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La historia de la noche (III)

(3). La sal de la tierra

- Te he dicho que no me llames a este móvil. Pareces gilipollas.
- De algo hay que morir, coño.
- Las paredes oyen, mamón. ¿Qué tal te ha ido?
- Nada. Esta gente de aquí se dedica a tocarse los cojones y a perseguir cacos. En la playa nada. El tío que en teoría hacia footing cuando lo encontró en realidad no era un deportista, sino un yonqui del pueblo.
- Me han llegado dos extractos de la tarjeta…
- Bueno sí, ¿y?
- Haz lo que te salga de los huevos, Martín, para eso está, pero procura pagar en efectivo en ese sitio determinado, no dejes tantas huellas.
- Me la suda, si quieren que vengan a preguntarme, que yo les explico los gastos. Mi polla tiene gastos de representación.
- Me ha llamado Candela hace un rato para que vaya a Perales del Río, Argote anda por allí.
- Ten cuidado con los del campo de tiro. Y no comentes que estoy en el asunto, les debo más de dos mil pavos todavía de la pipa sin marcas aquella. No me sale de los cojones darles el dinero, bastante tienen con que no vaya largando sobre lo que tienen enterrado en el montículo de arena.

- Vete a mamarla anda, pregunta por Becerra e intenta hablar un rato con él. Creo que vive en una alquería de las pocas que quedan en la zona sur. Si hay gato encerrado en esa muerte, seguro que sabe algo. Se retiró cuando pegó el pelotazo con los terrenos, pero él sigue siendo el poder en la sombra en esa comisaría. Y ándate con pies de plomo, no me gustaría encontrar tu cabeza en una caja con la polla en la boca, sobretodo porque habría muchos más candidatos a sospechoso que con Hugo, hijo de puta.
- Por cierto, ¿qué tal la Candelita? ¿Sigue tan zorra como siempre?
…………………….

gran via
Terminé la carrera de económicas. Estaba ya harto de la vida, y sólo habían pasado veintitrés años. Redacté mi curriculum y me gasté veinte mil pesetas en sellos para enviar copias a una enorme lista de empresas. No me contestó nadie. En este país el que tiene padrino se confiesa. Mi cuñado me consiguió una entrevista para Panasonic. Me hicieron un contrato mercantil para vender radiocassettes de coche a puerta fría. No di salida a una puta mierda en tres meses. Un día coincidí en un taller con el representante de Topac, la marca más cutre de esta clase de artefactos, un tal Argote. Tampoco vendía una escoba. El traje le sentaba fatal, hay gañanes a los que es imposible que nada les caiga bien sobre los hombros. Nos vimos un par de veces más en otros lugares de esa clase y en bares. Me contó que estaba hasta los cojones de su vida, que iba a intentar entrar en la academia de policía de Avila. Eché la instancia con él. Las pruebas constaron de una parte física, que sólo no serían capaces de pasar los cojos y los tarados, y un examen teórico sobre derecho y otras mierdas, que previamente se filtraba a diversas academias de formación. Aprobamos. Antes del test médico Argote se pasó tres días tumbado sobre una tabla. Era necesario medir al menos un metro setenta, y César medía sólo uno sesenta y ocho. Le llevaron en coche a la prueba tumbado en el asiento de atrás sobre un contrachapado. Antes de entrar al reconocimiento médico se tendió de espaldas sobre el frio suelo y rezó. Pasó el filtro, dio casi un metro setenta y uno en el tallaje.

Partimos juntos hacia Avila. Dejé a Sonia llorando aquel lunes, no se fiaba de mí, creía que iba a escaparme para siempre, que había perdido el control de mis cojones. Marga, la novia de César, le despidió con un besito muy casto en la boca. Dos años había tardado en ceder antes de poder follársela. En cuanto nos alejamos de Madrid a Argote se le dibujó una sonrisa cabrona de liberación en la cara. Llegamos en hora y pico. Quinientos tíos en un edificio maloliente a las afueras de la ciudad. Quinientos futuros soldaditos del poder. El objetivo era despojarnos de nuestra ética individual y de nuestra personalidad con la excusa de hacer un servicio público y de cobrar un sueldo; querían que todos empuñásemos sin rubor la frase de “lo siento, caballero, estoy haciendo mi trabajo” mientras golpeábamos a fulano o a mengano, y que si era preciso esgrimiéramos ese argumento para patear el culo a nuestro propio padre. Tendríamos que pasar dos años allí metidos soportando charlas absurdas de todo tipo sobre el derecho que nos íbamos a saltar a la torera, sobre teorías criminológicas y conspiratorias elaboradas tras severas pajas mentales y acudiendo a clases de defensa personal y de guerrilla urbana disfrazadas mediante la etiqueta del orden y la justicia.

