ese ele
  • Home
  • Sonámbulos
  • Ese Ele
  • El Limbo

Las horas y los plagios

plagios1

Suele ocurrirme. El encargo se me ha echado encima como un fantasma que te va siguiendo con sigilo, sin perderte de vista, consciente de que eres consciente de su vigilancia, hasta que se adelanta, te corta el paso y acabas dándote de bruces con él. En esta ocasión no tengo nada en la cabeza y solo quedan un par de horas antes de la entrega. Normalmente ocurre que alguna idea se instala confortablemente en la mente durante días o semanas, aunque sin apenas hacer ruido, acurrucada como una niña pequeña que se resiste a crecer. Cuando llega el momento, sale de su refugio, abre las ventanas, salta al prado y se pone a correr. Ahora no hay niñas, ni ventanas, ni prados... Solo una hoja de papel inmaculada.

Me levanto a comer unas lonchas de pechuga de pavo con un trago de cerveza. Es un comportamiento automático, un respiro antes de continuar reptando por el desierto. Vuelvo al teclado y todo sigue igual. Pasa un rato. Parece que corre algo de frío. Seguramente hay alguna puerta abierta por ahí. Recorro el pasillo hasta la alcoba, pero todo está en orden. De regreso, paso por delante de la estantería, repleta de libros. Miles y miles de páginas alineadas en filas inmóviles, millones de palabras, de historias, de pensamientos dormidos. plagios2¡Qué pena! Llevan años ahí, sin nadie que les preste atención, olvidados de su propio olvido. Alguna vez sus tapas fueron abiertas y sus hojas surcadas a lo largo de un intenso y efímero viaje.

Paso la mano por los lomos. Parecen ávidos de una caricia, aunque sea ligera, de una mirada furtiva. En cambio, me hago el propósito de dar un repaso a las baldas el fin de semana. Ya va siendo hora de retirar el polvo acumulado. Hace casi un mes que no paso un trapo por aquí. En medio de estos pensamientos, noto a mis dedos tropezar con un tomo algo más alto que los demás. Casi sin intención lo saco de su sitio. Son las memorias que Christina Rosenvinge publicó hace un par de años con el título de “Debut”, donde además de transitar por los momentos más significativos de su carrera e incluir partes de sus diarios personales, recoge las letras de todas sus canciones y explica la inspiración que dio origen a algunas de ellas.

Primera misión de la Operación Rescate. Abro al azar y aparece la página 53. Es la letra de ‘Días grandes de Teresa’, que parece un guiño a la famosa novela de Juan Marsé. El tema pertenece a su álbum ‘Mi pequeño animal’, que no tuvo muy buenas críticas. Este es el comentario de Christina, escrito en su diario el 19 de agosto de 1995: plagios7“De un lado lo encuentran demasiado radical y del otro poco creíble, así que ya no encajo en ningún sitio. Me pregunto cuánto machismo hay entre esos prejuicios que tienen conmigo. Me cuestionan a mí más que al disco en sí. Parece que al mundillo no le hace gracia que la niña suene a rock. Menos mal que hay unos cuantos incondicionales a los que les gusta, son los raros que me reconocen como una rara más. Me abrazo a ellos y pienso que no estoy sola”.

La canción está dedicada a su hermana Teresa, profesora y crítica literaria. A ella creo que no la he visto nunca, ni siquiera en foto, pero sí tengo presente a su marido, Benjamín Prado, poeta, novelista y ensayista que llevaba el suplemento cultural de ‘Diario16’ cuando yo trabajaba allí, en la sección Internacional. Recuerdo vagamente su presencia en alguna noche de copas con otros compañeros del periódico, siempre con su verborrea, su chupa de cuero y su melena lacia que creo que conserva aún.

Aquí va el extracto, revivido de manera puramente circunstancial:

Días grandes con Teresa

Teresa con el pelo liso / en el año setenta y tres / incendiando el paraíso / con la huella azul de sus pies.

Tan bonita y frágil, / bailando con extraños / es difícil que no se haga daño. / Es un pastel de cumpleaños / invitado a un huracán.

Eran días grandes de Teresa, / disparando contra el cielo de Madrid. / Eran días grandes de Teresa. / Yo estaba cerca y la seguí.

Teresa y sus poemas rotos / de heridas y de oscuridad. / Ha esperado tanto del desfile / que empieza a desfilar. / A los veintiún años, / con su vestido blanco, / hay un coche para cada chica guapa, / un anillo de hojalata / y una soga por collar.

