Perdigón

I
- ¡Munir! ¡A tu derecha!
El mudéjar reacciona a tiempo en un movimiento automático pero yerra el tiro.
- ¡Maldito seas, patán!

- ¡Fuera, truhán!
Y ya, en la mente de Jimén, sólo está ese tesoro. El viento que silba colándose por entre las erguidas ramas desnudas de los chopos, el atronador galopar de siete jinetes que irrumpen por oriente y el aviso apremiante de su compañero de caza se ahogan en un silencio nuevo. Nuestro hombre aprisiona un huevo de oro con toda la fuerza de su mano izquierda y se vuelve.
II

- ¡Maldito seáis, jovenzuelo! ¡En cuán poco os deberán de apreciar los vuestros cuando no están dispuestos a soltar por vos ni siquiera un puñado de monedas de plata!
- ¡Os lo he dicho mil veces: mi padre me odia! Y piensa: como lo odio yo a él. ¡Soltadme y hallaré el modo de recompensaros!
- Empiezo a pensar que no estáis cuerdo. ¿Por qué porfiáis en apretar ese puño que no encierra nada?
- La mitad de lo que aquí tengo os procuraría comida y confortable cobijo por muchos años...
- ¡Desvaríos!
Entonces, en un último y desesperado intento, Hicham Benjumeda se abalanza sobre su cautivo y le abre sin demasiada dificultad el puño izquierdo. Una vez más, nada. Con un gesto, ordena a un secuaz que deposite en el suelo el rancho del día en una escudilla de barro con el borde mellado. El mayorazgo se precipita sobre ella y engulle sin pensárselo dos veces un asqueroso almodrote.
III

El mayorazgo se levanta y comprueba cuánto está desmejorado. Se diría que es familia directa de la mula... Un burdo sayón lo cubre. La mejor noticia: su puño izquierdo sigue conteniendo ese huevo de oro que refulge como nunca. En esto aparece al contraluz un labriego:
- Me avisó el zagal. ¡Qué bueno veros en pie!
- Quienquiera que seáis, os doy las gracias por sacarme de esas zahurdas.
- ¡De qué zahurdas hablaís? Os encontré medio muerto en un recodo del camino de Torremocha. Os dí de comer y de beber con lo que me quedaba y conseguí reanimaros. Deshice un saco para cubriros y nos pusimos a caminar hasta casa aunque siempre pensé que no estábais del todo con los mortales. Se echó la noche encima, iba el río crecido, di un paso en falso, caí de la puente y, de no ser por vos, me habría ahogado. Os arrojásteis de corrido al agua y me echásteis esa mano izquierda que Dios para siempre guarde para sacarme del atolladero. Llegamos a las tantas como dos sopas. Pero llegamos. Y nunca sabré devolveros lo que hicísteis por mí...
- Decís que os libré de ahogaros... ¿con mi mano izquierda?
- Como que me llamo Tomás Fruela pues, con la derecha, os sujetábais al tronco de un arraclán...
- Escuchadme: el que os debe la vida soy yo. Vos no imagináis quien soy (y ni yo mismo lo sospechaba hasta ahora). Ensillad dos jumentos sin demora y tomad este presente como primera muestra de mi deuda para con vos.
Jimén abre su mano izquierda sobre la palma de la cual trona orgulloso un precioso huevo de oro macizo. El lugareño, que no sale de su asombro, se aproxima fascinado, tiende su mano derecha para asir el presente y, en ese momento, el mayorazgo posa la suya sobre la de aquél de modo que las tres manos se funden en un apretón entrañable.
IV

- Las manos están para hacer, dar y querer.
Y, dicho esto, el polluelo corre al encuentro de su madre. Jimén, perplejo, lo ve alejarse y a Munir que lo va a atrapar.
- ¡Déjalo ir, hermano!
FIN