Roxana

Escrito por García Cardiel el .

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Como ya estamos en julio y parece que las veladas estivales se prestan a ello, hoy voy a hablarles de cine.

En particular, quisiera conservar sobre una película que muy probablemente todos ustedes conocen gracias a los desvelos de la eficaz maquinaria publicitaria hollywoodiense, por mucho que, por alguna razón que desconozco, ni su complejísimo argumento ni la excelencia de sus diálogos e interpretaciones le hayan deparado un lugar privilegiado en la Historia, con mayúsculas, del cine. Me refiero al largometraje que Oliver Stone estrenó en 2004, Alejandro Magno.

Y, por concretar más, me gustaría detenerme en una de sus escenas. No se preocupen ustedes si, por algún azar, no han visto la película, no les desvelaré gran cosa. Tan solo que, avanzada ya la azarosa campaña que condujo a Alejandro a conquistar medio continente asiático, el monarca macedonio y sus adláteres fueron recibidos por un reyezuelo indígena que les agasajó con un espléndido banquete. Recuerden la secuencia. roxana2El festín transcurre tranquilo hasta que, en un momento dado, hacen su aparición varias jóvenes de gran belleza y cinturas cimbreantes que agasajan a los visitantes con una sensual danza oriental. Entiéndaseme bien, con una nueva versión de la sensual danza oriental que ameniza todo largometraje ambientado en Oriente (¡o, para el caso, en Egipto!), independientemente de la época o la geografía concreta en la que se enmarquen los hechos. Sigamos. Alejandro Magno cae rendido ante la penetrante mirada de una de las bailarinas, encarnada por Rosario Dawson, que resulta ser Roxana, la hija del rey (¿la hija de un rey contoneándose en un simposio ante la lasciva mirada de unos extranjeros? Sí, no interrumpan, lo dice Plutarco). Pese a la incomprensión y a las protestas de sus generales, Alejandro decide casarse con ella (“Hacer de una asiática mi reina, y no a una cautiva, es una señal de respeto hacia nuestros súbditos”, afirma el protagonista, taxativo), una romántica proposición a la que Roxana, por supuesto, acepta gustosa. Una vez celebrados los correspondientes esponsales, la enamorada joven se despide de su pueblo y se suma a la expedición, que prosigue su carrera de conquistas hacia la India.

Hasta aquí, la película de Oliver Stone, estrenada, como decía antes, en 2004. Pero una lectura atenta de nuestras fuentes antiguas deja entrever matices algo diferentes. Sabemos que Alejandro empleó uno de sus legendarios ardides para conquistar la roca Sogdiana, el inexpugnable bastión en medio de ninguna parte en el que se habían refugiado la esposa y las hijas roxana3del rey Oxiartes. La captura de sus familiares obligó al monarca bactriano a capitular sin siquiera presentar batalla. A cambio de su rendición, Alejandro le devolvió a Oxiartes a todas las prisioneras salvo a una, Roxana, al parecer todavía virgen, a quien retuvo a su lado, convirtiéndola en su esposa y manteniéndola junto al ejército durante el resto de la campaña, con lo que se garantizó la ferviente lealtad de su, por llamarlo de alguna manera, suegro. ¿A que la cosa cambia un tanto?

Pero sigamos la pista de Roxana para conocerla mejor. Viajó con Alejandro y su ejército hasta el Indostán y, una vez allí y ante la imposibilidad material de extender todavía más las conquistas macedonias, regresó a través del temible desierto de Gedrosia. Muchos de los soldados de Alejandro perecieron mientras recorrían aquellas tierras inhóspitas, situadas en torno al actual Irán. Roxana sobrevivió y llegó a Babilonia, donde Alejandro estableció la que desde entonces habría de ser su capital, y la dejó encinta. Sin embargo, una vez concluida su campaña asiática, las atenciones que el macedonio prestaba a su joven esposa bactriana no duraron demasiado. En cambio, el conquistador se casó con Estatira, hija de su enemigo el rey persa Darío, y con Parisátide, hija del anterior rey persa Artajerjes. Y, para colmo, Alejandro no tardó en fallecer sin molestarse en aclarar quién habría de sucederle al frente de su recién conquistado Imperio.

Imaginemos la situación en la que quedó Roxana, abandonada a su suerte en Babilonia, pariendo en soledad un hijo cuya paternidad fue puesta inmediatamente en duda, y cuyos posibles derechos dinásticos le convirtieron de inmediato en el blanco de las más crueles conspiraciones. Imaginémosla desesperada. Pero escapemos de esos tintes “románticos” a los que tan dado es el cine. Imaginémosla asesinando a las primeras de cambio a roxana4Parisátide y a Estatira, las otras esposas de Alejandro, rehenes, como ella misma, de la enrevesada diplomacia matrimonial con la que el monarca macedonio había tratado de consolidar su Imperio. Imaginémosla tratando de sobrevivir en medio de las trifulcas que no tardaron en estallar entre los generales de Alejandro, trifulcas que pronto se convertirían en unas guerras que devastaron el mundo durante más de un siglo. Imaginémosla conducida hasta Macedonia, donde Olimpia, su “suegra” (Angelina Jolie en el film, ¿recuerdan?), trató de hacerse con las riendas del Estado presentándose como la regente y protectora de su nieto, el vástago de Alejandro y Roxana. Imaginémosla, en fin, de nuevo a la deriva cuando Casandro, uno de los generales que contendían por los restos del ya fragmentado imperio, acabó con la vida de Olimpia y ordenó el encarcelamiento de Roxana y de su bebé. Ambos murieron seis años después, envenenados en su celda.

Ante tanta perfidia e infortunios, no es de extrañar, me dirán ustedes, que el cine tienda un velo de digerible romanticismo sobre los episodios históricos. Vale, puedo comprar el argumento. ¿Pero por qué esa máscara reconfortante tiene que convertir a Roxana y a tantas otras en adocenadas bailarinas exóticas? Les juro que no lo entiendo.

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