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Mi gato

David me tenía completamente anulada. Sara me lo repetía una y otra vez cuando salíamos de copas y el alcohol me hacía confesárselo todo. Yo no quería creerla, no era capaz de mirarme en mi espejo interior, pero lo que ella decía sobre nosotros era totalmente cierto. Si hubiese sido capaz de verlo antes, ella siempre dijo que David no era la persona adecuada para mi. Él era muy posesivo y no dejaba que aflorara mi verdadera personalidad. Yo siempre había sido una persona alegre y sociable, pero desde que me casé con él me había convertido en un ser aislado y anónimo, incapaz de desarrollar mis múltiples habilidades y dar respuesta a mis inquietudes.

gato4Mi psicólogo no paraba también de repetírmelo, que tenía que ser yo misma para ser feliz, no una prolongación de mi pareja. Yo intentaba con todas mis fuerzas vivir mi vida, ser independiente, encontrar la felicidad, pero la existencia en común con aquel ser me incomodaba, me fastidiaba, me estrangulaba como persona. David no se comportaba como un verdadero marido, como un hombre, era como un mueble más de nuestra casa. La situación empeoró cuando mi padre cortó la financiación a nuestro restaurante y a nuestra empresa de decoración de interiores. Nos dijo que estaba harto de perder dinero, que ya teníamos bastante para vivir bien, incluso varias vidas seguidas. Entonces David dejó de trabajar y comenzó a pasar mucho tiempo en casa. Era insoportable tenerlo todo el día a mi lado, cortándome las alas. Llegué a odiarle. Me daban ganas de pegarle un puñetazo y romperle las gafas. Vivíamos como dos compañeros de piso mal avenidos, sólo nos hablábamos lo necesario para resolver las incidencias domésticas. Pero en las reuniones familiares y de amigos manteníamos el tipo, todo era perfecto, siempre con una sonrisa de felicidad dibujada en nuestras caras.

Pasamos varios años sin hacer el amor. Él ni me miraba cuando me paseaba desnuda por la habitación antes de acostarnos, como si fuera invisible. Empezó a darme asco, me metía al water todas las noches para llorar y vomitar. Comencé a pensar incluso en que él era homosexual, que se había casado conmigo por interés. No en vano, siempre fue un tío muy amanerado y, como dice mi amigo Pelayo, un tío con pluma sólo puede ser italiano o maricón, y mi marido había nacido en Alicante. Aunque, todo hay que decirlo, Pelayo siempre barría para su casa cuando se trataba de intentar separarme de David, porque él me había dejado claro muchas veces que me deseaba desde que nos conocimos cuando éramos compañeros de trabajo en la compañía de seguros  de su padre. Pobre Pelayo.

Llegó el día en que no pude más. Le dije a David que le quería (una mentira piadosa, no había ni amor verdadero, ni cariño, ni nada) pero que tenía que vivir mi vida, que más que una pareja ya sólo éramos dos amigos (otra mentira, también piadosa, la amistad es otra cosa), y que nuestros caminos debían separarse. Lloramos abrazados, pero cuando yo ya daba la batalla por ganada va y me suelta que no quería marcharse, que lucharía por mi con todas sus fuerzas. Respondí que o se marchaba de casa o que me suicidaría, que al día siguiente, cuando regresara de tomarse el vermut de mediodía, me encontraría atiborrada de Prozac sobre la cama o en la bañera con las venas de los brazos cortadas a lo largo (a lo ancho es sólo pedir ayuda, según dice mi psicólogo). Tras varios días sin hablarnos y presionándole por fin cedió. Pensé una buena táctica para echarle de mi vida. Le dije a Pelayo que viniera a mi casa y que le diríamos a David que desde la semana siguiente dejase la habitación matrimonial para que durmiéramos juntos mi amigo y yo, que yo quería probar cosas nuevas. Dicho y hecho, fue un remedio con efecto inmediato: David cogió a los niños a la mañana siguiente, los montó llorando sobre sus sillitas en el asiento trasero del Cayenne y desaparecieron despacio rodando por las calles vacías entre las lomas de la urbanización. Solté un suspiro de alivio mientras veía el coche alejarse y desaparecer entre los chalets. Arranqué el cable del teléfono de la pared y apagué el móvil. Pasaron días de tremenda soledad y descanso, sólo enchufaba el móvil para hablar con Sara o con mi psicólogo. Pelayo vino a visitarme varias veces, pero no le abrí la puerta.

