Livio
  • Home
  • Sonámbulos
  • Livio
  • Violentiam

Estaban persiguiendo a un perro

perro1

Mi abogado me dijo que guardara silencio en el juicio.
No contestes a ninguna pregunta.
Eran niños bien, añadió. De un barrio pijo.
perro2Estaba de pie en su despacho. Todo de madera. Nada de plástico. El ordenador plateado, impecable.
Me había servido un trago en un vaso bajo, con un hielo que flotaba en el ámbar.
¿Te han pegado mucho?
Un poco, contesté.
Joder, es que el padre de uno de ellos es policía.
¿El del muerto?
No, dijo, el otro.
¿Qué tal está?
Le reventaste los testículos.
Sonreí.
Fascistas, dijo él.
Así es, contesté.


Suelo tener pesadillas, y siempre es lo mismo: los ojos fríos y azules de un hombre me observan y me hacen preguntas, una y otra vez, insistentemente. No importa cuántas veces las conteste, siempre vuelven. Y después, los golpes. El hombre, en mis sueños, me pega con la lámpara y a continuación arranca el cable. Me mira y me pasa la mano por la cabeza ensangrentada. Rojo, me dice. Después separa los extremos del cable y hace que pequeñas chispas salgan de sus puntas. Me las acerca a los ojos y yo trato de quitar la cabeza. Las acerca más y más hasta que siento el calor de los chispazos y el olor metálico del metal que se va poniendo al rojo vivo. Entonces me despierto sobresaltado.
perro3Pensé que lo había dejado atrás, pero la jubilación ha acrecentado viejos terrores. Así que a veces paseo en mitad de la noche, o al amanecer, buscando olvidar mis fantasmas. En una de esas noches fue cuando los vi.
Estaban persiguiendo un perro, bajo una luna alta en el cielo. Cruzaban los jardines detrás de él, le tiraban piedras, botellas, latas, lo que encontraban. Cuando el animal se detenía, le daban patadas, o le hacían quemaduras con los cigarrillos. Se tambaleaban, cogían aire, sujetos a las farolas como astros en medio de la calle desdichada.
Estaban persiguiendo un perro porque querían matarlo.
Habían bebido: sus pasos eran torpes y se tropezaban; cuando hablaban, sus palabras sonaban espesas, densas y absurdas.
Yo no podía soportarlo, porque el animal cojeaba de una pata, y tenía el morro lleno de sangre.
Mírale, dijo uno de ellos, ya ni siquiera gruñe.
Bueno, le contestó el otro, habrá que terminar esto. Busca una piedra grande.
El tercero le dio un golpe al perro y este gimió lastimosamente. Trató de alejarse un poco, pero le volvieron a pegar.


Dejad al perro.
Lo dije sin creérmelo, sintiendo la voz extraña y ajena.
Saqué el móvil del bolsillo y lo mantuve en la mano.
Dejad al perro, repetí.
Empezaron a reírse.
Después me ignoraron.
No vas a encontrar ninguna piedra en el césped, idiota, dijo uno de ellos.
El otro parecía confundido.
El animal estaba hecho un ovillo en el suelo, temblando.
Me acerqué aún más y traté de llevármelo.
Eh, viejo, ¿qué haces?
Me llevo al perro, contesté.
Es nuestro.
No, ya no.
Se dio la vuelta. Tenía la mirada borrosa, los ojos enrojecidos.
La luz brotaba por el cielo aún sin sol. Las hojas del otoño estaban rotas en las calles.
El chico se puso delante de mí. Tenía el pelo moreno, muy corto. Era más grande que yo y olía a whisky. Dijo que era su perro.
A mí me temblaban las manos.
Te voy a denunciar, contesté.
Sonrió despacio.
¡Te he dicho que te voy a denunciar!
Traté de coger al animal, pero al agacharme su compañero me empujó y me caí al suelo.
El tercero me dio una patada. No muy fuerte; aun así, me asusté y me quedé unos segundos hecho un ovillo.
Cuando traté de levantarme, me empujó con la pierna y me volví a caer.
Entonces se acercó a mí. Tenía el pelo rubio y largo. También olía a whisky.

