Hombres de Etolia

Escrito por García Cardiel el .

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El centro de la ciudad estaba repleto. Había amanecido un cielo plomizo, casi pesaba, pero aquello no parecía importar al abigarrado enjambre de etolios, algunos locales, otros muchos oriundos de toda la región. Se había corrido la voz de que aquella mañana hablaría en la asamblea el emisario de los rodios, recién llegado a aquella parte de Grecia. Y nadie quería perderse su discurso, y mucho menos la votación posterior. No estaban las cosas como para quedarse en la granja o en las eras. El ágora parecía un inmenso panal, zumbante, rebosante, caótico en su ininteligible orden.

etolia3¡Hombres de Etolia!, comenzó el embajador. ¡Los hechos hablan por sí mismos! ¡A estas alturas ya sabréis sobradamente que ni el rey Tolomeo, ni los bizantinos, ni los quiotas, ni los mitilenos, ni mucho menos mis compatriotas rodios, vacilan en hacer las paces con vosotros! ¡Ya lo hemos hecho muchas veces! Pero ahora nos apremia a ello la guerra que habéis emprendido contra los macedonios, poniendo en peligro la salvación de nuestros países y la de toda Grecia. En la guerra pasa como con el fuego: en cuanto alguien lo prende, las llamas se extienden a voluntad, empujadas tan solo por los vientos, y a menudo terminan quemando a quien las inició. ¡La guerra es igual! Pues bien, ¡imaginad que todos los isleños, que todos los griegos de Asia, que toda la Hélade os ruega que abandonéis esta guerra estéril, que os llena de oprobio, de infamia, de maldición! Las palabras del embajador resonaron en todos los rincones, en los oídos de todos, pues ni una mosca se movía en la ciudad. Nadie osaba respirar. ¡Poneos, continuó el orador, poneos ante un espejo y contemplad vuestra ignorancia supina! ¿Afirmáis que lucháis contra Filipo de Macedonia para defender la libertad de Grecia? ¿Decís que Filipo, un Filipo al que nunca habéis visto, que nunca os ha exigido nada, es un tirano? ¿Creéis de verdad que aliándoos con los romanos restauraréis la democracia? ¿Que una vez acabada la guerra, cuando vosotros os hayáis desangrado combatiendo contra Filipo y los romanos hayan vencido a Aníbal, Grecia volverá a ser libre? ¿Se puede ser tan mentecatos? ¿Los dioses lo permitirán?

Nunca antes un extranjero había lanzado tal cantidad de soflamas a los orgullosos etolios en mitad de su propia asamblea. Nadie se hubiera atrevido. Por mucho que el dios Hermes y todo el Olimpo respondieran de la inmunidad de los embajadores. Y sin embargo, cuando el rodio terminó su discurso, lo único que le golpeó, helado, rocoso, fue el silencio que en el fondo de su alma ya se esperaba. Aquel avispero humano había dejado de zumbar, de removerse. Pero no por ello resultaba menos impresionante. Cuando el emisario comprendió que no recibiría respuesta alguna, bajó del poyo en el que se había encaramado y echó a andar en busca de sus caballos y sirvientes, mientras la multitud se abría a su paso, observándole con rostro inexpresivo. Por el otro lado de la plaza, un rebullir indicaba que los embajadores macedonios se apresuraban a tomar su lugar en el centro de la asamblea para rebatir las viperinas exhortaciones del rodio.

etolia2Y así quedó la cosa. Los etolios, en efecto, se desangraron combatiendo contra Filipo una guerra que no llevó a nada, que quedó en tablas, en unas fúnebres e ignominiosas tablas. Un empate que solo se rompió, en efecto, cuando los romanos se deshicieron del temible Aníbal y se vieron libres para intervenir en Grecia en socorro de sus aliados etolios. Las legiones desembarcaron y devastaron todo a su paso. Macedonia fue destruida. Y el Epiro, y Mesenia, y buena parte de Tesalia. Al cabo de unos años, el cónsul romano acudió a las fiestas de Corinto y anunció que Grecia volvía a ser libre. ¡Grecia volvía a ser libre! Y Roma garantizaría esa libertad. Y para garantizarla, apenas unas décadas más tarde volvieron las guerras, las masacres, la destrucción. La propia Corinto, cuna de esa libertad, libertad otorgada, fue destruida hasta los cimientos tan solo una generación después de tan rimbombante anuncio. Sobre sus cenizas se creó la provincia romana de Acaya. La más civilizada, la más noble, la más ilustre de las provincias del naciente Imperio de Occidente. Poblada por unos griegos que se creían superiores a sus señores, que sabían que otrora habían sido los dueños del mundo, pero que ahora tenían que arrastrarse ante el Senado romano cada vez que los recaudadores de impuestos les exprimían demasiado.

La cosa, de hecho, ni siquiera quedó ahí. Cuando se encienden las llamas, como dijo el rodio, es difícil controlarlas. Mucho menos apagarlas. El amor propio de los engreídos griegos estaba herido. Y entonces nació en Oriente un exótico monarca, un señor de la guerra que según se contaba había pasado su infancia entre las cabras, que se decía el libertador de la humanidad frente al yugo romano. Un tal Mitrídates del Ponto. Y los griegos se rebelaron contra sus opresores romanos y se lanzaron en sus brazos. No importaba su oscuro pasado. No importaba que para ascender al trono aquel extraño personaje hubiera recorrido un camino regado con la sangre de decenas de sus familiares. No importaba que antes de declarar la guerra a Roma hubieraetolia4 hecho masacrar a todos los itálicos que poblaban Asia Menor, explorando el significado de la palabra genocidio antes de que nadie la hubiera pronunciado. Ni siquiera había perdonado a quienes se resguardaron en los templos de las ciudades griegas, atentando así no solo contra las leyes humanas sino también contra las divinas. Pero se decía el libertador de Grecia. Y aquello bastó para que los griegos se lanzaran en sus brazos. Con los resultados, por otra parte, previsibles.

Quizá por eso aquella mañana nadie osó violentar, ni tan solo increpar, al embajador rodio que tan duramente había hablado en la asamblea de los etolios. Porque todo esto era previsible. Porque todos, en el fondo de sus pechos, notaban un escalofrío que les hacía discernir qué era lo que iba a pasar. Lo que se cernía sobre ellos, sin que ya nadie pudiera oponerse a la inercia de los acontecimientos. Lo que, una vez prendida la mecha, era ya, en el fondo, lástima, difícilmente evitable.

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