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Prisión y locura

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Ya era tarde. Amanecería en un par de horas y los chicos no entendían porque estaban allí. Probablemente un exceso de vicio condujo a los jóvenes a perderse en lo desconocido. En apariencia el lugar se asemejaba a una pescadería; paredes alicatadas de un blanco sucio y unas enormes neveras blancas, todo salpicado de gotitas de algo que podría ser sangre de pez, esa sangre aguada y marrón que nada bueno parece contener. Nadie regentaba el lugar aunque bien podría haber sido el olor una presencia casi física allí, olor a mar o a aguas tratadas con algún producto hecho a base de algas. Carlo y Mani se encontraban en la entrada mientras las chicas aun alucinaban con el sitio. Silvia, tras superar la timidez que produce un lugar desconocido, abrió la mayor de las neveras. Un gesto rápido y nervioso de Soledad puso en alerta a todos, como si por una décima de segundo el tiempo se hubiera congelado alrededor de su cuerpo y sus músculos, y ella supiera a ciencia cierta que aquello era una pésima idea. El grito de Silvia estalló igual que en esos malos sueños de los que no puedes escapar.

-¡No, no, no puede ser, no, no, para… para!

prision2Como si con órdenes verbales pudiese controlar la pesadilla que se desarrollaba frente a ella, pero la magia de las palabras debía de ser demasiado débil o simplemente una patraña porque la masa negra y viscosa que se desperezaba y se erguía lentamente no dejó de crecer hasta pegarse literalmente al techo. Aquel horror se asemejaba a unos imposibles tendones negros y aceitosos. Debía de medir cuatro metros de alto y desprendía un tufo a aguas estancadas y alquitrán. Entonces vibró como una cuerda de guitarra, rápido y feroz, y los sonidos que alcanzaron los oídos del cuarteto generó tal pánico en ellos que arrancaron a correr atropellándose los unos a los otros.

Cuatro jóvenes corriendo como si un edificio bombardeado estuviera derrumbándose tras sus pasos. Soledad aun tiraba de la manga izquierda de Silvia mientras corrían por la calle. Los dos chicos iban unos metros por delante. Mani miraba de vez en cuando atrás para controlar que ellas les seguían. Para cuando se detuvieron el extraño lugar ya no estaba a la vista. Todos se miraban sin saber qué decir. Aun intentaban recuperar el aliento. Se habían internado en una calle mal asfaltada, ninguno reconocía el lugar. El ambiente era extraño, como de fiesta gitana. En una larga hilera reposaban aparcados en batería cientos de furgonetas, todas arregladas como autocaravanas. La gente que por allí se movía reía a grandes carcajadas y hablaban a gritos, parecían poseídos por el alcohol y la juerga nocturna pero sus movimientos y sus gestos estaban controlados por algo distinto, como si fueran marionetas que un titiritero en la oscuridad de las alturas manejase a su antojo.

-¡Mirad el cielo!

Carlo, quitándose las gafas aun empañadas señalaba en dirección a donde supuestamente las estrellas debían de mostrarse en su orden habitual, pero en vez de ello todo era negro, sin ninguna luz que pudiera servir de referencia. Ni siquiera el negro era natural, era un negro embarrado, parecía que un ruido de estática campase a sus anchas sobre el manto de la noche.
Mientras caminaban al costado de la hilera de caravanas los posesos juerguistas los miraban y reían, algunos se acercaban y abrían la boca en una mueca de perversa sonrisa, congelando su rostro como si portara una de esas máscaras samurai que representan a un demonio burlón. El aliento que les alcanzaba recordaba levemente al olor de la lúgubre pescadería.

-¿Dónde estamos? ¡Quiero volver Carlo!

Silvia se aferraba al muchacho como si éste tuvieras las respuestas a lo que a su alrededor se había conjurado. Cada vez más juerguistas se arremolinaban entorno al grupo y algunos les seguían con paso cansado. Para cuando se acabó la hilera de caravanas los curiosos fiesteros, todos ellos en un gran grupo que recordaba a una magnífica reunión familiar, les saludaban alzando sus pegajosas botellas y vasos de plástico, todos sonreían, pero ya no emitían palabras, solamente el ruido de sus estómagos, respiraciones y demás sonidos corporales llegaban a los oídos de los muchachos.

prision3Ninguno reconocía el lugar. Aparentemente todo se asemejaba a la ciudad donde se habían criado y habían pasado tantas noches de juerga juntos, pero era como si las manzanas de edificios se hubieran reubicado en un caprichoso juego de construcción. Ante ellos edificios parcialmente en obra donde la parte que estaba en construcción era la inferior. En la distancia no parecía existir nada, no podían apreciar ninguna luz, todo era una impenetrable y sucia oscuridad. La autopista que antaño circunvalase la ciudad ahora la cortaba por la mitad, en algunos tramos derruida. Frente a ellos el Hospital Residencial Gevangenis, una mole de quince pisos, presentaba un aspecto ruinoso en la parte inferior mientras la superior, como si de un faro se tratase, reflejaba las luces de los fuegos que rodeaban la zona.