Eran días grandes de Teresa / disparando contra el cielo de Madrid. / Eran días grandes de Teresa / Yo estaba cerca y la seguí.

Teresa haciendo chocolate / en el año noventa y dos / para su pequeño niño apache / que está tocando el tambor.

plagios5Para el segundo capítulo de la Operación Rescate —Operación Plagio si prefieren—, le pido a mi hijo que elija un número del 1 al 7, y opta por el 6. Cuento los estantes hasta llegar al penúltimo. Hay un total de 20 libros. Vuelvo a solicitarle que escoja en ese rango y el primero que le viene a la mente es el 13. Empiezo a contar hasta llegar a un delgado volumen de relatos patrocinado por la aerolínea Iberia. El título de la selección: “12 autores para una nueva era”. El propósito del proyecto, lanzado en 2001 fue, según reza la contraportada, “rendir homenaje a Iberia por sus más de 70 años de historia y celebrar el inicio de su nueva era, que ha de llevarla, en alas de la ilusión, por los cielos del siglo XXI”.

En alas de la ilusión. Madre mía. Creo recordar que después de esa declaración de intenciones la compañía pasó por todo tipo de turbulencias: despidos, huelgas, ajustes salariales, pérdidas millonarias, planes de choque, fusiones… ¡Menuda nueva era! En el librito aparecen las firmas de primeros y primeras espadas de la literatura española: Camilo José Cela, Mario Vargas Llosa, Juan Marsé (otra vez aparece por aquí el tal Juan Faneca Roca), Guillermo Cabrera Infante, Rosa Montero, Rosa Regàs, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo, Eduardo Mendoza, Javier García Sánchez, Almudena Grandes y Jesús Ferrero. La crème de la época. A mi último requerimiento, mi hijo contesta con la cifra 88. Casi se pasa, dado que la obra solo consta de 93 páginas.
El resultado es un cuento de Almudena Grandes titulado ‘Elisa vuela’. Voy a copiar aquí una parte:

Cuando el eco de las pisadas de sus padres se apagó al otro lado del pasillo, Elisa se destapó la cara en tres fases. Primero descubrió los ojos, manteniendo el edredón firme contra la nariz. Después tiró de él un poco más, hasta que el borde coincidió con su labio superior. Por último, liberó su barbilla y aún esperó unos segundos, como si necesitara asegurarse de que su gesto mudo, equitativamente audaz y sigiloso, plagios6no había sido detectado por los adultos de la casa. Luego se sentó en la cama, recuperó sus dos brazos, dobló la almohada para recostarse contra el respaldo, sacó un libro de debajo del colchón y encendió la luz de la mesilla, procurando que sus dedos resbalaran sobre el interruptor con la mayor suavidad posible.

El libro, grande y cuadrado, con tapas duras e ilustraciones en todas las páginas, había pertenecido a su padre. Elisa lo descubrió por azar una tarde de domingo, mientras arrastraba su aburrimiento por todas las esquinas de la casa. Estaba en la última balda de una de las estanterías del pasillo, el lomo sucio y desmochado, camuflando un tesoro de imágenes secretas, fabulosas, insólitas. Había allí una mujer con cabellera de serpientes, un toro con el cuerpo de hombre, un perro con afilados dientes de león, un gigante con un solo ojo en la frente, un forzudo que sostenía el mundo sobre sus hombros, un gran caballo de madera ante una muralla, y muchos, muchísimos barcos. Ella nunca había visto dibujos como aquellos, pero cuando pasaba las páginas muy despacio, absorta en su propia fascinación, su padre le arrebató el libro por la espalda.

—Dame eso —le dijo—. Me lo regalaron cuando cumplí siete años y le tengo mucho cariño. Te lo vas a cargar…

¡Vaya! Esto sí que es coincidencia: libros, estanterías, azar, padres e hijos, la turbadora seducción de la palabra y el dibujo impresos… Nada de esto estaba preparado. Todo está ocurriendo tal y como aquí se narra, en tiempo real, la noche de un 15 de noviembre de 2021, año II de la pandemia. No sé cómo acaba la historia. Solo he leído el párrafo siguiente, en el que la niña suplica y patalea hasta conseguir que le devuelvan el libro. La escena se cierra con ambos sentados en el sofá del salón, compartiendo el objeto del deseo y disfrutando de la tarde del domingo que se esfuma rápida como un suspiro.

