<<Quiero expresar mis sentimientos, no ilustrarlos...>> Jackson Pollock
Como un espectro negro, un hombre se alza frente a una multitud de desesperanza. Su descuidado atuendo contrasta con el elegante bastón de marfil en el que apoya el peso de su cuerpo. Un remolino son sus cabellos azotados por el viento heroico del D.F. Se trata del poeta infrarrealista Mario Santiago, recitando para las cucarachas. Los allá congregados le observan con infantil bocado entre los dientes. Un poeta cansado, abúlico y atormentado por los golpes de irascibles musas con carmín de labios rojo. Los años de correr tras el fantasma del primer beso, dormir al raso sobre un bosque de grillos, parecen haberse esfumado. Pues Mario platica cada vez menos y sus contadas apariciones tras el accidente que lo dejo lisiado, han acabado con sus correrías. Aunque le sigue pegando duro al pulque en su apartamento en la Colonia Guerrero y no cede un milímetro en su manía de cruzar la calle sin mirar, así no más, de puro pendejo casi lo matan la última vez, pero Mario es poeta y, además, un poeta Mexicano.
Quizás puede parecer bien poca cosa en la infinita borrasca que es Europa, pero aquí, es un modo de vida. Por eso la tarde que Mario Santiago apareció por los patios de la Unam, despertó inquietos murmullos que sacudieron la dócil calma de la ya muy doblegada audiencia. Solo el guirigay de las palomas interrumpía la verborrea mágica del poeta. Algunos docentes se abrieron paso entre el silencio para comprobar in situ, si de verdad era Santiago, si aquellos chismes sobre los infrarrealistas eran ciertos. Haciendo memoria se les recuerda con puro odio en la comarca, pues sonados eran sus boicots a respetables poetas del país, también se les recuerda levantando su propia revista con entusiasmo feroz. Jóvenes poetas de México entre los que destacaban Méndez Estrada, su hermano Cuauhtémoc, Bruno Montané, Héctor Apolinar, Piel Divina y otros que la memoria se encargo de pulverizar, también había un chileno, uno que andaba con Mario todo el tiempo, tipo lampiño, se fugó a España cuando tuvo ocasión. Papasquiaro no contó con esa suerte, obedeció quedarse movido por el recuerdo de una época hostil o quién sabe por qué. Aguanto el aguacero y los golpes solo, como esa fría mañana en la Unam, a deshora, con los zapatos rotos y la serenidad del que regresa de los abismos. Hipnotizando a propios y extraños con unos versos de oro y asfalto. Así era Mario Santiago señores, así es ser poeta en el D. F.
Gruesas nubes de incienso cubrieron los murales del patio, una fina lluvia descolgó promesas de flores malva en primavera, encandilados dejamos la ventana abierta al corazón y también a la amargura. Si alguna vez sentí ser joven, debió ser así. Nos sacudió con un bálsamo de olvido.
¿Dónde quedó la poesía después Mario?
Detuvo el tiempo y nos dejo al rato desplegando su bastón lejos de la Unam, cruzando al paso, sin mirar. Costumbre Fatal, lo llevaría a la tumba un frío mes de enero, de nuevo un coche, de nuevo el D.F., misma ciudad, mismo lamento, latente bajo un farolillo de espectros.
<<Di Benedetto ha escrito páginas esenciales que me han emocionado y que siguen emocionándome...>> Jorge Luis Borges
No voy a decirles mi nombre, no creo que sea relevante para hablar de la figura de Di Benedetto. Efigie mística, coraza indomable, leyenda en los abismos, flamante tercer acto de olvido. Definen bien la trayectoria de un escritor que pudo reinar. Alabado a medias en su país, desconocido y cuasi excluido del Olimpo de escritores latinos alabados en el viejo continente. Confieso que en su día, también fue un perfecto desconocido para mí.
