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La posada de las sirenas (III)

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- Menuda tempestad, ¿no? Aquí los pescadores llevan un par de días sin poder salir del puerto.

William Copper levantó la mirada de su vaso de brandy. No sabía por qué había decidido acompañar a aquella extraña mujer hasta la otra punta del salón. No era demasiado hablador y, si había algo que no soportaba, eran las conversaciones triviales.

sirenas32- Eh… Sí.
- Es usted parco en palabras, ¿eh? ¿O simplemente tímido? Bueno, no se preocupe, después de media vida en esta posada tengo historias para dar y tomar. Verá usted, empecé aquí con catorce años. Por aquel entonces, esto lo llevaba la señora Bradstone, una arpía que me sacudía de lo lindo cada vez que encontraba una pelusa bajo alguna cama. Recuerdo cierta ocasión en que…

Durante casi una hora, Aurora fue encadenando un sinfín de anécdotas personales, adornadas de gestos y risas forzadas. Cada vez que el aturdido Copper vaciaba su vaso por la desesperación, ella se lo volvía a llenar sin parar de hablar.

Cuando al fin tuvo la sensación de que Copper estaba suficientemente borracho, le cogió las manos con suavidad. Indiferente al ligero respingo de él, le agarró con más fuerza y cerró los ojos. Un orfanato, peleas, un niño que escapa y se esconde en un barco. Olas, frío, lluvia. Cajas de pescado, lonjas, cuartos sórdidos de algún burdel…

- ¿Dónde se cree ese desgraciado que va? – Copper se zafó bruscamente de las manos de Aurora. Trastabillando entre las sillas, fue tras Albert Phillips, que acababa de salir por la puerta.

Furiosa, la posadera lanzó su vaso contra la pared. Había estado tan cerca... Solo había llegado a percibir unos cuantos fogonazos, unas pocas imágenes inconexas de una vida bastante gris. Habría necesitado unos instantes más, lo justo para acceder a sus recuerdos más agradables, a sus deseos sirenas34más intensos… Al combustible que aquellas criaturas llevaban en el pecho y que les ayudaba a aguantar aquella existencia miserable. Miró a su alrededor. Sam O’Donnell, totalmente borracho, tenía abrazada a Agnes, que reía como loca a cada ocurrencia del irlandés. Frente a ellos, el oficial Baston, también bastante perjudicado, competía por las atenciones de la muchacha a gritos. Al lado de Agnes, apoyado sobre la mesa, descansaba el viejo Browne. Por su postura, se diría que estaba durmiendo la mona. Pero a Aurora le bastó un ligero vistazo para saber que Agnes había hecho bien su trabajo. Siempre les decía que empezaran por la presa más fácil. Su hija resplandecía, más bella y fuerte que en los últimos tiempos. Buena chica.

Si en el grupo de Agnes todo eran risotadas y gritos, en el de Beatrice hablaban casi en susurros, sin perder la compostura. Ni John Spear ni su hijo bebían alcohol, así que estaban completamente serenos. A John le parecía un tanto atrevido hablar con aquella jovencita a solas, pero era muy agradable y buena cristiana. Además, la pobre había tenido una vida tan complicada… Ajeno a las razones de su padre, el joven David seguía la conversación de la bella Beatrice con devoción. Nunca había tenido a una muchacha tan hermosa tan cerca. Cuando ella le agarró las manos distraídamente mientras le sonreía creyó morir de felicidad.

Viendo que sus hijas se las apañaban bien, Aurora salió de la posada. Bajo el candil, apoyado contra la pared, descansaba el joven Phillips. Al acercarse, vio que tenía la cara magullada y cubierta de sangre.

sirenas333- Hijo mío, ¿quién te ha hecho eso?

El joven intentó hablar, pero de su boca solo salió un hilo de sangre. Respiraba con dificultad y solo podía abrir un ojo. Con un leve gesto de la cabeza, señaló al otro extremo de la calle. Al borde del embarcadero, Copper miraba hacia el mar, indiferente a la lluvia que empezaba a arreciar.

-  Ahora hablo yo con ese bestia. Dame las manos y mírame bien a los ojos. Así. Te voy a contar una historia y después ya no te dolerá nada, ¿te parece bien?

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La posada de las sirenas (II)

Hacía tiempo que William Copper no se alegraba tanto de bajar de su barco. Como tantos pescadores, el patrón del Lazarus sentía un desdén innato por la vida en tierra firme y por todos aquellos que se empeñaban en labrarse un porvenir en ella. Había algo poco digno, poco viril en aquello. A sus cincuenta y tres años, la única esperanza que le quedaba era morir como había vivido: de pie sobre la cubierta de un barco, increpando a todo pulmón a aquel mar al que amaba tanto como temía. Solo una ola se lo llevaría de este mundo, aunque tampoco tenía prisa por irse.

sirenas25Unos pasos por detrás de Copper, el oficial Thomas Baston suspiró, visiblemente aliviado. Al igual que su patrón, conocía bien el mar y sus caprichos, pero no recordaba una tempestad así en muchos años. Echó la vista atrás y vio lo que quedaba de la tripulación: Nathaniel Browne, que parecía aún más viejo que de costumbre, el ratero Albert Phillips, John y David Spear, padre e hijo, y el irlandés Sam O’Donnell, con los ojos desencajados desde que su hermano Teddy cayera por la borda la noche anterior. Sin necesidad de hablar ni de hacerse el menor gesto, los siete hombres se encaminaron como uno solo hacia la Posada de las Sirenas.

