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LA METAMORFOSIS (relato no kafkiano)

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De pequeño solía corretear tras ellas. Forjaba distintas estrategias, las acosaba y, cuando la campaña tenía éxito, me cobraba un par de piezas acorazadas tras provocar un atronador crujido que me recordaba la corteza del pan recién horneado al quebrarse. Recostado en la cama, preparaba meticulosamente los detalles de la próxima cacería. Había que sacarlas de sus escondrijos. Para ello, las fumigaba con lejía. Daba gusto verlas salir atolondradas y avanzar vertiginosas sin rumbo, cegadas por la prisa. Era entonces cuando comenzaba el morboso festival, la lucha a campo abierto. Podía estudiar sus movimientos, atajar sus incursiones y bloquear la retirada. La sensación de ubicuidad se descomponía después, con los limpios y precisos amagos del enemigo. Crecía la excitación en cada escaramuza hasta que, atracado de ira por la demora de la victoria, lanzaba una ofensiva nerviosa e irritada que terminaba por resultar excesiva: aplastamiento brutal y restos de criminalidad enfermiza sobre la baldosa.

La derrota no era tal. Una feroz incontinencia reproductora multiplicaba los puntos negros que fugazmente atravesaban la habitación. Cada víctima era sustituida por dos, por tres nuevas réplicas de idénticas formas repugnantes, pero con ligeros avances biológicos sobre sus predecesoras: aumento de tamaño, mayor resistencia de la carrocería, incremento de la velocidad punta...

Enseguida entendí la teoría de ese tío barbudo que nos sacaba tantos parecidos con los monos. Me interesé por sus investigaciones. Mi suerte estaba decidida. Ya no podría arrancarles las patas. Al cabo de una generación, o sea, en cuestión de días, seguramente esos caparazones inquietos vendrían embadurnados en algún líquido abrasivo especialmente contraindicado para la piel humana. Si seguía estrujándolas implacablemente no podía retrasarse el momento en que un martillo fuese insuficiente para resquebrajar sus negruzcas corazas.

Entrada la primavera, el espectáculo se volvía grotesco. Según los libros que había consultado, era el periodo en que se producía la ovoposición. De noche, en un rápido golpe de luz, las sorprendía con el abdomen hinchado y una bolsa adherida en forma de petaca que, en pocas jornadas, abandonaban en un refugio seguro, algún cálido y acogedor nido para las larvas. Al principio, rubias y traslúcidas. Poco a poco, parduzcas hasta adquirir un negro intenso y brillante. La reposición se gestaba en cualquier rendija, en cualquier agujero. Incluso en la misma ropa, aprovechando los bolsillos o al abrigo de las solapas.

A riesgo de ser lentamente devorado, se imponía la claudicación.

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El giro en nuestras relaciones se inició con pequeñas muestras de deferencia hacia mis vecinas. Santi, el de la carnicería, me reservaba todas las semanas algunos restos de vísceras y tocino. Todo ello, machacado y aderezado con moscas y chinches, lo colocaba convenientemente en un rincón. Al levantarme, comprobaba con satisfacción que el conglomerado había desaparecido. Tan sólo permanecían algunos residuos impregnados en una saliva maloliente. Si algún día olvidaba mi atención alimenticia, ellas exprimían un lamento arrastrado que se desvanecía cuando viajaba a la cocina y volvía con nuevas provisiones. La luz amarillenta de la bombilla desnuda dejó de evidenciar mi presencia y, enseguida, superaron el obsesivo espanto que desenterraba la claridad. Finalizado el festín buscaban descanso y calor. Trepaban en grupos hasta mi cama y escogían cómodas posiciones entre los dedos de mis pies o en las oquedades de mi nariz. Otras encontraban mayor confort acurrucándose entre la vellosidad de las axilas.

La mañana despuntaba por el ventanuco y ellas ya se recogían en sus hogares. A mí me quedaban desperdigados por todo el cuerpo los restos de sus heces y un olor nauseabundo, pero raramente embriagador. Entonces me metía en la bañera y ellas venían detrás. Mientras restregaba mi cuerpo con la esponja, mis amigas se divertían flotando en el agua templada.

En el barrio se extendió un ininteligible rumor que impulsó verdaderas romerías de similares y agradables seres atraídos por un nuevo estilo de vida, altamente esperanzador. Mi habitación, especie de cerco de promisión, albergó descomunales concurrencias que requirieron de toda mi dedicación. El tiempo transcurría entre los turnos de baño y comida y los correteos matutinos.

metamorfosis3Naturalmente, mantenía ocultos todos mis lazos de convivencia con ellas. Siempre tenía el cuidado de cerrar bien la puerta de mi cuarto, y si mamá preguntaba, le aseguraba por lo más sagrado que todas mis tareas de limpieza andaban muy avanzadas. Cuando no tenía más remedio, abandonaba el generoso servicio y me reunía en la cocina con la familia para comer. Últimamente, papá se empeñaba en pensar que yo hablaba muy poco y mamá comentaba con extrañeza el incipiente moreno que lucía.

- No entiendo cómo se te pega tanto el sol —barruntaba distraída— si te pasas la vida ahí metido.

Con el tiempo, papá destacó la extraordinaria reciedumbre de mi espalda y esos brazos de largos pelos que eran un síntoma inequívoco de masculinidad prematura. Mamá seguía impresionada con el moreno, que ya empezaba a ser negruzco y brillante. Eran frecuentes las advertencias acerca del pestilente hedor de mi boca, circunstancia achacada a un deficiente aseo dental. Pensaban que repentinamente había adquirido unas costumbres demasiado ahorrativas por esa manía mía de recorrer la casa a oscuras con ese paso nervioso y arrebatado. Tampoco encajaba la fascinación que me producía el fogón de la cocina, siempre tan calentito y acogedor.

Una mañana, tras llamarme repetidamente sin encontrar respuesta, mamá entró en la habitación. Pero no pudo distinguirme.

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