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Mi congelador

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Conchi

Me desperté con nauseas y una ligera presión en la parte alta del pecho. La típica acidez nerviosa, en mí ya crónica. Al abrir los ojos pude ver el enorme ramo de flores apoyado sobre el galán de noche que utiliza David para sus chaquetas. Lo acompañaba una tarjeta que decía: “feliz cumpleaños, cariño, nos vemos esta noche”.  Me revolvía el estómago sólo el pensar que tenía que ir allí aquella mañana. Los veinte kilómetros a recorrer se me hacían una distancia infranqueable, parecían mil.

Me vestí de forma informal y bajé a la cocina. Tragué un omeoprazol acompañado de un vaso grande de agua, mi desayuno de todas las mañanas. Mientras bebía, observaba el vacío césped del patio trasero del chalet, inanimado sin mis dos preciosos perros. Accioné el botón de la puerta automática de sus dos jaulas y aparecieron allí a la carrera Laura y Oscar. La perra me vio a través del cristal de la puerta, puso aquella  preciosa cara como de sonreírme y movió el rabo espasmódicamente. Laura era una perra feliz. Entonces, aprovechando que ella se acuclillaba, llegó Oscar por detrás he hizo aquello. Me dio una arcada. Cogí lo primero que encontré a mano en un cajón, una espumadera grande, abrí la puerta y le pegué fuerte en el culo. Lo agarré del collar y a estirones lo metí en su jaula y cerré la puerta de un golpe. Luego metí a Laura en la suya, pagaron justos por pecadores, como siempre en la vida.

Pues sí, Laura era una perra feliz. La compramos en una tienda del centro. Tenía  unos ojos color marrón preciosos, pedigrí del bueno y había recibido un curso de disciplina canina en sus tres primeros meses de vida. En nuestro enorme patio de hermosa hierba ella fue feliz durante dos años. Un día la llevamos a vacunar y no estaba su veterinario de siempre, sino uno más joven. Nos dijeron que a José le  había  dado un infarto cerebral y que lo sustituiría Ramón, su hijo, que continuaba la saga familiar. José siempre nos había parecido algo gay. Ramón era mucho más progresista, nos sugirió que dejáramos de vez en cuando entrar en casa a Laura, que no limitásemos su hábitat al patio, que aquello podía deprimirla, y que sería bueno que criase alguna vez. No dejamos entrar a Laura más allá de las puertas de cristal de la cocina, pero sí que aprobamos que la inseminaran con esperma de algún perro campeón y tuviese una preciosa camada de cachorros. Durante la gestación contratamos a un chico de servicio para  ocuparse de todo lo relacionado con Laura. El parto  fue difícil, murieron dos cachorros, pero el tercero nació sano, era una preciosa bolita de pelo. Laura lo crió con esmero, se la veía plenamente feliz.

Cuando el perro cumplió un año sucedió aquello. Una mañana me levanté. Accioné la puerta de las jaulas y salieron al prado. Laura vino a saludarme al cristal de la puerta, pero entonces llegó su hijo Jonás por detrás e hizo aquello. No me dio tiempo a separarlos, empujé a Jonás con todas mis fuerzas, pero el mal ya estaba hecho, y él se revolvió y me mordió la mano abriéndome con sus colmillos una herida junto al pulgar derecho. Al instante Jonás recuperó la lucidez y se dio cuenta de que había hecho mal, y me lamió la cara y la herida como avergonzado y asustado. Unas lágrimas brotaron por mis  mejillas. Me curé la herida como pude, cogí al perro y lo introduje en el maletero de mi Cayenne. Conduje a toda velocidad por las serpenteantes calles de la urbanización llorando mientras lo escuchaba jadear atrás. Luego tomamos la carretera  y tras desviarnos por la segunda circunvalación llegamos  a la clínica veterinaria. Aparqué en la plaza de minusválido que tenían reservada para clientes en la puerta, llamé al timbre y Ramón me abrió la puerta al instante.

- Hola Conchi, ¿cómo estáis? ¿Qué le sucede a Jonás?
- Qué tal, Ramón. ¿Cómo está tu padre?
- Pues  está bien, la residencia es estupenda, parece un hotel de cinco estrellas. Dan un servicio excelente.
- Quiero sacrificar a Jonás.
- ¿Perdón?
- Lo que oyes.
- Pero, ¿por qué? Está muy saludable, y es precioso.
- Quiero sacrificarlo.
- Tú eres su dueña, pero que conste que me opongo, si no lo quieres  podrías darlo en adopción.

congelador4Le conté lo sucedido. Lo tumbó en la mesa del quirófano y le puso la vía en la pata. Mientras la droga le hacía efecto sus ojos se fueron apagando poco a poco, melancólicos. Me puse muy triste. Conduje hasta casa dando dos rodeos completo a la circunvalación. No quería entrar por la puerta y ver a Laura. Durante dos meses no pude ni verla, Ricarda, nuestra filipina interna de Ciudad Quezón, se ocupaba de abrir la puerta de su jaula y de darla el pienso. David me animaba, me enviaba flores todos los días sin falta se encontrase donde se encontrase, nunca se le olvidaba.