perro4Me dijo: perdone, señor, hemos bebido demasiado. Después, caminando hacia mí, añadió: sabe, yo tengo un abuelo de su edad.
Gracias, le dije, mientras dejaba que me ayudase.
Entonces me puso la zancadilla y me volvió a tirar.
El pelo largo le tapaba en parte los ojos. Sus labios eran muy finos. Tenía una mueca amarga, como si el tiempo estuviera atravesado en su garganta.
Yo seguía en el suelo, inmóvil.
El perro se me acercó, y se acurrucó a mi lado.
El chico me susurró al oído: ¿sabe que el cabrón de mi abuelo me pegaba con el cinturón?
Después se volvió a sus amigos y dijo: ahora tenemos dos ratas, ¿qué hacemos con ellos?
Yo me levanté deprisa y dejé que el animal se escondiera detrás.
Marchaos, dije.
Pero estaban muy borrachos.
Uno de ellos se alejó y empezó a vomitar en el parque. Después se echó en la hierba y se quedó allí dormido, boca arriba.
Marchaos, repetí. O llamaré a la policía.
El chico rubio de los labios finos se acercó. Dio un paso detrás de otro, tambaleándose. Se quedó mirándome con desprecio.
Sus ojos eran tan fríos y azules como los del hombre que me interrogaba. La primera vez que me arrestaron también la luz era delgada en el cielo: se oían los relinchos de los caballos, los pitidos de la policía, las carreras, las pelotas de goma silbando y rebotando contra el suelo. Había chicos y chicas sucios de sangre y desesperación; soltaron a los cuervos con sus garras ennegrecidas que golpeaban y golpeaban, subían y bajaban desde la cúpula en silencio de la tarde; los edificios grises volvieron el rostro mientras los las porras repiqueteaban en los cuerpos.
Sacudí la cabeza y les enseñé el móvil.
Voy a llamar. Intenté que hubiera una amenaza en mi voz.
Al otro chaval no le vi venir.
El chico moreno me pegó un puñetazo en la mano y mi móvil salió despedido.
Se quedó mirándome, a un paso de mí.
No creo que vayas a llamar. ¿Tú qué crees, Dani?
El rubio se acercó al móvil y lo pisó. Apretó hasta que el aparato crujió y las partes se desparramaron por la acera.
Luego sonrió y dijo: Ya no creo que llame.
No, no va a llamar, contestó el moreno. Luego se acercó, a un palmo de mi cara.
¿Y ahora qué, viejo?
Su expresión tan amenazante. Sus ojos vidriosos.
Los labios finos del otro, su mueca de desprecio.
Necesitaba distraerles de alguna forma, aunque fuera solo un momento.
El móvil todavía funciona, les dije, y me quedé esperando su reacción.
Giraron la cabeza. Aunque hacía muchos años que no tenía una pelea, supe lo que había que hacer. Eran tres: uno vomitaba en la hierba. El rubio estaba mirando el móvil. El moreno frente a mí.
Le cogí de las solapas y le di un rodillazo en los testículos.
El chico se dobló.
¡Fascistas!, grité.
Le volví a pegar, una vez y otra, y otra, hasta que noté un golpe seco en la cabeza y me fui al suelo.
Oí un lamento de fondo.
Está sangrando, gritaba el único que estaba en pie.
¡Alberto! ¡Alberto! ¡Javi está en el suelo! ¡Joder, está sangrando!

perro5Me incorporé como pude. Choqué contra el perro.
Me había olvidado de ti, camarada.
Le cogí con cuidado. Gemía y estaba caliente. También sangraba.
Volví a gritar: ¡no pasaréis!
Le pegué una patada en la cabeza al rubio, que se había agachado junto a su amigo.
Y se desplomó.
Es necesario, me dije. Por los compañeros.
Dejé al perro en el suelo y le di la vuelta al rubio. Vi sus ojos azules, otra vez.
Me quité la chaqueta y me la envolví en la mano.
Y empecé a pegarle.
Como un cuervo al amanecer, mis golpes subían y bajaban moliendo su carne, sintiendo crujir los huesos bajo los nudillos: salta la sangre y mancha la acera; pero no es la nuestra. El rostro se vuelve blanco y sin vida.
No es venganza, me digo todavía. Fue justicia.
Después, con el corazón cabalgando dentro de mi pecho, me fijé en el del pelo corto. Estaba blanco, agarrándose la entrepierna. El tercero dormía boca arriba en el césped. Me acerqué y me quedé mirándole. Dudé unos instantes. Finalmente, le coloqué de lado.
Aunque no te lo merezcas, le dije.