Varias hogueras lucían separadas por cientos de metros, las llamas se alimentaban de ruedas de coches y otros objetos arrancados contra su voluntad de su lugar original, algunos parecían maniquíes, o al menos eso querían pensar los jóvenes. Decenas de personas se arremolinaban y gritaban cerca de las llamas, sus caras rojas por el efecto del calor o de las drogas confirmaban un exceso de locura, ya no reían como los juerguistas, parecían pelear por restos de comida como animales salvajes pero conservando cierto grado de comportamiento social.
El grupo, aunque cuidadoso, fue descubierto al acercarse en exceso a una de las hogueras. Los ruidosos moradores comenzaron a llamarles para que se presentasen ante el fuego, gritándoles como a perros callejeros.

-¡Venid aquí! ¡Ehh! Ya, venid ahora. Presentaos ante ellas. ¡Aquí! ¿Es que estáis sordos o sois tontos? ¡Que vengáis ostia! ¡Vuestros nombres!

El grupo no dejó de caminar a paso acelerado, tratando de disimular y no alimentar la ira de los locos del fuego. Silvia parecía a punto de quebrarse, a veces se paraba e incluso manifestaba querer contentar a los gritones. Presa del miedo a algo peor finalmente se detuvo y comenzó a increparles.

-¿Pero qué queréis de nosotros? ¡Dejadnos volver a nuestra casa!

Llorando y temblando parecía sentirse atraída como la ferrita a un imán, recortando distancia por momentos. Entonces estalló la violencia; hombres, mujeres y niños se abalanzaron sobre los cuatro jóvenes tratando de acercarlos a las llamas.

-¡Decidles vuestros nombres, todos!- les gritaban.- ¡Ellas los quieren!

Tirando, arañando y golpeando se zafaron de los adoradores de las llamas, afortunadamente éstos no parecían tener un especial equilibrio ni fuerza, si les hubieran retenido un minuto más el resto del ejército que se acercaba habría sido suficiente para aprisionarlos eternamente.

-¡Corred, no os paréis por nada!

Mani les jaleaba. Tratando de ir el último, cerrando la carrera. Los locos aminoraron la persecución a medida que el grupo se adentraba en las sombras. Corrían al borde de una enorme zanga donde en algún momento de un hipotético futuro descansaría el parking de un gran edificio de oficinas. Cuando Mani volvió la mirada al frente para ver al grupo pudo observar el segundo preciso en que Silvia perdió pie sobre la zanja, cayendo en la impenetrable oscuridad del foso.

Los gritos de la chica se vieron multiplicados por el eco de la profundidad. Horrorizada, no cesaba de gritar.

-¡No veo, no veo nada!

Carlo le rogaba una y otra vez que no gritase, no tanto a ella, parecía hacer la petición al cielo, al aire o a algo que solo él viera. Soledad alcanzó un trozo de hierro y aguardaba mirando a los locos en la distancia, presta a defenderse por primera vez, aunque éstos, quietos donde la luz aun generaba sombras, tan solo les observaban mientras se balanceaban con suavidad.

-¡Silvia escúchame! ¿puedes moverte?

prision4Mani trataba de tranquilizar a la chica. Le resultaba imposible ver nada, la oscuridad en el foso era como lodo, estaba seguro que si bajaba la mano lo suficiente podría sentirla en la piel como si fuera una substancia desconocida y tangible.

-Escúchame por favor, cálmate. Voy a encender el Zippo y lanzártelo para que puedas orientarte.

Rápidamente sacó del bolsillo trasero del pantalón el mechero, lo encendió con un rápido movimiento y lo comenzó a mover de un lado al otro.

-¿Puedes verlo Silvia? Te lo voy a lanzar.

Mientras pronunciaba estas palabras abrió su mano para dejar caer la pequeña llama en el preciso instante en que Silvia gritó:

-¡No lo veo!¡No puedo ver!