En el tercer salvamento participa mi pareja, que interrumpe brevemente la película que está viendo en la tele para elegir la estantería 1, balda 7, libro 13, página 123. El resultado: ‘Franco, el perfil de la Historia’, de Stanley G. Payne. No tenía noticia de las últimas andanzas de este historiador numerosos ensayos a sus espaldas sobre el dictador, la república, José Antonio, el franquismo, el carlismo y cosas así. Parece ser que recientemente ha colaborado en un libro promovido por Vox en contra de la Ley de Memoria Histórica junto con personajes como Hermann Tertsch, ese saco de odio, rencor y desprecio con tribuna en el Parlamento Europeo.

Transcribo:

plagios3Pero, de todos los logros de Franco, ninguno ha recibido tantas alabanzas como el de haber mantenido a España fuera de una intervención directa en la guerra. El Caudillo irá a la tumba con la distinción oficial de haber sido el único estadista europeo en superar decisivamente a Hitler en las negociaciones personales, pues otros se vieron arrastrados a la muerte o a la destrucción (o a pérdidas masivas y casi a la destrucción, como fue el caso de Stalin).

En realidad, entre julio y octubre de 1940 y hasta cierto punto en bastantes otros momentos posteriores, Franco estaba perfectamente dispuesto a entrar en guerra del lado de Hitler en cuanto éste ofreciera un precio. En esto, como en ciertos otros aspectos de la política exterior, Franco, a veces, no fue «hábil», ni «prudente». La decisión de que España no entrase en el conflicto fue de Hitler en un primer momento, más que de Franco, pues Hitler nunca consideró el valor de la participación española a causa del costo potencial de alinearse a la Francia de Vichy por la pérdida de una gran parte de sus territorios africanos. No hay que decirlo, ni Hitler ni Mussolini consideraron a Franco como igual; lo veían como un dictador militar «accidental» de un país débil, y que carecía del status o de las credenciales de un estadista importante. España quedaba relegada a la esfera meridional, «italiana», y el gobierno de Mussolini, aunque a veces fue generoso con España, pensaba, alternativamente, que el régimen de Franco era una especie de hermano menor o un semisatélite.

O sea, que el pequeñín de voz aflautada no contaba para nadie. Algo de eso ya sabíamos, aunque quizá fue precisamente un complejo de inferioridad lo que construyó su férrea determinación y su asombrosa habilidad para sobrevivir a sus “mayores” durante décadas. Sea como fuere, son las doce y estoy cansado. Me he pasado buena parte del día delante del ordenador, haciendo otros trabajos redaccionales debidos a mi profesión. Tenía varias ideas para desarrollar esta especie de experimento en torno al plagio y a la recuperación de pasajes que llegué a leer en algún momento de mi vida. Por ejemplo, encontrar hilos, tramas, puntos de unión para conectar entre sí los tres fragmentos surgidos de este inocente y ridículo juego; retorcerlos hasta dotarles de una nueva existencia. Todo eso está muy bien. Pero me da pereza. Ya he pasado de las 2.000 palabras —cerca de 11.600 caracteres, espacios incluidos— que era lo que me había propuesto más o menos. El caso era llenar unos folios para cumplir el compromiso con la publicación. Asunto concluido. Así que, buenas noches.

Imprimir

Morrison Hotel (2ª parte): Hard Rock Café

hardrock1

Al cruzar el umbral de aquel tugurio me encontré con un ambiente muy distinto del que se podía presagiar por su fachada. A pesar de que todo el mundo fumaba sin descanso, el aire que se respiraba era muy puro, refrescante incluso. Un viento ligero y sibilino cabalgaba por encima del libertinaje y el descontrol que allí se mascaban. El amplio espectro de individuos que se concentraba en apenas unos metros cuadrados se arropaba en torno a decorados construidos a base de troncos, hojas secas y piedras, bajo un techo de un azul intenso recortado por nubes de algodón. Aunque había mucha gente en la barra, conseguí hacerme un hueco para solicitar mi primer trago.

-Eh, chico, ¿sabes conducirte por ti mismo? –me asaltó la camarera, una chica de labios sensuales, enormes ojos y pálida como la ceniza, antes de que yo pudiese abrir la boca.
-Claro que sí, nunca suelto las manos del volante ni separo la vista de la carretera –le contesté con un tono que me salió bastante forzado, con el ánimo de parecer seguro y resuelto.
-¿Vienes a pasar un buen rato?
-Eso espero.
-Pues si estás con fuerzas, aquí puedes rodar toda la noche, rodar y rodar toda la noche. Solo tienes que tomártelo con calma, dejarte llevar y disfrutar. ¿Lo pillas?
-Si tú lo dices…
-Así te lo digo, aunque ten en cuenta que el futuro es incierto y el final siempre está cerca. ¿Qué va a ser?
-Me levanté esta mañana con una cerveza y creo que ahora tomaré otra. Gracias, guapa. Me voy a dar un rulo por ahí.