El primer día nos enfundamos el chándal y salimos al campo de entrenamiento, todos a demostrar nuestros huevos y algunas, que también las había, sus ovarios. Iban a medirnos en un test sobre tres mil metros lisos, corriendo en grupos de cincuenta patanes. Me senté sobre el césped a observar a la piara que me precedía. Dieron el pistoletazo y en la primera vuelta ya se destacó un gachó sobre el resto. Iba rapado, estatura media, sin aparente esfuerzo. Sacó ciento cincuenta metros al segundo en el primer kilómetro y, al llegar a la meta, se paró en seco antes de traspasar la línea, esperó y dejó pasar al segundo delante de él riéndose, con el estupor consiguiente de los instructores. Era él otra vez, como en tantas apariciones durante mi vida. Marcos Coarasa. Pedazo de cabrón, gracioso, hábil, follador y un portento físico, la sal de la tierra. “Es usted un cabrón insufrible, Coarasa, en ésto nunca llegará a nada”, le decía el cerdo de Bouza, nuestro sargento instructor de “cadetes”, un patán parecido a Lou Gosset en “Oficial y caballero”, pero en feo, sucio e hijo de puta.

Jugábamos en el patio de aquel colegio nacional de EGB. Coarasa me regateó cuatro veces. Caí al suelo de culo y me sobrepasó pasándose el balón del exterior al interior de su zurda. Siempre era elegante con la bola. Nos volvimos a cruzar y le hice saltar por los aires de una hostia. Su padre era coronel del ejército. Un tío severo. Marcos llevaba un reloj con una correa con los colores de España y el escudo del pollo. Me marché del colegio en octavo, me cambiaron a uno de curas. Allí me enseñaron primero a odiar para luego conseguir que todo me causara indiferencia. Un quince de septiembre, primer día de curso, cuando yo tenía catorce años, salí al patio y un compañero me dijo: “ha llegado un nuevo, ha cogido el muy cabrón el balón y se ha regateado a todos los del equipo contrario. Luego se ha puesto de portero y ha sacado tres balones a la escuadra. Le han dicho que si quería jugar en el equipo del cole, y él les ha contestado que no, que acaba de probar con el Madrid, que pasa de equipos de curillas. Con dos cojones”. Naturalmente era Coarasa. Me echaban de clase y él siempre estaba fuera, calentando el pasillo. Traía un hachís buenísimo de su barrio que nos fumábamos a escondidas en los retretes. Se hizo amigo de los skins de Moncloa. Rompieron unas cuantas cabezas aquellos años en el parque del Oeste. Se rompió un ligamento de una rodilla y en los juveniles del Madrid rápidamente le dieron puerta, pasaporte hacia la nada.

Marcos, siempre sonriente incluso en los peores momentos. Compartimos habitación en la residencia él, Argote y yo. Tedio, tedio y tedio. Fumábamos porros en el baño. Nos emborrachábamos casi todos los días durante las horas de recreo en el exterior. César se folló a Candela, una joven aspirante de grandes tetas, en el coche, en las duchas e incluso en el despacho de uno de los mandos. Candela Sánchez era la primera de la promoción en todo, incluso en el follar. Pedimos permiso para hacernos externos, es decir, para alquilar un piso en Ávila e ir a la academia sólo en horario de clase. Convencimos a Conrado Segovia, que era hijo y nieto de mandos de la policía y estaba forrado de pasta, para que se fuera con nosotros a la casa. Era medio retrasado y le comimos la oreja con que teníamos que pagar cuarenta mil pesetas cada uno. Él pagaba cuarenta, y nosotros tres quince por barba, pacto de silencio entre trío de caballeros. Comenzó a invitarnos a putas los fines de semana. Luego cada noche. Blancas, negras y amarillas. Le encantaba sacar el fajo de billetes. Candela se tiró a Conrado. Candela se tiraba a Argote de vez en cuando. Candela se tiró a Coarasa. Y putas cada noche, y más putas. Y Marcos compraba un hachís cojonudo a un moro abulense y estaba al borde del alcoholismo, al filo de tener que ir a desintoxicación, pedo todos los santos días.

