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Mina del amor

Llamadme Ismael. El diecisiete de marzo la tierra tembló sobre nuestras cabezas y bajo nuestros pies. El estruendo de las galerías derrumbándose nos dejó sordos de repente. Me tiré al suelo bajo una vagoneta y recé con todas mis fuerzas a la Virgen de la Caridad del cobre. Allí abajo se hizo una oscuridad tan profunda como boca de lobo del altiplano. Los primeros minutos tras el terremoto fueron de pavor, se escuchaban gritos por todas partes, hombres pidiendo auxilio a Dios y llamando a sus madres como niños. Cuando el Apocalipsis se detuvo las luces de emergencia de los túneles volvieron a encenderse por arte de magia. El panorama era polvoriento y desolador, pero la mina había soportado aquella embestida de la naturaleza. Poco a poco salimos de nuestros escondrijos, como muertos vivientes, y nos abrazamos los unos a los otros, habíamos sobrevivido. Nadie lloró, los mineros nunca lloramos.

Nivel 78, mil cuatrocientos treinta y un metros bajo tierra. Nos pusimos en marcha hacia la salida. Pero el túnel estaba taponado por el desplome detrás del primer recodo. Y lo peor estaba por venir. Gildemeister, el barrenero, llegó desde el lado profundo de la explotación y nos contó que el terremoto había abierto un enorme abismo hacia las profundidades del que no se vislumbraba el fondo. La curiosidad me pudo y acudí con Daniel a ver aquella puerta del averno. Era colosal. Lanzamos una piedra hacia el fondo y no escuchamos que tocara fondo. Sólo nos restaba una esperanza: un pequeño orificio de respiración que unía el nivel 77 con la superficie. Fue nuestro cordón umbilical con el mundo durante aquellos terribles días.

En el transcurso de una interminable semana no nos llegaron noticias del exterior. Algunos decían que aquello había sido el fin del mundo. “El Gringo” afirmaba que a él no le importaba que nadie hubiese quedado vivo allá arriba, que les podían dar a todos por el saco. Pero a los demás su opinión no nos valía un carajo. Era un jarocho pelotudo con muy mala leche al que nadie quería, ni fuera ni dentro. Una caja de galletas Marías fue nuestro único alimento. La tenía escondida Daniel bajo unos postes para cuando le entraba el hambre entre horas. Aquellas Marbú mezcladas con agua de los charcos nos salvaron el pellejo. El octavo día de encierro un cable con un walkie-talkie amarrado asomó por el respiradero.

- Mina del Amor de María, ¿cuántos supervivientes hay ahí dentro? Cambio.
– Veintisiete. Cambio.
-¿Heridos? Cambio.
– Ninguno. Trece muertos. Cambio.
– Ahora mismo les acercamos víveres y agua. Manténganse cerca del agujero. Y no desesperen, estamos con ustedes. Cambio.
-Gracias, compañero, cambio.

Saltamos alborozados, volvimos a abrazarnos. Una puerta a la esperanza, al fin. Nos llegaron treinta latas de albóndigas con guisantes y cincuenta botellas de agua atadas con una maroma. Las devoramos como si fueran caviar del Caspio y vino de Burdeos, sabían a gloria bendita. En aquel instante las prometíamos muy felices. El siguiente mensaje nos bajó de la nube. Nos contaron que el rescate se planteaba un tanto dificultoso, que la compañía minera no tenía fondos suficientes para tal empresa, que tuviésemos paciencia. Pinches hijoeputas. Se lió la de San Quintín. Gildemeister amenazó con poner barrenos e intentar abrirse paso hacia la superficie, y que después de salir cogería al propietario de la mina y lo colgaría por los testículos en la plaza mayor de Arica. En medio de la trifulca golpeó al “Indio” Yáñez en la nuca y se hizo con la dinamita que aquel sudoroso quechua llevaba prendida del cinturón. Gracias a Dios “El Gringo” le partió la cabeza con una pala cuando ya había encendido una de las mechas. Daniel la apagó con el pié a un segundo de explotar, nos libramos por el pelo de un calvo de palmar. Gilde se desplomó mientras el cerebro le salía a borbotones por el occipital. Boronov y yo acudimos a auxiliar a Yáñez, pero nada pudimos hacer; tenía una herida abierta a la altura de la yugular y su sangre manaba sobre el suelo como las cataratas de Iguazú. Apilamos sus dos cuerpos semidesnudos en la galería 77B, donde descansaban los cadáveres de los otros trece desdichados que habían fenecido durante el terremoto. El rigor mortis y la descomposición no tardaron en llegarles. Aquel desagradable olor a podrido se fue extendiendo por la mina como presagio de tiempos de incertidumbre. Ya sólo quedábamos veinticinco.