hardrock2Avancé hacia el interior del local hasta un gran neón en forma de sol que estaba apagado en esos momentos. Varios clientes, hombres y mujeres bastante jóvenes con el torso desnudo, se encontraban de pie frente a él, junto a unas tumbonas vacías y muy desgastadas. Daba la impresión de que llevaban allí desde el principio de los tiempos, esperando que ocurriese algo, con el rostro en pose de éxtasis. Yo me figuré que confiaban en que el luminoso se encendiera de una vez para liquidar una larga noche de incontroladas experiencias sensoriales y poder reconfortarse con su calor.

Por debajo de la puerta del servicio cercano, profusamente forrada con margaritas y amapolas naturales colgadas boca abajo por multitud de pinzas, salía agua a raudales, pero a nadie parecía importarle. Todo lo contrario. El reguero se remansaba en una esquina del garito donde llegaba a cubrir hasta la rodilla. Varias parejas jugaban a mojarse empujando el agua con el pie. Pronto me contagié de su diversión y me descubrí chapoteando con saltos cada vez más acelerados.

-¡¡Esta es la noche más extraña que he conocido!! –grite súbitamente, sin poder reprimir las palabras y sin conocer exactamente su significado ni la oportunidad de pronunciarlas ante todos esos desconocidos. Una ola de fraternidad se desató entre la concurrencia.
-¡¡Sííííííí!! –respondieron ellos—. Y continuación, todos juntos: ¡¡La primavera ha llegado!! ¡¡La primavera ha llegado!! ¡¡La primavera ha llegado!!

Después se quedaron callados y dirigieron de nuevo sus miradas hacia el sol de neón, que seguía sin brillar. Cuando se cansaron fueron a sentarse a las hamacas con la vista puesta en el luminoso. Me acordé de Pam. ¿Qué estaría haciendo en la habitación del hotel? Conociendo sus impredecibles reacciones podría estar quemando las cortinas o algo peor. Quién sabe. Deseé que estuviera allí conmigo, en medio de aquella expectación compartida. ¡Oh Pam, sigo sin saber qué es lo que salió mal entre nosotros! Realmente te quiero de verdad; te necesito, nena. Dios sabe que es así, porque no soy lo suficientemente real sin ti...

hardrock5De alguna manera, todo lo que estaba ocurriendo en aquel inquietante café resultaba como una ensoñación, un plano paralelo, una dimensión diferente, un suceso virtual. ¡Yo qué coños sé! Es una sensación que he tenido en muchas ocasiones. En ausencia de ella me siento un espectador entre las sombras, una marioneta con los pasos bien aprendidos, un jinete sobre un potro manso y sin rumbo, una estrella mortecina en el firmamento de los vivos. Estuve a punto de salir corriendo del bar y cruzar la calle para subir de dos en dos los escalones de su corazón, para decirle “te necesito, nena; realmente te necesito, es cierto”. Porque no soy lo suficiente real sin ella. Es la que me vuelves real. “Solo tú, nena, tienes ese atractivo. Déjame, por favor, deslizarme en tu tierno y profundo mar. Hazme sentir, amor. Libérame”.

No sé cuánto tiempo pudieron enredar aquellas ideas mi cerebro. Puede que fuese mucho. Tampoco tengo noción de haber salido del local con el propósito de visitar a Pam, ni de haber regresado a la barra para pedir otra cerveza. Entonces me puse a dar vueltas frenéticamente, poseído por una danza telúrica, girando y girando, como si quisiera taladrar la tierra para encontrar el magma de la vida. Giré y giré hasta desvanecerme de cansancio, embriagado de dolor y pasión.

El siguiente recuerdo me sitúa en una de las hamacas, con el rictus desencajado al notar el tacto de un líquido denso y viscoso en mis pies descalzos. El color y el olor no dejaban duda. Era sangre. Pero, ¿de quién? ¿Cómo había llegado allí? Mucha sangre, un río de sangre que brotaba del mismo rincón donde antes había agua. Me estaba subiendo a la altura de los tobillos cuando alguien susurró por detrás: “Hay sangre en las calles de Chicago. Yo vengo de allí”. Volví la cabeza, pero mi informante se había esfumado. El torrente crecía, camino de mis rodillas. Otra voz dijo: “Hay manchas de sangre en los tejados y en las palmeras de Venecia”. Repetí la operación de girarme. No descubrí a nadie.

