El sexo en el cine

Llevaba un rato mirando de reojo al atractivo muchacho mientras este rellenaba su cubo-extra-full de palomitas saladas. La Coca-Cola xl aguardaba con un sinuoso vaivén coronado de una espumita blanca. Era un muchacho muy atractivo. Su voz era varonil, quizá excesivamente para su cara algo aniñada aunque de marcados rasgos. Deseó bucear en su interior. Fantaseó sobre un simpático equívoco que desembocaba en la trastienda del bar del cine. Desnudos ambos. Sintiéndole dentro de sí mientras él la agarraba violentamente de su larga cabellera pelirroja. Cuando fue consciente que le había dado el tíquet de compra y le pedía ocho euros por segunda vez, esta vez en un desagradable tono,
un escozor emergió desde las tripas directo al centro de su cerebro, pintando su redonda cara de carmesí. Soltó el dinero como si le quemara en las manos y comenzó a masticar palomitas como una trituradora industrial. Mientras se giraba oyó la contundente voz del muchacho. ¡SIGUIENTE!
Ni en el mejor de los días conseguía sonreír con acierto y claridad. Era un esfuerzo titánico. Le costaba mucho sostener la sonrisa mientras dejaba escapar sus rápidas y extrañas miradas furtivas, cada vez más incontrolables, a los pechos de las jóvenes madres que venían con sus ruidosos parásitos a ver las ruidosas películas de Pixar. Todas las jornadas los músculos de su cara acababan doloridos. Odiaba aquel cine y para colmo el jodido pantalón del uniforme le apretaba las pelotas. Dejaría el trabajo a fin de mes, con todas las consecuencias. Aguantaría la charla de su chica, agotada de su lucha diaria por hacer de él un “hombre de verdad”. Retomaría la carrera de psicología donde la dejó. Asumiría la falta de capital para costearse sus escapaditas por Montera. Cada entrada que caía en sus manos era otra prueba de fuego. Sonreír, rasgar, indicar, sonreír. ¡Siguiente! Si no abandonaba ese trabajó acabaría acuchillando a la próxima pareja enamorada con sus cegadoras dentaduras y manos en bolsillos equivocados. Sonreír, lacerar, atravesar, sonreír. ¿¡Siguieeente!?
Aun tirando con todas sus fuerzas no conseguía mover al niño. Era como si su pequeño cuerpo de quince quilos ahora pesara quinientos. En un momento incluso creyó oír como su pequeño brazo crujía. Esto le produjo un extraño placer, casi orgásmico. De pronto imaginó que lo alzaba en el aire y lo volteaba para luego hacerlo chocar contra el poste que dividía la zona del bar de la entrada a las salas. Acertando de lleno en su cabecita y disfrutando de un pirotécnico espectáculo tan rojo como las cuerdas que separaban las zonas. Se serenó. Contó hasta diez mientras disponía una cómica pose de yoga o de algún extraño arte oriental. Al fin miró a su hijo y con una tierna voz le preguntó por qué no quería entrar a ver la película de los Minions. La película con la que soñaba y rogaba cada mañana y cada tarde desde hacía un mes. Su respuesta fue insinuar que era demasiado mayor para ver a los muñequitos amarillos todo porque un niño mayor que él, en la cola de las palomitas, llevaba una camiseta de los x-men y decía que los Minions son para bebés llorones y malcriados. Esto generó una automática respuesta en el sistema nervioso de su madre que reaccionó con un, casi inapreciable en sus formas, alzamiento de codo, retraimiento de cúbito y radio, y finalmente descenso y giro en mach-3 de su grupo de falanges derechas transfiriendo la energía cinética de su rápido movimiento al lado izquierdo de la cara del niño. Tras esta pequeña catarsis se preguntó de nuevo por qué demonios se casó, cuando no creía en el matrimonio, y porque diablos tuvo un hijo, cuando lo único que quería era follarse a medio Madrid. El desenlace fue que regaló las dos entradas a una chica que parecía una señal roja luminosa, lo que llamó su atención, y algo entrada en carnes según su rápido análisis.
-Gracias señora ¿Para qué sesión son?
-¡PARA LA SIGUIENTE!
-Por un euro más tienes la XL. ¿Quieres la oferta?
-Ehmmm! Vale. Sí. Claro un euro no es nada. Je je! O sea que bueno no me suelo pedir la XL pero… bueno hay que saber aprovechar una oportunidad cuando la ves, sabes... no?
No entendía una sola palabra de lo que le decía la chica. Le recordaba a una compañera de clase con la que coincidió un verano mientras tomaba el sol en el lago de Casa de Campo. Ella no dejaba de decir tonterías acerca de la capa de ozono, las cremas solares y los osos polares mientras sus ojos saltaban como grillos de su cara a su torso desnudo. Después de la enriquecedora charla acerca de las oportunidades la pelirroja también supo aprovechar la jugosa oferta del cubo-extra-full. Imaginar a alguien ingerir tal cantidad de caloría le ponía enfermo. Le entregó el tíquet de ocho euros por sus asquerosas chucherías y pidió en un alto y cortés tono el importe. Miró por décima vez el culo del rasga-entradas a lo lejos mientras la pelirroja parecía estar absorta en algo que imaginó tenía relación con miles de M&M’s cayendo sobre su fofo cuerpo desnudo en una piscina de tibio chocolate blanco. Esperó lo que sintió fueron unos eternos segundos y volvió a pedir los ocho euros. Esta vez en un todo más cortante y en voz alta, esperando así llamar la atención del resto de la cola y avergonzar al yeti cuanto le fuera posible. Mientras se alejaba miró de nuevo al rasga-entradas. Cada minuto pesaba como una manta turca esperando al descanso siguiente.
