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Grabiel

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Llamadme Gabriel. Aquí fuera en los campos de asfalto rompo mi espalda para ganarme la vida. Vivir, morir, entre medias dormir y defecar un poco. En mi sueño yo penetraba a una mujer china de enormes tetas, curiosa contradicción entre tamaño y raza, y mi pene era un destornillador afilado como un punzón que la hacía sangrar. Le pegaba caderazos y caderazos mientras ella me miraba fijamente, inmóvil, hierática, con sus ojos de limón. De su vagina brotaba un sonido metálico, un chirrido como de óxido saliendo de huesos de hierro machacados. Entonces me desperté. Estiré una pierna y el pié se salió fuera de las mantas. La cama estaba toda deshecha, manga por hombro, yo tenía la ropa puesta. En un pié llevaba un calcetín, mojado, en el otro nada, descalzo. Una de las lámparas estaba caída sobre el rallado suelo de parquet, mezclado todo con ropa arrugada de todo tipo a modo de paisaje de dunas textiles. Mi cuerpo y mi pelo apestaban a humo de cigarro y a porro. Lo primero que noté dentro de mí fue la boca pastosa, la típica lengua de trapo tras una resaca. Lo que seguía sonando era mi móvil que vibraba loco sobre la mesilla. Traté de incorporarme, pero un fuerte mareo me hizo caer de nuevo y golpearme en la cabeza con el pico de la mesilla. La sacudida me hizo resucitar. Sacando fuerzas de flaqueza agarré el teléfono y pulsé el botón para descolgarlo. De él salió la misma voz lacerante de casi siempre.

-Gabi, soy yo. Ya es la una y cuarto. ¿Qué estás haciendo? ¿Recuerdas que hoy empiezas a currar con los chinos?
-Joder, Davinia, qué susto, copón, estaba remoloneando en la cama. Buff...
-Haz el favor de levantarte, a las dos y media tienes que estar allí, te están esperando. Métete la cabeza en agua fría dentro del lavabo y vete para allá corriendo.
-Me duele la almendra, la tengo como un biombo.
-Ayer llegaste en estado de coma del ensayo. ¿No te acuerdas de nada, no, cerdo?
-Pues no.
-Abriste la puerta dándote golpes con todo y te tumbaste como un fardo en la cama a mi lado balbuceando frases inconexas sin sentido. Te dormiste al segundo roncando como un puerco y tirándote pedos, pero a los cinco minutos te despertaste con ganas de mear. Vuelta a darte golpes contras las paredes y los muebles, saliste por el pasillo y escuché cómo entrabas en la cocina en vez de en el baño. Me levanté y estabas meando dentro de la nevera. Cabrón.
-VALE, VALE, VALE, VALE. Vale. Ya voy. Joder. No te preocupes que esta vez voy a cumplir.
-¿Cumplir tú? Ja. Abrígate bien, dicen que se aproxima una ciclogéneis explosiva o no sé qué coños.
-No grites por favor, Davi, me duele la cabeza.
-No estoy gritando, Gabi. No me falles, es tu última oportunidad de tener un trabajo decente, no hagas lo de siempre...
-Sabes una cosa, que te den por el culo.
-Pero tú que...

grabiel2Colgué el teléfono bruscamente. Llené el lavabo con agua fría e introduje mi rostro. Un alivio, momentaneo. Me metí dos ibuprofenos en la boca y los tragué acompañados con un buen trago de un litro de Alhambra que quedaba a medias en la nevera. Intenté masturbarme para calmar el nerviosismo, pero no conseguí empalmarme, hacía meses que no lo lograba. Me vestí a toda prisa. Me fumé un porro. Mi ropa arrugada apestaba a sudor y a marihuana, pero no había tiempo para lavadoras. Me lancé a la calle como un poseso.