hardrock4Por un pequeño ventanuco se colaba un rayo de sol color sangre, la sangre de la fantástica ciudad de Los Ángeles. Durante un breve instante asomó la cara de Pam, con la luz marcando un fuerte destello sobre su pelirroja cabellera. Después hizo un guiño y se alejó. La aparición no pasó desapercibida para las mujeres que deambulaban por el café. Todas se pusieron a llorar sin excepción cuando mi chica se evaporó. El llanto colectivo generó un río de lágrimas que se mezcló con el torrente de sangre hasta diluir complemente su tonalidad y convertirse en una masa traslúcida. De repente se presentó la camarera, subió a una silla y se agarró a una lámpara con sorprendente agilidad. Tomó impulso y empezó a columpiarse como si estuviese en un trapecio, por encima de las cabezas de los parroquianos, que seguían absortos sus movimientos. Llevaba un diminuto pantalón corto vaquero que marcaba bien su culo y mostraba unas bonitas piernas. El silencio se apoderó de la estancia, quizá en espera de que la espontánea se arrojase a la concurrencia como en un colchón. No fue así. La delgada chica de labios voluptuosos y piel de ceniza se colgó boca abajo, sosteniéndose por las corvas y continuó balanceándose mientras bramaba: “¡¡¡Genteeeeeee, la sangre es la rosa de nuestra misteriosa unión, no la desaprovechéis!!! Los clientes interpretaron la consigna como una invitación a beber el fluido que antes había sido colorado y que ahora estimulaba una especie de comunión universal, por lo que arrojaron lo que les quedaba de su bebida y llenaron sus copas con el brebaje, como si fueran cálices. Entre brindis, vítores y abrazos, todos apuraron el elixir hasta la última gota, justo antes de que retumbase un gran estruendo. La pálida camarera de grandes ojos se había soltado de la lámpara para precipitarse hacia el suelo, donde se quedó posada, en una postura que recordaba a una rana a punto de pegar un salto.

Tras el mismo cristal por donde había aparecido fugazmente el semblante de Pam, de su espíritu o de lo que quiera que fuese aquella epifanía, empezó a percibirse un resplandor cada vez más brillante. Algunos se acercaron a mirar. “¡Fuego, fuego, el barrio está ardiendo, el barrio está ardiendo!”, chillaron. Unos cuantos nos arremolinamos tras ellos, mientras otros salieron a la calle para corroborar el aviso. “¡Es verdad, es verdad, hay llamas por todos los lados! ¿Cómo es posible, cómo es posible?”, se preguntaban con creciente histrionismo.

En medio del monumental desconcierto me dio por pensar que hacía unas horas que ya estábamos en domingo, un domingo que se convirtió en el más triste de mi vida desde que empecé a albergar un presentimiento: Pam podría ser la causante de aquel siniestro. Por segunda vez aquella noche la imaginé detrás de las cortinas, escondiéndose de mí, pero esperándome al mismo tiempo, con una vela en la mano. Oh sí, mi chica es mía, ella es el mundo, ella es mi chica. Sí, me espera.

hardrock3A pesar del manto de pánico que se había extendido por el local, logré acurrucarme en un oasis mental preparatorio para el fin. Los pensamientos salían disparados. “La raza humana se está muriendo”, “no queda nadie para gritar y llorar”, “hay gente caminando sobre la luna”, “la niebla nos cogerá muy pronto”, “espero que nuestro pequeño mundo sobreviva”... Las letanías se repetían una y otra vez, aislando mi alma y mi cuerpo de todo cuanto me rodeaba, pese a que las llamaradas tocaban a la puerta con insistencia, el calor y el humo eran insoportables y el griterío, ensordecedor.

Cuando todo parecía perdido se oyó un murmullo desde la trastienda. Nos congregamos ante la barra para escuchar mejor y poco a poco el mensaje se fue haciendo más nítido. ¡El barco de los locos, el barco de los locos, suban a bordo. Vamos, vamos, podrán dejarlo todo atrás. El barco de los locos, el barco de los locos. Sí, he conseguido una granja para ti. Adelante, adelante”, exclamaba. Al fin vimos al tipo, grande, enorme, con poblados bigotes, vestido como el maestro de ceremonias de un circo y con un cartel colgado de una cadena de oro en el que se podía leer su nombre: Mr. Goodtrips.

¡Vamos, adentro todos. No os precipitéis, hay sitio para todos. El barco de los locos, el barco de los locos, el barco de los locos!