Al principio las latas nos sabían sabrosas. El vigésimo cuarto día comenzaron a llegarnos sólo envases de alcachofas caducadas, y el agua de las botellas que bajaban ya no era mineral, porque el inconfundible sabor ferruginoso procedente del pozo de la explotación delataba su origen.  Boronov agarró el Walkie y comenzó a gritar como un loco a los de arriba, pero no contestaron; era domingo y nadie hacía guardia en la bocamina. El aire putrefacto trufado de olor a pedo y a cadáver nos revolvía las tripas. La temperatura se acercaba a los cuarenta grados y la humedad se hacía cada jornada más insoportable. Manuel Coca, un peruano rechoncho y siempre malencarado, se tomó la justicia por su mano con nuestros hediondos ex compañeros. Aprovechó que dormíamos y ayudado por Meneses arrastró los cadáveres hasta el precipicio sin fin que había abierto el terremoto. Los fueron lanzando uno a uno hacia el fondo como fardos de ropa vieja, rebotando cual peleles por la interminable pared. Cuando concluyeron la operación de limpieza, Meneses dijo de repente “adiós” a Coca y se arrojó también al vacío. Despertamos. Daniel advirtió que el nauseabundo olor había cesado. Vimos aparecer a Coca subiendo por el túnel. Nos contó lo que habían hecho Meneses y él con una sonrisa entre los labios, como si hubiese regalado un servicio a la humanidad por el que sentirse orgulloso.

- Hijoeputa, ¿no sabías que uno de los fiambres era mi hermano?
– Yo no imaginé nada, “Gigante”, los muertos son todos iguales.

No pudimos parar al “Gigante” Mendoza, que agarró al peruano por el cuello asfixiándole hasta que perdió el sentido. Se defendió a puñetazos de nuestras acometidas, me alcanzó con una derecha en el pómulo y caí redondo. Subió el grasiento cuerpo del desdichado Coca sobre su hombro y se encaminó corriendo por las galerías hacia el abismo.  Le seguimos de cerca mientras lanzaba mandobles a diestra ya siniestra para apartarnos; el muy cabrón había sido campeón amateur de los semipesados en Valparaíso y pegaba tremendos estacazos. Coca se despertó justo cuando Mendoza ya lo levantaba sobre su cabeza al borde del agujero, y se puso a patalear y a gritar como puerco camino del matadero. Entonces el “Gigante” resbaló en un charco y ambos se precipitaron hacia el fondo acompañados por un alarido conjunto tremendo. Sus gritos fueron apagándose poco a poco en el vacío durante dos interminables minutos. Veintitrés supervivientes. Dos hijoeputas menos que alimentar, pensé yo.

Al despertar el quincuagésimo quinto día nos dimos cuenta de que Vicente Garochino no llevaba dos jornadas sin levantarse porque tuviese mucho sueño, sino porque había fallecido a causa del fuerte constipado que arrastraba desde hacía un par de semanas. Vidaurre también tosía bastante, esputaba a cada minuto, y Cerdán decía que tenía algo de fiebre. El “cerdo” Cerdán tardó tres días en irse para el otro barrio. Seguimos apilando a los fallecidos en aquella improvisada galería-necrópolis. Cuando Vidaurre abandonó el mundo de los vivos, al acudir a nuestro improvisado cementerio descubrimos que alguien había cometido una inimaginable bajeza con el cuerpo de Garochino. Le habían bajado los pantalones e introducido el mango de un pico por el recto. Boronov montó en cólera. Vicente era su amigo desde hacía diez años, y dijo que si cogía al violador necrófilo acabaría en el hoyo con el resto de fiambres. La mañana del día número sesenta y dos fue trágica. Boronov, un loco cabrón muy querido por todos, amaneció muerto con una certera cuchillada adornándole la traquea. Una muerte dulce, mientras dormía. También alguien le había bajado los pantalones y de su puerta trasera salía un hilillo de sangre.