No puede coger mi Cayenne porque le había petado el turbo, tuve que coger el Audi, y odio los Audis. Conduje a toda velocidad, no quería llegar a aquel antro, pero era mejor que fuera lo más rápido posible. Aparqué, me puse la gorra y las gafas de sol y me dispuse a entrar entre toda la multitud que hacía cola. Me identificaron en la garita y abrieron los rastrillos, que después de atravesarlos se cerraron aterradoramente tras de mí. Pasé al locutorio y esperé unos minutos nerviosa. Entonces entró él, sonriente, como si no pasara nada, yo también le sonreí. Parecía más delgado, muy delgado, flaco que te cagas. Se sentó y acercó el auricular a la oreja.

- Hola cariño, cuánto tiempo.
- Hola papá.
- Tres años sin vernos ya...
- Feliz cumpleaños.
- Lo mismo digo, cariño. Tú y yo, el mismo día, somos como dos gotas de agua... ¿Qué tal todo?
- Dos gotas de agua en el mar....Pues muy bien, todo bien, estupendamente.
- ¿Y el carajaula?
- Papá... por favor.
- Es que no lo soporto.
- Vamos al grano, anda, resulta muy incómodo estar aquí...
- ¿Qué tal tu madre?
- Pues no la veo desde hace tiempo, pero está maravillosamente. La residencia es a todo lujo, cinco estrellas.
- Pero no recuerda nada...
- Creo que hace tiempo que se le borró todo de la cabeza.
- Pobrecilla.
- Bueno, ¿dónde está el número?
- Mira en tu móvil, te llegará a la una en punto. La cuenta es magra. Tendrás suficiente para abrir las dos clínicas en París, de sobra cariño... ¿qué dirás a los cabrones de tu familia política sobre el dinero?
- Ya sabes cómo son, papá, diré lo de siempre, que pedí un préstamo, que soy una emprendedora.
- No tienes que justificarte con esa gentuza. Ellos roban sin palancas y de día al estado. Los robarranchos esos no tienen que echarte nada en cara. No sé si sabes que tu suegro el general tiene un testaferro nuevo para surtir a la base de Rota todos los suministros.
- Lo sospechaba, el general se ha comprado un barco nuevo. Estás muy delgado.
- Cariño, tengo cáncer de páncreas... no te lo quería decir, pero creo que debes saberlo. Por eso te he dado este número de cuenta. Y no te preocupes, si me muero te harán llegar los otros dos que faltan.
- Bueno, creo que se acaba el tiempo, papá. Gracias por todo.
- Ve a ver a mamá, por favor.
- No sé si lo haré, me deprime mucho la residencia.

congelador2David

Mis dos incisivos delanteros superiores están relucientes, también es que son postizos, claro.  Me subía sobre la taza del water de mi casa para masturbarme, porque mi madre trataba de espiarnos por debajo de la puerta a ver qué hacía tanto rato dentro. Entonces mi padre se acercó sigilosamente y puso la oreja sobre la madera. Cuando escuchó el ruido característico del ñogo ñogo le pegó una patada que arrancó el pestillo de cuajo. El susto me hizo caer de boca contra el lavabo rompiéndome los piños delanteros. Mientras sangraba como un cerdo y recibía los correazos de mi progenitor decidí que yo sería dentista. Mi padre hubiera deseado que yo continuase la saga como ya habían hecho mis tres hermanos mayores y que me hubiese alistado en la marina. Pero, sinceramente, yo no me veía integrado en aquel ambiente...

Desarrollé antes que mis amigos, fui al que primero le salieron pelos en el  pecho y en los huevos. Comencé a juntarme con chicos más mayores. Me llevaban de putas. Yo tenía catorce años, pero aparentaba cinco más. Hacíamos cola fuera de la habitación y entrábamos de dos en dos a follar. Cuando tenía diecisiete comencé a juntarme con una pareja mayor que iba a clubes de intercambio. Eran antros lúgubres en los que encontraba algo fuera de lugar. Te exigían ir en pareja, y yo contrataba a una puta para que me acompañara.

