Guillermo de Moughan
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Ramón Peteiro buscaba casa

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Ramón Peteiro buscaba casa, no una casa cualquiera. El día de Nochebuena, después de comer unas tristes croquetas con patatas en Casa Piñeiro— por el azar y la falta de previsión—, fue a visitar la portentosa mansión. Había visto el anuncio grapado en un poste de la luz. Lo hacía no solo por Marilín, que era cada vez más exigente en lo tocante a lo material —sería por la edad— , sino porque Ramón, ya con ambiciones de status, buscaba cierto lustre y casa solar para el futuro, con o sin su amante. Esto último nunca se lo dijo a Marilín. Cuando ya anochecía le puso un mensaje bien articulado:

"Cariño, estuve viendo la casa de la que te hablé. Tiene un aspecto impresionante. Quería verla por dentro. En la fachada hay tres puertas, una da a la lareira. Este espacio, con piso de tierra, se encuentra en un estado lamentable de desorden, ya que el edificio fue abandonado en los años 80, cuando su propietaria y ocupante dejó de valerse, y ya arrastraba otros sesenta de olvidos y falta de atención. La artesa que vi, cría helechos; la chimenea del horno se derrumbó a plomo y expulsó cascotes en todas direcciones; por lo demás, el espacio tiene posibilidades una vez que se restaure el tejado, también hundido".

peteiro2Peteiro se relamía con su rebuscado estilo catastrofista. Buscaba, sin duda, causar un efecto dramático y sugerente. Seguía:

"La segunda puerta, a mano derecha, da al piso alto, ahora inexistente, aunque quedan restos de una escalera carcomida y musgosa. La planta baja, si se puede llamar así al establo de las bestias, está completamente arrasada. En la parte alta dormían las personas. El techo, hundido a tramos, dejó pasar con el tiempo la lluvia, la nieve, las nieblas y, seguramente, más de un rayo: un verdadero cataclismo. Por la tercera puerta, ya casi al extremo de la fachada, se accede a las cochiqueras, que se encuentran bien tabicadas con ladrillo hueco y bloques de cemento. El tejado resistió. Ahí iría bien el cuarto de baño, iluminado con una hermosa claraboya, alicatado y con cenefas de Talavera de la Reina".

Peteiro remataba, por fin, con una pincelada de alardes subjetivos bastante logrados y un toque paisajístico. Además, hacía una pormenorizada exposición de detalles constructivos y un final de novela.

"Hoy lució el sol. Paseé por los alrededores y vi un lavadero, ya sin uso, con agua cristalina. A lo lejos, una vaca; más lejos, un caballo. En la aldea queda solo una casa habitada. Los dueños de las demás casas murieron hace poco. La ruina no está nada mal, me gusta. Hay que hacer una rehabilitación total. Los muros exteriores quedarían tal como están, eso sí. Quiero espacios diáfanos, luz a raudales, aislamiento térmico, placas solares de última generación, WIFI por satélite, todas las comodidades. Todo para ti, cariño".

Nota oportuna:

Ramón Peteiro, el auténtico, después de dejar preñada y de mala manera a la sirvienta de Coristanco, con quien mantenía relaciones dúplices y a salto de mata, había salido zumbando para Conxo a casarse con su prometida, la hija del vinculeiro —también preñada, de quién no se sabía—, acogotado por el futuro suegro y media docena de hermanos de envergadura boyal.

Cuando al año quedó viudo por un malparto de su señora, de naturaleza esmirriada y enfermiza, Peteiro tuvo la ocurrencia de dejarse caer por la capital y hacerse el encontradizo con la de Coristanco, ya madre de una preciosa criatura. Ahora le ofrecía matrimonio serio y sereno, explicando las circunstancias que habían concurrido: el ímpetu juvenil, la fogosidad propia de estos casos...

Fue entonces cuando, en plena vía pública, Eusenda, insuflada de orgullo, le estampó a Ramón Peteiro un revés de mano en la cara, que restalló en San Pedro de Mezonzo. Ramón le dijo que la seguía queriendo, le rogó comprensión. Ella, inmisericorde, le dijo que se fuera a la mierda. Otras fuentes afirman que lo mandó a buscar miñocas.

Miñocas: lombrices apreciadas para cebar los anzuelos.

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Con el pelo ensortijado por la sal marina entró Leocadia Maneiro…

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Brito Boo, que se había revuelto contra la estrategia del Excelentísimo Edecán en primera instancia, hizo urgente acto de contrición e inició la búsqueda a fondo en los cajones secretos del bargueño de nogal, tratando de encontrar los manuscritos de Amezoudas, una verdadera mina. Porque Jorgito sostenía una correspondencia intensísima con personajes de gran calidad. Un caudal epistolar estratosférico que guardaba en carpetas de gomas.

Para entonces Amezoudas ya había empezado a firmar con el seudónimo de Ramón Peteiro. El tal Ramón Peteiro había sido un famoso maestro cantero de Santiago de Compostela, muy dado a preñar a las lindas aldeanas de Conxo (Coruña) y alrededores. Le pareció bien el hallazgo para sus propósitos artísticos.

En una de esas carpetas amontonaba Ramón Peteiro (ya investido del seudónimo) relatos de francachelas con sus amigos y aventuras con rapaciñas, todas muy cargadas de estilo, del tipo:

“Con el pelo ensortijado por la sal marina entró Leocadia Maneiro en el sobrado de la casa, para caer, transida, en brazos de su amado”.

