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De amor y otros sinsentidos

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III.

Rosana lloraba desconsoladamente. No era un hecho en particular el que la acongojaba, sino una sucesión de pequeñas desgracias personales. O  más bien el peso de todas ellas juntas, algo difícil de precisar e insignificante dentro de la desgracia. ¿Qué más da si la causa es una u otra cuando la aflicción es insondable? Sus lágrimas fluían, por tanto, sin la carga del motivo, pero sin la liberación del arrastre emocional que conlleva el llorar por algo. Solo bajaban una décimas el termómetro de su inestabilidad interna. Pero el llanto era incesante, su pena, inabarcable. Aferrada a sus rodillas, hecha un ovillo contra  el cabecero de la cama, dejaba manar la fuente del dolor como un río inagotable y silencioso que, al confluír desde ambos ojos en la base del cuello, formaba un canal común que se deslizaba suavemente entre sus pechos. La sal, el agua y los sagrados químicos que componían sus lágrimas y fluían desde las pequeñas glándulas inscritas en sus ojos habían formado un pequeño charco en su ombligo que, al estar recogida su postura, quedaba casi horizontal. No tardaría en desbordarse y resbalar hasta su sexo. Su desdicha recorría su cuerpo en camino inverso al que seguía al brotar, como una doble espiral ascendente y descendente.

Pues, más o menos consciente del hecho o hechos que provocaban su dolor, Rosana sabía que el factor principal era un ente ambiguo y carnal como ella misma, con ropa y zapatos, con pelos en la espalda y sudor varonil, y por supuesto con nombre: Piero. Un nombre mil veces mencionado, mil veces pronunciado con arrobo, otras tantas suspirado y puede que maldito. Otro cuerpo celeste recorriendo el Universo que al principio pareció un satélite, jugando con ella en órbitas paralelas, y que poco a poco se fue alejando a la cara opuesta del mundo, pasando juntos breves minutos de confluencia matutina y nocturna. Ahora se había convertido en un cometa, lanzado a la búsqueda de nuevos planetas que visitar.

Sentía su soledad como la de un asteroide flotando en el vacío, sin órbita ni trayectoria, manejado por pequeñas fuerzas inmateriales hacia el constante infinito. Su mente era un planetario que proyectaba una y otra vez la realidad en fuga de su Big Bang individual.

En sus manos, arrugado y húmedo de llanto, un papel con unas cuantas explicaciones falsas, con unas cuantas palabras frías e impersonales (cómo hería esa indiferencia), como epílogo no deseado de un final odiado. La misma sintáxis del mensaje pedía a gritos una hostia bien dada.

"Ya te advertí que soy una persona difícil... ante todo deseo que seas feliz... estoy terriblemente afectado por causarte este dolor... ella me ha dado el hijo que tanto deseé..."

¡Por Dios que ya podía desviarse un misil de esos que fallan el blanco y masacrar a ese miserable hijo de puta y a la zorra de su amante! ¡Y al puto niño mongólico por el que ese caradura babeaba, ese mismo que ella hubiera deseado concebir! El dolor le impelía a hacer daño de forma visceral. Pero no podía hacer nada, no destrozada por dentro como estaba.

Esperaría. Se recuperaría. Compraría un arma. Llamaría a Piero para hablar, como si ya no le doliese, como si lo hubiera superado. Vaciaría el cargador en la cabeza de ese cabrón rastrero. Sí. Sí, y entonces, y solo entonces, el dolor cesaría.

Sumida en tales pensamientos, por fin logró conciliar el sueño.

amor2II.

Buceaba. Buceaba en sus recuerdos, y en ellos buceaba en un mar cristalino y vírgen, pleno de vida y color. A su lado, Piero vigilaba el manómetro y esperaba a que pasasen los minutos de descompresión. Cogidos por las manos enguantadas en neopreno ambos flotaban en un limbo frío y maravilloso, en un momento congelado en el tiempo sin espacio ni dimensión. ¿Podía la vida ofrecerle más? Su amor era una coraza imposible de penetrar,  nada podía herirles estando juntos. Habrían podido enfrentarse al Océano entero, con sus monstruos abisales, y salir incólumes. Luego harían el amor en la playa, a medio desvestirse, y después lo harían en el hotel, una y otra vez, hasta caer exhaustos, rendidos y sudorosos, cada uno en los brazos del otro. Como cada día de esas maravillosas dos semanas en el Caribe, solo se dedicarían al gozo y la pasión. Si eso no les unía para siempre ¿qué podría hacerlo?.

Tras largos meses de tira y afloja, al fin había logrado atraerle hacia ella misma, hacia su vida, y ahora que le tenía no pensaba dejarle escapar. No, Piero sería suyo o de nadie. No cabía otra posibilidad (no "podía" caber otra posibilidad), y además le notaba cada vez más vulnerable, cada vez más abierto y tierno... su amor por él era cada día más correspondido. Pronto vivirían juntos, y entonces cada mañana despertaría a su lado, notando su olor y su calor. Tal vez tuviesen un hijo, aunque a él no parecía hacerle demasiada gracia en ese momento. Podían esperar. Tenían todo el tiempo del mundo. Y nada ni nadie se interpondría entre ellos. Jamás...

amor3I.

Rosana gemía en éxtasis, sin poder refrenar el placer que recorría todas y cada una de sus terminaciones nerviosas. A cada acometida pélvica que le brindaba su amante, ella respondía con mayor agitación y desenfreno. Su boca actuaba por su cuenta, pidiendo más, insinuando cosas sucias que surgían a borbotones de su mente enajenada. Él respondía acelerando el ritmo y el ímpetu, hasta que aquella fricción se convertía en algo insoportablemente delicioso. ¿Quién era ese extraño que tan hondamente la estaba tocando? ¿Por qué su cuerpo reaccionaba como si le conociese de toda la vida?

Cuando por fin alcanzó el enésimo orgasmo, Rosana suspiró y volviéndose de lado musitó:

- ¡Me vas a matar!

Piero lanzo al aire una enigmática sonrisa y contestó:

- No, tú me vas a matar a mí...

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