Mani pudo observar cómo en menos de un metro de caída la llama se tornaba marrón, no como si se apagase, era como si su color se invirtiera, como si mediante un efecto especial la llama adquiriese un tono imposible. Antes de que la chica terminara la frase el Zippo desapareció en el vacío. La chica seguía con su lamento, imparable. Mani insistía en preguntar si podía moverse. En un arrebato de fuerzas Silvia se alzó y gritó:

-¡Estoy de pie joder!¡No puedo ver!¡No puedo ver!

Los tres trataron de analizar la situación aplastados por el miedo y la urgencia pero no llegaban a ningún acuerdo. Mientras Silvia seguía gritando sin parar la misma frase una y otra vez.

-Nos perderemos ahí.- Repetía Carlo. -Es que no lo has visto, no es una oscuridad normal, es otra cosa.

Mani se negaba a abandonar a la muchacha.

-¡Tenemos tiempo! Hay que encontrar una cuerda o algo que nos guie de regreso aquí después de bajar. -Pero a su alrededor tan solo había objetos destruidos o inservibles.

-¡Hay que darse prisa, mirad!

prision5Soledad señalaba en dirección a la calle de las caravanas a cientos de metros. Los fuegos se estaban apagando rápidamente. Los locos cercanos al Hospital estaban imitando a sus vecinos, cogían puñados de tierra del suelo y la lanzaban a las hogueras mientras danzaban a su alrededor. Solo era cuestión de tiempo, las llamas se ahogarían bajo el peso de la arena y la oscuridad se derramaría en cada rincón. En la distancia varios puntos luminosos también se iban apagando poco a poco. Era como si todos se hubieran puesto de acuerdo, como si de un enjambre de insectos se tratase trabajando como una sola mente. Poco a poco, a medida que se ahogaban las llamas, un sonido parecido a un rapidísimo castañeo de dientes comenzaba a oírse, era el mismo ruido que emitió la substancia negra de la pescadería a un volumen muy inferior. Silvia también pudo escuchar el sonido y les rogó que no la abandonasen, pero para entonces Carlo ya corría en dirección a una gran hoguera cercana a una torre metálica de telecomunicaciones. La pareja se miró a los ojos, y sin mediar palabra siguieron los pasos de Carlo mientras el ruego de la muchacha abandonada en la oscuridad se apagaba por la distancia.

Usando una barra de hierro, y haciendo palanca ambos chicos, consiguieron romper el candado que cerraba la puerta horizontal que impedía la subida a la torre. Una vez sobrepasada la altura de la puerta la bloquearon con otra barra y tantos objetos pesado como pudieron encontrar. Difícilmente alguien podría subir a la torre si no era escalando por los costados. Los tres chicos se acurrucaron en la parte superior a unos treinta metros de altura, no había mucho espacio donde colocarse y reposaron espaldas contra espaldas. Mientras las luces cerraban cerco a su alrededor, cada vez la oscuridad se acercaba más a ellos y los bordes de la ciudad eran engullidos por la nada.

Pasadas dos horas, cuando sus relojes marcaban las diez de la mañana, ya tan solo quedaba la hoguera al costado de la torre. En una distancia de diez metros alrededor nada se podía ver salvo la asfixiante oscuridad. El ruido ya era ensordecedor.

-Esto es una locura chicos. Gritó Carlo.
-No. Esto es una prisión. Más nos valdría saltar y matarnos contra el suelo antes que la oscuridad nos alcance.

prision8Respondió alzando la voz Mani que no dejaba de mirar al cielo. No recordaba si había vuelto a parpadear en horas. Ya no sentía cansancio ni hambre. Solamente una sensación de vació que no podía explicar.

-Yo no puedo saltar Mani. Yo no tengo fuerzas para saltar, por favor. Ayúdame tu.

El llanto de Soledad le destrozaba, pero sabía que llegado el momento no tendría el valor de lanzar a la muchacha. Se consideraba un tipo valiente pero nunca la vida le puso en una situación como esa. Sin mediar palabra se alzó, recorrió el perímetro de la pequeña torre como si buscara una señal y en la segunda vuelta cogió impulso y se dejó caer sobre una maraña de hierros retorcidos. Soledad no tuvo fuerzas para gritar, solamente abría la boca y tiraba con todas sus energías de la reja del suelo de la torre como si fuera a doblar el hierro y envolverse en él. Carlo rezaba. Entonces el sonido cesó, y después de unos segundos de interminable silencio una gigantesca mano negra, hecha a base de viscosos tendones, cayó como un misil sobre la gran hoguera apagándola de un solo golpe, librando a la torre de toda luz y silencio y ocupando todo el espacio disponible con el ruido y la oscuridad.

