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Mecachis en la porra

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La vida en prisión transcurre sin pena ni gloria. Parece mentira que esa yuxtaposición de tantas y tan truculentas historias personales en un espacio tan escaso y acotado queden absolutamente difuminadas por la rutina de los horarios, las conversaciones, las caras y las actitudes, por la reiterada sucesión de acontecimientos nimios, casi insustanciales.
No es que lleve mucho tiempo aquí y tampoco soy de los que tienen tanto mundo. Apenas un raterillo sin gloria, acuciado por la necesidad y las malas influencias. Aún no soy de los que acumulan experiencias, gentes y lugares donde crecen esas ramas poderosas que se abrazan a los placeres de la vida. Pero pesan las horas y los días, pesa el puré de patata que indefectiblemente acompaña al bistec en salsa, a la merluza a la romana, al pollo en pepitoria… Sí, es verdad. Cualquier novedad cae aquí como si fuera un globo aerostático de llamativos colores impulsado por el viento en medio de una noche invernal. Cualquier novedad corre veloz, como una niña pequeña que vuela a ponerse otra vez en la cola de la escalera tras deslizarse por el tobogán con las corvas aún calientes.

Cuando le vi entrar por la galería y avanzar hacia su celda en compañía de dos funcionarios me pareció poca cosa. La estampa televisiva que había proyectado distaba bastante de esa tez pálida, ese cabello descuidado, esa tripa prominente y esa indecisa forma de caminar que, sin embargo, contrastaba con un ademán tan impostado como altivo. Me asaltó un fugaz sentimiento de lástima. mecachis2A fin de cuentas, no era más que un perro sin amo, recién expulsado de su confortable cielo protector. Cruzamos una mirada fría, inexpresiva y no volvimos a coincidir hasta la mañana siguiente.

Los reclusos más veteranos le tenían ganas. Una injustificada sed de venganza rebotaba por las paredes grises y los barrotes manoseados desde que los noticieros adelantaron la inminencia de su llegada, tras un proceso judicial largo y tedioso, salpicado de indignantes revelaciones sobre su voraz codicia. Pronto cristalizó la necesidad colectiva de perpetrar un ajuste de cuentas ejemplarizante en nombre de la sociedad civil, de los eternos desfavorecidos o de dios sabe qué para calmar el malestar generado por esa especie de frustración de clase que tenía ofuscado a casi toda la población del recinto.

Como en tantas películas de género, el castigo se fraguó en las duchas. Ya se sabe, no hay tanto espacio para la originalidad en la cárcel. Yo no estuve presente. Tengo la buena costumbre de madrugar, dentro del limitado margen que dejan los horarios, para evitar ingratas concentraciones de cuerpos y comentarios soeces. No hizo falta, durante del desayuno no se hablaba de otro tema. Fingiendo un interés socarrón para no levantar sospechas, recibí más detalles de los que se pueden apreciar en un vídeo de sexo explícito. Como era de prever, la competición de vergas fue inclemente, ordenada y metódica. La víctima aceptó su fatalidad con magnánima resignación.

Esa misma tarde, después de una larga siesta arrullada por el movimiento de los sauces que se mecían al otro lado de la ventana, tuve un impulso súbito, turbio e irracional. Sin ningún control sobre mis actos, desmonté una de las perchas metálicas del armario y me la clavé repetidamente en el abdomen. mecachis4Mi compañero avisó a los guardianes con rapidez y en cuestión de minutos estaba postrado en una de las camas de la enfermería, ensangrentado y medio delirando, entre gestos de indiferencia del médico que practicaba los primeros auxilios.

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Seguramente un día o dos. Me habían administrado un poderoso sedante con el que tuve la percepción de ser absorbido por un agujero negro, por algún tipo de gusano espacio-temporal o por un intestino retorcido e inacabable. Me desperté con una extraña sensación de serenidad. Tenía la mirada perdida en algún punto insignificante del techo amarillento, incapaz de mover las articulaciones, hasta que en algún momento empecé a percibir una intensa respiración no lejos de mí, en realidad un resuello lastimero, como bloqueado por algún obstáculo. Cuando pude girar la cabeza hacia la derecha, advertí la presencia de un cuerpo recio y voluminoso reposando boca abajo. Entonces, él levanto levemente su cara y nuestras miradas se colocaron en línea por segunda vez en nuestras vidas.