El tiempo pasó. César y yo sólo volvíamos a Madrid una vez al mes. Sonia y Marga nos esperaban y nosotros llegábamos a la puta capital, nos las follábamos sin ganas y volvíamos a Ávila. Llegaron los exámenes previos a la graduación. Luego cada mochuelo tendría que volar hacia su olivo y hacer las prácticas. Los destinos podían escogerse por orden de calificación, el que primero llegase, el de mejores notas, pillaría la mejor tajada. Nadie quería ir al País Vasco con los etarras, todos querían la costa, Canarias o Madrid. Conrado sacó el número diez de la promoción sin saber hacer la “o” con un canuto. Candela sólo pudo apuntarse el cuadragésimo quinto lugar, detrás de todos los hijos (de puta) y familiares de los mandos a los que se había filtrado o escrito directamente los exámenes en la rebotica. César y yo conseguimos unos dignos lugares algo por encima del cien y Coarasa quedó entre los cincuenta últimos. Le corrigieron los exámenes sin piedad, porque le odiaban, y tener talento en algo siempre hace que pagues un peaje negativo.
……………………….

Juan Sans conduce por la carretera de San Martín de la Vega a una velocidad próxima a la de la luz. Pasa por el “Ventorro de la puñalá” sin apenas reparar en ese territorio comanche que conoce tan bien. Rebasa los cruces de Perales del Río saltándose los semáforos en ámbar. La larga recta que discurre hasta las faldas de “La Marañosa” la recorre en apenas dos minutos mientras escucha a los “Low Willows” a todo volumen. Allí, al fondo, está esa jodida montaña de Dios para ateos y, a un lado, como un mojón defecado hacia el cielo, el "Cerro de los ángeles". Tuerce a la derecha y entra en el aparcamiento del campo de tiro, que está acordonado mediante cintas de la Guardia Civil. Sale del coche y ve a Candela discutiendo con uno de los encargados del lugar. Ella ve a Juan y despide al tipo sin decirle ni adiós. Está seria y nerviosa, pero trata de ocultarlo con una media sonrisa falsa. 

- Hola, guapo. ¿Qué tal? Qué poco te dejas ver. ¿No vas a vender nunca ese coche? Está ya para el desguace.
- El coche corre mucho, el motor es fuerte y pasa desapercibido en todas partes. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hacen aquí estos tarados de la pestañí?
- Pasa dentro, César te está esperando. ¿Tienes un cigarro?
- ¿He fumado alguna vez en mi vida?
- Se me olvidaba que eras don Perfecto.

En el interior del antro se mezclan los olores a meado y a pólvora reseca. César está sentado mirando el móvil en la sala del fondo, muy circunspecto.

- Joder, has tardado un huevo.
- La vida es así. ¿Qué ha pasado? Me huelo por tu careto que nada bueno.
- Uffff. Esta mañana me han llamado los cabrones pistoleros del campo muy mosqueados. Les llegó ayer por SEUR un paquete grande, a mi nombre. Sí, flipa. Lo dejaron ahí en un lado y me llamaron alucinados, incluso el Manolo cabreado diciendo que por qué tenían que mandarme cosas aquí, puto cínico. Esta mañana, después de la reunión con el ministro en el CESID, me vine para acá. El paquete pesaba un huevo. Le quité el embalaje y vi que era una nevera de camping. Me acojoné vivo…. vamos a verla, pero te aviso que incluso a ti va a afectarte. Hacia años que una cosa así no me impresionaba, y te juro por mis muertos que esto no va a quedar así.

Una nevera azul grande. César la destapa. Se ve el pelo de una cabeza con algo pegado encima. Es una mano, a modo de diadema. Está adherida con Superglú, porque es imposible despegarla. La cara no tiene ojos, se los han arrancado de las cuencas, la nariz está rota a conciencia, la boca desencajada de su sitio por el lado izquierdo de la mandíbula, que está partida. Le faltan los incisivos superiores e inferiores. Es Coarasa. A Juan Sans se le sube el estómago al corazón y al cerebro, pero le baja a los dos o tres segundos. Varias imágenes se le pasan por la imaginación. El silencio cortante dura más de dos minutos.

