El polizonte del ala izquierda

Una ligera lluvia golpeaba las alas del avión mientras Phil Paxton dudaba entre la carne en salsa o la pasta carbonara. Alguien que no recordaba le dijo una vez respecto a la comida en los aviones que la pasta es siempre la respuesta correcta. Phil prefirió sentir la adrenalina del peligro escogiendo la carne en salsa. Algo casi tan arriesgado como afilar muchísimo los lápices en su mesita de contable en Brug & Berter Associated. Mientras jugaba con las judías verdes, que apartó desde el primer momento al lado derecho del platito de papel de aluminio, pudo observar como la lluvia aumentaba en intensidad. Le puso algo nervioso el pensar en rayos golpeando el avión y en un pequeño engendro verde desmontando a zarpazos el primer motor del ala izquierda. No sabía si era algo universal o solamente cosa de freaks pero creía que todos conocían el episodio de Historias Increíbles donde un gremlin ataca un avión.
Para su descontento entraron en un cúmulo de nubes oscuras donde los rayos comenzaron a asomar la nariz. Phil a su vez sintió un aumento de su estado de alerta sumado a otro exponencial de paranoia. Recordaba la cara del actor John Lithgow, sudorosa y desencajada con las primeras escenas de la criatura sobre el ala. Algo físicamente imposible.
Con cada rayo que rasgaba la oscuridad Phil pegaba su rechoncha nariz al cristal y entrecerraba los ojos esperando ver algo que en realidad no quería ver. Hasta que en uno de los tantos fogonazos el contable descubrió una silueta sobre el ala. Un chute de adrenalina golpeó su corazón haciendolo latir a Prestissimo. Con el siguiente flash pudo distinguir claramente que alguien estaba en el ala, con una mano se sujetaba a ella y con la otra se apretaba la gorra contra el cráneo… una gorra de capitán. Es el capitán del avión pensó Phil quien no daba crédito a sus ojos. Al instante el piloto, con su chaqueta ondeando violentamente miró a la derecha e hizo contacto visual con el pasajero, soltó la mano del ala y colocó su dedo índice sobre sus labios sugiriendo al hombre discreción, momento en el cual Phil estalló en un grito agudo como el de un cerdo al que están tratando de inmovilizar.
-El capitán, el capital está… va a saltar del ala. El capitán está ahí en el ala. ¿Quién está a los mandos de esta nave?
Los gritos llamaron a atención de todos los pasajeros. Decenas se abalanzaron al lado izquierdo cerca de Paxton murmurando y bromeando, algunos con sus móviles grabando la rareza que en ese momento era el contable. Un fogonazo, dos, tres, nada… no parecía haber nada en el ala. Phil se echaba las manos a la cabeza con un gesto de desesperación. Poco a poco fue calmándose después de que el azafato le pidiera silencio y le suministrara un Orfidan con un poco de agua en un basito de plástico. Se sintió avergonzado. No tenía miedo a volar y esa reacción no fue normal en él, pero juraría ante cualquiera con autoridad que había visto un tipo vestido de capitán surfeando las nubes sobre el ala.
la tormenta se sucedía cada vez con mayor violencia y a cada estallido el contable miraba el cristal rápidamente. Tantas veces lo hizo que no supo decir en qué momento la cabeza del capitán surgió como si de un periscopio se tratara frente a la ventana de Phil en un horrendo primer plano. El tipo, completamente empapado, se sujetaba la gorra ahora echa un guiñapo mojado mientras con la otra mano rayaba desde fuera la ventana con lo que Phil creyó que era un punzón. El contable completamente congelado por el terror vio cómo, lentamente trazo a trazo, el capitán completó una frase:
“ACÉPTALO
NUNCA NOS
ENCONTRARÁN”.
Luego le mostró el bolígrafo de Vermudas Air Lines que lanzó en una parábola para seguidamente arrojarse tras él. Phil estalló en alaridos de terror.
-¡El capitán… el capitán ha saltado del avión! ¿Quién está a los mandos de esta nave? Es que no se dan cuenta… ¿Quién está a los mandos de esta nave?
Sujetando por la solapa a los pasajeros que se encontraba Phil recorría el pasillo derecho dando alaridos y escupiendo palabras cada vez más incomprensibles. El personal de abordo tras córtale el paso varias veces finalmente, junto a dos corpulentos pasajeros, redujeron al contable. Phil, con un charquito de saliva creciendo lentamente, bajo la mejilla aplastada contra la moqueta azul celeste, lloraba y repetía <<…vamos a… morir… todos… estrellados… en medio del… océano…>>
En el aeropuerto cuatro policías entraron en el avión con todos los pasajeros aun sentados y sacaron con brusquedad a Phil quien aparentemente había perdido el juicio. A pesar de los zarandeos y golpes no emitía el menor sonido ni mostraba signos de consciencia, con los ojos y boca completamente abiertos se dejó arrastrar fuera de la nave y fue engullido por la deslumbrante luz del pasillo telescópico.
