Una muñeca rota

Escrito por García Cardiel el .

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La realidad supera casi siempre a la ficción. Eso dicen, al menos. Les voy a contar una pequeña historia.

Érase que se era un príncipe llamado Dioniso. Sus súbditos le apodarían Padre Bueno, o al menos algunos de ellos, los más cercanos. Los que sobrevivieron a sus purgas. pergamo2La Historia lo recordaría como Mitrídates VI, Rey del Ponto. Dicen que descendía de Ciro el Grande y del general Antípatro, y que nació cuando un gran cometa iluminaba el cielo de Oriente. Dicen que pasó su infancia en el exilio. Y que durante su reinado el Ponto, al noreste de la actual Turquía, alcanzó gran prosperidad gracias al comercio y a la abundancia en materias primas de todo tipo. Incluido el petróleo.

Al principio Roma vio con buenos ojos al nuevo monarca. Su padre y su abuelo habían apoyado fielmente a las legiones romanas, ganándose el título de “Amigos de Roma”. Otro tanto cabía esperar del joven Dioniso, predestinado a ejercer de árbitro en el convulso escenario anatolio. A poner orden en aquel avispero y mantener abiertas las rutas caravaneras. A gobernar sobre una región próspera pero en la que se pasaba hambre, una región en la que los comerciantes itálicos cerraban los mejores negocios mientras la población local se empobrecía hasta el punto de tener que hipotecar sus templos. Así era Anatolia hace dos mil años. Intenten imaginarlo. Y Mitrídates era útil para Roma, aunque su gobierno se basara en la aplicación sistemática del terror entre propios y vecinos. Aunque desde su juventud alcanzara renombre por su pericia en el empleo de todo tipo de venenos, toxinas y demás armas químicas.

Pues bien, Mitrídates, como dirían los castizos, “salió rana”. Mitrídates no se conformó con ejercer de árbitro por delegación de Roma, ni soportó ver su reino esquilmado por la avaricia de los agentes itálicos. En el año 88 a.C., desencadenó un genocidio. Por sorpresa, siguiendo una estrategia meticulosa y fríamente planificada en el más absoluto de los secretos, en buena parte de las ciudades anatolias los partidarios del monarca masacraron pergamo3a todo hombre, mujer y niño de origen itálico. Bastaba con que la víctima supiera hablar latín para que su condena a muerte quedara sellada. Cayeron 88.000. Y Roma declaró la guerra al Ponto.

Hasta Anatolia viajaron Mario, Sila, Lúculo, Pompeyo, incluso el joven César, a la sazón soldado raso. Mas nada salió como estaba previsto. Las legiones romanas, curtidas en mil campos de batalla, las mismas que derrotaran a Aníbal, esas legiones, obtuvieron una victoria tras otra sobre el monarca del Ponto pero, inexplicablemente, el poder de este no dejaba de crecer. Gracias a las interminables guerras civiles que asolaban Bitinia, Capadocia, Galacia y la propia Italia, el soberano pontino extendió su influencia por Asia Menor y el Egeo, y sus ejércitos llegaron a ocupar Atenas. Mitrídates hizo de las ejecuciones públicas de romanos todo un espectáculo. La crisis económica se cebaba en el Viejo Continente (que entonces aún no era tan viejo), y sin embargo las arcas del Ponto no dejaban de engrosar. El petróleo fluía por el Mar Negro.

Mitrídates llegó incluso a organizar un gran festival en el teatro de Pérgamo. Convocó allí a sus súbditos, a los que lo eran de buen grado y a las poblaciones esclavizadas. Acudieron embajadores de medio mundo a contemplar la apoteosis del monarca anatolio. Y los hábiles ingenieros pergameos procuraron diseñar una ceremonia a la altura. pergamo4Modelaron en oro una gran Niké, la diosa de la victoria, una enorme y bella mujer alada de mirada altiva, y la colgaron mediante recias sogas sobre el monarca, al que en determinado momento del espectáculo la divinidad dorada había de coronar con toda pompa gracias a un complejo sistema de poleas y cabestrantes.

Pero la realidad supera a la ficción. Afortunadamente. Y los regímenes como el de Mitrídates acaban cayendo. En mitad del teatro de Pérgamo, ante los ojos de la expectante multitud, las sogas se rompieron y la escultura de oro, ese remedo de Victoria que no era más que una triste muñeca, una Victoria que pese a las apariencias estaba hueca, se precipitó sobre el cortejo real. Pesaba demasiado. La voluntad de tantos miles de víctimas pesaba demasiado. Dice Plutarco que la corona rodó por la arena del teatro con un lúgubre tintineo, ante los ojos desorbitados de la multitud. Como el curso inexorable de la historia. Seamos optimistas y pensemos que es así. Al menos, en esta historia.

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