Eran principios de los años ochenta, Madrid se encontraba en pleno despertar como prácticamente todo el país tras una larga etapa de dictadura (blanda para algunos, feroz para la mayoría) militar. Yo contaba cuarenta años de edad, y la esperanza de conseguir un puesto de redactor jefe en el periódico para el que trabajaba. Por aquel tiempo me ocupaba de cumplir las suplencias de los primeros espadas y, en octubre del 1984, llegó la oportunidad de cubrir la columna cultural. Todo un reto para alguien que se presento voluntario, sin éxito, para corresponsal de guerra. La cultura no me interesaba, siendo honestos, guardaba cierto rencor a los mal llamados "intelectuales" que volvían hoy “A su España querida” como héroes, dando consignas y exigiendo vítores a pesar de ser los primeros en exiliarse tras la descarga del primer disparo... Disculpen, divago, cosas de la edad, algunas heridas no las cicatriza el tiempo. Como les iba diciendo, Benedetto, el autor. Benedetto, el exiliado que había encontrado en España refugio tras ser encarcelado y torturado en Argentina. Por descontado Di Benedetto no era de esos mal llamados "intelectuales", Di Benedetto fue por encima de todo, mártir. Un ser fronterizo que al igual que sus personajes, pareciera vivir a la espera de un tiempo más sabio. Conocidas eran sus respuestas cargadas de simbolismo o verle torcer el gesto cuando algún iluminado trataba de encerrarlo en redil extraño, cual Boom Literario Latinoamericano. Sufrió lo suyo por desmarcarse frente el mass-media del tan manido realismo mágico. Un ser salido de ninguna parte ( al igual que su prosa), determinante para sus coetáneos y símbolo del horror de los desaparecidos, llego a mi escritorio, cosas de la vida, por pura casualidad.
Sebas, un pasante argentino que se encargaba de traer los artículos a la redacción de los reporteros que trabajaban desde su domicilio, deslizo el nombre de Di Benedetto sobre mi escritorio un fría tarde de Octubre.
«Che, el flaco se vuelve a la Argentina». «¿Quién?». «Antonio di Benedetto, el escritor».
Al ver mi perentoria mueca de interrogación, salió en mi ayuda explicándome la angustiosa carrera del "flaco". Quedamos de acuerdo en que Sebas me haría llegar a préstamo un ejemplar de Zama, la pieza fundamental de Di Benedetto.
Pasaron varias jornadas hasta que se cumplió el acuerdo, en el ínterin dediqué mis energías a un articulo sobre un grupo de teatro amateur de la capital que, se dedicaba a realizar performance o happening's por los vestíbulos de los hoteles más lujosos de la ciudad con inesperado éxito. El libro permaneció en mi escritorio como barca a la deriva. Cumplía yo con otro engorroso compromiso, la columna de sociedad si no me falla la memoria, cuando en una jornada en la que me quede sin cambio para tabaco y empleé la mayor parte de la tarde en rebuscar colillas en el cenicero, descubrí el ejemplar soterrado entre el desconcierto de mi recreo.
Caí por knock-out, subyugado al primer golpe, como un latigazo en la frente para un aspirante a redactor jefe. Corrí a ponerme el abrigo y baje zigzagueando a cambiar el ultimo billete grande que atesoraba al bar de la esquina, compré cigarrillos y pedí un coñac, luego busqué una mesa donde dejarme llevar de la mano a la habitación de los juguetes locos. No recuerdo a cuanto ascendió la minuta de coñacs en el bar, pero sentí, eso sí puedo decir, que el autor sacudía el mundo por las orejas.
Al día siguiente, cargado de arrojo y con resaca de brandy, busqué el encuentro con Sebas, el meeting se hizo esperar hasta ultima hora de la tarde, le explique con toda la grandilocuencia que pude, mi opinión sobre el libro. Sebas correspondía mi admiración contando todos los rumores que atesoraba sobre la figura del escritor y se moría de ganas de ayudar, en la difícil tarea de recabar información (pues había llegado a la conclusión de publicar un articulo).
«¿Sigue en España?». «No estoy seguro, pero tengo la dirección que dejó en la última nota de prensa publicada acá, podemos pasarnos y ver...».