Diez minutos para fumar un cigarrillo. Tan solo eso. Diez jodidos minutos por soportar seis horas las asquerosas risas de los clientes y sus asquerosas entradas. Allí estaba, en la parte trasera del cine frente a la salida de la sala ocho. Los Minions llevaban veinte minutos canturreando en su extraño idioma y un montón de niños reían en las bromas equivocadas. Pensó en una de esas madres jóvenes, una que había ajusticiado a su retoño minutos antes en la entrada, e imaginó que salía a fumar un cigarrillo y se encontraba con él. Imaginó como de unas insignificantes palabras y cuatro intercambios de miradas ella terminaba apoyada contra un cubo de basura mientras él la disfrutaba con descaro. Imaginó el gozo de ambos como una recompensa divina a su esfuerzo por mantenerse cuerdo en una vida de fatídica lotería. Dios jugó su suerte a la ruleta el día en que él nació, eso estaba claro. No se podía ser tan infeliz poseyendo tantísimo talento. Recorrió con la mirada la fila de puertas de emergencia de las salas. Se detuvo en la octava y mientras miraba las sinuosas formas del gran ocho, con la erección abultando aun en sus ajustados pantalones, fue sorprendido por el joven camarero del bar saliendo por la puerta de emergencia. Maldijo su suerte por décima vez ese día, que no parecía terminar nunca, y tomó la decisión de dejar el trabajo al día siguiente.


Aelie era una de esas chicas que todos queremos tener de novia en el instituto. Una mujer explosiva, la tremenda Jessica Rabbit de mi primer largo de cine negro, femme fatale por chismes ajenos y baby-sitter de junio a septiembre. Un carácter difícil de domar y más aún frente a la cámara de un director novato apasionado de Melville. Cuando hablaba con ella notaba una presión en mi cráneo, su mirada podría perfectamente haber fundido mis braquets mientras disponía una pose de modelo de segunda. Olía a una legua que no existía feeling entre nosotros, ni amistad, ni respeto por su parte, el tipo de respeto que espera un director de su actriz. Ella simplemente estaba allí, soportando el zumbido de los mosquitos de aquel descampado mientras el aroma de las corregüelas y cerrajas apelmazaba el aire del mediodía, dulce y caliente. Nadie conocía su motivación y quizá, pensaba yo, ella tampoco la sabía.
Siete tomas más tarde la escena se dio por concluida. El amante ludópata de Eva Dukovski finalmente pudo tocarle el corazón, aquello que no logró con cumplidos ni regalos caros lo consiguió con diez gramos de plomo de Durango. La Smith&Wesson M22 brilló durante un instante en la penumbra de la vieja cabaña despertando extrañas y rápidas sombras que parecieron huir tan veloces como lo hizo la vida de la camarera mientras esta caía de espaldas desmadejada como una muñequita de trapo. Al ver su rostro reflejado en medio espejo que aún sobrevivía en la estancia, Addam J. Abbey arrojó el arma contra éste en un furioso intento por liberar el trozo de su ser atrapado en el sucio cristal.
Vi cómo se alejaban camino abajo. Mireia reaccionó con un rápido apretón sobre el piloto cuando este derrapó ligeramente sobre un tramo de pequeños cantos sueltos. Al fin sus siluetas fueron engullidas por los áridos y el gruñido del motor fue haciéndose cada vez más indistinguible, como un viejo recuerdo de verano.
Se serenó. Inspiró profundo y expiró el aire lentamente, como le enseñaron en las clases de yoga que le regalaron por su trigésimo primer cumpleaños. Sólo asistió a la primera. Ahora se arrepentía de no haber sido más persistente. Alguna de esas absurdas técnicas de lejanos lugares a los que nunca iba a viajar le podrían haber sacado de este lio. Era un pensamiento terapéutico. Dar un aire de normalidad a la situación. No se podía permitir perder los estribos. La locura es una granada de mano, una vez quitas la anilla no se sabe cuanto tiempo podrás aguantar el puño cerrado. Y lo siguiente es un desastre en todas direcciones. Ahora era el momento de aguantar ese puño. Se alzó y notó una flojera en las piernas. Recobró el equilibrio al instante y volvió a inspirar. Esta vez fuerte, profundo, como para echar a correr como un recluta que acaba de recibir la orden de trepar la cuerda. Ahora iba a salir de aquel círculo. Iba a colocar un pié delante del otro y caminar fuera de él. Saldría y las ninfas revolotearían en derredor entonando mágicas notas de otros tiempos como si él fuera un semidiós que alzase triunfante la cabeza seccionada de una Gorgona. Siguió buscando metáforas poéticas para dar impulso a su deseo. Le resultaba confortante rebuscar en los cajones de su mente pretendiendo escribir en el aire épicos discursos para retrasar el momento de la acción. Tras varios intentos fallidos se rindió también de rebuscar, de pensar y de tensar el talón izquierdo y el gemelo derecho. Vio como cien dedos le apuntaban inquisidores y punzantes al grito de cobarde. Un pobre cobarde atrapado por un círculo de diminutas partículas.