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Red dirt girl

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Mi mejor amiga se llamaba Lilian. Solíamos pasar las sofocantes tardes de verano al cobijo del porche delantero de su casa. Contábamos con Gideon, un sabueso pulgoso que guardaba nuestra muralla de maderas secas y descoloridas por el sol de Alabama.

redhot2Todavía puedo ver los destellos dorados de la pequeña radio que escuchábamos sin para hasta que el abrasador calor del sur se escabullía por la rendija del anochecer. Dos harapientas y coloradas chicas, coloradas como la misma tierra roja que pisaban con los pies descalzos, justo cruzando la frontera, un poco al sureste de Meridian.

Aún recuerdo el olor a gasolina y sudor de su hermano. Ese día mientras arreglaba una Indian del 49 canturreaba y nos sonreía con esa mirada pícara y divertida. <<Sis’, cuando la vieja 49 esté terminada correré tan veloz como el viento. Tanto que subiré hasta la luna, la rodearé en tres segundos y estaré de vuelta antes de que mamá nos llame a cenar>>. Nunca corrió por ese largo camino. Lo más lejos que pudo llegar fue hasta Vietnam. El día que el telegrama llegó a casa de Lilian yo estaba ahí, de pie frente a ella bailando y riendo mientras Hank Williams sacaba notas alegres de una guitarra. En ocasiones sueño con el cuerpo del pobre chico, pudriéndose bajo toneladas de lodo, yaciendo en algún lugar a un millón de kilómetros de Meridian.

redhot4Ella a veces fijaba sus ojos en la distancia igual que los de Gideon cuando veía una presa lejana, <<No hay mucha esperanza para unas sucias y coloradas chicas como nosotras>>, decía entonces, y su voz parecía salir de un túnel oscuro donde el aire es tan pesado que lo notas sobre los hombros, comprimiéndote la columna. Siempre creyó que en algún lugar de este enorme mundo había una pizca de esa ilusión, una pequeña porción que nos pertenecía. <<Así caigan las estrellas sobre Alabama, te juro que excavaré la tierra en un lugar lejos de aquí, donde los golpes de mi azada produzcan un sonido tan alegre que se escuchará al otro lado de la luna>>.

Se convirtió en un mujer alta y fuerte, como lo ha de ser una mujer en el sur. Enterró con sus manos al viejo Gideon junto a un arbusto de Mirto, donde colgó su collar, frente al porche donde tantas canciones cantamos de pequeñas. Con el paso del tiempo el alcohol y la ira consumieron a su padre y su madre agachó tantas veces la cabeza que su frente se volvió roja como la tierra que pisábamos. Recuerdo que se metió en líos con un chico del pueblo, sí, ese tipo de chicos del sur. Creyó que a ella no le pasaría como a sus padres, que podría instalarse en una preciosa casita, excavando los rojos cimientos, como tumbas, justo al lado de la roja y sucia frontera, un poco al sureste de Meridian.

redhot3Se pasó años tratando de amar a alguien que no lo merecía, atrapada en una relación que cada día la hundía más en la misma tierra que excavaba. Hay quien se rinde ante los vicios, hay quien pierde la vida estúpidamente, para ella, tratar de amar no era más que otro modo de quebrar el corazón desde dentro. Pero algo que no te cuentan de la tristeza cuando te apresa es que nunca dejas de caer, porque no hay un final, no hay modo de hacer pie. No lo hubo al menos para Lilian.

La última vez que la vi teníamos 37. Entonces dio a luz por quinta vez. Fue una niña, Lilian le puso mi nombre. No sabría decir cuando tomó el peor desvío. Siempre creí que fue por el alcohol o por todas esas pastillas que tomaba ¿o se trataba de pisotear sus sueños para que dejaran de arañarle el estómago? Lo que sí sé es que nadie leerá en la prensa nacional nada acerca de la vida y la muerte de Lilian, una mujer que nunca cruzó la frontera de Meridian.

Esta noche las estrellas siguen su curso como todas las anteriores, pero en Alabama un movimiento se ha detenido para siempre, sin ruido, inerte y pesado, sobre la sucia arena roja.