Entonces comencé a hacer tríos con otra pareja madura, un matrimonio de treinta y tantos años. Un día, mientras yo me la follaba a ella, él comenzó a chuparme los huevos. Me gustó. Me dejé hacer. Y me los siguió chupando una y otra vez, en su casa, en la mía, y en clubes de intercambio. Hasta que empezamos a ir los dos solos a hoteles y a fiestas de las de sólo hombres.

Un día mi mejor amigo me llamó a mi casa. Me dijo que si podía pasarse a tomar una copa. Mis padres se habían ido de vacaciones, yo estaba sólo. Le dije que sí, que nos la tomaríamos en mi piscina. Cuando abrí les vi llegar a los dos juntos, a él y a su novia. Nos metimos en la piscina. Entre risas de los tres, ella se puso a bucear. Me bajó el bañador y comenzó a chupármela. ¿Qué coño era aquello? El quería encasquetármela. Era una tía insoportable. A mi me gustaba él, no aquella zorra. Yo follaba con ella mirándole a él, él nos miraba por un espejo. No hay cosa que más me joda que esa clase de tipos. Empecé a ir con él a fiestas en locales gays. Pero nos cobraban muy caro las copas, así que empezamos a organizar orgías en nuestras casas. En la primera orgía éramos siete tíos. Terminé por reunir a cincuenta una vez en la bodega del chalet de mis padres. Se me empezó a ir el asunto de las manos. La novia de mi amigo comenzó a llamarme todos los días, de forma enfermiza. Quería verme a toda costa, fornicar conmigo. Yo ponía mil excusas. Le dije hasta que no podía venir a mi casa porque siempre llevaba tacones y me iba a rallar el suelo. Ella me contestó que se pondría zapatillas si yo quería. Hasta que no se fue de Erasmus no me dejó en paz.

Había asistido a mil orgías cuando tenía veintitrés años, pero nunca había ido a una sauna. Dicho y hecho, cuando terminé la carrera, para celebrarlo me fui a la sauna más conocida del centro de la ciudad. Entré a una sala en la que sólo se veían manos, pies, pollas y culos al aire, de varias decenas de hombres. Entonces uno levantó la cabeza y era el presidente del colegio de odontólogos, el que acababa de entregarme el título. Salí por el pasillo y lo escuche´correr detrás de mi. Me dijo que por favor no contara nada, que no quería que se enteraran ni su mujer ni sus tres hijos. Le dije que yo era una tumba, pero que si en mi pueblo alguien me decía que me habían visto en una sauna yo sabría quién había sido...

Organizamos una fiesta de casados en un chalet de una urbanización de lujo. Más de cien tíos sedientos de polla que llevarse a la boca. Entró por la puerta Borja, el hijo del general Romero, muy risueño, pero de pronto le cambió la cara. Salió corriendo. Me puse los pantalones a toda prisa y lo alcancé a la salida del chalet. Le pregunté qué le pasaba. Me contestó que el tío que se la estaba chupando a aquel conocido arquitecto que había en la fiesta era su cuñado, el marido de la hermana de su mujer, José Carlos Postigo, teniente de fragata.

Me fui a un congreso de odontología con Manuel. Cualquier cosa era buena para alejarnos de aquella ciudad. Un congreso de odontología es casi siempre lo mismo: asistes a charlas absurdas, después comes como un león y por la noche, tras las copas, te vas a follar al hotel con el primero que pillas. Pero aquel congreso no fue como los anteriores ni como los posteriores. Estábamos sentados sufriendo una charla y pensando en las musarañas, cuando la vi dos filas más adelante. Me sonrió. Durante un descanso charlamos. Era simple, sin doblez. Yo le gustaba, saltaba a la vista. Era perfecta para mi. Se lo conté a Manuel y le pareció una idea magnífica. Ya era hora de dejar de ser la oveja  negra, estaba hasta los cojones de ser el malo de la familia, era el momento de ser uno más. Ahora Conchi y yo poseemos una cadena de cuarenta y tres clínicas odontológicas de ámbito nacional que están en vías de expansión por Europa. Manuel y yo nos dedicamos a pasar la mayor parte del año acrecentando la fama de nuestra cadena por congresos, mientras que Conchi administra nuestro imperio del diente con mano de hierro desde casa. Manuel y yo siempre nos reímos cuando él recita el refrán, el único cierto de toda la sabiduría popular de nuestro país, el único dicho realmente útil: hombre casado con fea, o la tiene pequeña o cojea.