A pesar de la gran conflictividad del centro y de los frecuentes altercados, durante dos semanas no hubo más ingresos. Las dos únicas plazas ocupadas de las diez disponibles daban a la estancia una inusual atmósfera de intimidad. Las visitas de los sanitarios eran cada vez menos frecuentes, a medida que nuestros estados de salud iban mejorando en paralelo, con una progresión muy similar, sorprendentemente acompasada. Un reconfortante silencio se había instalado en cada esquina, como un ángel guardián celoso de su cometido. Era como si el mundo se hubiese detenido en un instante infinito, como si hubiese replegado sus alas al borde de un acantilado tras una extenuante migración.

mecachis3En aquellas plácidas tardes, iluminadas por los tenues rayos del sol anuncinado su retirada, en los despertares perezosos, teñidos de nuevas expectativas, a lo largo de las lentas sesiones de ejercicios para recomponer nuestros cuerpos apelmazados, durante esos almuerzos y cenas estirados por la seducción de la charla y las confidencias, él me enseñó las claves del poder y yo le descubrí nuevos horizontes para el amor sin entrar en la zona tan brutalmente desvirgada.

Cuando volvimos a nuestros puestos, el resto de la condena se sucedió de forma mecánica e indigesta. Me acostumbré a ignorar su presencia, aunque apenas coincidíamos. Nuestros círculos de relación no podían estar más alejados. Por suerte, su estancia fue breve. Aprovechando un permiso, logró salir del país, posiblemente hacia uno de esos destinos que garantizan abundancia de entretenimiento envuelto en una exquisita discreción, con manifiesta indiferencia por los tratados internacionales. Yo aún tuve que penar dos años y medio más.

Un día me llamó su hija. No sabía de su existencia. Tenía una voz áspera que me dejó desconcertado, pero tampoco le costó mucho arrancar una cita después de presentarse y lanzar la invitación. Fuimos a comer a un restaurante asiático de grandes dimensiones, decorado con exuberantes plantas naturales que desprendían un aroma cautivador. El pelo a lo garçon, unos intensos ojos verdes y su indumentaria de corte masculino excitaron mis sentidos. Sin embargo, me abstuve de intentar cualquier flirteo, atrapado como estaba en las redes de la curiosidad.
No se anduvo con rodeos. Nada más sentarnos deslizó un sobre marrón sobre la mesa y me insistió en que lo pusiese a buen recaudo. A continuación resumió su contenido. Nombres, fechas, contratos, grabaciones, comisiones, prebendas, favores… Todo un catálogo de corruptelas urdidas por su padre que involucraban a un buen número de personajes de la mayor relevancia pública.

Mientras tomaba mi postre, ella pidió la cuenta y pagó con su tarjeta de crédito. Sin más dilación, se puso en pie y tras pronunciar un sencillo ‘adiós’ salió con paso decidido hacia la puerta. Aún me quedé un buen rato con la mirada perdida, preguntándome en forma de bucle qué es lo que iba a hacer con el sobre. Pedí un licor para demorar cualquier decisión, pero sin darme cuenta lo apuré en un par de tragos. Aunque tenía ganas de ir al baño, no consideré prudente dejar mis cosas en la mesa. Dejé la evacuación para el momento de la retirada, ya con la chaqueta puesta y los valiosos documentos disimulados bajo el brazo.

mecachis5Ya en la calle, subí caminado por la acera con intención de parar a un taxi. Pronto me avistó uno y dio las luces para acercarse hacia a mí. Cuando se encontraba a pocos metros, aceleró bruscamente hasta embestirme con un golpe seco, seguido de un frenazo. Salí disparado, aunque por fortuna no me arrolló con las ruedas. Alguien bajó del asiento del copiloto y el vehículo reanudó su marcha avenida arriba. Antes de perder el conocimiento, con la vista nublada por el reguero de sangre que brotaba desde la frente, pude notar un fuerte pisotón en la mano, aún aferrada al más que probable objetivo del ataque.

Acabo de volver de la agencia. Me acerqué después de terminar mi turno en la empresa municipal de autobuses. Han quedado en mandarme por correo electrónico el billete al destino que garantiza abundancia de entretenimiento envuelto en una exquisita discreción, con manifiesta indiferencia por los tratados internacionales.

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Explota, explótame, explof....

