pobreza y el hambre, existir era una necesidad mayor que anclarse en el dolor. Como era el mayor de todos sus hermanos, trabajó desde muy joven en cualquier oficio que le permitiera aportar algún pequeño ingreso a la familia. La guerra había truncado sus estudios, pero encontró la forma de incorporarse a una academia donde aprendió contabilidad y mejoró aún más una caligrafía cuidada y elegante que no descuidaría nunca.

Tuvo mucha suerte y permaneció en Madrid durante el servicio militar. Gracias a sus cualidades adquiridas con esfuerzo, en apenas unos meses se convirtió en el ayudante del Sargento Peláez, el encargado de la cantina, que ni escribía tan fino ni era avezado en matemáticas. En unas semanas, todo la circulación de alimentos, el almacén y las cuentas del servicio estaban bajo su control.

Tal y como indican las reglas de la milicia, Francisco era un “mandao”. Obedecía las indicaciones de su sargento sin rechistar, lo que le obligaba a realizar una contabilidad “creativa” que no dejara al descubierto los continuos atracos al almacén que permitían a Peláez conseguirse un abultado sobresueldo en el mercado negro. Así aprendió a distraer algún que otro alimento con cierta regularidad para el regocijo de los suyos en aquellos años tristes donde el hambre campaba aún a sus anchas entre la mayor parte de la población española.

M Vallecas 3Ninguna de las fotografías que guardo de él pertenecen a esa época. Como si su historia empezara después, a finales de los cuarenta, en un Madrid de tranvías y bicicletas.

En las imágenes descubro ese Madrid desconocido para mí y a un hombre mucho más joven que se parece al que conocí. Y en su cara se vislumbran los rasgos de su carácter: juguetón, divertido, encantador.

Supongo que fue en esa época imprecisa, antes de los paseos desde la avenida Ruiz de Alda en Puente de Vallecas hasta la calle Embajadores donde vivía mi madre, cuando sus compañeros de trabajo quisieron gastarle una broma y le inscribieron a sus espaldas en un concurso popular en el barrio.

Y allí, vestido con un mono de trabajo, tal y como indicaban las normas del certamen, mi padre adquirió un título que le acompañó entre chascarrillos el resto de su vida: Míster Vallecas.

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