No pudo ser

Escrito por García Cardiel el .

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Tras haberse pasado media vida luchando, defendiendo los ideales reformistas que parecían dar sarpullidos a los sectores predominantes en el Senado, tras haber combatido en Italia, en los Alpes, en África, tras haber llegado a dominar Hispania, Sertorio descansaba aquella noche en un recóndito paraje del valle del Ebro, hacia el que se había retirado con sus tropas para lamerse las heridas, reabastecerse y recuperar el aliento antes de retomar la lucha. A tal fin, tan pronto como estuvo montado el campamento había organizado aquel banquete, del que ahora disfrutaba rodeado de sus comandantes, que en los últimos tiempos se habían convertido en sus amigos más fieles. En cuanto dieran cuenta de aquella comida necesariamente frugal, pensaba dirigirles unas palabras para reavivar sus ánimos extenuados. Ellos, aquel minúsculo grupo de amigos, de veteranos adalides de la causa popular, debían ser la chispa que encendiera una vez más la llama de la rebelión en Hispania, y, de ahí, a Italia. No pudo ser. Al poco de comenzar la cena, uno de sus camaradas, Perpena, dejó caer su copa de vino al suelo y, a la señal, todos los que le rodeaban se lanzaron sobre él y lo cosieron a puñaladas. Sertorio murió desangrado, y los cronistas ni siquiera supieron dónde.

nopudoser2Apenas un año antes, el esforzado Sertorio había recibido con honores a los embajadores de Mitrídates. Mitrídates VI, rey del Ponto, el peor enemigo de Roma, gobernaba por aquel entonces unos amplísimos territorios en torno al mar Negro y poseía unas riquezas proverbiales. Sabedor de que Sertorio acaudillaba desde hacía años una sublevación en Hispania, pretendía concertar con él una alianza que dejaría a la República romana atenazada entre dos fuegos. Mitrídates poseía los fondos y los barcos que Sertorio necesitaba para continuar la lucha, pero sus tropas eran bisoñas, por lo que suspiraba por unos cuantos de los centuriones experimentados de los que tan prolífico era el ejército sertoriano. Con aquellas galeras y con todo aquel oro, Sertorio podría haber terminado imponiendo sus ideas al recalcitrante Senado romano. Podría haber acabado con los magistrados colocados por el difunto dictador, podría haber saneado las instituciones, podría haber devuelto el poder a las asambleas, podría haber otorgado a las poblaciones aliadas de Roma todos aquellos derechos por los que llevaban décadas clamando. Pero no pudo ser. A cambio de la colaboración militar, el monarca del Ponto le exigió a Sertorio reconocer oficialmente todas las conquistas que pensaba llevar a cabo en detrimento de los territorios romanos en Asia. Sertorio se negó, y los emisarios pontinos tuvieron que regresar por donde habían llegado, llevándose consigo los fastuosos regalos con los que habían pensado agasajar al romano para festejar el acuerdo.

nopudoser3Dos años antes, las tropas de Sertorio se habían desbordado por las llanuras litorales del Levante ibérico. Lusitanos, carpetanos, vacceos, celtíberos y contestanos se habían movilizado masivamente en apoyo a su causa, por lo que el general sublevado, que ya llevaba cinco años combatiendo en Hispania, se había decidido a plantar batalla en campo abierto y al mismo tiempo a los dos grandes generales que el Senado había enviado a Hispania para aplastarle: Metelo Pío, la mano derecha del antiguo dictador, y Cneo Pompeyo, el joven y arrogante picentino cuyo padre ya había combatido contra Sertorio en más de una ocasión. Entre los dos, le superaban ampliamente en número, y además sus legiones estaban intactas y bien adiestradas, mientras que los ejércitos sertorianos se componían en su mayoría de reclutas que acababan de dejar sus campos de labranza. No importaba. La pericia táctica de Sertorio y el fervor que despertaba entre sus hombres podían compensar tantos y tan graves inconvenientes. Si hubiera vencido en aquella batalla junto a la desembocadura del Júcar, si hubiera conseguido derrotar de una tacada a los ejércitos más granados con los que contaba el Senado, aquella guerra hubiera concluido. No pudo ser. En el momento menos indicado, el valor de una parte de sus tropas flaqueó, y aquello bastó para desequilibrar la balanza. La carnicería entre los sertorianos fue tremenda, y los supervivientes tuvieron que retroceder lejos de la costa, en busca de posiciones más sólidas.

Cinco años antes, Sertorio llegaba a Hispania, recién nombrado pretor de aquellas tierras por un gobierno romano que, cuando él desembarcó en Tarraco, ya había sido depuesto por un violento golpe de estado. Aquello, sin embargo, no lo amilanó. Dispuesto a reivindicar la legitimidad de su cargo y a utilizar las tierras hispanas como palanca para hacer saltar al nuevo gobierno corrupto, Sertorio notificó a Roma que pretendía cumplir nopudoser4con su año de mandato le pesara a quien le pesara. En paz, pero haciendo valer con firmeza la ley y el cargo que las asambleas de Roma le habían adjudicado. No pudo ser. Transcurrido apenas un mes, un nuevo pretor elegido directamente por el dictador llegó a Hispania al frente de un potente ejército, contra el que Sertorio, de buenas a primeras, nada pudo hacer.

Unos meses antes, cuando a Sertorio todavía le quedaban ocho años de vida, cuando llevaba ya más de veinte combatiendo en los ejércitos romanos, el por entonces candidato a pretor coincidió en una taberna con unos marinos cilicios. Aunque al principio reservados, a los navegantes, de mal olor y peor aspecto, pronto se les soltó la lengua, y terminaron reconociendo en un latín confuso que acababan de descubrir la ruta hacia las Islas de los Bienaventurados. Todos los rumores sobre aquel legendario archipiélago eran ciertos: que estaba poblado por gentes hermosas y hospitalarias, que la feracidad de las islas era tal que sus habitantes se hartaban de los más suculentos manjares sin tener que cultivar la tierra, que sus costas distaban tanto de Europa y de África que era imposible aproximarse a ellas con una flota, por lo que la paz y la dicha reinaban en ellas como un manto balsámico. La noche se alargaba, y aquellos beodos no cejaban en sus elogios hacia aquellas tierras a las que, tan pronto como recogieran a sus familias, pensaban regresar para quedarse. Durante aquella velada, Sertorio casi se arrepintió de haberse presentado a las elecciones a pretor. Se sentía ya muy cansado de discutir, arriesgarse y combatir por lo que creía justo. Envidió a aquellos hombres capaces de dejarlo todo, y se preguntó si, al fin y al cabo, no podría él también, aunque fuera aquella misma noche, olvidarse de sus proyectos, de sus amigos y clientes, y embarcarse sin más hacia las misteriosas islas de Occidente. Pero pronto amaneció, un esclavo se encargó de arrojar a la calle a los marineros borrachos, y el propio Sertorio salió, tambaleante, camino de su casa, dispuesto a dormir siquiera algunas horas antes de regresar al Foro. No pudo ser.

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