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Pézenas, con permiso de Molière

pezenas

Me gusta volver de los lugares que visito con alguna sorpresa excepcional que se me descubre más allá de las obvias atracciones turísticas. Cuando esto ocurre, sé que volveré. Este verano hemos visitado por tercera vez Pézenas, pequeña localidad de Languedoc Rousillon que seguramente aparece en muchas guías de viajes. Molière, su cuidado barrio histórico y su excepcional ambiente tienen la culpa.

Artistas, artesanos y libreros conviven con tiendas de antigüedades, establecimientos de especialidades y delicatesen. A su alrededor se extienden los campo de viñedos, y en su interior la ciudad sigue recordando que fue durante siglos lugar de encuentro de grandes nombres de las artes escénicas y musicales. Los nombres de sus calles, la intensa vida artística y su carácter bohemio, son un fiel reflejo de lo que fue durante siglos.

Agosto, 2014.

Dejamos bajo las sombras de los árboles el coche para comenzar nuestro paseo a pie por Pézenas. No sabemos si un año más encontraremos vagando por las calles del barrio judío a Fígaro, que nos cautivó la primera vez que visitamos la ciudad y al que Paco busca desesperadamente cada año que volvemos.

Siempre venimos en verano. Me gusta Pézenas especialmente durante las tardes, sobre todo cuando la noche empieza a caer. El barrio antiguo con sus calles peatonales empedradas, habitualmente lleno de turistas pero sin caer en el exceso, va relajándose a medida que avanza la tarde. Sus casas con patios interiores están ahora ocupadas por ateliers de creadores o restaurantes que conservan su impresionante arquitectura y mantienen los grandes pórticos y ventanales abiertos a la curiosidad de los paseantes. Mi mirada es indiscreta y disfruta fijándose en los pequeños detalles, hurgando en lugares escondidos u oscuros. Me gusta fisgonear desde la calle hacia el interior y este es un lugar que propicia mi carácter voyeur.

pezenas3Paseamos con un objetivo fijo y un rumbo itinerante: nos esperan unas cuantas citas obligatorias sin orden fijo en nuestro recorrido. Algunas de ellas tienen que ver con mi permanente necesidad de festín visual que aquí sacio a cada paso.

Paro en una esquina, bajo el rótulo de la rue Émile Zola. Tras los ventanales de un establecimiento de artesanía los telares, las texturas, los colores me capturan. Cuatro manos trabajan sobre un pequeño maniquí, ajustando un minúsculo traje de noche en raso azul sobre él con mimo y delicadeza, construyendo un pequeño atrezo  teatral sobre una enorme mesa de madera. 

Vamos camino de uno de mis lugares favoritos. Un enorme establecimiento donde se pueden adquirir casi cualquier tipo de abalorio para diseñar bisutería completamente personalizada. Nunca compro nada, no tendría sentido puesto que rara vez suelo adornarme con nada que nos sean anillos, pero no puedo dejar de entrar hasta su patio interior y disfrutar del espectáculo de color. Infinidad de piezas de distintos tamaños en multitud de materiales que van desde el cristal, la piedra, la arcilla, metales, cordones, maderas... están minuciosamente ordenados por tamaños y colores en pequeñas cajitas creando un impresionante arcoíris. En el patio interior, bajo un enorme árbol, los mostradores continúan su festín en perfecta fusión con el espacio. Sobre el yeso de las paredes no hay pintura y el contraste entre ese fondo de textura nada uniforme y la decoración cargada de motivos árabe me resulta extrañamente cercana y familiar y me cautiva cada vez. Podría permanecer allí durante horas.

Paco me despierta y me arrastra hacia la calle. Dejamos atrás los talleres de artistas, volcados al exterior y abiertos al público. Pasamos de largo unas cuantas librerías y me detengo en una que me llama la atención. Allí encuentro otra de las sorpresas de este verano. Entre las postales destacan a simple vista unas ilustraciones donde reinan los colores rojizos. En el interior descubro unos cuantos ejemplares de cuentos ilustrados para niños y el nombre de la autora: Rebecca D'autremer y quiero llevarme todos los libros a casa. Me conformo a duras penas con una postal para mi madre. De paso, encuentro la postal perfecta que estábamos buscando para el Sr. Mercado, una ilustración en blanco y negro, cuyas sombras dibujan la figura de un perro. Pienso en Wengué al instante. 

pezenas2Dejo dirigir nuestro paseo por mi olfato, que nunca me engaña. Pasamos por nuestra tienda de gâteaux favoritos, donde nos dan a degustar nuevos sabores, y por un establecimiento de delicatesen fabricadas artesanalmente con aceite de oliva virgen y productos de la tierra.

Seguimos nuestro paseo hacia el pórtico que inicia el barrio judío, Le Ghetto del siglo XIV. Las calles se estrechan y el ruido de los turistas deja paso a un silencio apenas interrumpido por unos cuantos paseantes. Algún que otro pequeño restaurante en alguna esquina salpica la aparición de pequeños hostales, casas particulares y de alquiler que encuentran en esta zona la tranquilidad necesaria. Estamos en los dominios de Fígaro. Aquí se encuentra la Asociación Les Chats de mon château, donde 15 gatos te dan la bienvenida pero solo si realizas una reserva previa. En los ventanales sobre la puerta de entrada, han parapetado unas cestas a modo de falsa terraza cubierta por sombrillas desde donde sospechamos nos vigilan felinos de distinto pelaje.

Unas calles más arriba Fígaro saldrá de su escondite para saludarnos. Acostumbrados a los turistas, los gatos que habitan Pézenas, como en otros pueblos de Francia, suelen ser bastante sociables, pero este verano, Fígaro sólo quiere tratar conmigo.

Abandonamos el barrio judío ya prácticamente de noche. Las terrazas de los restaurantes donde ahora se concentran los turistas, inundan ya la plaza. En sus calles adyacentes multitud de carteles anuncian representaciones de obras de Molière. La Maison du Barbier Gely, l'ami de Molière, ya ha cerrado sus puertas y andamos rápido esperando encontrar aún abierto otro de nuestros sitios predilectos: el Hotel des Barons de Lacoste, del siglo XVI, hoy reconvertido en centro cultural pero con su arquitectura interior intacta. Llegamos justo a tiempo para disfrutar apenas un instante de su patio, donde se guarda un viejo carruaje de la época, y su escalinata de piedra.

Paramos para escribir nuestras postales acomodados en un banco de piedra en la Course Jean Jaurés, inmediatamente en las afueras del centro histórico. Wengué y mi madre recibirán sus tarjetas prácticamente el mismo día de nuestra vuelta a Madrid.

Unos días después de nuestro regreso, encontré en la sección infantil de la Biblioteca Municipal unas cuantas ediciones en castellano de los libros ilustrados por Rebecca D'autremer. Os recomiendo que los busquéis, no sólo para vuestros hijos.


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