Argentinos y cantautores

Sobre el cenicero de cristal descansaba un humeante porro tamaño trompeta. Juan Moro jugaba a la Play-Station con los altavoces de la tele a punto de estallar, de estruendo en estruendo ensordecedor. La buhardilla entera rezumaba olor a hachís por sus cuatro puntos cardinales. De vez en cuando, de la boca del Moro salían algunos improperios dedicados a los personajes del juego y su rechoncho cuerpo, mezcla de hinchado culturista y joven farlopero, votaba con indignación sobre el asiento. ¿Cómo habría ido a parar ella a allí? Era algo tan inexplicable y delirante como la Teoría de Cuerdas. ¿Cómo una persona de gustos y sensibilidad tan refinados descansaba en ese momento sobre la cama de aquel joven camello de medio pelo?
-Juan. Juan. JUAN. ¡JUAAAAAAAAAANNNNNNNNNNNNN!.
Gritar no era suficiente. Juan no escuchaba, era imposible, la insoportable musiquita de aquel engendro de diversión se lo impedía. Amparo, en pelotas sobre el lecho no conyugal, se estaba indignando por momentos ante la falta de atención de su amante bandido. Sobre la mesilla, junto la enorme cama de dos por dos metros con espejo perpendicular sobre el techo, su bolso reposaba confiado. Amparito se retorció hasta engancharlo, rebuscó dentro de él y sacó del fondo un ejemplar de “Le Monde Diplomatique” requetedoblado. Se puso a hacer que leía con cara de concentración y mala hostia, pero no consiguió concentrarse en la lectura, no se sabe si por la indignación ante la ausencia de cariño, por el ruido ensordecedor o por lo insoportable que suele resultar esa especie de estomagante diario cultureta que trataba de escudriñar.
Tras el sonido de una explosión que removió hasta los cimientos del adosado, una frase metálica emitida a tres mil decibelios por los bafles de la tele (“GAME OVER. YOU´RE DEAD, MOTHERFUCKER”) dio por finalizada la partida. El silencio se hizo. Entonces Juan Moro se levantó del sillón y se dirigió enfilado, como circulando sobre raíles, hacia la mesilla de noche. “¿Qué tal, preciosa?”. Amparo no hizo ni puto caso a la frase zalamera, ni levantó la mirada del papel. Juan abrió el cajón más bajo y sacó una cajita metálica con la tapadera imitando al nácar. De su interior extrajo una especie de cucharilla y con ella, escarbando como un escarabajo pelotero sobre la hez, rascó una miajica del polvo blanco de los dioses que habitaba en el fondo del receptáculo. Su hábil mano moldeo sobre la mesilla tres suntuosas lonchas con forma de pimiento morrón dispuestas como ambrosía. “¿Quieres, cariño?”. Como no hubo respuesta a la pregunta el puto “moro” no tuvo miramientos en insuflar por su nariz mediante tres certeros sorbetones toda aquella cara maravilla. Cuando terminó de ponerse, corrió hacia el otro extremo de la habitación, donde había una máquina semiprofesional de pesas sobre la que se sentó y comenzó a hacer espasmódicos ejercicios para fortalecer pectorales.“Uno dos, ufffffffffffff, ufffffffffffffff, uno dossssssss, arrrrrrrrrrffffffff”. Al cuarto de hora de esfuerzo sobrehumano se cansó y, sudando como un pollo, dejó la máquina de tortura y tomó dirección hacia el catre. Cogió de nuevo la cajita y sacó con la uña un par de bolitas blancas que se introdujo una por cada agujero de la napia; remató la jugada frotándose las encías con el polvillo sobrante. A continuación, con un gesto atlético, se lanzó sobre la cama ejecutando un salto con gran estilo Foxbury-Flop; al caer sobre la mullida superficie provocó que Amparo rebotase un palmo por encima del colchón como si fuese la niña de “El exorcista” en plena levitación. Juan apoyó la cabeza sobre su mano, con el codo recostado sobre el colchón, y se quedó mirándola con una sucia sonrisa sobre la cara.
-¿Qué tal preciosa? ¿Te diviertes?
Amparo dejó el sesudo periódico y contestó a tan filosóficas cuestiones con gesto de encontrarse francamente molesta.
– Juan, tío, llevo aquí una hora tumbada y tú ni puto caso. ¿Vas a parar en algún momento? Tío, es que es como hablar con una pared.
– Follar con una pared, diría yo, jeje.
– No me hace gracia.
– No creo que sea para tanto, coño, te quedaste transpuesta y a mí me es muy difícil estarme quieto más de cinco segundos seguidos, ya sabes. Hazte un porro, anda…
– Juan, no; no voy a fumar más de esa mierda. Parece que no te das cuenta de que te estás matando poco a poco. Tienes la cabeza vacía.
– La vida es así de dura, pequeña, jeje.
