Caracola

Escrito por Carolina del Norte el .

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Una mañana plomiza, de camino a la oficina, al cruzar el puente de piedra, vi un loro verde precioso. No hacía mucho había leído, bajo el titular «Madrid se naturaliza poco a poco», que desde que se habían abierto las compuertas del Manzanares –el artículo decía esclusas–, cerradas desde 1955, que impedían a las especies autóctonas vivir en el secarral que es este río, se estaban recuperando especies autóctonas. Supuse que aquel loro se habría escapado de alguna jaula y de alguna casa con las ventanas abiertas y que ahora vivía libre, suelto, volando, comiendo insectos vivos y no pipas ni alpiste y que su dueño estaría apesadumbrado por haber perdido un animal tan bello.

A partir de ese día cogía siempre el mismo lado del puente, el izquierdo, porque volví a ver al loro de nuevo. Pero no tardé en darme en cuenta de que no había un único loro, de que había varios, por tanto, no se podían haber escapado de ninguna jaula. Convivían con las palomas, que siempre me han dado un asco atroz. Otro día al ver a tres de esos loros juntos, me paré en seco, observé que tenían comportamientos un poco violentos, en realidad, no convivían con las palomas, competían con ellas, y emitían un graznido molesto que hizo que de manera inteligente me tapara los oídos. Cuando llegué a la oficina busqué en internet, apareció la foto de uno de esos loros, o mejor dicho, lorito, pues son pequeños. Supe así que se trataba de la urraca argentina, que era una especie invasora y que amenazaban la biodiversidad. Siempre hay voces, sobre todo en las redes sociales, que salen en defensa, y el caso de las urracas no era menos, por las mismas causas que estaban denostadas, otros les sacaban la cara, que si se adaptan al medio, que si conviven con las demás especies, etc. Da igual. Lo importante es que nunca más las he vuelto a llamar loros ni por supuesto a confundirlas con uno.

caracola2Y así, los días entre semana, me detenía en el mismo sitio donde anidaban las cotorras con sus chillidos como metralletas, porque esos pájaros me producían cierto interés.

Y todo empezó el día que, al llegar de la piscina, colgué el bañador, la toalla y el gorro de las cuerdas de tender, apoyé las zapatillas en el poyete de la ventana para que se secaran, me preparé una merienda y me senté a ver una película. En un momento del metraje eché la cabeza atrás, porque me dio la risa, y vi algo verde en la ventana. Me fijé bien. Era una cotorra, no había duda. No hice caso, seguí viendo la peli. Pero la cotorra seguía ahí, me acerqué a verla, se movía de un lado a otro, con pasos largos y seguros para unas patas tan cortas, con el pecho hinchado. Andaba hasta el final del poyete, se daba la vuelta y deshacía el recorrido. La dejé estar y volví al sofá, pero justo al darme la vuelta oí un golpe en el cristal, la cotorra lo estaba golpeando con el pico. Me acerqué de nuevo… Seguía y seguía, golpeé el cristal con el dedo, para asustarla con el ruido de vuelta, pero ella continuaba golpeando, tan fuerte que pensé que iba a romperlo. Pero ¿qué quería? Hasta que se cansó de golpear y continuó con el desfile, un, dos, tres, sacando pecho con orgullo, con el pico levantado, ida, vuelta, ida, vuelta.

Ni caso, me dije. Volví y conseguí meterme en la película, a pesar de que la cotorra no paraba, tan pronto se detenía y me golpeaba como continuaba con su ridículo desfile. Hasta me hizo gracia.

No me percaté de cuándo se detuvo, pero estaba quieta cuando terminó la película. Ya era de noche, me acerqué al cristal y vi que me miraba. Se mantuvo muy quieta un rato, hasta que lentamente se acercó a mis zapatillas, se subió e hizo gesto de acomodarse, moviendo las alas y el culo… Se sentó encima y cerró los ojos con calma.

No tengo persianas, porque vivo en un primero interior y entra poca luz, pero tengo cortinas, las corrí. Ya se cansaría de estar allí. Me lavé los dientes, de camino a la habitación para acostarme descorrí con sigilo la cortina y allí estaba, durmiendo plácidamente, me pareció que hasta con un gesto de burla.

Me acosté, dejé la puerta abierta, para escuchar por si llamaba de nuevo. No descansé nada. Conseguí caer en una especie de duermevela intranquila, me desperté con miedo a medianoche e hice lo posible por calmarme. Con los ojos como platos escuché el silencio, me convencí de que se había ido, todo estaba en tranquilo dentro de casa, y fuera parecía que también, desde luego. Por qué no… Me tapé la cabeza con la sábana, pero fue peor, si iba a entrar, prefería verla venir, si iba a golpearme con su pico o a arañarme con sus garras grises y duras mejor tener las manos libres, fuera de la sábana, para poder taparme con las manos la cara, o para agarrarla por su hermoso cuello verde hasta hacerla exhalar, perder aire lentamente por el pico, sus ojitos pequeños y redondos medio salidos de las cuencas, su pecho deshinchado, sus patas tiesas, para siempre.

Tanto estar alerta me dejó, finalmente, agotada. Y dormí profundamente.