Imprimir

Morrison Hotel

morrison1

Con la mano derecha abierta, como el que se dispone a estampar una mosca desprevenida, hice sonar varias veces el timbre sobre el destartalado mostrador, hasta que apareció un individuo con cara de pocos amigos. Seguramente había interrumpido bruscamente su holganza en algún sucio jergón de la trastienda, oculta por aquellas desgastadas cortinas de incierto color marrón. En esos momentos, por la escalera lateral bajaba con gran parsimonia un hombre no muy mayor, aunque prematuramente envejecido, con pinta de vagabundo. Llegó hasta la puerta del establecimiento abstraído en su mundo, sin mirarnos ni pronunciar palabra, y salió a la calle con una bolsa de papel vacía. El recepcionista tampoco le hizo el menor caso.

- Qué hay –esputó con desgana.
- Hola, buenos días. Quería saber si le queda alguna habitación libre para tres noches.
- A 4 dólares, con baño compartido. Documentación…
- ¿No le queda ninguna de 2,5? El cartel de fuera dice que tienen ese precio.
- Lo que dice es “a partir de…” No sabe leer o qué.
- Está bien, está bien.

morrison2Mientras buscaba en la mochila el carné de conducir, la única acreditación que podía exhibir, a pesar de que llevaba más de tres años sin tocar un vehículo, empezó a sonar con fuerza el traqueteo metálico de una furgoneta que estaba aparcando en la acera de South Hope Street, enfrente del hostal. Por el reflejo de la vidriera que había detrás de la repisa comprobé que se trataba de una vieja Volkswagen de la que salieron cinco jóvenes acompañados de una chica muy atractiva. Cruzaron la calle armando cierto alboroto, a paso ligero, comportándose con desenfado hasta que entraron. Todo indicaba que iban guiados por una clara determinación.

- Te lo dije, Jim. Es perfecto –dijo uno de los chicos, con gafas redondas y melena rubia.
- Desde luego, un gran lugar para planear un crimen o empezar una religión –contestó su amigo, también con pelo largo, moreno, y una penetrante mirada cargada de insolencia.

En el hall preguntaron al empleado si podían tomar unas fotos. El tipo les miró de arriba abajo y de izquierda a derecha con indisimulada displicencia hasta que soltó una drástica negativa.

- Aquí no se pueden tirar fotos. Ya os estáis largando.
- Pero bueno, ¿y eso? Solo son unas fotos. Acabamos rápido –espetó el que llevaba la cámara colgando del cuello.
- Déjalo Henry, menudo antro de mala muerte –terció otro que lucía grandes bigotes unidos a las patillas.
- Verás, no vamos a romper nada, ni hacer nada malo. De verdad. Solo que a mi amigo le hizo gracia el albergue, porque se llama igual que él. Solo eso. Es un recuerdo sin importancia.
- Que os larguéis. Los dueños no están y yo no os voy a dar permiso sin su consentimiento –argumentó el encargado con un rictus que empezaba a resultar agresivo.
- Oye, a ver si aprendes algo de educación –respondió el de la melena rubia.
- Vale, Ray. Tiene razón. No está autorizado. A lo mejor podemos volver otro día –intervino la chica del grupo.

Observé la escena sin ser advertido, sentado en un decrépito sofá que estaba pegado al escaparate. De repente sonó como un chorro cayendo desde arriba. Entonces, alcé la vista al mismo tiempo que el recepcionista, que no daba crédito, como yo, a lo que estaba pasando. El origen era un tío con aspecto de lunático, cuya desnudez cubría únicamente un holgado gabán, que estaba meando por el hueco de la escalera, como si de su picha brotase algún tipo de maná redentor.

-Yo os bendigo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Amén –imprecó el tarado.

morrison6Con un tremendo bufido el encargado salió del mostrador como una centella y corrió a su encuentro subiendo los escalones de tres en tres. Al comprender sus intenciones el loco giró sobre sí mismo y desapareció por el pasillo, repitiendo una y otra vez “yo os bendigo”, “yo os bendigo”…

- Chicos, esta es la nuestra –alertó el fotógrafo–. ¡Vamos, vamos! Antes de que baje. No tenemos mucho tiempo. Poneos en el sofá, mirando hacia la calle. Yo voy fuera.