Hacía un frío del carajo y soplaba un viento fortísimo, además chispeaba un incesante calabobos. Bajé corriendo tres manzanas de calles hacia el sur, boqueando asfixiado. Antes de doblar la esquina del restaurante me paré y vomité hasta la primera papilla. Entre las hieles había sangre, mi propia sangre. Me limpié como pude con la manga del anorak y me dispuse a entrar al local. Abrí la puerta y allí estaba el puto chino con su cara de perro. ¿Por qué los chinos machos siempre tienen cara de mala hostia? Le sonreí, pero él me miró con su cara de chop suei pasado de fecha.

-Grabiel. Te espelaba, e talde. Coge la moto y a repaltil. TALDE.
-Vale, vale, calma, Chu, vayamos por partes. Dame las órdenes. ¿Cuántas horas hoy?
-No calma. Talde. Tú cogel la moto y repartir el pescado. Repartil. Hasta las doce.
-¿Hasta las doce de la noche? Todavía ni he comido.
-Tu lepaltil. Repalte. Cogel pedidos pescado de cocina y repaltil. Fácil. Luego a la noche te pasas pol la nave almacén y pago. Sincuenta eulo.
-¿Cincuenta por diez horas?
-Buen sueldo. Hoy plueba. Te necesitamos. Repaltil.

Me hacía falta la pasta. Cinco Euros la hora, no está mal. Me pagaban cuatro la hora por limpiar habitaciones y wáteres de hostales. Y tres por repartir publicidad de puticlubs por los parabrisas de los coches. Salí al callejón trasero, donde guardaban las motos. Vi un par de Vespinos destartalados de hacía veinte años con los neumáticos totalmente lisos a causa de correr tantos grandes premios por la ciudad. Pasé a la cocina por una portezuela. Olía peor que mi culo. Cinco chicas chinas de edad indefinida cortaban panga mezclado con arroz enrrollados con algas medio podridas, al estilo japonés. Luego lo venderían todo por teléfono a precio de atún rojo pescado con anzuelo, y tú te lo comerías como si fuera una joya culinaria. Cada vez que abrían la nevera salía de ella una peste abominable. Pero luego le añadían unas salsas corrosivas al producto Dios sabe de qué procedencia y la cosa hasta parecía procedente de Osaka o Nagasaki. Dos chicas amarillas, que parecían drogadas o hipnotizadas, con la mirada distante, me hicieron un paquete y otra de ellas, que hacía las veces de telefonista pero que apenas hablaba español, me dio en un papel apuntada una dirección.

grabiel3Arranqué la moto y salí a toda prisa. Me puse los auriculares bajo el casco con el gps del móvil encendido para indicarme la dirección. “Primera a la derecha. Permanezca en el carril izquierdo”, cantaba la vocecilla las calles casi siempre a toro pasado cuando ya me había equivocado. Hacía un frío del carajo, cada vez más, y el viento arreciaba como una galerna. Los coches me adelantaban casi rozando y otros repartidores me rebasaban veloces como si fueran Valentino Rossi. Los autobuses me salpicaban agua de los charcos como si lo hicieran aposta. Llegué al fin al portal. Entregué el paquete a una rubia que me sonrió mientras rebuscaba en el monedero. Me imaginé que entraba, la desnudaba y le hacía sexo anal hasta que ella sangraba. Me dio quince céntimos de propina. Volví a coger la moto hasta el restaurante. Cada vez había más agua sobre el asfalto, derrapé en una rotonda a lo Marc Márquez y otro motero me insultó porque casi le hice caer.

Un pedido. Otro, otro y otro. Cada vez más frío, y más viento. Y a las cinco de la tarde el cielo se puso negro como el carbón y empezó a llover fuerte. Llovía y llovía, una cortina de agua. Mi anorak no era precisamente bueno y al rato ya iba calado hasta los huesos. Mi cuerpo empezó a congelarse. Llevaba guantes, pero con rotos y agujeros, y casi ni notaba los dedos. El suelo estaba encharcado. Subí por una avenida a toda velocidad. Ví a un policía municipal parado. Un puto pitufo. Me hizo una seña, me detuve.