- Joder. Es increíble. Ya sabes que yo no tenía mucho aprecio a Marquitos desde aquello que pasó, pero me ha impresionado verle así. Me hubiese gustado darle de hostias en su día, pero no se merecía este final. Hubiese sido mejor una cámara de gas para este pobre nazi. Cada día me entran más ganas de subirme a la Torre de Madrid con una metralleta y practicar el tiro al blanco indiscriminado. Qué puta mierda que es todo.
- ¿Pero Marcos no estaba viviendo en Brasil? Tenía entendido que regentaba un bar de Sao Paulo.
- No. Nunca se marchó a Brasil, era una cortina más de humo, una de tantas. Cuando le echaron le perdí la pista, y también recibí la noticia de que se marchaba a follarse mulatas. Pero en realidad ha vivido en Jaca todo este tiempo, en la antigua casa de sus padres. Y tenía oficina dentro del mismo cuartel del ejército, con vistas al foso ese en el que tienen ciervos, y todo sin tener que llevar uniforme. Ya no trabajaba para nosotros, pero tampoco andaba muy alejado.
- Veo que somos la policía más desinformada del mundo, aparte de la más corrupta si exceptuamos a la mexicana y a la de Chicago en los años veinte.
- No estoy para coñas, tío. No sabemos exactamente para quién trabajaba, pero deduzco que para varios a la vez. En el CESID al parecer no andaban muy contentos con él. Le había partido la cara a uno de los mandamases en una reunión delante de todos los jefes, le sacaron entre cuatro gordos de seguridad. Dentro de la boca, cuando abrí la nevera, llevaba esta tarjeta de segunda consumición gratis de la sesión Hardcore de los jueves de Pirandello II.
- Demasiado claro el camino que marca eso hacia el hijo de puta de Julio Yélamos en la discoteca, ¿no te parece?
- He llamado a ese camello cabrón de Yélamos, le he dicho que quería verle hoy mismo y me ha colgado el teléfono.
- Déjame a mí.
- No creo que te dejen entrar, no la armes, estoy en trámites para una orden del juez.
- Si esperamos una semana allí no quedará nada interesante que ver. Por cierto, no habrás dejado que hagan el registro de rigor en el campo de tiro, me imagino. Como los perros de los picoletos pasen por el montículo de tierra se va a armar un buen fregado.
- No van a entrar aquí, se pusieron muy farrucos al llegar, pero hice un par de llamadas y no van a liarla más. Ah, y dile por favor a Martín que no vuelva a pagar con la tarjeta en el burdel de Oropesa, que saque el dinero que quiera del cajero, pero que no sea tan cretino de pagar con nuestro propio plástico, que ese lugar está en marcado por "vigilancia directa" de mi departamento, y me la juego con esa puta VISA.
- Se lo diré, pero lo volverá a hacer. No ha sido un despiste, le suda todo los cojones.
- Qué lugar más siniestro este campo de tiro, tío. Cuántas cosas han pasado aquí… en esta tierra de mierda en la que no crecen ni los cardos. Este yeso del suelo es el infierno en la tierra, en invierno el suelo se hiela y se pone durísimo, resbaladizo; en verano la arena refleja más de lo normal la luz del sol y te asas. ¿Te acuerdas lo que sudamos cavando en aquella esquina de allá junto a la alambrada?

Juan Sans llega a Plaza de España. Aparca, como siempre, junto a la iglesia que hay junto a Bailén. El negro gorrilla le saluda.

- Hola, ¿cómo tamo?
- Bien tío. ¿Está la vigilante de la hora por aquí?
- Sí, po ahí, pon tike. Una hora todavía de pagá.
- No. Toma ésto para ti. Si le dices que me limpio el culo con sus multas te doy luego otros diez pavos, y si te la tiras otros veinte.
- jajaja noooooo. Grasias. Yo te vigilo, pero multa segura jajajaja
- Tú tírate a esa zorra, que yo te doy una tarjeta para que salgas al día siguiente de la cárcel.
- jajajaja no grasias jjajajajjaja yo aquí.

Llega al pasaje de Martín de los Heros. En la puerta de la discoteca un gorila búlgaro mantiene en fila a los niños que esperan para entrar en la “sesión Light”. Dentro no se venden bebidas alcohólicas, sólo coca, pastillas, cristal, éxtasis, Coca-cola y agua a diez Euros el botellín.