congelador5Mi congelador

Atravesé los tres desagradables controles de seguridad y salí como alma que lleva el diablo de aquel lugar. Subí al coche y conduje un poco al azar por la circunvalación, sin rumbo. Algo se me había removido por dentro. Pensé en mis padres, en mi familia. Mi padre se marchó a Alemania a trabajar, con una mano delante y otra detrás. Se instaló en Goslar, cerca de Hannover, para trabajar de sol a sol en unas plantaciones de patatas. Vivía en un barracón sin agua caliente con otros cuarenta tipos y trabajaba siete días a la semana. Al cabo de cuatro meses le dieron una tarde de domingo libre y se fue con un amigo a emborracharse a una taberna para emigrantes que había a las afueras del pueblo. Ese día conoció a mi madre. Ella trabajaba en la limpieza de una fábrica y planchando sábanas para las casas de los alemanes. Trabajaron durante cinco años a este ritmo e hicieron algo de dinero con varios pluriempleos. Entonces volvieron al pueblo de mi padre. Se casaron. Nací yo. Mi padre compró una tierra con el dinero que había ganado. Arriesgó, pero salió bien. La vendieron al poco tiempo al triple de su precio. Con lo ganado compró con unos conocidos más tierras. Fue comprando y vendiendo, y siempre lo hizo bien. Fue haciendo dinero, y dinero. Nos construimos un chalet de tres plantas a las afueras del pueblo, pero al poco tiempo nos mudamos a una urbanización a las afueras de la ciudad. Entonces le hicieron la primera inspección de hacienda, y lo detuvieron. Fue un escándalo, pero salió al poco tiempo. Y siguió comprando, y vendiendo. Nos mudamos a otra urbanización, y a otra, y finalmente a otra con garitas a la entrada.

Me matriculé en odontología en la mejor facultad privada. No aprobaba ni a la de tres, nunca he valido para estudiar. Pero mi padre sabía muy bien que aquello era un mero trámite para después montar una cadena de clínicas, y consiguió que aprobara a su manera. Y siguió comprando, y vendiendo tierras, y comprando, y vendiendo. Y en un congreso de odontología me propusieron para un premio por joven emprendedora, y allí, en la primera fila, estaba él sentado, David. Era guapo, parecía un príncipe. Le pedí a un amigo que nos presentara. Fue un flechazo. Estábamos hechos el uno para el otro.

Nos casamos por todo lo alto y fuimos de viaje de novios cinco días a Cancún. David pasa poco tiempo en casa, va a muchos congresos con Manuel, nuestro amigo y hombre de confianza, para publicitar nuestras clínicas. Mientras, yo me ocupo del día a día de nuestras empresas, aunque tenemos gente muy preparada trabajando para mí que me hace las cosas muy fáciles.

Atravesé las dos circunvalaciones y llegué a la urbanización. El guarda de la garita de entrada tiene prohibido relacionarse con los propietarios y siempre está escondido detrás de una ventana en la que el cristal es un espejo. Me abrió la barrera y subí una vez más por aquellos dos kilómetros de calles serpenteantes desiertas de humanidad. ¿Dónde estaría toda la gente ese domingo por la mañana? ¿Se habrían marchado fuera o estarían todos detrás de los altos muros de sus chalets? Abrí la puerta automática de mi casa y entré. Sobre la puerta del garaje había pegado un sobre con un lazo grande rosa. Era de David, claro:

“Cielo, nos ha surgido un imprevisto y esta tarde Manuel y yo partiremos a Barcelona, ya te contaré, vuelvo el martes. Ahí tienes tu regalo, lo que tu querías. Gracias por ser tú”.

Al fondo del garaje estaba mi regalo de cumpleaños. Un congelador nuevo enorme. Antes teníamos otro, una especie de arcón pequeño, pero se había estropeado, y con muchos kilos de marisco dentro, se habían podrido todas aquellas delicias del mar con las que deleitábamos a la familia de David cuando venían a comer en grupo, o en tropel militar, los fines de semana. Ahora podríamos comprar media marisquería del Carrefour de la circunvalación y siempre estaríamos preparados para las visitas. Me gustaba la idea de tener uno tan grande. Pero, por otro lado, me puse de mal humor al verlo. Me entraron ganas de vomitar. Entré al lavabo pequeño del sótano y vomité cuatro hilillos con la cabeza metida en el water. Pasé a la cocina a beber algo. Me puse un vino blanco y saqué de la nevera el sushi que había sobrado de la cena del día anterior. Estaba feliz y triste al mismo tiempo, mi cuerpo se encontraba en una especie de estado de frío-calor permanente. Necesitaba hablar con alguien. Abrí las puertas automáticas de las jaulas de los perros, que corrieron hacia mi. Salí por la puerta de la cocina y me puse a acariciar a Laura su preciosa cabecita, era un ser maravilloso. Entonces, aprovechando que Laura se acuclillaba llegó Óscar por detrás y volvió a intentar hacer aquello tan repugnante.

