Explota, explótame, explof....

Escrito por Fernando Ese Ele el .

explota1

-Puaaajjj…

-Por dios…

-Santo cielo…

El inspector Segura echó mano del pañuelo para mitigar el penetrante efluvio de las vísceras aún frescas esparcidas por toda la oficina y, de paso, contener el amago de náusea que se descolgaba por un hilillo de saliva pastosa entre la comisura de sus labios. explota2Sus dos ayudantes, que apenas podían articular un comentario mínimamente inteligible, prefirieron parapetarse tras las anchas espaldas del superior, en busca de un encuadre algo más alejado del horror desaforado que campaba ante sus ojos. En el pasillo aún resonaba el llanto estremecido de la operaria de la limpieza, intercalado con una extraña cantinela que murmuraba entre dientes con desesperante insistencia. La mujer había acudido a la sede central de la compañía como cada tarde, al finalizar la jornada, con la confianza de encontrar el campo despejado para regocijo de su fregona.

El dantesco mejunje de tendones partidos, músculos desgarrados, huesos hechos añicos y fluidos corporales revueltos de forma macabra había convertido las paredes y las superficies del mobiliario en una suerte de lienzos involuntarios de semejante abstracción de formas, texturas y colores, como paridos por el pincel atroz de un sádico en estado puro.

Incomprensiblemente entera y sin daños aparentes, la ropa de Adriana Álvarez aparecía dispuesta de manera que alguien o algo la hubiesen colocado en su puesto de trabajo con absurda meticulosidad: los pantalones, con las perneras colgando de la base de la silla; la blusa, de un blanco inmaculado, extendida por el respaldo; los zapatos, explota4con sus altos tacones bien alineados bajo la mesa; un reloj con pulsera dorada, una esclava de cuero y un anillo de casada, en posiciones coherentes, como si la sombra de su propietaria se encontrase aún en postura de rutina cotidiana ante el destello azulado de la pantalla del ordenador.

No lejos de allí, ante la puerta del supermercado, una súbita estampida de personas prorrumpió en la calle entre atropellos y gestos desencajados. En un intervalo de 30 segundos, dos clientes se habían volatilizado en una masa de un repulsivo color granate, dejando en el pavimento una pulpa informe y pegajosa que recordaba a los restos de un lagar de uvas recién pisadas. Las primeras pesquisas de la patrulla policial que se desplazó al lugar de los hechos pudieron constatar, tras identificar a las víctimas por su documentación —sorprendentemente intacta, al igual que otras pertenencias y la indumentaria tendida sobre el mostrador de comida preparada—, que Ángel Alarcón y Armando Antúnez trabajaban en la misma empresa como informáticos. Según algunos compañeros, posiblemente ni se conocían. Su coincidencia en el establecimiento podría atribuirse a la cercanía al centro laboral y al escaso margen de tiempo para el almuerzo establecido por la dirección.

Aquella misma mañana, en el parque que se extiende a lo largo del río, las pocas personas que pasaban por allí a esas horas tan tempranas habían formado, atraídas por el espanto de la escena —verdaderamente excepcional—, un corrillo al que también se sumaron un par de perros tras esquivar la vigilancia de sus dueños. El nervioso olisqueo de sus hocicos descubrió lo que parecían restos humanos en pequeños trozos en medio de un caldo sanguinolento, como una siniestra caldereta de carne y entrañas preparada por el mismo Saturno. Una especie de parálisis colectiva había detenido a los espectadores en sus posiciones, incapaces de realizar movimiento alguno o de intercambiar palabra, aturdidos quizá por el propio desconcierto de los demás.

Asomado desde la terraza del tercer piso del bloque más próximo, un vecino en pijama de rayas apuraba su cigarro con expresión de extrañeza. Esa cómoda desafección por los y las oficinistas que madrugaban para hacer ejercicio antes de entregarse al sedentarismo laboral aumentaba el placer de cada bocanada. explota3Desde la altura, la perspectiva mostraba con más exactitud la inquietante disposición de unos pantalones cortos de deporte dispuestos cuidadosamente bajo una camiseta de tonos grises y naranjas, estampada con el nombre de Angustias, y sobre unas zapatillas de deporte misteriosamente situadas en trance para correr.

Bajo el verde espacio del episodio anterior, el sonido de una emisora de radio reverberaba con fuerza en el túnel. Un vehículo blanco se encontraba cruzado y con la puerta del piloto abierta sobre el asfalto de la vía de circunvalación, sepultada durante decenas de kilómetros. A pesar de los cinco carriles por sentido, el incidente estaba causando un embotellamiento gigantesco, con ramificaciones por todas las entradas. Los pitidos desquiciantes ahogaban la voz del locutor que, ajeno al caos, disparaba una noticia tras otra, aunque la atención mediática se encontrase encallada en el parqué de la Bolsa, donde la compañía tecnológica Austeria Awesome estaba rompiendo sus techos de cotización. Analistas y tertulianos no dejaban de cruzar sesudas teorías para explicar el éxito tan fulgurante de una aventura empresarial relativamente reciente, nacida y criada en el caldo de la crisis económica y el cambio generacional, con el acento puesto, además de sus innovadores servicios, en una extraordinaria optimización de los recursos humanos.

La grúa, la policía y los servicios de limpieza tardaron más de una hora en llegar. Para entonces los individuos reventados ya no eran exclusividad del primer coche que provocó la vorágine de un hermoso día de primavera, preludio de un fin de semana ciertamente tentador. De hecho, se pudieron constatar tres casos más en diferentes puntos del atasco. Junto a Adela Aparicio, la detonación biológica también había alcanzado a Arturo Astiarán, Alberto Azcona y Amelia Alberdi. Todos ellos, o la masa informe y diseminada que quedaba de su identidad humana, conservaban la pulcritud de su vestimenta, aferrada a los volantes.

El ascensor subía vertiginoso rumbo a la planta 59, donde el consejo de administración, convocado a las 13h, estaría enmarcado una vez más por la luminosa panorámica de la gran ciudad en movimiento. explota6En el hall, la asistente presidencia, Aurora Aguirre, había coincidido con tres de los directivos. En el breve trayecto hubo tiempo para algún que otro comentario de cortesía sobre su excelente aspecto. Después de una larga noche en vela, Aurora constató, como en otras muchas ocasiones, que el maquillaje seguía haciendo milagros. A la altura del piso 30, su presión arterial sufrió una repentina subida, acompañada de unos latidos en creciente aceleración. En el 42, los compañeros advirtieron un semblante enrojecido que se hinchaba por momentos. Diez más arriba, los ojos pugnaban con enorme tensión por saltar de sus cuencas.

El estallido fue casi inaudible. Cuando consiguieron reponerse de su turbación inicial, en medio de una cabina estrambóticamente decorada con despojos y plasma viscoso, los ejecutivos llamaron a recepción para dar aviso al departamento de Seguridad e Higiene. A continuación, tras ajustar sus corbatas, se dirigieron resueltamente hacia la sala de reuniones, donde el consejero delegado y los demás ocupaban ya sus puestos.

- Buenos días, señores. Adelante, ya estamos todos. Bonito traje, Christian. ¿Empezamos?

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