– No sé qué estoy haciendo aquí contigo, siempre es lo mismo. Ayyyyy, y no me toquessss la cara, estás sudando como un cerdo, qué ascooo… Es que no te entiendo, ¿a ti sólo te importa jugar a esa mierda y meterte rayas hasta explotar, ¿es que no te preocupa nada más? ¿Es que te suda los cojones lo que yo piense o lo que haga con mi vida? ¿Te importo algo? Responde…
– Tienes un culo estupendo, cariño…
Amparo, “amparanoica” para los amigos (nótese la malvada vuelta de tuerca que algunos le dieron al nombre de la cantante clónica imitadora de Manu Chao), nació y se crió en Aranjuez como una niña rara, rara, rara. Ciento cuarenta y nueve en los test de inteligencia del colegio y, sin embargo, gilipollas. Creció con un buen culo, con unas buenas tetas, con bella carita de princesa rubia, con muy buenas notas, todo sobresalientes, matrículas y algunos notables; una hembra con grandes aspiraciones, pero por el contrario no había en este mundo un ser humano capaz de aguantar a una niña tan mamahuevos, pedante y respondona. Amparo, “amparanoica” para los amigos, nunca destacó por su simpatía, sí por su dislexia, su desprecio por el prójimo y su mala leche. Amparo contaba a quien quisiese escucharla que los niños de su clase la apedreaban porque no jugaba con ellos y se dedicaba a leer en el patio; se devoró toda la colección “Barco de vapor” durante aquellos años de ostracismo mientras le llovían risas y mamporros. Los demás se descalabraban en sus juegos infantiles y ella soñaba con hadas y países encantados de pacotilla, en ser la salvadora del mundo. No era capaz de mezclarse con los humanos de su alrededor, pero no por diferente, sino porque se creía tocada directamente por la mano de los dioses, pensaba que era superior al resto de aquella infecta especie humana, los miraba con desprecio y repugnancia desde su pedestal, conectaba su walk-man y se abstraía de tanta vulgaridad escuchando las preciosas tonadas de los Hombres G que tanto la gustaban. Mirándose al espejo podía observar a una elegida para la gloria entre toda aquella cuadrilla de energúmenos, un diamante en medio de aquella descomunal mierda; jamás, se juró a sí misma a los once años, jamás rozaría su piel con ninguno de aquellos seres inferiores. Sin embargo, la contradicción y la aporía humanos son y, desde que tuvo la primera regla, comenzó a necesitar imperiosamente la presencia de un macho junto a ella, para dominarlo y manipularlo, no para follárselo, que era algo aparentemente demasiado primitivo para su intelecto, sino más bien para joderle la existencia en venganza hacia su especie. Desde muy niña le contaba sus penas a un psicólogo sobre cuyas zarpas la condujo su madre, que era una profesora de primaria neurasténica obsesionada con lo mala que era la televisión para los niños. Amparo se volvió adicta a esa especie de alcahuetes fingidores especialistas en escuchar poniendo cara de salvapantallas interesado. Algunos de estos nobles profesionales hacían dibujitos en sus cuadernos mientras escuchaban los delirios de grandeza de tan excelsa criatura. Y cuando fue creciendo sus terapeutas pensaron en varias opciones de tratamiento para ella: unos deseaban matarla mientras asfixiándola con una bolsa de plástico la sonreían, , mientras otros se hacían pajas por las noches fantaseando con su cuerpo desnudo empalado.