-Buenas tardes. Los papeles, por favor, caballero. El seguro.
-Buenas tardes es un decir. La moto no es mía.
-El carnet también, por favor, caballero.
-Aquí tiene. El seguro, el carnet.
-Va usted sin luz delantera, está rota. Y la ITV veo que no la pasa desde el siglo pasado. Voy a tener que multarle.
-La moto no es mía, le repito, agente.
-Lo siento, yo tomo nota de su carnet, usted es el responsable de conducir este vehículo.
-No me joda, hombre.
-¿Perdón? ¿Y si le inmovilizo la motocicleta?
-Disculpe, agente. Deme la multa, tengo que trabajar.

Hijo de puta. Cien Euros de sanción con un descuento del diez por ciento por pronto pago. Viva el estado del bienestar. Por mí os podéis morir todos, porque el estado somos todos. La multa a mi nombre. Afortunadamente era, y soy, totalmente insolbente. Seguí hasta el lugar del encargo. El paquete olía a pescado podrido, daban ganas de vomitar, pero hay gilipollas a los que les, os gusta, comer esa mierda cruda. Se lo entregué a un tío con barba de hipster que me pagó con muy malos modos y me cerró la puerta en las narices. Hipsters, sois todos unos hijos de la gran puta. Todos. Volví al restaurante con el cielo cayendo en forma de agua sobre mi sesera. Las calles de la ciudad parecían el lago Baykal en época de deshielo. Una ráfaga de viento me lanzó contra un coche aparcado, al que arranqué el espejo de cuajo con mi costado. Llegué al fin de nuevo al restaurante, por llamarlo de algún modo. Entré por la puerta de atrás a la cocina. El chino cara de perro chillaba a las operarias y, al verme, se revolvió hacia mí como un pequinés rabioso.

-Grabiel. VAS MUY DESPACIO. Ocho pedidos por entlegal. Eles la ruina. Más lápido, más lápido. Vamos vamos vamos. Glabiel, escucha. Correl más.
-Hago lo que puedo con esta moto. No corre más, y no sé si has visto cómo está la calle.
-Tú no motolista plofesional y decilme que lo eras. Timadol.
-Es un Vespino del año de la polca, Chu, no me jodas. Ya me estás tocando los cojones.
-Tú tocal a mí, timadol. RÁPIDO, me arruinas Grabiel. Grabiel, me arruinas. Me arruinas.

grabiel4Cogí otro paquete. Saqué el móvil para meter la dirección de la entrega. Mientras lo miraba se me resbaló y cayó sobre suelo encharcado. Cuando lo rescaté ya era tarde. El agua hizo su efecto por inmersión, mi Galaxy estaba más muerto que Carracuca. Miré la dirección, conocía más o menos la calle. Salí a toda velocidad saltándome semáforos en rojo. Estuve a punto de atropellar a una vieja en un paso de cebra, la esquivé de chiripa. Paré al lado de otro repartidor en un semáforo y le pregunté mientras esperábamos. Me miró y arrancó sin responderme derrapando. Hijo de puta. Tardé veinte minutos en dar con la calle. Al llegar me abrió una gorda con mala leche que me dijo que se iba a quejar por el retraso. Volví al restaurante una vez más todo lo deprisa que pude, tomaba las calles a contradirección y circulaba por las aceras donde podía. Cuando llegué, el hijo de mala perra china de Chu me volvió a echar la bronca mesándose y tirándose del pelo casco, haciendo muecas de desesperación, e insistiendo que lo estaba arruinando. Hijo de puta. Hijoputa.