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Calamidad la vampira

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A los 83 años uno ya no está para mucha fiesta. Comida de cuchara y a la camita a las 9 como las gallinas. De esta guisa le llegó a Calamidad la vida eterna, con 83 años y nueve meses de edad real. Si el vampiro que la convirtió lo hizo en pleno uso de sus facultades mentales es un misterio que nadie podrá desvelar pues este se vaporizo cuando, al quedar enredado en el taca-taca de Calamidad el alba desbordó toda su luz sobre el pobre diablo.

calamidad2Quienes observaron el suceso apuntaron que el hombre que atacó a Calamidad lo hizo por robarle unos buenos dineros, pues se conocía que Calamidad era una vieja rácana que poseía un par de pisos bien ubicados en el lustroso barrio de La Latina. Uno en Calle de Oriente y otro, ironías a parte para el desgraciado vampiro, en Calle de Luciente, donde aconteció dicho suceso cuando Calamidad se alejaba del portal donde, minutos antes, ahogó en pegamento SuperGlue la cerradura de unos jóvenes inquilinos. La hurraca consideraba que pagaban un precio relativamente inferior al precio del mercado. ¡Estúpidos contratos de 5 años!

Los testigos adujeron a la mágica desaparición que el atacante era un mago callejero con pintas de ratero que zanganeaba por el barrio. Bien cierto es que dicho mago callejero tampoco dio señales de vida durante las siguientes semanas pues, en un doble giro mortal, el destino le premió encontrando un billete de lotería ganador con veinte-mil euros que liquidó, deliciosamente, en una luna de miel consigo mismo en el casino Barcelona, sito en el Carrer de la Marina, en Barcelona, claro está.

Calamidad, después de dos días de fiebre y delirios en el hospital, fue dada de alta al tercer día con una milagrosa e inesperada recuperación, como Jesucristo, se alzó ágilmente de la cama con su camisón de hospital y sus bamboleantes nalgas al aire y exigió su ropa y enseres personales con toda la grosería de la que era felizmente poseedora. No quiso taxi ni acompañantes. Caminó como una verdadera reina toda Calle Princesa hasta entrar en su barrio como una bala de cañón. Estaba hambrienta, y muy enfadada con los jóvenes. Los jóvenes tenían la culpa de prácticamente todo, eso es algo que cualquiera en su sano juicio sabe, incluso el desdichado vampiro que implosionó tres días antes.

calamidad3La luz le molestaba de un modo que no recordaba y los ruidos de los coches y las personas tenían un volumen que sobrepasaba lo soportable. Cuando dio con su casa y la calma y frescor del portal la arropó se sintió renovada, pero más hambrienta si cabe.

Ana, una joven vecina, entró un minuto después que ella con su carrito y su delicioso bebe dormidito mientras agarraba un peluche de una foquita. La tierna imagen despertó en Calamidad un sentimiento que creía olvidado después de tantos años de solitaria existencia; hambre caníbal. Así que subió hasta el cuarto piso junto Ana y su aromático (y con ligeros toques afrutados) hijo de apenas cinco meses. El plan era simple, hacerse la tonta, como su derecho de vejez le concedía, y equivocarse de piso, empujar adentro a la desdichada mujer y alimentarse de ambas. Pero mientras el plan se forjaba en su renovada mente vampírica Calamidad se encontró, sin apedas percatarse, en medio de un ascensor parado y salpicado de sangre con medio niño colgándole de un colmillo y una mujer desparramada sobre un carrito de bebé.

En tales circunstancias, y bajo la protección de su derecho de vejez, salió haciéndose la tonta y entró en su hogar, ahora el hogar de un auténtico vampiro. Corrió las cortinas, las contracortinas e interpuso entre ella y la dichosa luz solar todo aquello que le fue de utilidad.

Calamidad no era una lumbrera, era una mujer de entendederas más bien limitadas. Todo su conocimiento del mundo provenía de las múltiples horas de ingesta televisiva con especial énfasis en los maravillosos magazines de la casposa Ana Rosa y ese maricón bajito del que nunca recordaba su nombre. Pero entre toda la basta información acumulada por años conocía las reglas de los vampiros, o eso pensaba ella.

calamidad4Optó finalmente por echar una cabezadita colgada de la barra del armario de su dormitorio, tras comprobar que su nueva fisicidad le permitía barbaridades como esa, también descubrió que no controlaba la gravedad, y cediendo la barra terminó con el cuello vuelto del revés y maldiciendo por su sobrepeso. La cama ofrecía perfecto colchón para la cabezadita, de ahora en adelante se pensaría dos veces lo de fantasear con las reglas vampíricas. Que los desgraciados vampiros de siglos pasados optaran por tumbas teniendo camas le hizo pensar que quizá no siempre los mitos son reales. Y con estos pensamientos, tras recolocarse el cuello en su lugar pertinente, se tendió sobre el lecho y allí se desvaneció su consciencia, hundiéndose cada vez con mayor profundidad en horripilantes pasajes de vísceras, sangre y bebés con pajitas clavadas en sus suculentas carótidas.

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lanochemasoscura