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-Puaaajjj…

-Por dios…

-Santo cielo…

El inspector Segura echó mano del pañuelo para mitigar el penetrante efluvio de las vísceras aún frescas esparcidas por toda la oficina y, de paso, contener el amago de náusea que se descolgaba por un hilillo de saliva pastosa entre la comisura de sus labios. explota2Sus dos ayudantes, que apenas podían articular un comentario mínimamente inteligible, prefirieron parapetarse tras las anchas espaldas del superior, en busca de un encuadre algo más alejado del horror desaforado que campaba ante sus ojos. En el pasillo aún resonaba el llanto estremecido de la operaria de la limpieza, intercalado con una extraña cantinela que murmuraba entre dientes con desesperante insistencia. La mujer había acudido a la sede central de la compañía como cada tarde, al finalizar la jornada, con la confianza de encontrar el campo despejado para regocijo de su fregona.

El dantesco mejunje de tendones partidos, músculos desgarrados, huesos hechos añicos y fluidos corporales revueltos de forma macabra había convertido las paredes y las superficies del mobiliario en una suerte de lienzos involuntarios de semejante abstracción de formas, texturas y colores, como paridos por el pincel atroz de un sádico en estado puro.

Incomprensiblemente entera y sin daños aparentes, la ropa de Adriana Álvarez aparecía dispuesta de manera que alguien o algo la hubiesen colocado en su puesto de trabajo con absurda meticulosidad: los pantalones, con las perneras colgando de la base de la silla; la blusa, de un blanco inmaculado, extendida por el respaldo; los zapatos, explota4con sus altos tacones bien alineados bajo la mesa; un reloj con pulsera dorada, una esclava de cuero y un anillo de casada, en posiciones coherentes, como si la sombra de su propietaria se encontrase aún en postura de rutina cotidiana ante el destello azulado de la pantalla del ordenador.

No lejos de allí, ante la puerta del supermercado, una súbita estampida de personas prorrumpió en la calle entre atropellos y gestos desencajados. En un intervalo de 30 segundos, dos clientes se habían volatilizado en una masa de un repulsivo color granate, dejando en el pavimento una pulpa informe y pegajosa que recordaba a los restos de un lagar de uvas recién pisadas. Las primeras pesquisas de la patrulla policial que se desplazó al lugar de los hechos pudieron constatar, tras identificar a las víctimas por su documentación —sorprendentemente intacta, al igual que otras pertenencias y la indumentaria tendida sobre el mostrador de comida preparada—, que Ángel Alarcón y Armando Antúnez trabajaban en la misma empresa como informáticos. Según algunos compañeros, posiblemente ni se conocían. Su coincidencia en el establecimiento podría atribuirse a la cercanía al centro laboral y al escaso margen de tiempo para el almuerzo establecido por la dirección.

Aquella misma mañana, en el parque que se extiende a lo largo del río, las pocas personas que pasaban por allí a esas horas tan tempranas habían formado, atraídas por el espanto de la escena —verdaderamente excepcional—, un corrillo al que también se sumaron un par de perros tras esquivar la vigilancia de sus dueños. El nervioso olisqueo de sus hocicos descubrió lo que parecían restos humanos en pequeños trozos en medio de un caldo sanguinolento, como una siniestra caldereta de carne y entrañas preparada por el mismo Saturno. Una especie de parálisis colectiva había detenido a los espectadores en sus posiciones, incapaces de realizar movimiento alguno o de intercambiar palabra, aturdidos quizá por el propio desconcierto de los demás.

Asomado desde la terraza del tercer piso del bloque más próximo, un vecino en pijama de rayas apuraba su cigarro con expresión de extrañeza. Esa cómoda desafección por los y las oficinistas que madrugaban para hacer ejercicio antes de entregarse al sedentarismo laboral aumentaba el placer de cada bocanada. explota3Desde la altura, la perspectiva mostraba con más exactitud la inquietante disposición de unos pantalones cortos de deporte dispuestos cuidadosamente bajo una camiseta de tonos grises y naranjas, estampada con el nombre de Angustias, y sobre unas zapatillas de deporte misteriosamente situadas en trance para correr.