Los test de inteligencia fueron inventados por los sesudos ingenieros del ejercito de Estados Unidos para encontrar soldados perfectos, para separar el grano de la paja y hallar al más rápido en reaccionar ante el peligro, al que montase el fusil con los ojos vendados y a quien siguiese órdenes sin pensar que para ello tenía que destripar algún que otro humano de rebote. Amparo resolvía los estúpidos de estas pruebas como si fuesen sencillas sopas de letras, poseía una gran rapidez mental, una sobresaliente habilidad con el razonamiento abstracto y absoluta incapacidad para todo lo demás. Su pensamiento más habitual era lo imbéciles que eran sus amigos, su familia y conocidos por no poder resolver los sudokus tan supersónicamente como lo hacía ella. Tener un cociente intelectual alto alimenta mucho el ego y jode la vida de muchas personas cuyas existencias transcurren creyendo las mentiras fabricadas por otros. Amparo, “amparanoica”, era la reina de las flores. Competía con su hermano a ver quien leía más rápido un libro. Su record está actualmente en devorarse en un día “Las partículas elementales” y “La posibilidad de una isla” de Houellebecq, de un tirón y sin comer. En su casa se sentía como un pájaro enjaulado, tenía que ver mundo. Se puso a trabajar de peluquera para ganarse unas perras mientras estudiaba en la universidad su gran pasión: la carrera de psicología. Quería especializarse en comportamiento infantil. A los diecinueve se marchó a vivir con un pobre chaval. Duraron juntos casi un lustro. Ella era celosa hasta la extenuación. Él era un cantautor argentino charlatán que se ganaba la vida en la madre patria repartiendo flyers por la zona de Huertas los fines de semana. Le vigilaba como una perra en celo, espiaba a escondidas sus llamadas y mensajes del móvil. Si salían y él apartaba la vista de su culo, ella se ponía hecha una furia al llegar a casa y le decía a voces, para que se enterara todo el vecindario, que era un cabrón, un hijo de puta y un maltratador psicológico. Hasta cinco veces le echó de casa, pero al poco tiempo le pedía que volviera, le decía que no podía vivir sin él. Durante la última de aquellas dolorosas separaciones, en la que ella le acusó de mirar a otras sin su consentimiento, Adrián, el ínclito novio, tuvo que mudarse por unos días a casa de su mejor amigo. Aquellas noches le contó toda aquella tortura a Víctor, el compañero de fatigas oriundo de Mar del Plata que le acompañaba con el contrabajo cuando cantaban por algunos garitos del centro a cambio de unas migajas de euro. Vic se ofreció a mediar en aquella disputa con Amparo, prometió que quedaría con ella para explicarla que Adri era un tipo fiel y de fiar como ya quedaban pocos, que no debía preocuparse por todas aquellas zorras que les rondaban por la noche buscando guerra, que podía confiar en él. El jueves de la semana siguiente Adrian acudió a su domicilio conyugal a recoger algo de ropa interior, porque después de una semana expulsado por la vía rápida de aquel “Gran Hermano” que vivía con la “psicoloca” ya no le quedaba ni un calzoncillo limpio. Entró sin hacer ruido y cuando abrió la puerta del dormitorio rumbo al cajón de su ropa interior se sorprendió al encontrar dos personas en pelotas sobre el catre. Una de ellas era Amparo, la otra Víctor. Amparo comenzó a gritar presa del pánico y a negar la mayor, diciendo que aquello no era lo que parecía, mientras que Adrian golpeaba con el canto de un cajón del aparador la cabeza de Vic, que sangró profusamente por la frente hasta que media hora después una ambulancia escoltada por dos policías municipales consiguió evacuarle de aquel infierno en la tierra.
Amparo terminó la carrera en la Universidad Autónoma con un sobresaliente de media. Acto seguido se presentó a unas plazas para psicóloga de instituto que se habían convocado por comunidades autónomas. Estudió y estudió mientras se follaba a una decena de argentinos y de cantautores, o de argentinos cantautores, daba igual el orden de las palabras, eran las únicas personas lo suficientemente sensibles para entenderla. Además, por alguna extraña razón, eran con los únicos que se le mojaba la entrepierna. Y decidió poner tierra de por medio respecto a su escoria de familia y amigos, con dos ovarios. Se presentó a las oposiciones por la Comunidad Valenciana. La muy puta obtuvo una de las cinco mejores calificaciones de la promoción de loqueros. Eligió la plaza que ofrecía un instituto de enseñanza secundaria en Villena, un pueblo precioso y tranquilo cerca del mar y apartado del mundanal ruido, o al menos ella construyó esa imagen bucólica del lugar en su mente. Allí de nuevo vio la luz: conoció a Giusepe, un cachas profesor de gimnasia nacido en Buenos Aires de madre española y abuelos italianos que había emigrado a España gracias a la doble nacionalidad huyendo de la crisis y el corralito. Fornicó con el menda musculitos una temporada de forma cansina y hastiada, hasta que él se largó un jueves por la mañana sin decir ni pío y no volvió. Ella le dejó mensajes en el móvil rogándole que volviera, asegurándole que era el hombre de su vida. Para frenar la depresión del post amor se apuntó a clases de yoga en un centro cultural. Rápidamente, casi sin darse cuenta, se quedó prendada del gurú profesor, un tipo alto, con una preciosa melena rubia llena de largas rastas y que siempre vestía de blanco inmaculado. MJ era una especie de mezcla entre Bob Marley, Raví Shankar y el Dalai Lama, pero mucho más demagogo si cabe que estos tres personajes juntos, todo un record. MJ la sorbió el seso con facilidad, también el sexo, se folló a la psicóloga en los servicios del centro cultural después de una clase. Los chillidos que ella pegaba los escuchó hasta el conserje. Luego al profesor de yoga le tocaría finiquitar su relación de tres años y medio con L, un asunto algo más éticamente peliagudo para un buenrrollista como él. Le contó el sermón, a sabiendas mentiroso, de que había llegado el momento de ser independiente y no tener roles de pareja. A ella se le cortó la regla en aquel mismo instante de la impresión.