Los pasajeros fueron abandonando con calma y cierta sorna el avión. Una vez solos, el personal de abordo aun visiblemente consternados, trató de abrir sin éxito la puerta de la cabina que desprendía un fuerte olor a sal y humedad. Una hora más tarde, tras destrozar la cerradura oxidada, encontraron en sus respectivos asientos los esqueletos del piloto y copiloto con la ropa prácticamente deshecha por los años y el agua salada. Al final del día nadie pudo dar una explicación razonable de porque un avión que llevaba siete años desaparecido estaba parado en el aeropuerto internacional de Acapulco con los restos de dos hombres en la cabina.


No tengo la más remota idea de qué es una red de información automatizada. INCA. Red de Información Científica Automatizada. Se me ocurren cientos de historias con Incas, una de ellas es que invaden Madrid y le sacan los hígados a los niños que juegan bajo mi ventana. Quizá se los coman, o solamente los usen para dibujar extrañas figuras de humanoides electrónicos en las paredes colindantes. Luego desaparecen y se llevan con ellos el calor del verano de Madrid.
Es como si pudieras meter la mano por el teléfono y coger un libro. Imagino que llamo al Hotel Pyrénées y me meto yo entero por el cable. Corro tanto como puedo para llegar al otro lado. Cuando me acerco siento el frescor de las montañas y puedo captar el verde de sus pinos, y ese azul limpio y helado. En un último esfuerzo ya estoy en Andorra y allí me conceden una suite donde, sobre una gran mesa de fresno, alguien a colocado una de esas máquinas electrónicas de escribir, un albornoz blanco como la nieve y un gran desayuno con café, huevos revueltos, beicon, zumo de naranja y un humeante croissant que desprende un dulce aroma a mantequilla.
“…la red comenzará a principio de enero a servir al público por un costo no muy elevado -unas 250 pesetas al minuto- las posibilidades de la información automatizada, que sin duda…”
En la torre no existía puerta que permitiera una salida posible a Igvan. No recordaba otro lugar donde hubiera vivido más que en aquella construcción. El abuelo Faddei le enseñó a usar los fogones alimentados por el fuego de las profundidades y el pequeño pozo de donde sacaba la fresca y dulce agua. Con ella saciaba su sed, como es natural, pero también se aseaba, alimentaba las macetas donde alegres tomates enanos, pimientos pera, guindillas de bota y judías-violeta crecían a buen ritmo. Un limonero con un injerto de naranjo proveía al rubio morador de la torre de dulces limones y ácidas naranjas. Otros arbustos y plantas completaban su jardín, proporcionando sustentos y útiles.
En un gran pentágono con un diámetro de veinte metros transcurría su vida, al cobijo de las verdes tejas y el dedal dorado. Cuatro grandes ventanales de coloristas mosaicos con representaciones de bestias y lugares imaginarios filtraban la luz del exterior. Bajo la ventana norte una empinada escalera bajaba a la planta inferior donde las ventanas se tornaban altas y muy estrechas para proporcionar ventilación con la menor pérdida de temperatura.
Habían pasado años desde el fallecimiento de su abuelo. Así transcurrían los días del barbudo morador ocupado con los quehaceres de un obligado eremita. Las estanterías de la planta baja contenían cientos de libros que Igvan releía con gran placer. Libros antiguos de hojas secas y amarillentas que encerraban otras vidas en otros mundos inventados. Poemas y cuentos que tejían su imaginario. Muchos de ellos eran los mismos que Faddei le contaba cuando era un niño. Así alimentaba su mente cuando las tareas se lo permitían. Otras veces disfrutaba de lo que ellos llamaban los regalos de la Arena que eran las pequeñas y diferentes aventuras que ocurrían en contadas ocasiones y les proporcionaban extraordinarias alegrías; grandes cangrejos que surgían del pozo, a veces incluso algún pez que boqueaba en el agua, aves que se posaban a descansar en sus murallas y hábilmente atrapaban con una red tejida con cáñamo. En esas ocasiones y con semejantes manjares preparaban, con ceremonia y agradecimiento, un gran festín. No sin antes agradecer al animal la vida que de ellos iban a tomar. "Recuerda ser agradecido Igvan, la vida es el único tesoro auténtico del hombre". Así le dijo Faddei. "¿Y a mí quién me dio la vida, abuelo?". La Sierpe-Alada era la respuesta. Ella es quien me entregó al abuelo en un sueño, salpicado de fuego y sangre, como en las escenas del círculo de metal del Intestigo.
El hombre se quedó de piedra pues nunca en su vida había escuchado más voz que la de su abuelo y la suya propia. Asustado devolvió el pez al pozo creyendo que quizá era la voz del animal el cual desapareció rápidamente en la profundidad del agua con un burbujeo de ofensa. Los lamentos continuaron. Las voces modulaban diferentes inflexiones. A Igvan le parecía que aquello fuera una canción, una que él no conocía y que traía malos augurios, como en el cuento de la familia que moría bajo una tormenta de agua que, de tan fría, se volvía dura como la arena.