Golpes, esta vez mucho más violentos, me despertaron de madrugada. Me levanté como un resorte, descorrí la cortina, la cotorra golpeaba como un pájaro carpintero.

–Vete de aquí, hija de puta –grité.

Con una agresividad grotesca empezó su desfile. Pero qué narices quiere, qué hace. Me caí al suelo, desfallecida de miedo. Abrí los ojos muerta de pánico, la cotorra paró en seco, me dio la espalda y emprendió el vuelo. Se borró de mi vista.

No tardé ni medio segundo en ponerme en pie y atisbar el pequeño trozo de cielo que se ve desde mi ventana. Estuve un rato mirando y nada, no volvía, definitivamente, se había ido.
Qué alegría inmensa. Café, pensé, un café, me tomo un café y me pongo en marcha. E hice el café, pero en lugar de sentarme en la mesa de la cocina, como hago siempre, me senté en el sofá, por si volvía. Me tomé el café mirando a la ventana. La cotorra no apareció y ya iba siendo hora de ir a trabajar. Me desnudé para meterme en la ducha, al entrar miré de soslayo, por si estaba detrás. Me metí en la ducha, y fui incapaz de cerrar los ojos bajo el agua, porque temía que al abrirlos me la iba a encontrar de frente. Me sequé, me vestí, llegaba tarde, cogí el bolso, pero empecé a temblar al acercarme a la puerta, ¿y si me estaba esperando en la calle?

Era absurdo.

caracola3E inevitable. No podía controlar el pensamiento. Me estaría esperando, oteando desde el aire para atacarme. Pero ¿por qué iba a querer atacarme? Eso, ¿por qué? ¿Por qué había pasado la noche entera en mi ventana? ¿Qué quería? Quería entrar en casa, eso seguro, porque no paraba de golpear el cristal.

Ese día fui incapaz de salir. Llamé al trabajo y dije que estaba enferma. Y lo consumí, entero, mirando a la ventana.

Se lo conté a mi hermana. Me escuchó, era evidente que sorprendida.

–¿Y no abriste la ventana para espantarla?
–No. Y si al abrirla, se mete en casa, ¿qué?
–También podías haber sacado el palo del cepillo de barrer y haberla espantado con él. Tampoco son tan grandes las urracas esas, son como un loro pequeño. ¿Qué daño te podía hacer?
–Y yo qué sé.
–¿Te das cuenta de que es absurdo, Carolina? Irracional.

Me daba cuenta, pero no podía evitarlo. Empecé a vivir con lo irracional. La cotorra no regresó, por el momento, a mi ventana, pero acudía a mis sueños muchas muchas noches. Una noche soñé que estampaba un huevo de polluelo contra el suelo, otra, que devoraba a picotazos a un cachorro de gato, otra que entraba en mi casa de noche y me acribillaba a arañazos los ojos con sus garras. Me dieron de baja y me recetaron Diazepam. El psiquiatra me tranquiló, dijo que después de la pandemia, la salud mental de la mayoría de la población estaba “resentida” y que era bueno ir al psicólogo, las fobias eran fáciles de tratar, afortunadamente, dijo mirándome con ternura.

Así fue. Más rápido de lo que esperaba. Tuve varias sesiones online con una psicóloga, no quise ir a la consulta porque me negaba a abandonar mi casa, así podía controlar la ventana, la terapia iba surtiendo efecto, a los meses me cansé de mirar, no había señales de la cotorra. Las últimas sesiones, hasta pude ir a la clínica, salir a la calle, dejar de pensar en el maldito animal, y la prueba más importante de todas, de regreso al trabajo, al pasar por el puente de piedra, me las topaba a diario y era capaz de parame y mirarlas, de escuchar sus martirizantes graznidos.
Llegó el verano. Me fui de vacaciones con mi hermana y sus hijos a la playa. Al tumbarme bocarriba disfrutaba de la vista de las gaviotas, su trino me parecía una melodía preciosa; su vuelo, elegante. Tomaba la mayor parte del tiempo el sol, me bañaba y nadaba, jugaba con los niños, hacíamos agujeros en la arena hasta que se llenaban de agua, castillos con el cubo y la pala, nos enterrábamos. Alicia, la pequeña, encontró un día una caracola.

caracola4–Si te la pones en el oído, se escucha el mar –le dije a mi sobrina, y le tendí la caracola.

La niña la sujetó con sus manitas, la apretó contra el oído y abrió la boca, sorprendida.

–Tía, la caracola quiere hablar contigo –me dijo apartándosela del oído.

Le seguí la broma. Muy seria, dije:

–¿Conmigo?
–Sí, quiere decirte algo –respondió la niña volviendo a poner la caracola en el oído.
–A ver, trae, dámela. –Tendí la mano con seguridad para escuchar lo que la caracola tenía que decirme.

Alicia me la dio, siguiéndola con la mirada atenta.

–Hola, caracola, me ha dicho Alicia que quieres decirme algo –hablé a la caracola.
–Sí. –Escuché nítidamente–. Sí –repitió–. ¿Sabes lo que quería aquel día en tu ventana? Agua.

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