MJ se mudó dos días más tarde a casa de Amparo, que todavía no era “amparanoica” para él. Tras las tres primeras semanas de coitos salvajes, Amparo comenzó, a la chita callando, a controlar la vida y aspiraciones de MJ. Empezó a criticar el estilo de vida del profe de yoga y a calificar de putas descerebradas para arriba a sus alumnas. Le decía que aquello era una mierda, una gran mentira, que no era más que gimnasia de mantenimiento para putas y que él sólo usaba su elasticidad para ejercer el poder mental sobre las pueblerinas con la intención de cepillárselas. Amparo dejó de frecuentar sus elásticas clases y le montaba pollos cuando regresaba a casa. Más tarde comenzaron los insultos aderezados con rabietas histéricas. A la octava semana le lanzó un cuchillo de cocina de punta a la cabeza. Una tarde de noviembre MJ terminó sus clases y se dirigió hacia su cubil. Al doblar la esquina de su calle pudo ver cómo de su ventana salían objetos voladores no identificados. Sobre la acera descansaba casi toda su ropa de colorines hippys hecha girones, su ordenador portátil desvencijado y su shitar partido por la mitad. Removió aquellos bártulos con estupor y pena mientras los vecinos le miraban desde las ventanas. Preso de la ira subió las escaleras de tres saltos hasta el segundo piso, abrió con fuerza la puerta, era el momento de pedir explicaciones a aquella pirada. Ella salió de la cocina y se abalanzó sobre él a grito pelado diciéndole que era un pedazo de hijo de la gran puta cabrón de mierda. MJ esquivó un puñetazo, pero una segunda hostia le impactó en un pómulo, y Amparanoica aprovechó su aturdimiento para golpearle con una figurita de buda de bronce sobre la coronilla y para morderle con fuerza canina en el brazo con que él intentaba parar los golpes. Una ambulancia se llevó a MJ al centro de salud y un coche de la policía municipal a Amparo al cuartelillo de los pitufos. “No había quien sujetase a esta hija de la gran puta”, comentaba muy serio uno de los agentes del orden dentro del automóvil patrullero. La noticia corrió como la pólvora por el pueblo y alrededores. MJ fue catalogado como un puto líder espiritual entre los lugareños de la zona, mientras que a ella la consideraban una zorra loca de atar. Amparo cogió un tren, sin avisar ni en el trabajo ni a sus caseros, y partió de regreso hacia dónde se cruzan los caminos y el mar no se puede concebir, retornó fugitiva a la ribera del Manzanares con las trompas de Falopio entre las patas.
Amparanoica tardó en levantar cabeza. Sus amigos no daban crédito a su tan temprano retorno desde aquel destino campestre soñado. Muchos se reían a sus espaldas y se alegraban de que fuese tan desdichada; los progres gafapastas de los que ella se rodeaba suelen ser especialmente crueles y envidiosos. Amparo decidió que tenía que probar cosas nuevas. Pensó que lo más lógico después de todas aquellas vicisitudes con los cabrones de los hombres era hacerse lesbiana. Empezó a autoconvencerse de que la atraían las mujeres. Curiosamente había encontrado un trabajo escribiéndole los discursos a una secretaria de estado del Ministerio de Igualdad, todo era una premonición. Una noche salió por Chueca con dos de sus compañeras de trabajo y, tras media docena de copas, acabó en la cama con ambas. Los daiquiris y mojitos comenzaron haciendo aquello soportable para su estómago, a pesar de que aquel par de leñadoras estaban en totalmente en contra de la depilación. Se autoconvenció de que era una experiencia maravillosa y pudo poner la lengua sobre la entrepierna de su primera partenaire, que se estremeció de placer. Las dos bollos no se habían visto en semejante hito en sus putas vidas, nunca habían tenido a una tía sumamente buenorra sobre su cama. Al arrimarse a las inglés de la segunda Amparo se dio cuenta de que lo suyo no era el conejo con tomate, ni el blody Mary. Salió corriendo y vomitó sobre la tapadera del water todos los daiquiris y la escalibada con castañas de la cena, no le dio tiempo a abrir el ojo de buey fecal. Se vistió a toda velocidad y se largó sin dar explicación dejando sobre el inodoro todas aquellas hieles malolientes. Amparanoica fue la comidilla de todo el gabinete ministerial, aquel par de zorras contaron el incidente hasta al conserje. Ella dejó de frecuentar Chuecaa, que tampoco era lo suyo, y regresó a sus tiempos del Buho Real y el Café Libertad.