Sebas manejaba un seiscientos blanco destartalado por el uso y las ordenes de entrega a última hora, nos embarcamos dando un portazo y lanzados a quemarropa dimos de bruces con el trafico de Madrid centro. Las señas de Sebas eran correctas, sin embargo nos comunicaron, de muy buenas maneras, que el escritor se había abandonado el lugar la semana anterior. El escritor fronterizo, capaz de dibujar la espera como nadie, se canso de esperar, volvió a casa a por su happy ending. Morimos en boca de gol, la aventura de Di Benedetto quedó sellada aquella misma tarde, su cadáver nos acompañaría de vuelta a casa en respetuoso silencio.
Con los años he vuelto repetidas veces sobre la influencia de Di Benedetto, sus libros me siguen cautivando con el mismo afán. Murió dos años después de nuestra aventura por las calles de Madrid, al parecer su rentrée no fue tan exitosa como cabía esperar. Partió envuelto en un silencio críptico, como su obra. Recuerdo que era una tarde especialmente nublada en Madrid, la hojarasca nos cubría los tobillos por la calle Alcalá.
<<...sus pies, ansiosos de errar, pugnaban por partir hacia los confines del mundo. ¡Adelante! !Adelante!, tal era el grito de su corazón. El atardecer descendería sobre el mar, la noche caería sobre las llanuras, y la aurora brillaría ante el errabundo y le mostraría campos extraños y colinas y rostros. ¿Dónde?>>
JAMES JOYCE, 'The Portrait of the Artist as a young man'.
Dejad que os hable de la angustia y la perdida de dios, errando, errando en el delirio de la noche. Sintonizo al Rey Lagarto antes de ir a dormir y sus versos tropiezan por mi habitación:
Aquí afuera en el perímetro no hay estrellas Aquí afuera Estamos colocados Inmaculados.
Son los años sesenta, ¿me sigues?, segregación racial, Hippies, los Panteras Negras, la guerra del Vietnam con cobertura veinticuatro horas. El país está en llamas e intento con apenas un hilo de voz, convencer al hijo de Henry Fonda de que nuestro momento es ahora. «Nah tío, ¿motoristas? Acabo de rodar una pelí de los Hells Angels con Roger Corman, Dennis». La mirada de Peter era apagada por causa de la hierba, las horas se evaporaban fumando y contemplando los bellos crepúsculos californianos. Volví a casa con la sensación de haber perdido todo a una carta, para colmo estaba sin blanca. Yo era un paria en Hollywood desde que mandé a la mierda al director Henry Hathaway en un intento desesperado de desplegar mis cualidades a la manera del Método, a la manera de mis héroes James Dean y Marlon Brando. Pero ocurrió un milagro cuando menos lo esperaba, Peter llamó semanas después de nuestra reunión fallida. Al parecer tuvo una experiencia paranormal en la habitación de un hotel en Nashville, me cuenta que se había retirado a descansar tras una dura jornada promocionando su última película, cuando sufrió un accidente y quedó tendido en el baño. Es en ese momento, con la cabeza apoyada en el suelo y una ligera brecha de sangre en la frente, cuando sucedió, «¿Qué?», le pregunté en un estado de nervios que no era normal en mí. « La película Dennis, la película tío, tenemos que hacerla». Y eso fue todo. Como dijo Walt Whitman: De la sombra surgen los iguales que se contradicen y se complementan. Lo que vino después fue un ir y venir de reuniones, nuevos horizontes, amenazar a los posibles inversores con un viejo Colt de la guerra de secesión. Yo, ya lo dije antes, soy un paria, pero Peter es un Fonda y, en los sesenta ese apellido era Oro. No tardamos en conseguir un pequeño adelanto, a pesar de que el guión no era más que un galimatías repleto de narcóticos y psicodelia. Pese a todo, nos fuimos al Mardi Gras con un equipo de guerrilla, una 16mm y LSD suficiente para reventar New Orleans. Y sucedió, ¡Lo hicimos!. Luego llegó Jack Nicholson, el tira y afloja con Bob Dylan por la cesión de derechos, el festival de Cannes, las juergas sin freno en la suite del Majestic. ¡El jodido Hollywood a nuestros pies!. Pase del underground a ser portada de LIFE, en la revista aparezco con un balón de fútbol americano y mi sombrero cowboy frente a un titular que lee: CHICO DE ORO.