Bajo el verde espacio del episodio anterior, el sonido de una emisora de radio reverberaba con fuerza en el túnel. Un vehículo blanco se encontraba cruzado y con la puerta del piloto abierta sobre el asfalto de la vía de circunvalación, sepultada durante decenas de kilómetros. A pesar de los cinco carriles por sentido, el incidente estaba causando un embotellamiento gigantesco, con ramificaciones por todas las entradas. Los pitidos desquiciantes ahogaban la voz del locutor que, ajeno al caos, disparaba una noticia tras otra, aunque la atención mediática se encontrase encallada en el parqué de la Bolsa, donde la compañía tecnológica Austeria Awesome estaba rompiendo sus techos de cotización. Analistas y tertulianos no dejaban de cruzar sesudas teorías para explicar el éxito tan fulgurante de una aventura empresarial relativamente reciente, nacida y criada en el caldo de la crisis económica y el cambio generacional, con el acento puesto, además de sus innovadores servicios, en una extraordinaria optimización de los recursos humanos.

La grúa, la policía y los servicios de limpieza tardaron más de una hora en llegar. Para entonces los individuos reventados ya no eran exclusividad del primer coche que provocó la vorágine de un hermoso día de primavera, preludio de un fin de semana ciertamente tentador. De hecho, se pudieron constatar tres casos más en diferentes puntos del atasco. Junto a Adela Aparicio, la detonación biológica también había alcanzado a Arturo Astiarán, Alberto Azcona y Amelia Alberdi. Todos ellos, o la masa informe y diseminada que quedaba de su identidad humana, conservaban la pulcritud de su vestimenta, aferrada a los volantes.

El ascensor subía vertiginoso rumbo a la planta 59, donde el consejo de administración, convocado a las 13h, estaría enmarcado una vez más por la luminosa panorámica de la gran ciudad en movimiento. explota6En el hall, la asistente presidencia, Aurora Aguirre, había coincidido con tres de los directivos. En el breve trayecto hubo tiempo para algún que otro comentario de cortesía sobre su excelente aspecto. Después de una larga noche en vela, Aurora constató, como en otras muchas ocasiones, que el maquillaje seguía haciendo milagros. A la altura del piso 30, su presión arterial sufrió una repentina subida, acompañada de unos latidos en creciente aceleración. En el 42, los compañeros advirtieron un semblante enrojecido que se hinchaba por momentos. Diez más arriba, los ojos pugnaban con enorme tensión por saltar de sus cuencas.

El estallido fue casi inaudible. Cuando consiguieron reponerse de su turbación inicial, en medio de una cabina estrambóticamente decorada con despojos y plasma viscoso, los ejecutivos llamaron a recepción para dar aviso al departamento de Seguridad e Higiene. A continuación, tras ajustar sus corbatas, se dirigieron resueltamente hacia la sala de reuniones, donde el consejero delegado y los demás ocupaban ya sus puestos.

- Buenos días, señores. Adelante, ya estamos todos. Bonito traje, Christian. ¿Empezamos?

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LA METAMORFOSIS (relato no kafkiano)

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De pequeño solía corretear tras ellas. Forjaba distintas estrategias, las acosaba y, cuando la campaña tenía éxito, me cobraba un par de piezas acorazadas tras provocar un atronador crujido que me recordaba la corteza del pan recién horneado al quebrarse. Recostado en la cama, preparaba meticulosamente los detalles de la próxima cacería. Había que sacarlas de sus escondrijos. Para ello, las fumigaba con lejía. Daba gusto verlas salir atolondradas y avanzar vertiginosas sin rumbo, cegadas por la prisa. Era entonces cuando comenzaba el morboso festival, la lucha a campo abierto. Podía estudiar sus movimientos, atajar sus incursiones y bloquear la retirada. La sensación de ubicuidad se descomponía después, con los limpios y precisos amagos del enemigo. Crecía la excitación en cada escaramuza hasta que, atracado de ira por la demora de la victoria, lanzaba una ofensiva nerviosa e irritada que terminaba por resultar excesiva: aplastamiento brutal y restos de criminalidad enfermiza sobre la baldosa.

La derrota no era tal. Una feroz incontinencia reproductora multiplicaba los puntos negros que fugazmente atravesaban la habitación. Cada víctima era sustituida por dos, por tres nuevas réplicas de idénticas formas repugnantes, pero con ligeros avances biológicos sobre sus predecesoras: aumento de tamaño, mayor resistencia de la carrocería, incremento de la velocidad punta...