Amaparo dijo de nuevo: “buenos días tristeza”; aunque, gracias al Dios de Hegel, al de Spinoza o al de Marx, el invierno pasa pronto para los ingenuos mortales. Aquella primavera se enamoró perdidamente del cantautor Juan Felipe Silva, un lanudo y bardudo cantante que formaba gracioso dúo cómico asincopado con el guitarrista uruguayo afincado en Alcobendas Mauricio Lavado. Mauri la odiaba, pensaba que era una pedante insoportable. Ella admiraba hasta caérsele la baba a Felipe y odiaba al destripaterrones sudamericano. Amapro pidió una y mil veces a Felipe que se fueran a vivir juntos, que iniciasen un proyecto vital en común. Quería ser feliz a su lado y comer perdices. Intentó, con añagazas, quedarse preñada de él, pero era demasiado listo con la marcha atrás. Amparanoica comenzó a odiar a las tías que iban a verles actuar, a esas borregas que les aplaudían con cara de imbéciles. Un día le tiró una copa encima a una, otro llamó zorra voz en grito en medio del Libertad a otra. JuanFe no podía más y la dijo que no quería verla más, que era perjudicial para él. Amparo le dejó cuarenta y tres mensajes en el buzón de voz del móvil llorando y diciéndole que volviese a su lecho, que iba a cambiar. No obtuvo respuesta. Encolerizada se vengó tirándose a Mauri Lavado en los lavabos del Buho Real un jueves que él acompañaba a la guitarra al pedazo de hortera insoportable de Tontxu. Éste se lo contó todo a JuanFe aquella misma noche y, tras el primer estupor, ambos rompieron en una sonora carcajada. “Cacho puta”, le dijo Juanfe. Mauri consiguió el año pasado una plaza de conserje en el ayuntamiento de Buitrago de Lozoya. Juanfe continúa trabajando como ingeniero de producción en Repsol. Mauricio Lavado hace meses que no toca la guitarra, mientras que a Juan Felipe Silva, en una revisión médica rutinaria de empleados de su empresa multinacional, le fue detectada una hepatitis C en fase avanzada y se encuentra a la espera de un donante de hígado que le salve la vida.
(PRIIIIIIIIIIIIIIIIII, PRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII—– PRI, PRI, PRI,—- PRI, PRI, PRI, PRI—- PRI, PRIIIIIIIIIIIIIIIIIII). El pito del portero automático, dirigido por el dedo esquizofrénico de una persona que reclamaba que le abrieran urgentemente la puerta del chalet, entonaba esa musiquita acompasada que anima desde las gradas al Real Madrid, esa cancioncilla que acaba con un sonoro grito de: ¡¡¡¡¡¡¡¡MADRID!!!!! Un segundo después sonó (PRI, PRI- PRI, PRI PRI. ) esa tonada cuyos acordes acompañan a la simpática letra de la coplilla: hi-jo-de-puuu-ta. Pero Juan no se dejó desconcentrar de la faena, pegó un par de empujones espasmódicos más y sus huevos explotaron como en un torrente. Tomó aire, descabalgó de aquellos cuartos traseros, escupió un potente salivazo sobre el cenicero y se fue con los huevos colganderos hacia el telefonillo, que seguía tronando.
-¿Quién essssss?
-Juan, soy yo, vengo a por lo mío.
-Vaya momento, coño, Norber; espera que te abro.
El Moro pulsó el botón de abrir la puerta del patio de su adosado. Norberto entró y le esperó junto a los escalones del interior sentado en una sillita de jardín. Juan se puso unos pantalones cortos de thai-boxing y bajó a la cocina. Retiró una tabla del rodapié de debajo del fregadero y sacó un paquetito requeteenvuelto en cinta de embalar. Al abrir la puerta blindada vio allí fuera a aquel puto madero escolta de Urdangarín, vestido impecablemente con traje de Armani y corbata, aguardándole mientras se fumaba un peta.
-Te dije que vinieras mañana, Bertín.
-Lo siento tío, es que me han llamado y salimos muy temprano para Estados Unidos. Y Bertín se lo llamas a tu puta madre, jeje.
-Bertín Osborne. ¿Adónde os marcháis, otra vez a Nueva York?
-No, me han dicho que a Aspen, a no sé que rollos de una fundación de niños de no sé que hostias podridos por la enfermedad. Luego el cabrón aparecerá cinco minutos y se irá a esquiar. Y se deja aquí a la parienta y a los niños del maiz, qué morro tiene.
-Que me aspen, qué lejos te llevan tus jefes, cabrón. Él a esquiar y tú a hacerte nevaditos ¿Y te vas a llevar todo esto, mamón?
-Tranquilo, a nosotros no nos registran, no pasamos ni aduana ni hostias en vinagre.
-Siempre os la podéis meter la farlopa en el orto, pero no dejes que te la huelan los cabrones de los perros. ¿Vais los tres? Con esto tenéis para un regimiento…
-Viene conmigo el Rogelio y Andrés, seguro que no va a sobrar, el Andrew no puede vivir sin meterse unas lonchas, si lo supieran en la brigada…
-¡Ehhhhhh, Manolo, no te salgas, vuelve padentro, cabrón!
