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La historia de la noche (X)

10. Las horas del día

César se despierta. No necesita despertador, tiene uno de serie, natural, de nacimiento, dentro de la cabeza, el que siempre le hace abrir los ojos a la hora exacta, siempre a la adecuada. En este caso son las siete y cuarto de la mañana. Se levanta. Se quita el pijama y lo echa en el cesto de la ropa sucia. Se lava los dientes. Hace gárgaras con Oraldine. Se ducha. Se pone el traje, un Armani de ochocientos Euros. En la cocina, exprime dos zumos de naranja, prepara dos tazas de café, cuatro tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesas. Y en un búcaro planta una rosa roja. Pone todo en una bandeja. Vuelve al dormitorio y coloca el desayuno sobre los pies de la cama. Marga todavía está escondida bajo las sábanas. César la despierta con suavidad, con un beso en la mejilla. Ella abre los ojos con parsimonia, enlegañados.

- Cariño, despierta, tenemos que irnos en veinte minutos.
- Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahfffffffffffffffffffffffffffff. Gracias cielo. Qué rico, mi amor, pero no tengo hambre.
- Venga cómetelo todo, lo necesitas, es como una medicina.

Marga coge una tostada y se la traga a regañadientes, con cara de asco. Luego se bebe el zumo de un trago, sin respirar, como si fuese jarabe o aceite de hígado de bacalao. Se levanta de la cama y se quita por la cabeza el camisón azul claro. Las dos mastectomías visibles hacen que su cuerpo parezca el de una momia. Está huesuda, famélica. César mira por la ventana mientras sorbe café.

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La historia de la noche (IX)

9. Tengo lo que tú quieres

Siempre ese sueño que se repite. Ese viejo en medio del bosque diciéndome “nada es lo que parece” y ese perro nervioso corriendo alrededor. Me despierto, me levanto de la cama oxidado, y me tomo las treinta y dos pastillas de rigor. No sé si moriré aquí. Si lo hago esa gentuza hará una corta visita, sin hacer mucho ruido cavarán un hoyo y me arrojarán en él con cal viva por encima. Es el método rutinario. Luego derribarán la casa y plantarán unos pinos sobre lo que fueron sus ruinas. Dejaré de existir, nadie me recordará y nadie sabrá que seguí vivo unos años en este lugar. Quizás en el futuro algún estudiante de arqueología extraterrestre excavará esta tierra y encontrará mis carcomidos huesos.

Me coloco allí, como cada día. Miro por la mira telescópica y le veo, ya sea invierno o verano, dándose su bañito matinal en pelotas en la piscina. Ese cerdo, ese gordo que no merece vivir, con su reloj de oro sumergible de nuevo rico. Pero no puedo apretar el gatillo, no porque yo no quiera o porque no pueda, sino porque órdenes son órdenes. Me enseñaron sus fichas en la jefatura.

- Esta es la tía que te digo, Aguinaga. Candela. Es muy fuerte, tanto mental como físicamente, lo mejor que ha pasado por la academia en veinte años. Pero ten cuidado, se ha tirado a todos menos a éste… suele establecer demasiados vínculos emocionales con la gente, eso la pierde.
- Este tiene algo…. no sé, que da escalofríos, es la mirada yo creo.
- Es un hijoputa. Juan Sans. Ten cuidado con él. Nos da miedo, dos mil tíos mierdas a los que nos encanta humillar en las clases, pero con éste no hay nada que hacer, hay que tener cuidado. No habla mucho. Tuvimos que tirar sus tests de personalidad a la papelera, yo creo que se reía de nosotros, aunque sonreír sonríe poco. Es un pedazo de mierda sin escrúpulos, de hielo, pero también he de decirte que es como si en tu unidad llevases a Batman, a Supermán y a Conan el Bárbaro a la vez. Valiente cabrón hijo de puta.

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La historia de la noche (VIII)

8. Bushido

Hace tres días que llueve intermitentemente sobre Madrid. Chaparrones suaves y esporádicos. La gente corre a refugiarse cuando nota que caen las primeras gotas, como si el agua fuese la sangre corrosiva de Alien, el octavo pasajero. El hombre del tiempo repite en todos los telediarios como un mantra la manida frase de que “habrá que sacar los paraguas”. Los observo mientras camino a su lado y a través de ellos. La masa humana de ciudad califica a la lluvia como “mal tiempo”. Les asusta y les pone nerviosos. Abren los paraguas y dan tumbos por las calles arremetiendo con ellos, como si fueran espadas láser, sobre las cabezas ajenas que salen a su paso. Cogen los coches como arcas de Noé, parapetos contra el diluvio para ir al trabajo por las mañanas, y forman con ellos estruendosos y kafkianos atascos. Madrid no sería Madrid sin los atascos. Tampoco sería lo que es sin ese olor característico a ozono sucio cuando caen las primeras gotas de un chaparrón, ni sin las golondrinas chillándome a través de las ventanas cuando amanece, ni sin los lobos del zoo aullando al cielo cuando hay tormenta.

Llego a mi cita. Allí está él, en la entrada del subterráneo. Me pone una sonrisa forzada y me da la mano, floja. Deberían enseñar a dar la mano en el colegio como tienen que darla los hombres, una asignatura obligatoria. Siento instintos homicidas hacia los que dan la mano floja. Bajamos las escaleras y recorremos el pasillo. Entramos al local. Nos sentamos sobre una mesa blanca con manchas marrones, churretes de salsa incrustados por los millones de comensales que han pasado por allí. Estamos uno enfrente del otro. Son las nueve de la mañana. En la tele, como siempre en este lugar, una película de chinos rodada en China e interpretada por chinos, a palo seco y sin doblar ni subtitular en ningún otro idioma más que en el original. Él tiene ojeras y el rostro triste. Fuma compulsivamente. La camarera le observa con mala cara y viene a decirle que no se puede fumar pero, al verme a mí, sonríe y dice que no pasa nada, que siga.

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