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L.M.E.I. Terranova

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No había salido nunca fuera de España y era la primera vez que subía a un avión. Mis padres se habían dejado convencer por mi hermana mayor para mandarme a pasar el verano con ella a Saint Pierre et Miquelon, un archipiélago al sur de las costas de Terranova que entonces aún era un departamento de ultramar francés.

Cruzar el Atlántico para llegar a aquella pequeña isla era toda una aventura. Los más de cinco mil kilómetros de distancia que separan Madrid de mi destino no se podían recorrer en vuelo directo. Primero era preciso llegar hasta Toronto o Montreal, allí cambiar de aeropuerto y viajar hasta Saint Jean en Terranova y por fin realizar el último trayecto hasta Saint Pierre. Una pequeña excursión de día y medio de viaje, tremenda para una adolescente despistada y tímida que fue toda una aventura desde el principio.

Llegué allí con la tontería de mis dieciséis años, cargada como una burra y vestida con unos zapatos de chúpame la punta comprados en el rastro que me hicieron el viaje insoportable y provocaron una carcajada de mi hermana nada más verme aparecer en el aeropuerto.

Creo recordar que aún estábamos a mediados de junio, quizás a finales. No recuerdo el tiempo que hizo ese día pero iba preparada para un verano fresco, el que corresponde a un invierno de nevadas intensas. Como siempre, mi memoria distraída guarda muchos momentos intensos pero descolocados e imprecisos.

Fue un verano de tartas y quiches, de quesos franceses y salmón. Mi hermana debía descansar y guardar cama en los últimos meses de embarazo. Ese fue el motivo para que yo me trasladara tan lejos de mi casa, que la hiciera compañía hasta que naciera mi sobrina y aprovechara el tiempo mejorando el francés aprendido en el Instituto.

Me matriculé en unos cursos para profesores canandienses que recalaban en la isla durante el verano esperando, como yo, mejorar su pronunciación y soltarse en el uso de la lengua. No le recomiendo a nadie que vaya a aprender francés sin un conocimiento previo a una zona de fuerte influencia anglosajona y menos, entre compañeros como los que tuve yo aquel año. Una cuestión de acentos: uno se siente mucho más ignorante cuando es absolutamente incapaz de entender una sola palabra de una lengua hablada con un acento tan pronunciado.

La mayoría de mis compañeros de clase eran mucho más mayores que yo. Así que me convertí en una especie de mascota entre aquellos canadienses, muchos de ellos profesores de otras materias y algunos de una edad bastante avanzada. Nuestra maestra de francés practicaba su japonés escrito mientras nosotros nos escapábamos en los ratos de asueto a pasear por el pueblo y conversar sobre cualquier cosa. Fue divertido comprobar que la ignorancia que suponemos al otro lado del atlántico norte sobre nuestra realidad española era más bien una realidad excepto en algunas raras excepciones.

Otros amigos y conocidos que mi hermana se ocupó de buscar para mí, gente más cercana a mi edad, completaron mi vida social durante aquellos meses. Me instalé tranquilamente en ese pequeño círculo de jóvenes franceses y saintpierreses con algunos de los cuales mantuve durante muchos años una relación epistolar larga e incluso un habitual intercambio de visitas.

En parte gracias a ellos, ese verano quedó marcado por un par de recuerdos musicales. Angie de los Rolling Stone sonaba permanentemente en el coche con el que nos movíamos por Saint Pierre. Recuerdo ir asomada por la ventana, con el pelo empapado y cantando a voz en grito, la cara al viento del Savoyard, la zona de veraneo de la isla. Luego apareció James Taylor, a quien no había escuchado antes. Su primer álbum formaba parte de la colección de cintas de cassettes que mi hermana y mi cuñado trasladaban con ellos de un lugar a otro y pasó a ser mi banda sonora íntima de aquel verano.