perro6El sol entra anaranjado por la ventana del fondo del despacho. Hace que la madera tenga un color más cálido y que el ambiente resulte confortable. Tengo al perro sentado en el regazo, y se ha quedado dormido.
Claro, es mayor, pienso.
Mi abogado sostiene una copa de whisky en la mano y la mueve lentamente.
Después dice, por ti, y le da un trago. Aunque no deba celebrarlo.
A continuación, fija sus ojos en el perro. Se levanta y se sienta a mi lado. Pasa una mano por el lomo del animal y este se estremece.
Le han pegado mucho, le explico.
¿Te acuerdas cuando corríamos en la universidad?, me pregunta.
Sin esperar respuesta, añade: las cosas han cambiado. Ahora, prácticamente, ya no soy de los tuyos.
Se detiene un momento y bebe de nuevo.
Aun así, haré todo lo que pueda.
Gracias, digo. Y brindo con él.

Imprimir

El enemigo

enemigo1

Recorro un sendero embarrado, a mi alrededor los árboles desploman sus ramas como si se tratase de hombres muertos intentando robarte el alma. No son más que madera, me digo, pero todos esos brazos que se extienden me producen escalofríos.

Llevo semanas buscando al enemigo, pero no hay nadie, solo días luminosos, en los que me escondo y duermo; y noches largas y tenebrosas, en las que camino escuchando mi respiración.
El enemigo no es humano, pero yo nunca lo he visto. No sé si huye cuando me acerco o me busca también para cazarme.

Sigo caminando por el barro, mientras la noche ensancha sus pulmones y respira.

enemigo2«No hagas ruido», murmuro, y me fuerzo a ser más sigiloso.

—¡Soldados! Son los elegidos para entrar a formar parte de las fuerzas de choque—dijo el comandante mientras repasaba nuestras filas. Pero yo solo veía un simple grupo de hombres atemorizados, forzados por unas u otras circunstancias a estar allí.

Al anochecer nos llamaron y a cada uno de nosotros le asignaron una porción de un terreno inmenso. «¿Piedad? ¿Compasión? ¡Nunca!». Sus palabras aún resonaban en mi cabeza.

—¿Está usted listo, Yegor? —me preguntó el oficial de la tienda.
—¡Sí, señor! —le contesté gritando, pero me temblaba el cuerpo.

Se acercó y se me quedó mirando.

—Espero que sepa leer un mapa, soldado. ¿Sabe leer un puto mapa?

Cerré los ojos. En mi cabeza estaba el rostro del comandante, escupiendo las palabras con rabia, con su uniforme verde y sus medallas. Resonaban también las armas amartilladas, los disparos al aire. Y los hombres haciendo de lobos por la noche, aullando y bebiendo.

—Sí, señor, sé leer un puto mapa —contesté gritando, sin mirarle a la cara.
—Bien —dijo—. Hasta la señal entonces. Buena caza.

enemigo6Salí de la tienda de mando, el campamento olía a tierra y humedad, de lejos llegaba el aroma de las jaras y en mi cabeza se desbordaron los recuerdos: podar los frutales, mover la tierra, preparar lirios y jazmines en primavera, abonar el terreno, quitar las hojas en otoño, cuando el suelo se convertía en un arcoíris melancólico, un arcoíris invertido o moribundo.

Me muevo con sigilo, paso a paso, atento a cada ruido, mientras el miedo se dispara dentro de cada músculo; se cierra alrededor de mi pecho y me aprisiona; mi respiración es un jadeo constante, un robarle aire a la nada que me rodea. Hay manos largas y huesudas por todas partes.

El pánico es verte reflejado en otros ojos.

—El enemigo no es humano, aunque se parezca a nosotros —dijo el comandante una noche—. Podrían ir vestidos de civiles o llevar uniformes. —Hizo una pausa para mirarnos mejor. Cuando se puso a mi lado noté que era mucho más alto que yo. Sentí su olor sanguinolento; respiraba como si tuviese el aire separado del corazón—. El enemigo es cualquiera que no seamos nosotros —continuó—, tienen que disparar a matar o serán ustedes los que no vuelvan.

Antes de salir a la noche había teñido mis ropas y mi cara con brea. Me puse pintura en los párpados y ennegrecí mi cabello. «Una sombra entre las sombras», me dijeron en el adiestramiento. Ya era precisamente eso, una nada, un hueco cada vez más grande.