Así toda la santa tarde. Se hizo de noche. Doblé una esquina y la rueda delantera del Vespino se metió en un agujero profundo que no se veía tapado por el agua torrencial. Salí por los aires, por delante del manillar, haciendo un doble salto mortal circense. Caí de cabeza, el casco paró el golpe partiéndose por la mitad. Perdí el conocimiento unos segundos. Me dí un golpe tremendo en la rodilla y me torcí el cuello. “Chapa y pintula”, diría Chu seguramente si se lo contaba. Me levanté aturdido y cojo. Levanté la moto, que tenía el guardabarros abollado y la llanta doblada como un churro. Arrancó milagrosamente de nuevo. Anduve media hora desorientado. Al llegar a mi destino me abrieron la puerta un tío con gafas de empollón y su foca de mujer que me insultaron y me dijeron que no me iban a pagar porque llevaban más de una hora esperando. Cogí al gilipollas del cuello y le dije que eran veintitrés con cincuenta, o que me la chupara a cambio. Su mujer primero me agarró la cabeza y me arañó un carrillo, pero al ver que no cedía estrangulando a su mierda de marido optó por la opción de pagarme, afortunadamente en dinero. Lo solté y le entregué el paquete, que apestaba nauseabundamente. Les dije que buen provecho. En el portal había un espejo, pude ver mi efigie. Empapado hasta los huesos, manchado de hollín y de barro todo el cuerpo, ensangrentado, con la rodilla derecha del pantalón rota y un agujero en el codo del impermeable. Volví al restaurante. Ya eran las doce y cuarto. Sólo quedaba una china en el local, que estaba preparándose una cama en la cocina. “Tú il a nave al polígono, Chu espela allí”, me dijo mientras colocaba un colchón de gomaespuma encima del suelo lleno de mugre. “¿Quieles chupada por diez Eulos?”, añadió mientras yo salía por la puerta. Dudé por un instante, pero me marché.

La noche era oscura como el culo de un lobo, llovía y llovía torrencialmente como el puto día del diluvio universal o del jodido juicio final. Yo estaba agotado. Me dolía la garganta, la almendra, la pierna, el brazo y el cuello. Chu regentaba también un macro almacén de baratijas chinas en las afueras, una nave industrial en un polígono perdido, una especie de Corte Inglés chino. Allí vívía con su mujer y su hijo pequeño. Llegué y ya estaba echado el cierre. Llamé a la pequeña puerta que había en un lateral. Chú me abrió, miro la moto abollada con cara de enajenado mental y empezó a gritarme, entramos en la nave, llena de pasillos con cachibaches, herramientas de las que se doblan al primer tornillo y comida caducada hacía meses. Gritaba Chu. Gritaba. Mi cabeza se tronaba cada vez más.

-Grabiel, la ruina esta noche. La ruina. Muy lento, muy lento. LA LUINA.
-Pero has visto cómo llueve, Chu, no podía ir más rápido. Me he caído porque tu moto está hecha una mierda.
-LUINA, Timar, tú timal. Mañana no vuelvas. Toma dinelo y a tu casa. No quielo velte.
-NO ME JODAS CHÚ, ¿ME VAS A ECHAR EL PRIMER DÍA? ¿Con la que ha estado cayendo?
-Toma, tu palte. Envíos tarde y moto lota. Tu palte.

Me puso un billete de diez Euros en la mano y con cara de desprecio me abrió la puerta de la nave invitándome a salir.

-No voy a irme de aquí hasta que no me pagues mis cincuenta Euros, Chu. No me voy, NI DE COÑA.
-Te vas a tu casa o tu pagas la moto lota.
-Ni de coña, Chu. Esto es el colmo. No puedo más....
-Y te vas en autobús, no tocal la moto. Eles un ladrón, Grabiel.
-Me llamo Gabriel....