Decía en otra, muy altisonante:

“Rosendo Carou, que hasta ese momento se había paseado, ridículamente vestido con unos calzoncillos largos de felpa y una camisa que le llegaba a los pies, se dirigió a su armario de ropa de invierno, agarró el gabán ruso y se puso el gorro de astracán. Parecía el zar”.

leocadia2Y una tercera, de valor musical y matemático:

“Alberto Mariño me envió aquella mañana un documento en esquemas, bien coloreado, de la Colección Privada de Tratados, referente a la Octava Armónica Cromática. Siempre tan meticuloso en sus especificaciones, afirmaba en un párrafo, que si la curva de la octava armónica cromática se interpone entre las cuerdas tensas de AB a OX, la resultante de esos sonidos resulta la escala cromática musical dodecafónica, según la fórmula :Y es igual a ele partido por dos, elevado a X”. Ni más ni menos".

En cierta ocasión, Ramón Peteiro afirmaba que había ido una noche con gran sigilo a cenar una dorada al horno, acompañado por una señorita misteriosa, una tal Lola la de Rianxo, a la Taberna de los Notables, un tugurio de mucha mala fama, no muy lejos el aeropuerto de Lavacolla. ¿Sería cierto?

La noche de autos (…), Jorgito Amezoudas y su novia Marilín se subieron a su vehículo (de él). Iba al volante Jorgito acodado en la ventanilla. Marilín se tiró esparrancada en el asiento de atrás. Cantando una ranchera antiquísima, con las ventanillas abiertas, se dirigieron al casino a degustar unas ostras con albariño.

Brito Boo estaba más que satisfecho con sus pesquisas. Estaba desvalijando el cerebro extraño de Ramón Peteiro.

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La Aurora de Teixeiro

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Por correo urgente recibía Brito Boo el encargo del Excelentísimo Edecán de entregar, en plazo corto, una crónica de seiscientas palabras sobre la insostenible situación. Brito tiró de libreta y empezó a escribir en tono reflexivo y didáctico:

 << A una hora temprana hizo Jorgito Amezoudas varios descubrimientos interesantes sobre la fugacidad del tiempo y la manera conveniente de administrarlo. El primer hallazgo fue la gran dificultad de encontrar seudónimos apropiados para sus improbables pero singulares personajes. Cada vez que se presentaba una situación parecida tenía que hacer, al menos, media docena de búsquedas en la red hasta acertar con el nombre, sin caer involuntariamente en estúpidas coincidencias. Podía crear, sin quererlo, un personaje que ya existía, un cirujano de Marsella, un chapista de Alicante. El segundo descubrimiento estaba en relación con las veleidades de los científicos ornitólogos, ya que, a pesar de todos los informes pesimistas sobre la desaparición de las especies con alas, el patio de su casa estaba cada mañana lleno de gorriones. El tercero y último, era que, siendo miércoles, no tenía en mente ningún compromiso social, lo que le permitía dedicarse plenamente a actividades recreativas.

La Aurora de Teixeiro 2Estos pensamientos eran recurrentes en Amezoudas. Cada mañana, sentado delante de su café, observaba los diversos estados de la naturaleza y la actividad humana de los alrededores, tratando de encontrar las relaciones. El ruido de la máquina apisonadora, trabajando a pleno rendimiento, no era, desde luego, lo más indicado para sus introversiones, pero no desdeñaba la oportunidad regalada y se entregaba a cavilaciones sobre la vida azarosa de los maquinistas y las técnicas modernas del ajardinamiento.

Ese día trabajaría con denuedo en un inventario de animales y vegetales, un manual que ayudase a sus nietos a guiarse en la fabulosa propiedad rústica que poseía en Trasanquelos,  herencia del tío Eladio. Los bichos y plantas estarían bien clasificados, con amplia documentación gráfica. De las gándaras de Burricios al punto más alto de Seixo Picudo, en la cota de los ochocientos metros.

Le interesaba, sobre todo, aportar una visión holística del asunto, a saber, el conjunto embarullado y caprichoso de la naturaleza. Aquello que el hombre de la ciudad entiende como “el campo” o quizá “el bosque”, como él lo había percibido la primera vez, no se sostenía.

— ¿Señor, para qué sirven las ovejas?

— Empezamos mal, querida.

Aquel día, el señor Amezoudas había tenido que emplearse a fondo, y mal disimulado enojo, en explicar a una universitaria de ciencias, los secretos de la vida de las ovejas y otros mamíferos. Era un hecho probado que las ovejas daban leche y las ovejas daban lana.

Amezoudas regresó a su café con leche y le entró con ganas a unas soberbias tostadas de pan de pueblo, bien untadas con mantequilla Kerrygold y miel de su amigo Merlot Xanceda. La apisonadora se detuvo, y se hizo el silencio>>.

Cuando Brito Boo terminó la perorata suicida que había confitado por encargo del Excelentísimo Edecán, releyó la creación y estuvo a punto de tirarla con rabia al tacho, porque todo era una desmesura e inconveniencia. Quiso hablar con premura con su mentor y decirle que ese no era el tipo de prosa que gastaba, que lo suyo era la novela naturalista, y que no se comprometía a expedir diplomas de dudoso reconocimiento. Así fue como Brito Boo hizo su entrada, de manera declarativa, en la redacción de “La Aurora de Teixeiro”.

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