Sigo en este bosque-tumba atento a cada ruido. Se me ha olvidado cuánto tiempo llevo aquí. Todo son árboles, la misma unidad repetida infinitas veces. Entré en la zona reforestada la segunda semana; al cabo de varios días, me desorienté. Son hileras iguales, simétricas, filas que se extienden más allá de donde puedo ver. Miro el mapa y calculo su extensión: cincuenta mil hectáreas.

Cuando en el campamento enciendan la columna de humo que marca el regreso, ¿seré capaz de verla?, ¿podré salir de aquí?

enemigo3Trato de no pensar en ello.

La noche avanza: las estrellas están más altas y respiran más despacio; el aire es frío, dulce y abovedado. Un chasquido suena a mi espalda. Me quedo quieto. Sin hacer ruido, me echo al suelo.

Despacio, suelto el pasador del AK y me coloco en posición. Apunto a la nada.

Apunto a sombras que parecen humanas, a los árboles extendiendo sus brazos. Al fondo veo un reflejo, «un animal», me digo. Los ojos de un jabalí. Un corzo. Pero se mueve haciendo ruido, más ruido del que le corresponde. Creo poder verle agazapado.

Hay un herrero en mi corazón y golpea y golpea, y siento que podrían escuchar el ruido feroz dentro de mi pecho. El enemigo no es humano. No es como nosotros. Así que apunto a esa figura que se mueve en las sombras. Quito el seguro y suena un clic sordo y agudo que se propaga por el bosque.

Estoy perdido, pienso. La figura comienza a huir. Cierro los ojos y disparo, y cada una de las balas que salen del fusil repercuten en mi hombro. Aprieto el gatillo hasta que el fusil se queda mudo. Después, espero su ráfaga, pero no llega.

Me arrastro hasta un árbol, sintiendo cómo las raíces se mueven, cómo el eco de mis disparos aún llena el aire líquido que me rodea, el aire es tan delgado que tengo que empujarlo dentro de mi boca para poder respirar.

Oigo unos pasos. Saco el cuchillo de la pernera y me preparo. Permanezco en tensión con la espalda contra un árbol. Se oyen los ruidos cerca: giro la cabeza a un lado y a otro, mientras mi aliento crea cortinas de humo alrededor. Me noto mojado: sudo copiosamente mientras espero. «No son humanos», repito.

Le veo corriendo hacia mí: lleva un uniforme de camuflaje, el rostro pintado de negro, el cabello envuelto en brea. Pongo el cuchillo entre él y yo para que no se acerque, pero es más rápido y me agarra el codo. Después me pega en el estómago y me tira al suelo.

—El enemigo no es humano —me grita desesperado y me da patadas.

enemigo7Yo ruedo por el suelo, mientras él me sigue golpeando. Le agarro una pierna con la intención de clavarle el arma, pero me pisa con fuerza y se oye un chasquido. El relámpago me sube del brazo y grito de dolor, aunque consigo lanzar la cuchillada y el hombre cae al suelo. Se agarra la pierna. Me incorporo y me alejo unos pasos. Le veo hacer el esfuerzo por levantarse: consigue ponerse primero a cuatro patas, después de pie, pero la pierna no le sujeta y se cae de nuevo.

«O tú o él», decía el comandante en la formación. Llevábamos bajo la lluvia seis horas y tenía el cuerpo entumecido. A mi lado, otro soldado tiritaba de fiebre. Yo miraba sus ojos enrojecidos, su cuerpo sudoroso a pesar del frío. Pero el comandante no tenía compasión: le pedí un impermeable y algo de abrigo para mi compañero. Me hizo darle el mío. El resto de la guardia me la pasé empapado, mirando cómo mi compañero seguía temblando bajo la cortina de agua que nos caía encima.

El enemigo está en el suelo, indefenso: o tú o él. Lo sé, vivir o morir. Me acerco como un animal de presa, sus ojos ven el resplandor de mi cuchillo y se le escapa un grito de horror.

—¡No! —dice llorando.
—¡No eres humano! —le contesto a gritos. Le pego una patada en la cara y le apuñalo en el pecho.

Me alejo mientras oigo cómo su respiración se ahoga por la sangre que mana. Huyo sin rumbo por el bosque. Doy pasos torpes, hasta que me desplomo. Estoy agotado: me palpitan las sienes, me arden las muñecas.

«No puede seguirme», me digo. «Es mejor quedarse quieto y no hacer ruido. Si viene alguien más, lo escucharé».