Es la música que permanece en mi cabeza cuando recuerdo L'ile aux Marins, la isla fantasma, permanentemente en brumas en mi memoria. Un paisaje indescriptible en un territorio de 1500 metros de largo que en algunos tramos solo alcanza los 100 metros de ancho, donde aún permanecen en pie algunos edificios cuyas sombras destacan entre la niebla. Extraño nombre para una isla antes conocida como isla de los perros, porque no era en su puerto donde recalaban los barcos pesqueros procedentes de los bancos de Terranova cargados de marinos venidos de otros lares.

Allí subí por primera vez a un enorme pesquero de pasillos y cámaras estrechas, castigado por los arrebatos marítimos. Su capitán nos invitó a comer en su cocina con la tripulación y nos regaló una visita por su interior. Una sensación de claustrofobia me invadió pensando en los largos meses de pesca atrapados en medio del mar.

Ese verano en Saint Pierre et Miquelon es uno de tantos lugares lejanos que nunca volverá a repetirse. Me sumerjo en esa bruma de hace más de treinta años al otro lado del planeta, a miles de kilometros de distancia desde un verano caluroso y claro. Y si cierro los ojos aún puedo sentir la humedad sobre mi piel.


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Revisitando Las Mareas

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Nos sentimos únicos y particulares. Escribimos sobre nosotros mismos para después darnos cuenta de que nuestra singularidad no es tal, que otros han vivido y sentido como nosotros idénticos vaivenes emocionales.

En la noche más oscura las emociones se alimentan. Nos respiramos unos a otros, nos damos calor y confort en un microcosmos que hemos creado al margen de este otro mudo que nos rodea. A mi alrededor siento como si un coro de voces me susurraran sus historias, que son parte de sus vidas. Ya están en mi red tejida de hilos invisibles.

Eva ha interpretado Las Mareas con sus dibujos. Algo en esta historia personal pero en el fondo tan común, le resultó familiar. Allí está, en una sola imagen, la esencia del texto. Me siento extrañamente comprendida y un tonto atisbo de sonrisa se planta en mi corazón.

En Las Mareas está también la música que me ha acompañado siempre. Ya de pequeña fui rara con la música, permanentemente presente. Influencias de otros marcaron desde muy temprano mis gustos. A finales de los setenta y principios de los ochenta, mientras otras adolescentes totalmente colonizadas por los gustos musicales impuestos desde Súper Pop, no pudieron salirse de la ruta marcada por lo convencional, yo continúe siendo rara. Entre los 10 y 12 años mis hermanas decidían en casa y una década marca la diferencia: Serrat, Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Lluis Llach... mientras otras niñas hubieran hecho oídos sordos yo prestaba atención.

Seguí haciéndolo durante muchos años. No sé si ellas serán conscientes de cuánto y cómo me marcaron, en lo musical y en lo personal. Años después, cuando en mi cabeza empezaron a sonar otras canciones, se volvieron las tornas. Me volví una loca de las cintas de casetes personalizadas. Ahora parecen prehistoria musical, ya nadie regala esos tesoros que tanto nos costaba elaborar. Siempre que veo Alta Fidelidad recuerdo aquella época con añoranza. Era un trabajo arduo, nada se elegía por que sí.

Aún conservo algunas grabaciones que ya no escuchó nunca. Significaron momentos especiales difíciles de olvidar. La doble pletina de mi equipo Technics hace tiempo que no trabaja. Y mis discos de vinilo de mi vieja colección reposan tranquilamente, solo salen muy de vez en cuando de sus fundas no solo para sonar, también para recuperar una época.

Esa música que reposa en las estanterías me ha ayudado a llegar hasta aquí. Ninguna de las canciones mencionadas en Las Mareas está seleccionada aleatoriamente. Todas están ahí por algún motivo. Quizás pudiera haber mencionado otras muchas de una lista interminable de excepcionales instantes musicales.

En cualquier caso no importa, seguirán apareciendo en cualquier cosa que escriba, porque son una parte importante de mis experiencias vitales.

