Las ofrendas de los hiperbóreos

Escrito por García Cardiel el .

hiperboreos1

Sostiene Heródoto, el bien llamado padre de la Historia, que los hiperbóreos se contaban entre los más piadosos de todos los pueblos. Constituían una raza fría y reservada, pacífica y extraña, pero sobre todo eran, al parecer, un pueblo abnegado que había sabido colonizar el extremo norte del mundo, frecuentando latitudes que ningún otro hombre o mujer había alcanzado nunca, y que cualquier geógrafo consideraría inhabitables. Es muy probable que adoraran a sus propios dioses, aunque nunca se molestaron en explicar a nadie quiénes eran estos o cuáles habían sido sus gestas y amoríos. Se cuenta que en cierta ocasión Hércules viajó hasta los límites de su lejano territorio persiguiendo a la cierva de Cerinea, y que los hiperbóreos se limitaron a observar al héroe desde las lindes de los bosques, flemáticos. Preguntándose quizás qué derecho tendría aquel extraño que viajaba en taparrabos para matar uno de los animales más soberbios de sus bosques. Pero nada dijeron.

hiperboreos2Pues resulta, relata Heródoto, que estos extraños norteños, pese a todo su gélido exotismo, sentían una especial reverencia por el Apolo griego. Es más, el santuario que el dios tenía consagrado en la isla de Delos, en el corazón del Egeo, recibía puntualmente cada año un abultado lote de ofrendas remitidas desde el más lejano septentrión. Los hiperbóreos, al parecer, dejaban sus regalos en las lindes del país, convenientemente embutidos entre balas de paja y embalados en cajas de madera precintadas para que durante el tránsito no sufrieran desperfectos. Los jinetes escitas, en el transcurso de alguna de sus cabalgadas periódicas, recogían aquellas cajas y las transportaban a través de las inmensas estepas euroasiáticas, viajando entre grifos, arimaspos y amazonas, tribus guerreras y sectas filosóficas. Los paquetes llegaban así al Epiro, la tierra que siglos después sería cuna del temible Pirro, pero que por el momento había de contentarse con albergar el célebre oráculo de Dodona, en el que Zeus vaticinaba el futuro mediante el murmullo de las hojas de un roble sagrado mecido por el viento. Desde el Epiro, las cajas atravesaban los Balcanes, remontaban la cordillera del Pindo y arribaban al Golfo Maliaco, hogar de los melieos, conocidos en Grecia por su piedad hacia la diosa Démeter y por su facilidad para honrar los pactos y luego traicionarlos. Una vez embarcados en las naves que cada año acudían hasta Traquinia, los regalos viajaban hasta la feraz isla de Eubea, donde, trasladados en una reata de mulas de ciudad en ciudad, terminaban alcanzando el puerto de Caristo, fundado en los tiempos pretéritos por el hijo del centauro Quirón. Desde allí, una vez estibadas a bordo de las naves caristias, las ofrendas viajaban más allá de las costas de Andros y llegaban a Tenos, donde eran descargadas y trasbordadas de nuevo a las bodegas de los buques tenios, que se encargaban a su vez de cubrir la última etapa del viaje, apenas unos estadios, hasta la isla de Delos. Seguramente por intercesión del Apolo, las cajas llegaban cada año puntuales al santuario, apenas unas horas antes de que comenzara el festival anual del dios. Cuando los barcos tenios aparecían en el horizonte, la algarabía estallaba incontrolable en toda la isla, pues su llegada anual parecía (y seguramente lo era) una muestra irrefutable de la benevolencia del dios para con sus devotos del mundo entero.

hiperboreos3Mas los hiperbóreos nunca acudieron en persona al festival. Nadie, salvo el mítico Heracles y quizás los misteriosos escitas que transportaban aquellas cajas durante las primeras etapas del viaje, sabía nada de su existencia. Ni tampoco de los escitas sabía nadie apenas nada, salvo los epirotas, que a su vez eran unas gentes misteriosas de las que ni siquiera los griegos se ponían de acuerdo sobre si eran o no helenos. Los melieos comerciaban a menudo con los eubeos, salvo cuando la guerra los distanciaba, pues pertenecían a facciones enfrentadas. Y los eubeos eran buenos amigos de los tenios, aunque no tanto de los andrios, en cuyas costas rara vez desembarcaban. Delos, en fin, era bien conocida y respetada por todos: era la isla que albergaba el gran santuario del dios Apolo, el lugar donde su madre, Leto, los había parido a él y a su hermana Diana al comienzo de los tiempos. Todos los griegos frecuentaban aquella isla, verdadero ombligo del mundo: todavía faltaba mucho para que se convirtiera en el nido de piratas que con el tiempo llegaría a ser.

hiperboreos4Pues bien, todas aquellas gentes diversas que se desconocían entre sí colaboraban activamente en el acarreo anual de las ofrendas hiperbóreas. Todas acudían a recepcionar aquellas misteriosas cajas precintadas destinadas a Apolo, las transportaban a través de sus respectivos territorios y se las entregaban al vecino inmediato. Año tras año, generación tras generación, siglo tras siglo, pese a las guerras y a las treguas, las inundaciones y las migraciones, los reyes y las repúblicas, Apolo recibía puntualmente sus regalos.

Lo único que no detalló Heródoto era la composición de las ofrendas. Y es que ni él ni los escitas, ni tampoco los epirotas, los melieos, los eubeos, los tenios o los andrios, conocieron nunca el contenido de aquellas misteriosas cajas de madera revestidas de paja. Aquel era un secreto del que tan solo los hiperbóreos y los sacerdotes del santuario de Apolo en Delos participaban.

Solo ellos sabían que, durante siglos, aquellas cajas que articularon el mundo conocido viajaron vacías, totalmente vacías. Rellenas, tan solo, de paja.

Imprimir