Manolo, el perro pitbull (todos los perros se parecen a sus amos) de Juan Moro, aprovechaba cualquier resquicio para escaparse, y en cuanto observó la puerta del patio entreabierta vio el cielo abierto para salir a aterrorizar al vecindario. Juan salió tras él a la calle, descamisado y descalzo. Norber le siguió riéndose al observar tan pintoresco cuadro. En ese momento doblaba la esquina un coche de los municipales. El Moro los saludó al pasar y ellos le devolvieron efusivamente el gesto por la ventanilla. Cuando desaparecieron por el fondo de la calle Juan se tocó los huevos con la mano en señal de desprecio hacia aquellos facinerosos guardianes del orden.
-¿Y estos hijos de puta no te dan la lata de vez en cuando?
-Qué va, tío, son buenos clientes, y yo les hago un buen precio. Reciprocidad creo que lo llaman, hoy por ti mañana por mí. Son unos hijos de puta, pero el negocio es el negocio.
-A mí me dan asco los pitufos, son la puta escoria de la humanidad. Bueno, tío, yo me piro, que te vaya bonito.
-Que no te detengan con eso, que te llevan a Alcatraz con tu jefe.
-Descuida. Te haré propaganda en el cuerpo de marines maderos.
-Gracias por la propaganda amigo.
Juan se despidió lanzándole un besito con la manita extendida como si le enviase un soplido de amor. Encerró en el garaje al cabrón huidizo de Manolo y subió las escaleras dando botes por los escalones hasta la buhardilla. Allí estaba Amparo, desnuda, recostada de medio lado sobre el catre, fumándose un porro de maría y fingiendo que veía muy interesada un capítulo de “Redes” en la tele. Habitualmente no comprendía la mayoría de las cosas de las que hablaba Punset con aquella cuadrilla de pirados a los que visitaba, pero lo que importaba por encima de todo era proclamar a los cuatro vientos que le gustaba aquel programa tan científico y maravillosamente gafapasta. Además, a ella le ponía mucho el chinito Miguel Jo-Lee cuando hacía sus inefables intervenciones dando noticias chorra sobre supuesta ciencia.
Juan se acercó y la acarició los cachetes del pandero como muestra de amor y comprensión.
-¿Dónde lo habíamos dejado, cariño?
-Juan, esto no puede seguir así.
Una lágrima de cocodrilo brotó del ojo de Amparito, había que hacer notar cierto perenne descontento existencial. Al mismo tiempo, otro líquido comenzaba a chorrear despacio entre los finos carrillos de su culo. Se limpió ese caldo de la vida con la sábana mientras gimoteaba. Juan cambió de canal la caja tonta y puso una cadena de videos musicales cutres, subió el volumen hasta que retumbaron las paredes y simuló un baile sexy delante de ella. Después se preparó una raya, y le siguió otra, y otra, y otra, y se fumó un porro, y otro, y otro. Y al rato volvieron a follar, y ella se volvió a correrse mientras él le pellizcaba los pezones hasta hacerla daño. Y luego ella lloró otra vez. ¿Qué coño estaba haciendo allí con aquel tipo que ni tocaba la guitarra ni tenía acento porteño? ¿Qué se le había perdido a ella en aquel infecto pueblo de Valdemoro?
-Juan, quiero tener un hijo.
-Y yo tres.
-Es mi reloj biológico, que marca la hora.
Juan Moro se tiró un pedo. Le gustaba el olor de sus propios gases. Buenos días, tristeza. Buenos días, tristeza. Buenos días, tristeza.