Volví a lo grande, mejor, y todo... gracias a EASY RIDER.
Pero claro, ellos querían más, estaban hambrientos por hacer dinero, el sistema de estudios tocaba su fin y exigían de nosotros (ingenuos soñadores) la llama de la diosa Fortuna. No habían pillado el mensaje, de echo; les importaba un carajo. Y América en llamas, aullando por las azoteas, las mejores mentes de mi generación tío, como vaticino Allen Ginsberg. Las bombas seguían cayendo en Saigón, y podíamos verlas centellear desde nuestros televisores, cegarnos las entrañas al oír su fuerte estruendo. Ellos querían Easy Rider 2, y yo... joder, quería mostrarles que ese no era el camino. Peter se fue a rodar un Western en un intento fallido de reconciliarse con su viejo. Era el momento de alzar la voz, tomé el control. Con una bandana al cuello que representaba el dolor de la Nación, emprendí el vuelo. Descendimos en Perú mientras the Doors cantaba por la radio Light my fire. Eramos un grupo de proscritos, los villanos desalmados de Hollywood. Yo iniciaba una fila en la que se encontraban entre otros Samuel Fuller o Kris Kristofferson(¡jodete Dylan!). The Last Movie iba a ser la constatación, un final que era un principio, sí, nuestro particular oxímoron.
—¿Qué sucedió después Mr. Hopper?
El veterano actor queda mudo, con semblante enigmático y tras una pausa considerable, se calza su famoso sombrero cowboy. Por un instante la entrevistadora del Canal 1 francés, cree estar contemplando la famosa serigrafía que Andy Warhol dedicó a Hopper. La entrevista se ha terminado. El incidente deja alarmado al equipo de rodaje francés que, en un intento desesperado de salvar el reportaje, decide a modo de cierre viajar a Perú tras las pesquisas de The Last Movie. Lo que fuera que sucediera en Perú seria un buen final para la entrevista.
Según los archivos consultados The Last Movie fue un rotundo fracaso en taquilla, el público esperaba más Easy Rider y se encontraron de bruces con el Hopper más epistolar. Ni el premio del jurado en el festival de Venecia salvó las ínfulas del director. Los directivos de Hollywood al fin tenían su codiciada venganza y Dennis Hopper quedo vetado de por vida. Hundido, se precipitó en una espiral de drogas y alcohol que se alargo hasta bien entrados los años ochenta, consiguió salir a flote y resurgir gracias a otro “rarito”, David Lynch.
Pero volvamos a Perú, pues nuestros intrépidos reporteros del Canal 1 francés ya deben estar descendiendo en tierras indígenas. Y tremenda acogida reciben por parte de los lugareños del lugar que los envuelven en un tira y afloja de ofrendas, junto con las más selectas plantas de coca de la región. Una vez aclimatados al lugar y a los traicioneros mosquitos, se adentran en la selva con la ayuda de unos guías muy simpáticos que no cesan en su empeño de ahuyentar los miedos del equipo, obsequiando en todo momento su atención de representaciones pintorescas a los dioses. En medio de tanta barbarie, el cabello de tan simpáticos guías es azotado por un viento que parece salido del la boca del abismo. Cuando finalmente consiguen llegar al punto exacto donde se rodó la película de Hopper, solo encuentran desolación y el olvido del paso del tiempo. Un amasijo de andamios oxidados perdura entre la más violenta naturaleza, sirven de escondrijo de bestias salvajes y mosquitos. La voz cubierta de polvo del viejo Manuel (único testigo del rodaje) se arrastra como una serpiente en un desierto de muerte al recordar aquel puñado de malnacidos, según el viejito, los americanos llegaron con muchas promesas y dejaron solo ruinas y hierros. Mastica lentamente el viejo Manuel una hoja de coca con su boca desdentada, tras escupir un sonoro escupitajo alcanza a evocar para los presentes, la imagen de un forastero en particular, un extraño individuo que se jactaba de bajar por la calle Mayor a lomos de una motocicleta dorada. Según el viejo, el rugir del motor de aquella voluptuosa Harley Davidson, escondía las lagrimas y sueños de América.