congelador6Me dio un ataque de ira, tenía mucho odio contenido aquel día dentro de mi cuerpo a punto de estallar. Agarré a Óscar con fuerza del collar y lo arrastré por la cocina reprendiendo su actitud. Le bajé a rastras las escaleras del garaje, abrí el maletero del asqueroso Audi y lo arrojé dentro de él. Arranqué el coche y salí. Le escuchaba rascar y ladrar dentro del maletero. Recorrí la urbanización, que seguía desierta, y salí a la carretera, luego atravesé las dos circunvalaciones, me desvié según indicaba el GPS y llegué a la clínica veterinaria. Saqué a Óscar del maletero a tirones, lo arrastré del collar hasta la puerta y llamé al timbre. Me abrió una chica con cara de alelada, Ramón no estaba. Entramos a una salita y ella subió al perro sobre una mesa de quirófano.

- ¿Qué tal? ¿Qué le pasa a esta ricura?
- Quiero sacrificarlo.
- Perdón....
- Lo que oyes. No puedo soportar las cosas que hace...
- Pero.... mira, aquí tengo vuestra ficha. Veo que sacrifiscásteis a otro perro, no creo que sea motivo suficiente para hacerlo, esta preciosa criatura no lo merece...
- Eso no es asunto tuyo. Si quieres llama a Ramón, él me atiende siempre y comprenderá el caso. Si tiene el día libre no importa, pagaré lo que sea, me espero...
- Pero.... no, si no es eso. Es que es demencial. No creo que Ramón quiera practicarle al pobre Óscar una eutanasia tan cruel.
- Ya lo ha hecho otras veces...
- Ramón es mi marido, señora, está en casa, no creo que quiera sacrificar a un pobre perro solamente porque copula con su perra. Es algo corriente, los machos siguen su instinto sexual y no distinguen a sus madres cuando han crecido, es de cajón...

Siempre había pensado que Ramón, el veterinario, era bastante gay.

- A ver.... NO ES COPULACIÓN, SE COME LA CACA DE LAURA CADA VEZ QUE LA VE, Y YO NO PUEDO SOPORTAR VERLO, ME ENTIENDE. No copulan, se come la caca.
- ¿Qué alimentos le da?
- Siempre pienso, como Ramón y el padre de Ramón siempre me aconsejaron, que los perros no probaran nunca la comida humana para que no la desearan.
- Ahora lo entiendo. Es que el pienso que recomendamos lleva perejil, y como no comen nada con sabor ese olor les atrae instintivamente, y la caca de la perra contiene ese olor. La coprofagia en estos casos es algo natural... ¿De verdad quiere sacrificarlo por ésto? Puede darlo en adopción, a mucha gente no le importa verles hacer eso... lo acogerían con gusto.

Tumbó a Óscar sobre la camilla. Sus ojitos se fueron apagando como los de un ángel vicioso mientras me miraba fíjamente. Se me escapó una lágrima. Pagué y me marché. Cogí la primera circunvalación. Paré en el Carrefour nuevo, donde tienen esa estupenda sección gourmet. Compré varios kilos de marisco congelados, cigalas, gambas, gambones y langostinos. También varias bandejas de sushi y sashimi. Fui a cargar todo en el maletero, pero descubrí que Óscar se había cagado dentro, y tuve que colocar toda la compra sobre los asientos de atrás.

Dos semanas más tarde, salí por la mañana al centro de la ciudad a hacer unas compras. Quedé con Pelayo para comer en un precioso restaurante japonés y él  me propuso, como siempre, ir a unos apartamentos de lujo por horas a hacer el amor. Yo me negué, también como siempre. Seguí de compras toda la tarde. Al regresar a casa Ricarda me dijo que se había habido una avería y se había ido la luz varias horas, que todo lo que guardábamos en el congelador se había podrido, incluso los cinco kilos de angulas que me habían traído de la pescadería el día anterior. Monté en cólera con Ricarda, la amenacé con despedirla. Subí a mi habitación y me masturbé. Cuando me estaba corriendo pensé que lo que había que comprar era un generador eléctrico independiente para emergencias.

David cumplió los años en noviembre. Le regalé una bici de triatlón bastante bastante cara. Él y Manuel se han aficionado últimamente a ese deporte y se pasan los días entrenando, corriendo, con la bici o en la piscina. También compiten en muchas carreras populares, David ha bajado de los seis minutos por kilómetro.

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