La edad ablanda los gustos y el cerebro al más pintado. Antes escuchaba a los Pistols y a The Damned a todas horas, ahora sólo sintoniza los programas culturetas de Radio 3, sus preferencias musicales se han refractado irremisiblemente hacia la putrefacción. A Romerales le espera en casa “la flaca”, Mamen, y es posible que con una sartén en la mano para darle de hostias, instrumento que maneja tan diestramente como el violín con el que imparte clases en la escuela de música de Aranjuez. La media hora que Josean le pidió para comprar tabaco como permiso penitenciario en su relación se ha convertido en una tarde-noche entera de farra. Cuando Romerales sale a la calle a agenciarse cualquier cosa suele suceder que regresa horas más tarde con los ojos colorados, pero el se excusa diciendo que ese aspecto sospechoso es porque arrastra una conjuntivitis crónica, no vayan a pensar mal. Aunque a “la flaca” esos retrasos ya no la pillan de susto, no puede ocultar que la cabrean como a una mona en época de apareamiento. Un día de éstos cogerá sus cuatro bragas y sostenes requeteusados, preparará su atillo y el mamón no volverá a verla más el pelo, ni el de la cabeza ni el del pubis. La extraña pareja vive en amor y compañía en un adosado de San Martín, bien equipado con piscina comunitaria, garaje y Termomix. A Josean le gusta mucho la comida cocinada en ese aparato inservible e inexplicable, hace tiempo que se ha vuelto casi vegetariano, come más hierbajos al cabo del mes que un conejo de monte, lo que le provoca un constante flato y gases intestinales suficientes como para rellenar el Hindemburg y tres zeppelines más si se pone a ello. Mamen está hasta el toto de deglutir verde. Si no fuera porque es tan bueno en el catre le iba a aguantar su puta madre, pero es que, además, no va mal armado que digamos. “Vaso de tubo Romerales”, dice que le apodaban los de su barrio, por razones obvias, pero para su desgracia en los sex-shops no venden el molde de su pene en silicona como hacen con el de Nacho Vidal, las reproducciones de su polla no son, injustamente, las primeras en la lista de ventas de los cuarenta principales del consuelo solitario femenino. Josean se dedica al trabajo artesanal de cerrajería y forja, lleva desde que tiene uso de razón dándole mazazos al hierro como le enseñó su padre, y ya empieza a tener el lomo encorvado de tanto cargar quincalla sobre las espaldas. El médico le ha dicho que como en lo sucesivo no se cuide va a acabar caminando como Quasimodo, ya que los discos vertebrales entre la L1 y la L2 los tiene más aplastados que una mierda debajo de un zapato. Doce horas diarias currando como un mamón, jodiéndose la vida y la salud, para que todo el chorro de dinero que labran sus hábiles manitas se vaya al sumidero como si fuera agua corrompida, sin disfrutarlo.
A ver, coja aire todo el que pueda y sople por el tubito hasta que yo le diga. Le advierto que el caramelo de menta que acaba de meterse en la boca no hace nada para disimular la alcoholemia, que es pura leyenda eso de que reduce el índice en sangre. A ver, sople, sople, sople, sople, no pare, no pare, vaya, ha parado antes de tiempo. A ver…, dos con cuatro. Le voy a pedir que repita la prueba porque está usted justo en el límite y no ha soplado del todo bien”. Josean siempre había odiado a las fuerzas del orden público, quizás por ser símbolos de autoridad, esa autoridad que él se pasa por sistema por el forro de los cojones. De joven, en los años de la movida madrileña, Romerales fue un punky de los que iban al Rockola a ver a los UK SUBS. Rock and roll, alcohol, gachises y mescalina por un tubo eran la salsa de su vida. Su careto sale de fondo en algunas fotos de García Alix, con su perenne sonrisa de colgado. Una vez los rockers de Malasaña casi lo matan de una paliza gratuíta de esas que daban a los “guarros” sólo por ser “guarros”; le rompieron tres dientes y le patearon el culo hasta jartarse. Gajes del oficio, no guardaba rencor de los del tupé. Pero sí un visceral e innato odio a la pasma, eso es lo que siempre había sentido, y al ejército, y a los pitufos, y a los picoletos, y hasta su puta madre en pelotas.
Por suerte Josean, gracias a su ganado rango de mesías hercúleo de la infantería, tendría el privilegio de dormir en la tienda del teniente sobre un desvencijado colchón, pero al menos era un colchón. Estaba cansado y pronto se entregó a los brazos de Morfeo. Soñó con mujeres desnudas y coches veloces, como siempre. Pero, de repente, una extraña sensación le despertó sobresaltado. Alguien se había tumbado en la cama a su lado, sentía el calor húmedo que desprendía y un hedor mezcla de sudor y aliento a coñac en el cogote. ¿Sería aquello un sueño? No, no lo era, y tampoco era Raquel Welch la que estaba empezando a besarle en el cuello y a tocarle el mugriento culo. Romerales reunió fuerzas, se dio la vueltacon un giro brusco y lanzó de un patadón a aquel bulto sospechoso fuera de la cama. El cuerpo de su visitante de catre cayó al suelo produciendo un estruendo como el de un fardo de estiércol cuando estrella sobre tarima flotante Quick Step. Encendió su linterna y, al apuntar hacia el misterioso individuo, pudo ver que era el teniente Horcajada, que se levantaba del suelo dolorido y jurando en arameo. “No es lo que parece, coño”, decía. Romerales se vio invadido por un arrebato de cólera homicida. Pasó los seis sucesivos meses cautivo en una prisión militar, encerrado en la celda de uno de aquellos temidos castillos para reclutas díscolos. Lo de vivir a pan y agua no era broma, allí ni se comía ni se bebía otra cosa, y mear y cagar no se hacía fuera del tiesto, sino en un cubo. Fractura de pómulo, de los huesos propios de la nariz y tres incisivos superiores arrancados de cuajo; esguince cervical y desprendimiento de dos costillas. Ese fue el parte médico que el hospital militar hizo público en el juicio contra Josean. La cara del teniente había quedado peor que la de Chet Baker después de negarse a pagar la heroína a su camello. Romerales pasó de héroe militar de pacotilla a licenciarse con deshonor. “Me cago en la puta que parió a la patria y al color rojigualdo”, afirmó Romerales mirando desafiante al cielo el día que salió del humillante presidio.Enrique Horcajada Schwartz falleció en 2003 de cirrosis hepática complicada por varices esofágicas sangrantes. A la cremación del cadáver no asistieron ni su mujer ni ninguno de sus seis hijos. Los operarios del tanatorio sacaron parte de sus cenizas del horno para meterlas en la urna de turno, seguramente mezcladas con las de otros difuntos, porque el horno se limpiaba de pascuas a ramos, luego las empaquetaron en un caja y se la entregaron a unos empleados de SEUR. Dos días más tarde, otro operario de la misma empresa llamó a la puerta de una casa. Romerales abrió la puerta. Le entregaron una carta certificada y el paquete. Romerales tiró la caja directamente a un contenedor. Romerales se compró la moto con los Euros que le dejó en testamento Horcajada, aparte de unos cuantos gramos de coca. También le dejó una casa en Benidorm, pero los hijos del teniente pleitearon contra la decisión de su padre y todo el legado volvió a su cauce familiar.