Noto que mi cuerpo se hunde en el tronco del árbol donde estoy apoyado y el sudor me recorre el cuerpo y se queda frío. Estoy temblando. Me he dejado la mochila y el AK en el lugar del combate. Cierro los ojos y se me escapa un sollozo. «¡No!», me digo. Veo al hombre en el suelo, boqueando como un pez que se ahoga. Si al menos le hubiese puesto de lado, pienso, y le veo de nuevo ahogándose.

Podría volver para moverle, para taparle la herida. Pero es el enemigo. Respiro hondo: la pena me sube por los pies y se me mete por la espalda helada. Veo sus ojos llenos de miedo. Sus esfuerzos por ponerse de pie y escapar. Sus gritos de súplica. No puedo quedarme aquí.

Me rindo: volveré tras mis pasos.

enemigo4Avanzo muy despacio: escucho el aire moviéndose. El resplandor en el cielo es más claro. Tengo que llegar pronto, ayudarle y después ocultarme hasta la noche. Me duele el brazo que tengo roto. Trato de no pensar. Tengo que tapar la herida, ponerle de lado. Hacer una señal de humo y marcharme. Recuperar mi fusil y mi macuto. «Puedo dejarle el agua», me digo; y ese pensamiento me hace sentir un poco mejor.

Camino más deprisa, me preocupa que el hombre esté muerto cuando llegue. No quiero pensar en lo que me estoy convirtiendo. Al final echo a correr, hasta que le veo. Inmóvil. Boca arriba.
En este amanecer los pájaros pían más alto. Pían hacia la luz. A mí me sacude la pena y se me enreda el bosque y el azul, se me enreda la violencia en la garganta y no puedo mirarle. Tan semejante a nosotros. Me acerco un poco más y le hablo. Tanto tiempo solo en este bosque, y he matado a la única persona que lo compartía conmigo. «Si pudieras contestarme». «Solo unas palabras».

Pero no dice nada. Le toco la herida, su sangre, que se ha ido espesando y que ahora mancha mis manos. Miro su rostro: los ojos castaños fijos en el cielo y la barba de varios días. Entonces percibo que su pecho se mueve ligeramente, y me estremezco porque está vivo.

¡El hombre está vivo! Le rompo la guerrera y busco algo que tapone el corte. Revuelvo dentro de la mochila frenéticamente, hasta que encuentro el botiquín. No sé coserle, pero pongo gasas y gasas y aprieto. Con sumo cuidado le coloco de lado y le hago una almohada con mi abrigo para que su cabeza descanse. Me quedo mirándole y le pido perdón. Lo digo en voz baja, ahora que la luz mana desde el cielo, en este bosque de mañana amarillenta. En este bosque-mortaja le pido a la acícula, a la raíz y a las ramas que no dejen que se muera. Suplico que vuelva a la consciencia o que me hable antes de marcharse. Que no me abandone en el bosque, otra vez solo.

—Yo no soy el enemigo —le digo—. Soy como tú.

La luz sube alta en el cielo, y después comienza a descender. Le hablo y le hablo. Le ruego que no se marche. Me duele el brazo. Le pongo también mi impermeable encima para que no tenga frío, y me siento a esperar. No quiero más enemigos, cojo el fusil y lo lanzo con odio. Intento darle de beber, y lloro de alegría porque consigue tragar un poco, aunque la herida se resiente, y las gasas se manchan de nuevo.

—Tengo frío —dice al fin.

Y yo le llamo «hermano», mientras la luz nos abandona y la bóveda estelar sigue girando y todos los animales suben altos a su cúpula oscura.

enemigo5Me quedo con él. Cierro los ojos y sueño que los dos morimos o los dos vivimos. Y sueño que no hay más enemigos.

En mitad de la noche me despierta un ruido y me sobresalto. Hay alguien mirándonos. Su rostro está manchado con brea. Su uniforme es verde y negro.

—¡Hay un hombre herido! —grito.

Una luz se enciende y me deslumbra. Me tapo con las manos mientras se aproxima apuntándome. No le reconozco.

—Hemos sido atacados —digo, pero no me contesta—. ¡Este hombre necesita ayuda!

Le miro de nuevo mientras mi aliento se rompe, pero su rostro es macizo. Sus ojos palpitan volviéndose opacos. Trato de decir algo más, pero sé que no servirá de nada: mi voz está rota. Cierro los ojos y bajo la cabeza. ¿Dolerá morir como duele estar vivo?

Mientras resuena el sonido del fusil amartillándose, le oigo gritar:

—¡El enemigo no es humano!

Imprimir

lanochemasoscura