Desde el quicio de la puerta, Aurora los observaba con atención. Eran muchos menos de los que esperaba, pero tendrían que apañarse. Con su aire perdido y sus pasos renqueantes, parecían más una comitiva de almas en pena que la tripulación de un barco pesquero. Tan asustados no les servían, pero entre las chicas y ella conseguirían que se sintieran cómodos y entonces…

- Oiga, ¿dónde estamos? – preguntó bruscamente Copper.
- Ah… En Saint Albus, a unas millas de Tintagel. En los días claros, hasta se ven las ruinas del castillo desde aquí. Pero pasen, pasen. Veo que necesitan descanso y buena comida. Justo lo que tenemos.

sirenas22Agnes y Beatrice habían hecho un buen trabajo. El salón tenía un aspecto de lo más acogedor, con la chimenea al fondo caldeando la estancia y varios candiles colgados de las paredes y sobre las mesas. En el ambiente flotaba un delicioso aroma a guiso casero. Los siete hombres ocuparon una larga mesa cerca del hogar.

Sin apenas intercambiar palabras con los marineros, las tres mujeres se llevaron sus ropas mojadas, les sirvieron generosas raciones de estofado de ternera y procuraron que no les faltara el vino. A medida que fueron entrando en calor, la conversación empezó a animarse. Los hombres celebraron la belleza y la hospitalidad de las taberneras, primero con codazos a sus compañeros y, a medida que avanzaba la noche, con gritos y puñetazos en la mesa. Una vez terminada la cena, O’Donnell se arrancó con una canción tradicional de su país, acompañado al violín por una sonriente Agnes.

Desde la barra, Aurora observaba la escena complacida. De un extremo al otro de la mesa, todos parecían haberse abandonado al calor del vino y de las risas. Entonces, reparó en Copper. Mientras todos cantaban y celebraban que seguían vivos, el patrón miraba su plato ensimismado. Después de todos aquellos años acechando a sus víctimas, sirenas24Aurora había aprendido que había hombres que vivían su vida hacia adentro. Eran más difíciles de engatusar que aquellos bobalicones que entregaban su confianza a cambio de unos vasos de vino, pero no eran presas imposibles. Solo requerían algo más de trabajo. Cogió un par de vasos y una botella y se acercó a la mesa.

- Voy a tomarme una copa de brandy, ¿le apetece acompañarme?

Sin pensárselo mucho, Copper se levantó y siguió a su oronda anfitriona hasta una pequeña mesa al otro lado del salón. Cuando al fin se encontraron frente a frente, no pudo evitar sentir un escalofrío al mirar directamente a aquellos ojos verdes como algas. Fríos. Muertos.

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La posada de las sirenas (I)

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Ya solo queda esperar, pensó Aurora, mientras removía aquel caldo maloliente. Una tormenta sin tregua, olas gigantes que zarandean un barco. Aquel conjuro siempre le ponía de buen humor. Le hacía sentirse invencible, como en los viejos tiempos. Y falta le hacía, pues no se encontraba en su mejor momento. Desde el salón de la posada, le llegaron las risas de sus hijas.

- ¡Agnes, Beatrice! ¡Soltad esas malditas cartas y venid aquí!  

posada4Las dos muchachas entraron como un torbellino en la cocina. Aunque aparentaban más o menos la misma edad, no podían ser más diferentes. Agnes tenía los mismos ojos verdes con vetas marrones que Aurora. Su complexión menuda y graciosa y su lacio pelo negro le habían valido el sobrenombre de “La gitana” entre los lugareños. Por su parte, Beatrice era espigada y elegante y tenía los ojos azules muy claros, tanto que parecían de escarcha. Si una era vivaracha y espabilada, la otra era distante y un tanto lerda. Antes de que pudieran pronunciar palabra, Aurora decidió tomar las riendas de la situación:

- Tengo que hablar con vosotras, hijas mías. Esta noche vamos a tener trabajo. Van a ser unos veinte, no he visto más. Quiero que repasemos lo que hay que hacer, ¿vale?

- Madre, que no somos tontas. Les hacemos beber hasta que pierdan el control, les seducimos y entonces…

- ¿Y entonces qué, Agnes? ¿Montáis otra carnicería como en la Pascua de hace cuatro años? Por si no lo recuerdas, tuve que hundir un barco para que nadie sospechase. Ahora mismo no tengo tantas fuerzas. En realidad, estamos las tres muy débiles, así que no podemos fallar.

- ¡Pues sí, porque yo estoy harta de estofado y de anguilas en gelatina! Quiero carne humana, bien asada, crujientita…

- ¿Te quieres callar de una vez, Agnes? – Con un leve gesto de la mano, Aurora abofeteó a su hija a distancia. – No nos importa su carne, por muy sabrosa que esté. La comida humana nos basta para sobrevivir. posada2Lo que necesitamos es su esencia, sus pasiones, los recuerdos que atesoran. Eso que los hace distintos unos de otros. Os recuerdo que es lo que mantiene intactos nuestros poderes. Y, si lo pensáis bien, es mucho más discreto. A nadie le extraña si, un buen día, un marinero alcoholizado olvida su nombre o deja de hablar para siempre. Así que no vais a matar a nadie, ¿entendido? Y ahora, limpiad los cristales y preparad las alcobas, que yo bajo al pueblo a por comida.

Desde el quicio de la puerta, Aurora observó el espigón del pequeño puerto. Aún no llovía, pero el horizonte estaba cuajado de nubes negras. Frente a sus modestos barcos, unos diez pescadores remallaban las redes entre risotadas. Al ver a Aurora, todos callaron de repente. Uno de ellos masculló algo ininteligible y escupió al suelo. Aurora se subió la capucha de su abrigo. “Queridas olas, traedme lo que es mío”, pensó mientras miraba fijamente a los pescadores, sonriendo.

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