Mike Esbirro: En tierra de nadie

Sin hogar

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Otro día más. Salir tarde del trabajo se ha convertido en una peligrosa rutina. Impávido , un tanto absorto y distraído, observo por unos segundos el discurrir de la vida desde el umbral del vetusto portal de la oficina.

Ha llovido y hace un espantoso frío. La tarde se adormece en brazos de la noche. La luna, aún un poco tímida, trata de pisar los charcos con sus pies plateados intentando escapar del cerco que algunas nubes irredentas la tienen jalonada. La gente discurre tratando de salvaguardarse del frío, embozados en gruesas bufandas y pesados abrigos. Se deslizan por las aceras con una cadencia fúnebre y desapasionada, entre colosos de hormigón salpicados de brillantes y rodeados por gusanos intermitentes de intimidantes destellos.

Un taxista “bienintencionado” ha decidido sacarme del marasmo que me absorbe cruzando a gran velocidad sobre un charco adyacente. En cualquier otra ocasión hubiese jurado en hebreo y le hubiera dedicado los mas hermosos calificativos, pero hoy ni siquiera tengo ganas de eso. Sacudo un poco mi gabardina y comienzo a caminar.

Mientras me deslizo calle abajo, trato de decidir si cogeré el autobús, el metro o un taxi. Hoy nada parece convencerme. En realidad, comienzo a darme cuenta que lo que no quiero es llegar ha casa. Hace frío, si, pero yo apenas lo siento. Deseo caminar, perderme entre la multitud anónima y desalmada, sin rumbo, dejarme llevar por la corriente informe, observar y desdeñar si soy o no observado. Hoy no quiero ser...solo deseo sentir.

sinhogar2Un olor característico me devuelve a la infancia unos segundos. Una mujer joven, cubierta con un buzo de trabajo azul, asa castañas en una esquina sobre un carrito con forma de locomotora de vapor. Madres e hijos, y algún anciano que otro, hacen cola tras ella. La felicidad con la que las madres portan su cucurucho contrasta con la perplejidad de los pequeños acostumbrados a ver salir los dulces de la nevera. No puedo evitar sorprenderme gratamente de que algo asi aun sobreviva en una era que pretenciosamente nos empeñamos en calificar como “tecnológica”.

Dos manzanas más abajo me adentro en una plaza abarrotada. ¡Dios mío! Lo había olvidado, se acerca la navidad. Un gran abeto, cubierto de luces brillantes a modo de sol, preside la plaza. En torno a él, cuan satélites en órbita, una multitud de puestos de souvenirs navideños atestados de curiosos vociferantes. Familias enteras y curiosos solitarios se dan cita en aquella orgía blasfema de música de campanillas, villancicos, olores empalagosos y luces centelleantes. Me ahogo, quiero salir de aquí. Trato sin mucho éxito de escapar cruzando la plaza hasta la próxima calle. Mi maletín portadocumentos se engancha constantemente en los abrigos de los transeúntes. El aire es escaso y mi cabreo aumenta. Consigo escapar a duras penas de la marabunta de consumo que todo lo devora. Al doblar la esquina, un despistado asiático vestido torpemente de Papa Nöel trata de venderme lotería. La mezcla de odio y espanto de mi rostro le dan por si solos merecida respuesta.

Huyo sin mirar atrás hacia aguas mas tranquilas. Jamás podre entender la pleitesía absurda que se rinde en este país a las tradiciones anglosajonas mas pueriles y extrañas. Cuanto mas nos escupen, mas idolatramos su basura. Todo lo que tocan lo pudren.

Aminoro mi paso. En esta parte mas antigua de la ciudad apenas hay gente. Llevo varias horas caminando y empiezo a estar cansado. La noche avanza y no parece depararme nada nuevo. Hoy me siento especialmente solo, desarraigado y huérfano. Mendigaría un poco de amor en cualquier dique donde poder atracar.

Una lluvia fina e impertinente ha hecho acto de presencia formando cortinas flotantes arrastradas caprichosamente por el viento. Al fondo de la calle , como faro en la tormenta, el viejo “Café di Fiore” alienta mis pasos. A pocos metros, frente a la gran cristalera y bajo una ornamentada farola, aprecio la belleza del vetusto local de mi buen amigo Pietro. La madera, la añeja cafetera a presión, cobriza, de esas con manivela, los espejos, cuadros,el suelo ajedrezado, el cuero de la barra y su buena carta de vinos toscanos. El valor y sabor de lo autentico, invariable a los vientos cambiantes. Un hogar donde recalar.

sinhogar3Una mirada a través del cristal capta mi atención. Una mujer, relativamente joven, me observa con interés. Se sienta con gentileza tras una mesa de mantel blanquecino frente a la cristalera. Porta en su mano derecha una fina copa de vino con la que moja sus labios suavemente sin dejar de mirarme. He clavado mis ojos en sus pupilas como cuchillos lacerantes, pero no rehuye la refriega. El agua de despeña por mis cejas y se arrastra sobre mis mejillas. Estoy empapado hasta la ropa interior, pero yo tampoco puedo dejar de contemplarla. Enigmática, magnética, de dorados y ensortijados cabellos, vestido liso negro y escotado, cuello fino engalanado de perlas, ojos grandes e inquietantes. Es una mujer en blanco y negro, salida de una película de los cincuenta, una mezcla peligrosa de sensualidad animal.

-¡Buenas noches Enrico, estas empapado! ¿Qué deseas? -apenas le hice caso, ni siquiera le miré.
-Una copa de Chianti, y otro para la señora -sonreía traviesa sin dejar de mirarme. Se abrieron sus carnosos labios brevemente, se ilumino su rostro al hablar.
- La sonrisa cuesta menos que la electricidad y da mas luz.
-¿Alguna cosa mas? -el tono de Pietro sonó pícaro y burlón.
-Si, las llaves del apartamento.

El rayo de sol incidía a conciencia sobre mi parpado derecho. “ ¿Que hora será?” Mi maletín yacía sobre el suelo de la habitación coronado por unas bragas de encaje blanco. Mi camisa, rota y aún húmeda, colgaba de una silla. Una media negra se suspendía de la lampara de techo y un zapato de tacón sustituía al teléfono en la mesilla. Me percate con susto y asombro de la presencia de mi cinturón alrededor de mi cuello a modo de collar. Un inconfundible aroma a sexo y alcohol lo inundaba todo.

sinhogar4-Creo que es tarde -mi voz sonó lánguida, despreocupada.
-¿Te importa? -preguntó mientras jugueteaba con los pelos de mi pecho.
-No, simplemente puede que pierda mi trabajo.
-Creo que lo estas deseando -se incorporó sobre su brazo derecho para mirarme. Su mirada había tomado otro cariz, ahora era mas tierna, maternal.

Salte de la cama como el relámpago de Zeus, abrí bruscamente la ventana y me agache para asir con fuerza mi maletín, no sin antes retirar cuidadosamente su ropa interior, para lanzarlo fuera con todas mis fuerzas.

-¡Hasta nunca!

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