La esposa de Sexto

Escrito por García Cardiel el .

sexto1

Se ponía ya el sol sobre los Montes Albanos, y la pareja permanecía en silencio, ensimismados los dos en sus respectivos pensamientos, sin preocuparse por encender una lámpara pese a que la penumbra se iba apoderando, inexorable, del comedor.

Sexto contemplaba a su esposa como si fuera la primera vez que la veía. Quizás era la primera vez que la miraba realmente. Aquella larga jornada le había revelado una faceta de la mujer que desconocía por completo.

sexto2Los acontecimientos se habían precipitado desde primera hora de la mañana. Cuando el barullo despertó a Sexto y este salió enojado de su dormitorio, allá en la casa familiar de Roma, se vio sumergido de improviso en una vorágine de actividad que, sin razón aparente, lo había engullido todo y a todos. Los esclavos corrían de acá para allá, y apenas se percataban de su presencia. Alguno tuvo la desfachatez de cruzarse con él sin detenerse siquiera a saludarle como era debido, tales eran sus prisas. Al parecer, estaban embalándolo todo, como si fueran a vaciar la casa. Todas las pertenencias de la familia. Fue su esposa quien, tan pronto como le vio entrar en el atrio, dejó a un lado el enorme bulto que ella también transportaba para acudir, solícita, a explicarle cuanto sucedía.

Según le dijo, apenas amanecía cuando un esclavo había traído a casa la funesta noticia. Los triunviros, aquellos tres déspotas que gobernaban Roma con puño de hierro, habían colgado en el Foro una nueva lista de proscritos. Raro era el día que no aparecía un nuevo listado, y los más madrugadores que deambulaban por el centro de Roma solían acudir a curiosearlos. Como siempre, haciendo uso de sus poderes dictatoriales, los triunviros habían condenado a muerte a todos los infelices cuyos nombres se recogían en la lista, expropiando en el acto todas sus propiedades, haciendo extensiva la condena a quienes les ayudaran a escapar, y ofreciendo una suculenta recompensa a quien les delatara o diera muerte. Pero, en la lista de aquella mañana, había aparecido el nombre de Sexto. El esclavo, al verlo, dejó caer el cántaro que transportaba y salió corriendo hacia la casa. Y, una vez allí, buscó a su señora para que ella se enterara antes que nadie del peligro que se cernía sobre la familia.

La esposa de Sexto había encajado aquella noticia como una auténtica matrona romana. De inmediato había mandado atrancar las puertas de casa, había ordenado a la servidumbre, todavía ignorante de cuanto sucedía, que empacara todo lo que se pudiera transportar en dos carros, y había mandado encerrar en su habitación al esclavo que había traído el chisme para asegurarse de que no lo difundiera. Los preparativos para el viaje ya casi habían concluido cuando se despertó Sexto. Sin darle apenas tiempo a reaccionar, su esposa le dejó a cargo de la casa mientras ella sola se lanzaba a la calle en busca de su hermano, pues este les podría prestar los dos carros. Pocas explicaciones bastaron para obtener su ayuda. Y, en cuanto la esposa regresó a casa, mandando atrancar nuevamente las puertas para que nadie entrara o saliera sin su permiso, fue también ella quien le propuso a Sexto dar muerte al esclavo que, aquella mañana, había visto la lista de proscripciones. Sexto, vacilando apenas un instante, accedió. Ningún otro sirviente debía enterarse de que su nombre había aparecido en la nueva lista de proscripciones, o le podría denunciar. O algo peor.

sexto3Todavía no era la hora de comer cuando la comitiva, formada por los dos carros cargados hasta los topes, la litera cerrada en la que viajaban Sexto y su esposa, y el séquito de sirvientes, traspasaba la Porta Tiburtina. Nadie les importunó. Atrás quedaba la casa vacía, con el cadáver del esclavo todavía encerrado en su cuarto.

A lo largo de todo el camino hacia su villa de los montes Albanos, fue la esposa de Sexto quien dirigió la expedición mientras este, por prudencia, se abstuvo de asomarse fuera de la litera. Fue ella quien se preocupó del avituallamiento, fue ella quien en todo momento indicó el camino a seguir, y fue ella quien, apenas se hubieron instalado en la villa, se las apañó para recompensar a los esclavos que les habían acompañado con un ánfora de vino conveniente aderezada con un potente veneno. Sexto y su esposa no correrían el mismo destino aciago que tantos de sus vecinos proscritos, denunciados, antes o después, por alguno de sus vecinos o de sus esclavos. Sin nadie que les pudiera delatar, nadie se tomaría la molestia de buscarles en la villa de campo, donde Sexto podría permanecer escondido el tiempo que fuera necesario. Al menos, hasta que se aclarara aquella lamentable situación.

La esposa, en fin, le había salvado la vida, haciendo gala de un carácter, de una férrea determinación, que Sexto nunca se hubiera imaginado que poseía. Por eso la miraba ahora con nuevos ojos, apenas visible ya en la penumbra, descansando, como él, del viaje y de las emociones de aquella terrible jornada.

Dándose cuenta de que la contemplaba, la esposa le devolvió la mirada y le sonrió. Acaso tratando de infundirle ánimos ante el incierto futuro que les aguardaba. Sexto se preguntó qué sería lo que su esposa estaría pensando en aquellos mismos momentos.

Pensaría, acaso, en la pila de cadáveres que aguardaban en el peristilo, donde el propio Sexto tendría que enterrarlos a la mañana siguiente.

Pensaría, quizás, en qué es lo que harían si a alguno de sus amigos o familiares, al no encontrarles en Roma, se les ocurría visitarles en la villa.

sexto4Pensaría en la dura existencia que les tocaría vivir allí, aislados y sin servidumbre, mientras durara todo aquello.

O puede que estuviera pensando en si su hermano, el cuñado de Sexto, el mismo que les había conseguido los carros, guardaría su secreto, o si en cambio habría ido ya corriendo a denunciarles ante el pretor.

Sexto nunca hubiera confiado en su cuñado, y le extrañaba que su esposa lo hubiera hecho. Por eso aquella sonrisa de ánimo que ahora su esposa le dirigía le parecía tan insensata. Tan falsa.
Uno no podía confiar en nadie, y menos en una situación como la que vivían. Definitivamente, no tenían que haber confiado en su cuñado. Cuando la vida de uno está en juego, cuando el miedo lo nubla todo, quién sabe de qué se es capaz.

Pero la sonrisa cansada de su esposa seguía en su rostro, tranquila. O aparentemente tranquila.

Sexto, despacio, se levantó y fue hacia ella. Despacio, sin perderla de vista, sin que ella hiciera otra cosa que dirigirle aquella sonrisa calma, rodeó su diván, se agachó, y la abrazó, besándola en el pelo. Ni siquiera reparó en el fuerte olor a sudor que desprendía la dama.

Ni en los últimos estertores de la dama cuando ésta, aterrada, notó que un puñal se le hundía en las entrañas.

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