gato6Entonces conocí a Oscar. Aquel viernes yo paseaba sin rumbo por una plazoleta desierta de la urbanización, cuando vi la caja de cartón con su nombre escrito en un lateral. Me asomé dentro y allí estaba él, mirándome con sus ojos azules como platos. Maulló, salió de un salto de su madriguera y se me restregó por las piernas con su pelo pelirrojo erizado. Repitió la operación un par de veces de cabeza a rabo, como mecánicamente. Primero lo acaricié un rato, estaba limpio y suave, al menos aparentemente, y no pude resistir la tentación de cogerlo en brazos. Y ya no pude separarme más de él, me embrujó con su mirada y sus habilidades  sociales felinas. Me lo llevé a casa. Él tomó rápidamente posesión de todo. Recorrió el salón y la cocina, subió las escaleras e inspeccionó los dormitorios. Saqué de la nevera un poco de sushi que me había sobrado de la noche anterior, se lo puse en un platito y subí a buscarlo. Estaba en la buhardilla, se había tumbado sobre los pies de  una cama. Ronroneaba y mullía sus uñas sobre la colcha con los ojos cerrados, vi que era feliz, y yo sentí también, por primera vez, la felicidad plena. Me tumbé junto a él.

Abrió los ojos y me miró. Se levantó y se restregó contra mis pies. Yo abrí las piernas, y entonces él avanzó un par de pasos y comenzó a lamerme con su lengua de corcho. Sabía hacerlo muy bien, mucho mejor que David, desde luego, porque me produjo un placer que nunca había sentido. Pasaba esa especie de piedra pómez blanda por mi sexo hasta hacerme estremecer y de vez en cuando se adornaba con pequeños mordisquitos con aquellos dientecillos, que provocaban en mi un dolor placentero. Cuando notó que yo ya estaba satisfecha, paró y volvió a acurrucarse. Yo ni me moví, me quedé dormida como un cesto, hacía años que no conseguía conciliar el sueño sin tomar pastillas, pero aquella vez dormí y dormí sin necesidad de ninguna. Cada vez que me despertaba Oscar abría los ojitos al instante, notaba como por instinto que yo volvía a necesitarle, y repetía su acción entre mis piernas. Sólo interrumpíamos nuestra placentera rutina cuando él maullaba, entonces yo entendía al instante lo que él quería, bajaba a la cocina y servía un par de platitos de sushi, uno para mi y otro para él. Lo comíamos juntos y volvíamos a acostarnos y a hacer el amor.

gato2Estuvimos así hasta el martes por la mañana. El tiempo se había detenido en nuestra casa, la vida pasaba a nuestro lado como si la mierda del resto del mundo no nos importase absolutamente nada. Estaba acariciándole el cuello cuando detrás de una oreja le descubrí un bultito. Era una garrapata. Me vestí corriendo y bajamos al garaje. Cogimos el Mini rojo y pusimos rumbo a la clínica veterinaria de la urbanización de al lado, la que yo había visto al pasar cuando iba al Hypercor junto a la salida de la autopista. “24 horas, 365 días al año abiertos para su mascota”, recordaba que ponía en aquel cartel. Aparcamos en la puerta, la zona estaba desierta, sin un coche ni ninguna persona a la vista por ninguna parte, todos estaban metidos en sus garajes o chalets respectivos. Me bajé con Óscar en brazos. Nos recibió una chica vestida con una especie de pijama azul y cara inexpresiva de atontada. Pasamos los tres a una especie de salita con una camilla en el centro. Ella comenzó a manosear con torpeza a Oscar, como con desgana, cosa que no me gustó nada, pero al gato sí parecía agradarle, se restregaba en su mano.

- Pues sí, aquí está, es una garrapata, y bien gorda. ¿Cómo se llama?
- Conchi Gotor.
- No digo usted, digo esta preciosidad.
- Ah, vale.... Óscar.
- ¿Óscar?
- Sí, Óscar....
- Lo pregunto porque es una gata....


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