Revisando Las Mareas me doy cuenta de sus errores pero es difícil localizarlos en las distancias cortas. Nada es perfecto. Abogamos por escribir con las entrañas, para bien y para mal. Aparentemente, unos dejamos más rastros que otros, pero las apariencias engañan. Solo hace falta bucear por el fondo, tras la espesura del bosque siempre se abre un claro. Las huellas están ahí y siempre acaban por aparecer.

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Los hilos invisibles

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Somos animales sociales por naturaleza. Nos educan familiar y culturalmente para convivir con otros, relacionarnos y compartir nuestros afectos. Pasamos la mayor parte de nuestra vida intentando crear una red a nuestro alrededor de conocidos, amistades, familiares con los que compartimos nuestro día a día con el objetivo de conseguir una especie de soporte social, algo así como un círculo íntimo. Y creamos una comunidad social de miembros a nuestro alrededor a los que denominamos amigos. Esto es así, porque así ha sido siempre.

Tuve un profesor en la universidad que no creía por defecto en lo que se suponía obvio. Me parece oírle clamar al viento contra lo establecido. Estábamos en otras historias, pero le imagino utilizando su frase preferida refiriéndose a este respecto: ¡esto es una falacia! Pues sí, lleva usted razón, una de tantas basada en un argumento de los llamados "ad populum" o dicho en cristiano, que se da por verdadero porque todo el mundo piensa que lo es y nadie la pone en duda.

He pasado en este "ecosistema social" años largos, llenos de meses, de días y de horas de mi vida suficientes como para apreciarlo en carne propia: vivimos en una hipocresía social permanente.  Hay unas normas de comportamiento extendidas en nuestra cultura que nos empujan a relacionarnos por defecto con aquellos otros seres que cohabitan a nuestro lado. Así, tendemos a creer que nuestros compañeros de trabajo o de estudio, con los que compartimos infinitas horas a lo largo de años, tienen que ser nuestros amigos. Nos contamos nuestro día a día, comentamos el partido de fútbol o el último capítulo de nuestra serie favorita. A veces, incluso hasta quedamos para salir al cine o a cenar. Pero con el tiempo te das cuenta de la realidad: son relaciones forzadas, de mentira. En el momento en que ya no tienes la obligación de compartir tu tiempo, ya sea porque cambias de trabajo, dejas la universidad o te decides a ir a otro gimnasio, se acabó, no queda nada. Son conocidos prescindibles.

En la vorágine diaria, con el ritmo frenético en el que vivimos, todo esto pasa desapercibido durante un tiempo. Pero la realidad está ahí. En un momento de tu vida empiezas a ver con claridad y lo sabes: estamos más bien solos. A tu vida solo están realmente ligados unos pocos. Con algo de suerte serás capaz de vislumbrar una extraña telaraña de hilos invisibles que se extiende a tu alrededor y te mantiene íntimamente cerca de algunas personas, sujetos con los que te une algo más que una mera casualidad.

El modo en que se teje esta red de hilos imprevisibles es un misterio y no está mediatizada por la cercanía o nuestra rutina diaria. Desconozco si es producto de la química, esa conexión extraña e íntima que se produce entre dos personas sin apenas mediar palabra, o si es resultado de nuestra mente analítica. Pero se encuentra ahí y una vez que hemos abierto los ojos y somos capaces de mirar más allá de nuestro entorno más cercano y nos guiamos por nuestro propio instinto, empezamos a descubrirla.

Yo siento los hilos extenderse a mi alrededor. Me unen a unas cuantas personas que forman parte de mi vida de maneras muy distintas, algunas llevan mucho tiempo en la ella, otras acaban de llegar. Algunas están geográficamente lejos, pero la cercanía íntima nunca tuvo que ver con la geográfica y continuamente descubro pequeñas conexiones que hacen más firmes esta telaraña.

La vida es una caja de sorpresas. A veces, algunas son buenas y en esta noche oscura los hilos invisibles extienden sus redes entre nosotros.

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