Como un silencioso resorte, desalojé el lugar en que me encontraba con suma discreción y me situé cerca de la chica, que observaba divertida la escena. Como la persiana estaba medio echada, la iluminación era algo deficiente. Al de la cámara no le importó. Desde la calle empezó a hacer señas para el que chico moreno, el que llevaba una camisa blanca sin cuello, se situase en el medio, con las manos en los bolsillos. Los dos con barba se pusieron detrás, a derecha a izquierda, éste último con las manos apoyadas en un respaldo. El rubio de las gafas redondas con trazas de intelectual prefirió quedarse de medio lado, con el brazo extendido encima de la cabecera. A pesar de las circunstancias, un tanto cómicas, todos adoptaron una pose excesivamente seria al exhibir sus ensimismados semblantes, como si hubiesen sido transformados en inquietantes maniquíes.

La sesión duró poco. Enseguida rompieron la composición y abandonaron el local apresuradamente. En menos de un minuto, la furgoneta que les trajo zumbaba de nuevo por la avenida, a la que me asomé instintivamente. Tenía cierta curiosidad por adivinar a dónde podrían encaminarse con tan humilde botín. El vehículo se dirigía al oeste, rumbo a la autovía de Santa Mónica, quizás hacia la playa o al campus de la Universidad de California.

morrison4Regresé al hotel. Debido a las extrañas interrupciones de la mañana, aún no me habían asignado ningún aposento. Cuando al fin bajó el de la recepción, me pregunté de qué manera habría ajustado cuentas con el escatológico huésped. Sin hacer el más mínimo comentario sobre el incidente, rebuscó en el cajón y me entregó una llave con un cordón y una chapa en la que estaba grabado el número 112, apenas perceptible.

Estuve deambulando en busca de mi habitación por el angosto pasillo de la primera planta. Las descoloridas telas estampadas que forraban sus paredes iban conformando una suerte de túnel que incursionaba hacia una dimensión crecientemente irreal. Ninguna entrada estaba identificada. Ya me lo había advertido el chico de la recepción. Para orientarme hacia mi destino me explicó que tenía que contar 11 puertas a partir del rellano de la escalera y que la siguiente sería la que me correspondía. Para no equivocarme fui desplegando un dedo por cada una que iba dejando atrás. Cuando terminé con las dos manos me detuve. Más allá de la siguiente puerta un recodo cambiaba la dirección del pasillo. Me aproximé hasta él, pero a partir de esa posición había tal oscuridad que no se podía percibir nada. Tampoco encontré ningún interruptor para iluminar el tramo. Avancé a tientas, siguiendo el tabique con las palmas y dando pasos muy cortos. Al cabo de un rato no pude encontrar ninguna habitación más, por lo que volví a la zona con visibilidad, retrocediendo hasta la última puerta por la que había pasado antes.

morrison3Como me sentía fatigado, recosté mi espalda sobre ella. Sin querer, apoyé el codo en el picaporte hasta que éste cedió lentamente y dejó el paso libre. La repentina apertura me hizo perder el equilibrio y caer en el interior de la estancia. Desde suelo, a la altura de mis ojos, pude observar unos zapatos rojos muy lustrosos que giraban y giraban sin cesar, siguiendo de forma desacompasada una clásica pieza de rocanrol que una mujer de mediana edad y larga melena rubia tarareaba como perdida en un bucle. El brillo del calzado contrastaba con su pobre vestido de campesina. Al fondo, junto a una chimenea sin fuego y sin leña, un anciano de piel curtida, cubierto de algas y con una diminuta coleta para recoger sus exiguos pelos canos apuraba una botella de cerveza tras otra con la atención puesta en la ventana, desde donde se dominaba una suave colina.

-¿Quieres estarte quieta de una puta vez? Jodida Maggie, me tienes harto. Bájate a la ciudad y déjame en paz. ¿Es que no se puede emborrachar uno a gusto en esta casa? Mierda de tía. Te voy a desheredar. Así nadie querrá follar contigo. Ni siquiera esa escoria que tienes ahí tirada bajo tus pies.

Al reparar en mi presencia la mujer dejó de dar vueltas, se sentó a horcajadas sobre mí y empezó a restregar su sexo sobre el bulto que empezaba a crecer entre mis piernas. Cuando la tuvo a punto, bajó la cremallera del pantalón, metió la mano por la abertura y empezó a masturbarme toscamente hasta que me corrí en la ropa. Luego pegó un salto para incorporarse, me tendió su brazo con intención de levantarme y tiró de mí con ansias de salir de allí. Justo después de cerrar se escuchó el fuerte crujido de una botella estampándose contra la puerta.