Enseguida entendí la teoría de ese tío barbudo que nos sacaba tantos parecidos con los monos. Me interesé por sus investigaciones. Mi suerte estaba decidida. Ya no podría arrancarles las patas. Al cabo de una generación, o sea, en cuestión de días, seguramente esos caparazones inquietos vendrían embadurnados en algún líquido abrasivo especialmente contraindicado para la piel humana. Si seguía estrujándolas implacablemente no podía retrasarse el momento en que un martillo fuese insuficiente para resquebrajar sus negruzcas corazas.

Entrada la primavera, el espectáculo se volvía grotesco. Según los libros que había consultado, era el periodo en que se producía la ovoposición. De noche, en un rápido golpe de luz, las sorprendía con el abdomen hinchado y una bolsa adherida en forma de petaca que, en pocas jornadas, abandonaban en un refugio seguro, algún cálido y acogedor nido para las larvas. Al principio, rubias y traslúcidas. Poco a poco, parduzcas hasta adquirir un negro intenso y brillante. La reposición se gestaba en cualquier rendija, en cualquier agujero. Incluso en la misma ropa, aprovechando los bolsillos o al abrigo de las solapas.

A riesgo de ser lentamente devorado, se imponía la claudicación.

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El giro en nuestras relaciones se inició con pequeñas muestras de deferencia hacia mis vecinas. Santi, el de la carnicería, me reservaba todas las semanas algunos restos de vísceras y tocino. Todo ello, machacado y aderezado con moscas y chinches, lo colocaba convenientemente en un rincón. Al levantarme, comprobaba con satisfacción que el conglomerado había desaparecido. Tan sólo permanecían algunos residuos impregnados en una saliva maloliente. Si algún día olvidaba mi atención alimenticia, ellas exprimían un lamento arrastrado que se desvanecía cuando viajaba a la cocina y volvía con nuevas provisiones. La luz amarillenta de la bombilla desnuda dejó de evidenciar mi presencia y, enseguida, superaron el obsesivo espanto que desenterraba la claridad. Finalizado el festín buscaban descanso y calor. Trepaban en grupos hasta mi cama y escogían cómodas posiciones entre los dedos de mis pies o en las oquedades de mi nariz. Otras encontraban mayor confort acurrucándose entre la vellosidad de las axilas.

La mañana despuntaba por el ventanuco y ellas ya se recogían en sus hogares. A mí me quedaban desperdigados por todo el cuerpo los restos de sus heces y un olor nauseabundo, pero raramente embriagador. Entonces me metía en la bañera y ellas venían detrás. Mientras restregaba mi cuerpo con la esponja, mis amigas se divertían flotando en el agua templada.

En el barrio se extendió un ininteligible rumor que impulsó verdaderas romerías de similares y agradables seres atraídos por un nuevo estilo de vida, altamente esperanzador. Mi habitación, especie de cerco de promisión, albergó descomunales concurrencias que requirieron de toda mi dedicación. El tiempo transcurría entre los turnos de baño y comida y los correteos matutinos.

metamorfosis3Naturalmente, mantenía ocultos todos mis lazos de convivencia con ellas. Siempre tenía el cuidado de cerrar bien la puerta de mi cuarto, y si mamá preguntaba, le aseguraba por lo más sagrado que todas mis tareas de limpieza andaban muy avanzadas. Cuando no tenía más remedio, abandonaba el generoso servicio y me reunía en la cocina con la familia para comer. Últimamente, papá se empeñaba en pensar que yo hablaba muy poco y mamá comentaba con extrañeza el incipiente moreno que lucía.

- No entiendo cómo se te pega tanto el sol —barruntaba distraída— si te pasas la vida ahí metido.

Con el tiempo, papá destacó la extraordinaria reciedumbre de mi espalda y esos brazos de largos pelos que eran un síntoma inequívoco de masculinidad prematura. Mamá seguía impresionada con el moreno, que ya empezaba a ser negruzco y brillante. Eran frecuentes las advertencias acerca del pestilente hedor de mi boca, circunstancia achacada a un deficiente aseo dental. Pensaban que repentinamente había adquirido unas costumbres demasiado ahorrativas por esa manía mía de recorrer la casa a oscuras con ese paso nervioso y arrebatado. Tampoco encajaba la fascinación que me producía el fogón de la cocina, siempre tan calentito y acogedor.

Una mañana, tras llamarme repetidamente sin encontrar respuesta, mamá entró en la habitación. Pero no pudo distinguirme.

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