Entonces todo ocurrió muy rápido. Debajo de la vitrina de las llaves inglesas había tres o cuatro hachas en venta por veinte Euros. Cogí una. Me fui hacia Chu, que seguía gritando como un poseso. Levanté el hacha y el primer golpe de arriba hacia abajo le desprendió un brazo del cuerpo por el hombro, le quedó colgando. Berreaba como un gorrino chino a causa del tremendo dolor y al escucharle de un cuartucho lateral apareció su mujer también chillando como una rata amarilla. El segundo hachazo se lo metí a Chu en toda la cabeza, que partí como un melón. Perseguí  a su mujer por un pasillo e intentó defenderse de mí con una lámpara de pie, horrible por cierto, decorada con espantosos motivos orientales, pero avancé dando golpes de hacha a diestro y siniestro hasta que noté el primer impacto sobre su cuerpo. Cayó al suelo gritando y la rematé con un certero hachazo en el suelo que consiguió que dejase de cantar flamenco chino. Se hizo por unos segundos el silencio pero escuché algo detrás de mí. Me di la vuelta. Era su hijo. Un chinito de unos cuatro años plantado ante mí descalzo y alucinado ante la orgía de sangre. Me acerqué a él. Aproveché que el crío estaba como petrificado para de un hachazo lateral con todas mis fuerzas casi partirlo por la mitad. Emitió una especie de gorgorito desgarrado, un eructo ahogado, pero no le dio tiempo a regurgitar ningún otro sonido porque con el siguiente golpe le seccioné el cuello de un sólo tajo. La sangre de la madre y el hijo mezcladas me empapaban los pies. Volví hasta donde yacía el cuerpo de Chu, que descansaba, para siempre, en medio de un batiburrillo de hemoglobina y sesos. Me dio una arcada, me mareé. Salí corriendo de la nave. Vomité en la puerta. Huí de aquel infernal polígono hasta la ciudad a todo lo que daba la moto, luego la abandoné en un callejón y me fui a casa a pié, mis huellas dejaban manchas rojizas por el suelo de la ciudad dormida.

grabiel5Nada más entrar, encontré su nota pegada en la nevera. Un escueto “me marcho, Gabi, no me busques, estoy harta... adiós”, rezaba el papelito. Davinia, hija de puta, ahora sé que te estabas tirando a nuestro vecino Jose, y que también te tirabas a Paco, que no ibas a Almería ver a tu familia sino a Madrid a follar con él y con no sé cuántos más. Ahora me he enterado de todo. El tiempo pone a cada cual en su sitio. En el peor momento me traicionaste. Estaba solo, más solo que la una. No tenía a dónde ir. Al menos en la cárcel daban techo y comida. Pensé en entregarme. Pero, qué coño, pensé también en morir matando, en alistarme en ISIS o algo así, por un buen fin. O mal fin, pero con trascendencia. Toma mi mano, viajaremos a través de estas calles hasta el fin de los tiempos.

Davinia se había llevado todo aquella tarde. Apenas quedaba allí la vieja tele de tubo, el colchón manchado de vómitos y mi sucia ropa. Abrí un litro de Alhambra, al menos había dejado cuatro litros de cerveza en la nevera, los cuatro únicos amigos que me quedaban en este mundo. Me tomé el primero de un trago. Luego el segundo saboreándolo. Recordé que tenía dos pollos escondidos pegados con cinta aislante dentro de la cisterna del water, dos maravillosas papelinas de escama. Rebusqué y allí estaban. Me serví unas rayitas con forma de pimiento morrón, bien gruesas. También encontré media botella de Whisky Carrefour en un armario. Me la bebí mezclando con cerveza y cocaína. Me masturbé viendo anuncios de putas de un canal local. Me encendí un porro, afortundamente el hachís siempre lo llevaba encima para que ella no se lo fumase. De madrugada caí como un fardo sobre el mugriento colchón, y dormí como un cesto. Sólo quedaba esperar. Desperté cuando ya era entrada la tarde.

Apaga el fuego, no mires atrás más allá de tu hombro. Puse la tele. En el telediario de la tele local no dieron noticias de la masacre de los caras de limón. En el bolsillo tenía los diez Euros que me había dado el hijoputa de Chu. Pedí comida por teléfono por ese valor a un kebab cercano. Los Sawarmas me supieron a gloria. Dejé pasar el día. Seguía sin haber noticias. Quedaban algunas latas en la despensa, decidí no bajar a la calle. Pasé una semana encerrado en el piso. Nada. Ninguna noticia. El primer día que volví a salir fui hasta el restaurante. Increíblemente estaba abierto, y con chinos dentro, se veían nuevos chinos sirviendo la bazofia.