- Oye, Stoichkov, quiero ver a Julio, le he llamado antes.
- No entras. Julio no quiere ver a nadie.
- Pues yo tengo que verle, es urgente.
- No entras. Largo.
- Te digo que es urgente.
- Lárgate que te parto la c…

El búlgaro hace ademán de empujar a Juan, pero le impacta un puñetazo milimetrado que traspasa el cortavientos negro, el jersey de lana y el borde superior de los abdominales de ciclado de gimnasio. Se queda sin respiración y, al doblarse sobre sí mismo, recibe un golpe adicional muy preciso en la carótida que le hace caer al suelo como un fardo. Los chicos que esperan en la cola se apartan, pero algunos aprovechan para colarse en la discoteca. Dos policías municipales que controlan la entrada del túnel acuden corriendo al contemplar el tumulto. Juan coge al búlgaro del cuello y le susurra en la oreja:

- Dile a tu puto jefe que volveré mañana, y que si no me abre la puerta le prendo fuego al local con todos dentro. Dile que soy Sans, él te contará que siempre digo la verdad, incluso cuando miento.
- QUIETO! AL SUELO Y CON LAS MANOS EN LA ESPALDA!
- Menos lobos, Caperucitas. Y al suelo tu puta madre, pitufo, soy madero. 

Los municipales le miran con cara de tarados, algo muy poco raro dentro de su oficio. Juan les enseña la documentación. El que la lée se rasca la cabeza. Le cambia el semblante de chulo a corderito de repente.

- Perdone. Váyase, que nosotros nos encargamos, disculpe. A VER, PUTO BÚLGARO, QUÉDATE EN EL SUELO, CABRÓN. NO TE MUEVAS QUE TE REVENTAMOS LA CABEZA.
…………………………………….

La historia de la noche5

Conduzco por Ferraz, frente a la sede de los hijos de puta del PSOE. Subo hasta el cruce del Arco de la Victoria y giro a la izquierda. Tiro recto por Ciudad Universitaria hasta Sinesio Delgado. Me desvío hacia La Vaguada. Aparco en los subterráneos. El Alcampo no ha cerrado todavía. Compro ocho latas de cerveza Heifer en la zona de saldos y cien gramos de aperitivos chinos a granel. Me siento en el coche y me bebo una birra caliente mientras mastico esa especie de pasta salada china. Me encantan los aperitivos chinos. Pongo la radio. Me bebo otra lata. Arranco, subo por la avenida y aparco frente a las “Cuatro Torres Florentinas”, ya iluminadas. Escucho la radio un largo rato mientras observo el frío paisaje bladerunneresco. Las ondas hablan de las cosas que pasan en el jodido mundo. Todo es una puta mierda, una cloaca, y vosotros sois como las ratas de las alcantarillas pero en gilipollas. Os veis a vosotros mismos como gigantes, pero no sois más que la mierda más inmunda entre los truños más infectos del universo. Conduzco hasta casa. Cuando llego los niños ya duermen y Sonia ronca como una morsa en nuestra habitación. No son nada, pero debo pensar que lo son todo. No son mi propia carne, pero los más grandes humanistas dicen desde hace siglos que debo sentirlos como si lo fueran. Me tumbo en el sillón y sigo bebiendo cerveza caliente. Pongo la tele con el volumen apagado, echan “La casa de empeños”, luego “¿Quién da más?”, y después dos capítulos de “Embargos a lo bestia”, en los que Sonia The scrapper luce todas sus desagradables y grasientas habilidades. Dave Hester me cae bien, y también Rick Harrison, y Chumlee. Me voy durmiendo poco a poco sobre el sofá.

Sueño que corro por el campo. A lo lejos se escuchan disparos de escopeta. Veo a mi perra que entra en el bosque siguiendo una presa imaginaria. La persigo tropezando a cada paso con el suelo arado en barbecho. Se me acelera la respiración hasta que el corazón casi sale por la boca. Al llegar a la arboleda, veo a mi padre sentado en su sillón debajo de un roble. Dispara hacia el cielo y caen palomas muertas. Luego me mira y me dice: “Juan, nada es lo que parece. Estoy lejos, pero no tengo frío. Y recuerda lo que decía Herodes Agripa a Claudio, no te fíes de nadie, no te fíes de mi”. Su imagen pasa del duermevela hasta casi la frontera de lo real cuando el sol que entra por la ventana me pega en la cara y me despierta, y casi puedo tocarle, olerle, pero se esfuma y me deja por enésima vez completamente sólo en mitad de esta estúpida, mentirosa e irreal existencia.

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