- Mina del Amor de María, contesten, contesten, cambio.
– El ingeniero José Vallés al aparato, cambio.
– ¿Cómo marcha todo ahí abajo? Cambio.
– Necesitamos urgentemente medicinas contra la gripe y la diarrea, cambio, estamos cayendo como moscas por la enfermedad, cambio, dense prisa o moriremos todos, cambio.
– A ver, señor Vallés, diga “cambio” al terminar de hablar, no entre frases, o no nos entenderemos. Tendremos en cuenta sus peticiones, pero aquí hay gran escasez de medios. Veremos lo que podemos hacer. Aguanten, estamos con ustedes. Cambio.
– Pero…. Ayúdennos, por su padre, ayúdennos, por sus madres, bajen medicinas y algún alimento que no sean alcachofas en lata, por favor se lo pido.
– CORTO Y CIERRO.
– POR FAVOR…hijoeputas…
– Corto y cierro, señor Vallés…

José Vallés era ingeniero técnico en minas, caminos, canales y puertos. El terremoto le había pillado por casualidad inspeccionando el entibado del nivel 77; puta casualidad, la segunda vez que descendía bajo tierra le había acompañado un movimiento sísmico de 8,4 en la escala de Richter, algo así como un 11,5 en la escala Mercali sobre 12. Los mineros de a pié no entendíamos de escalas, sino de gafes como él. Era un chico bien y con estudios que miraba al resto como si de escoria se tratasen. Tenía un constante tic en el cuello que le hacía moverse y tartamudear como una marioneta mal manejada. El salvajismo imperante se cebó pronto con él; su cuerpo, salvajemente violado y sin cabeza, apareció con una nota sobre el pecho escrita con una pésima caligrafía: “pinche listo, ahí te jodan…”, rezaba el macabro manuscrito. De su privilegiada testa laureada nunca más se supo, y no hace falta ser muy listo para imaginar en qué portería alguien anotó un gol pateando su cara.

El demonio había invadido nuestras mentes. Aquellos días sin luz del sol seguían transcurriendo como un reguero de mierda que nos consumía poco a poco. El día noventa y uno encontramos el cadáver del viejo Aquilino Valdivia también violado y decapitado. Le habían sacado los ojos previamente con una cuchara y luego se la habían metido por el culo. Para festejar el centésimo día de encierro alguien apuñaló por la espalda a Zabaleta, que se desangró dejando un enorme embalsamiento rojo oscuro sobre el sucio suelo de la 78A. Hacía ya mucho tiempo que nadie nos hablaba por el comunicador, sólo una vez cada dos días nos hacían llegar las putas alcachofas y la infecta agua por el agujero. Pero, de repente, un día dejaron de enviarnos nada. Apuramos las pequeñas reservas que nos quedaban. El agua se agotó pronto y tuvimos que volver a bebernos la de los charcos. El día número ciento doce nos quedamos sin comida. Luis Cercas, “El Pichincha”, llegó a proponer que nos comiésemos los cadáveres, y se ofreció para cortar unos filetes del culo de Marcía, que había amanecido con el cráneo aplastado por una mano amiga el día anterior. No nos hicieron ninguna gracia sus propuestas. El agua de los charcos me produjo una tremenda diarrea. Daniel, “El Gringo” y yo nos cagábamos todo el día, nos quedamos casi sin fuerzas y casi los huesos. Gracias a Dios justo cuando se cumplían cuatro meses de cautiverio volvieron a enviarnos comida. Comenzaron a llegarnos unos envases de sabrosa carne cocinada con patatas y botellas de vino. Los chicos se entusiasmaron, al fin se escuchaban nuestras plegarias y se ocupaban de nosotros. Por desgracia mis dos compañeros de cagalera y yo no pudimos probar bocado aquel día, lo intentamos pero vomitábamos todo al instante. Las tripas nos dolían furiosas, los retortijones bramaban como pinches leones. Algunos cabrones, capitaneados por Mateo Campuzano “el pimentón”, hicieron burla de tal desgracia y devoraron jocosos nuestra parte correspondiente de la pitanza. A la mañana siguiente me desperté con tremendo dolor de cabeza, pero parecía que la diarrea había remitido algo. Pasaron dos horas y sólo “El Gringo” se desperezó y me dijo buenos días, raro en semejante hijoeputa tanta amabilidad. Luego Daniel se incorporó y marchó a mear a la galería de más arriba. A mediodía nadie más se había levantado de los improvisados catres.  Tampoco nadie más que nosotros tres respiraba. Estaban todos más muertos que Carracuca. Los tocamos con el mango de una pala, los golpeamos, nadie respondía a los impulsos ni aunque los pateásemos con saña. San Pedro y la parca les habían visitado de repente aquella noche sin decir ni hola. Me acerqué a comer algo de las sobras del día anterior pero Daniel me lo impidió, podía estar todo envenenado. Rompí a llorar como una niña huérfana, desesperado y hundido. Los mineros ahora sí que lloraban como mujerucas.