Avanzamos por el corredor hasta la siguiente habitación. Íbamos cogidos de la mano, sudorosos y excitados. Por debajo de la puerta asomaba un intenso resplandor. Maggie se situó enfrente, la abrió de un puntapié, me empujó dentro, dio un sonoro portazo y no supe nada más de ella. Me encontraba ante un extenso y yermo paraje bañado por un sol cegador, pero hospitalario. Caminé en busca de una sombra y al cabo de un rato la encontré tras una gran roca cuya forma recordaba vagamente a una pipa. Fue cuando ocurrió algo inaudito. Aquella chica navaja con la que compartí una abrasadora semana cinco años atrás se encontraba ante mí, como una milagrosa aparición, tan sensual y deseable como siempre. Quise pronunciar la frase que tanto repetí teniéndola en mis brazos. Quise decirle “te amo más que a nada, mucho más que a cualquier otra que haya conocido en el verano indio”… No pude hacerlo, porque selló mis labios con su boca y me deslizó con su lengua un trozo de vegetal cubierto de una fina pelusilla cuyo amargo sabor al masticarlo supe identificar rápidamente.

La placidez de aquel viaje, dulce como una caricia, sinuoso como las marcas de un campo de cereal recién segado, no duró mucho. O tal vez sí. ¿Quién puede medir el tiempo? Todo terminó con unos brutales golpes en la pared del cuarto contiguo.

- Sé que estás ahí, James Douglas, lo sé bien. A mí no me engañas –los gritos retumbaron por todo el edificio.
- ¿Pamela? Esos chillidos son inconfundibles.
- Síííí, Pamela Susan Courson. ¿Qué pasa?
- ¿Cómo has llegado a este hotelucho? ¿Qué haces en la otra habitación?
- ¿Oír cómo te follas a esa puta india?
- No estábamos haciendo nada. Solo peinábamos nuestros cabellos con el susurro del viento.
- Métete tus versos mierderos por el puto culo, cabronazo.
- Amor, solo era eso, amor. Solo era eso, amor. Tú eres mi princesa, mi verdadera reina de la carretera. Te comportas como una tigresa, pero en realidad estás ciega.
- Ciego te voy a dejar yo a ti, monstruo de cuero negro. Te voy a sacar los ojos y se los voy a dar de comer a tus amigos los cuervos. Negros como tú, negros…

morrison5Las voces se replegaron hasta bien entrada la noche. El sofoco nos sumió en un agitado duermevela en el que no hubo más palabras ni reproches. El estruendo del camión de la basura batiendo la calle de madrugada dio inicio al segundo asalto, mucho más apacible, después de introducirme por el agujero de la pared y aparecer en su habitación como el genio de la lámpara maravillosa.

- ¿Por qué me vigilas, Pam?
- Porque me has contagiado tu mierda poética. Porque conozco aquel sueño que tuviste. Porque conozco la palabra que esperas oír. Porque conozco tu miedo más profundo y tu secreto.
- ¿De verdad?
- De verdad. Soy una espía en la casa del amor. Lo sé todo. Todo lo que haces. Los lugares a los que vas. Todos a quien conoces.
- Pam, quiero contarte algo. Mi abuela se enamoró de un marinero que navegó por el mar helado. El abuelo fue aquel ballenero que me puso sobre sus rodillas y me dijo: “Hijo, me estoy volviendo loco de vivir en tierra firme. Tengo que encontrar a mis compañeros y andar por tierras extranjeras”. Ese anciano era agraciado. Tenía una sonrisa de plata, fumaba en pipa de brezo y caminaba cuatro millas por el campo, cantando canciones de hermanas sombrías y de la libertad de antaño, canciones de amor y canciones de muerte. Canciones que liberan a los hombres. Tenía tres barcos, sesenta hombres y muchos puertos aún por arribar. Decía: “Estaré en el mástil, dejando soplar los vientos del norte hasta que la mitad de nosotros muera”. También solía recitar esto: “Cuando tenga en mis manos un billete de un dólar, compraré una botella y beberé hasta saciarme. Si tengo en mis manos uno de cinco, irá para la viva piel de esa chica. Cuando tenga en mis manos uno de dos, volveré a casa para casarme contigo. Casarme contigo, casarme contigo”.

Pam se quedó callada durante un largo espacio de tiempo. Me levanté de la cama y fui al lavabo. Me había entrado una náusea repentina. Refresqué mi nuca con agua y crucé la estancia hasta la ventana. Al separar la cortina, me percaté de un luminoso de neón, al final de la manzana, que anunciaba “Cocktails” junto a la entraba de un garito de fachada roja que se hacía llamar Hard Rock Cafe.

CONTINUARÁ…




Imprimir

lanochemasoscura