callejeando por San Martín como si fuese Ángel Nieto por las curvas de Assen. La semana pasada cambió las pastillas de freno en el garaje de casa y al salir a trabajar por la mañana casi se mata en la primera rotonda, en el desvío hacia Arganda; las pastillas nuevas hay que calentarlas antes de darle gas a la puta burra. Las putas rotondas, todo son rotondas, quién coño inventaría las 
Mientras la puerta del ascensor se cerraba, Rogelio se despidió de Norber con una sonrisita cómplice y el dedo índice de la mano derecha apuntándole como si fuese una pistola. Unas plantas más abajo estaba la habitación 1453. Una habitación simple, con una cama grande, tele enorme, aparato de música para acoplar el Ipod y ventanales desde los que podían divisarse las luces perfectas de Park Avenue. Pero, ¿para qué coño quería él observar Park Avenue? Que le den por culo a Park Avenue, pensó. Abrió el baño y estaba impoluto, blanco como la patena, con una bañera tamaño piscina olímpica. Se quitó la ropa y se quedó completamente desnudo, después se sentó en el water y expulsó una tremenda bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki a la vez, en su mayoría líquida, que manchó toda la taza. Tiró de la cadena, pero ni tocó la escobilla, le daban mucho asco las escobillas. Salió del baño y se quedó mirando su cuerpo reflejado en el espejo de la puerta del armario: completamente depilado, pectorales perfectos, brazos y piernas de acero, polla gorda, todo un macho. Se agachó e hizo veinte flexiones de brazos sobre el suelo, resoplando, ufff, ufff. Luego volvió a mirarse en el espejo tensando el pecho. Se sentó sobre la cama y sacó la cajita de la farlopa. Fabricó dos lonchas sobre la mesilla y se las introdujo hasta el cerebro con un resoplido de búfalo. Abrió el mueble-bar, examinó con atención el surtido y sacó dos botellitas de J.B que se bebió de dos tragos. Regresó al inodoro, le volvieron a dar retortijones, otra vez bomba explosiva. Al salir hizo otras diez flexiones. Puso la tele, cambió de canal hasta que dio con uno que hablaban en mexicano y lo puso a un volumen aceptablemente muy alto. Se metió otras dos pequeñas rayitas rascando con la uña un lateral de la cajita. Intentó hacerse una paja, pero no había forma de correrse, estaba demasiado acelerado y allí no había ni un estímulo erótico festivo que llevarse a la entrepierna. La polla se le ponía enorme, pero como insensible.
Ella colgó. El paupérrimo inicio de erección que había conseguido se bajó de sopetón. Norber se preparó una pequeña rayita sobre la mesilla de noche. La absorbió como si su nariz fuese un sumidero a reacción. Continuó frotándose el nabo, pero nada, aquello no subía. Agarró su móvil y miró la libreta de direcciones. Después volvió a descolgar el teléfono de la mesilla y se puso a marcar. Mientras lo hacía le entraron otra vez retortijones, y ganas de vomitar. Dejó el teléfono y se fue corriendo hacia el baño. No le dio tiempo a llegar, vomitó como pudo dentro de una papelera que había debajo de una especie de cómoda-escritorio. La mitad de la papilla se salió fuera. Cuando se le calmaron los sudores y el mareo sacó la funda de la almohada y limpió torpemente el charco que había formado con sus hieles; luego tiró el pobre trapo de satén sobre una esquina de la habitación. Sacó una Coca-cola del mueble bar y se la tomó de un trago. Luego destapó otra botellita de J.B y también la engulló por la cañería de su esófago. Volvió al teléfono y se puso de nuevo en acción.