Durante los tres días siguientes nadie del exterior dijo ni esta boca es mía. Tampoco se interesaron por nuestra alimentación. Gracias al cielo Daniel tenía escondidas debajo de unas piedras dos ratas muertas que había cazado la semana anterior en el nivel 76A. Una de ellas estaba devorando el brazo de uno de nuestros compañeros fallecidos cuando Daniel la había dado matarile con un pico. Las cocinamos como pudimos con un soplete y nos las comimos imaginando que eran pollos en pepitoria. De postre devoramos algunas cucarachas que íbamos encontrando por los rincones y unas enormes pulgas que pernocataban entre la ropa de los cadáveres. Desconfiábamos del “Gringo”. Era una mierda de tío en todos los sentidos, un hijo de mala madre del que podía esperarse cualquier cosa. Nos cambiamos de galería para dormir fuera de su alcance, le dejamos sólo. Nos turnamos para vigilar que no apareciese de improviso. Daniel y yo comenzábamos a trabar una profunda amistad. “El español”, como lo conocían algunos, o “Caraculo”, como le apodaban otros, era una gran persona. Me consoló en los peores momentos de desolación y nos juramos el uno al otro que saldríamos de aquella. Nos dimos cuenta de que estábamos abandonados a nuestra suerte, que sólo nuestra fe acompañada de un milagro de la Virgen del Cobre podría evitar que la muerte se nos llevase. Descubrimos que “El Gringo” tenía carne de dudosa procedencia debajo de su manta. La había cortado en tacos y se la comía tostada al calor del soplete. Y en una botella de plástico almacenaba un líquido colorado del que bebía que no era precisamente vino. Él era sin duda el hijoeputa que había acabado con la vida de tantos compañeros, sólo por saciar su egoísta hambre. En el comer y el rascar todo es empezar.

Esperamos a que el malparido se durmiera. Entonces “Caraculo” se lanzó sobre “El Gringo” y lo inmovilizó hábilmente. Con un certero tajo de carnicero le rebané el pescuezo. Chorreaba aquello como una fuente en primavera. En un minuto no quedó ni un soplo de aliento en el cuerpo de aquel asesino hijoeputa. Le corté los huevos y se los metí en la boca. Alcancé un trozo de palo del entibado y se lo metí por el culo. Nos quedamos allí sentados, delante del cadáver, satisfechos de la venganza. De pronto el Walkie-Talkie volvió a la vida.

- Mina del Amor de María, Mina del Amor de María. Contesten. ¿Hay alguien ahí abajo? Cambio…
– Por Dios misericordioso, aquí estamos dos personas….
-¿Con quién hablo? Cambio.
– Soy Daniel Cortés Yuste, entibador de segunda, trabajador de la contrata Bordacés Minería…
– Por favor, diga “cambio” al terminar las frases, si no es difícil que nos comuniquemos. Somos de la policía nacional. Hemos dado con ustedes gracias a la confesión de uno de los vigilantes de la mina. Pensábamos que estarían todos muertos. Sus patronos los han abandonado aquí, repito, los han abandonado, se han largado con el dinero de la explotación y del seguro. Pero nosotros vamos ayudarles, no se preocupen, estamos trabajando ya en ello. Cambio.
– Oh, gracias al cielo…
– Por favor, recuerde decir “cambio” al terminar las frases, cambio.

En unos minutos nos llegaron tres salvadoras latas de alcachofas y dos botellines de agua. También nos enviaron, generosos, dos botes de Pepsi Cola. Sabían a ambrosía de dioses. Un sonido de taladro comenzó a escucharse a lo lejos.

- En unas horas estaremos con ustedes, manténgase firmes. Cambio y cierro.

Fue la noche más larga de nuestras vidas. Llorábamos, nos abrazábamos, hablábamos de nuestras familias, nos volvíamos a abrazar. Mandaron una botella de vino por el agujero. La bebimos felices. Nos entró directa a la vena, nos embriagamos. Daniel comenzó a relatarme su vida. Era español. Había trabajado de policía en un pueblito. Tenía un compañero del alma que se llamaba Francisco, una esposa del alma que se llamaba Tamara y un hijo del alma que se llamaba Héctor. Diez años codo con codo con Francisco al volante de un patrulla. Una tarde Tamara regresó a casa con Héctor en sus maternales brazos y se los encontró en la cama. Gritó como una posesa. Él la metió un puñetazo en la cara  que le rompió los dos incisivos superiores y una patada en la boca del estómago que la hizo vomitar sangre. Tuvo que marcharse de su casa, de su pueblo, de su país, de su trabajo, avergonzado. Me quedé ojiplático, sorprendido, angustiado.

- Maricón asqueroso de mierda, hijoeputa. No se te ocurra acercarte a mí, bujarrón pestilente malnacido.
– Ismael, deja que te explique. Hasta conocerte a ti yo no había sentido nada parecido más que por Francisco. Te amo más que a nada, y te deseo…
– Has sido tú el que se la ha metido por el culo a todos nuestros muertos, pinche huevudo hijoeputa. No te me acerques o prendo este barreno y nos vamos tú y yo a mamarla, reventamos.
– Ismael, no lo hagas, yo te quiero…

Salí corriendo mina arriba, gritando. El sonido del taladro cada vez se acercaba más. Me tumbé oculto dentro de una vagoneta con una mano en el cuchillo y otra en la dinamita. El repiqueteo de la broca martilleando contra la dura piedra me fue arrullando hasta quedarme dormido. Horas más tarde el ruido ya ensordecedor de la excavación me despertó. Bajé corriendo al recodo de la galería de donde provenía aquel estruendo rescatador. Mientras me acercaba a la deseada salvación, en el camino encontré el cuerpo de Daniel tendido sobre el suelo, ensangrentado, cosido a puñaladas por toda la espalda y con la cabeza medio separada del cuerpo. Estaba completamente desnudo y entre sus nalgas se adivinaba una tremenda herida. No había tiempo para despedirse. Del techo de la galería cayeron escombros y se abrió un boquete. De allí surgió una especie de jaula metálica atada a un cable. Me metí dentro de un salto y jalé tres tirones fuertes para que se dieran cuenta de que estaba en su interior. La cesta comenzó a elevarse por el agujero a buena velocidad. Fueron minutos interminables en medio de una oscuridad absoluta, una negrura como culo de llama del altiplano. Cuando la luz de la salvadora bocamina comenzó a deslumbrarme cogí el barreno que había guardado en mi bolsillo, saqué el Zippo recuerdo de mi padre, prendí la mecha y dejé caer el explosivo por el hueco que dejaba la jaula bajo mis pies. Nada más llegar a la superficie una tremenda explosión se escuchó y todo el pequeño túnel se derrumbó demoliendo como castillo de naipes las entrañas de la Mina del Amor. La tierra tembló durante un par de minutos y después se calmó todo, se hizo al fin el silencio. Una docena de policías y enfermeros me trasladaron en camilla hasta un helicóptero de emergencia de la cruz roja. Había también por allí algunos curiosos hijoeputas y una jauría de periodistas carroñeros que habían viajado hasta aquel rincón perdido del desierto en busca de morbo. El helicóptero despegó y pude ver deslumbrado, a duras penas, cómo nos alejábamos de todo aquel espanto. La mina se fue haciendo más y más pequeña a mi vista hasta que despareció recóndita tras unas lomas. Rogué a Dios porque nunca me dejara volver a ese lugar de ignominia. Un policía bigotudo que viajaba sentado a mi lado se dirigió hacia mí con aire de admiración.

- ¿Dónde quedó su compañero? ¿Qué ha ocurrido allá abajo?
– Todos han muerto.
– Es usted un héroe. Los abandonaron a su suerte esos pendejos hijoeputas. Todos ustedes han sido unos héroes. Nos sentimos orgullosos, toda la patria.
– Gracias.
– Descanse, amigo, se lo tiene merecido. No se preocupe más por nada, estamos a su servicio.

Me entrevistaron en todas las televisiones, las radios y los periódicos. Me recibió el presidente de la república. Pusieron mi nombre a una calle en Arica, a otra en Valparaíso y a una avenida en Santiago. Gané mucho dinero, fama y admiración con todo aquello. No me dejaban pagar en las tiendas, en los cines ni en los restaurantes. Me compré una finca de diez mil hectáreas en Chuquicamata y un Porsche Carrera rojo. Viajé a España. Conocí a Francisco. Me acogió en su casa como a un hermano. Lloró desconsolado la pérdida de Daniel. Una mañana me levanté y encontré su cuerpo tendido en el suelo del salón sobre un gran charco de sangre. Estaba desnudo y alguien lo había violado y decapitado. Llamadme Ismael.


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