grabiel8Pasaron los meses como pedo en el viento. Estuve ojo avizor, esperando lo peor en cualquier momento, a la policia, o a la mafia china que viniera a descuartizarme, pero nada. Y ya no tenía nada que perder. No tengo nada que perder. Me llamó un conocido y me dijo que había una oferta de trabajo en un hostal. Me compré una camisa nueva, me corté el pelo y me presenté en el lugar. Me contrataron. Bajo la mugre soy un tipo atractivo, seductor. Seguí teniendo los mismos vicios. El restaurante seguía abierto. Pasado año y pico me envalentoné y fui al polígono. Entré en el almacén, compré cinta aislante y una bandera del Real Madrid. Lo atendían otros chinos. Compré un hacha también por veinte Euros, la otra la había tirado a un contenedor. Nostalgia de hacha.

Ha pasado una década desde aquellos tiempos convulsos. Recuerdo aquella lluvia de agua y sangre. Ahora soy feliz trabajando en este hostal del centro. Es cutre, pero me gusta tratar con la gente, acogerles, que se sientan a gusto. De vez en cuando se alojan chicas chinas aquí, de las que llegan a trabajar en las peluquerías, en los restaurantes, en los bazares y en otras cosas que mejor no mentar. Así conocí a Xia, es de Sin-Chuan, creo, llevamos ya dos semanas juntos, enamorados. Es una preciosa chica con bonitas, aunque pequeñas,  tetas. Antes estuve un tiempo con Hui ying y, durante unas semanas, me enamoré de Yi jie, hasta que me cansé de ella, y después con Bing Qing tuve un bonito romance primaveral, pero también me cansé. Lian  fue la más dulce, y Huan la más bella, sin duda, con la que he estado, bíblicamente hablando. Todas llegan, y se van tarde o temprano, porque me canso de ellas. Muchas chicas chinas, chicas chinas, chicas chinas. Todas son la misma con diferente cara. Chicas chinas y un hacha. El hacha es la mejor amiga del hombre. Mi amiga y yo las damos puerta, y nadie las reclama, es como si no existieran tras caer en el contenedor de residuos orgánicos con un sonoro plof o chof. Son robots amarillos que cuando mueren casi ni se quejan ni sangran. Y tú, Davinia, no te olvido, eres muy zorra. Algún día iré a visitarte para recordar los viejos tiempos.... No llores, no levantes la mirada, es sólo el páramo de la existencia. Necesito luchar para demostrar que estoy en el camino correcto. No necesito ser perdonado. Llamadme Grabiel.

<para Gabriel y Davinia>


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La niebla

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-No tiene bastante con nada, con nada. Éramos la pareja perfecta. Mi familia aportaba el rancio abolengo: militares de carrera. La suya el dinero: nuevos ricos resultado de un pelotazo inmobiliario. Nos casamos. Cuatrocientos invitados. Estábamos guapísimos. Viaje de novios por todo lo alto a las Seychelles. Nos compraron un dúplex en el centro, enorme, a todo lujo. Luego a ella se le antojó el chalet. Pero enseguida se le quedó pequeño y echó el ojo a la urbanización de lujo con barrera en la entrada vigilada por un guarda jurado, jardinero particular, limpiapiscinas, mayordomo y dos criadas filipinas. Una casa enorme. Convenció a su padre para comprarla, él nos decía a todo que sí. No tardó mucho en idear reformas variadas para su castillo. Aunque en realidad es su tela de araña, una araña fea y peluda. Quinientos ochenta metros construidos sobre veintitrés mil de parcela. Hizo construir una piscina cubierta en la planta baja con una máquina para nadar a contracorriente. Tiró todos los tabiques de la segunda para dejarla diáfana e instaló un ascensor para seis personas.  Después de decorar durante cinco años la casa con todo lujo de detalles, un día le dio porque todo estaba anticuado y la reformó de nuevo, de arriba a abajo, todo nuevo.  Organizábamos fiestas o comidas familiares en la que ella mostraba orgullosa su palacio. Poco a poco la gente dejó de venir aduciendo mil excusas absurdas. Nadie la aguanta, ni sus charlas ni su verborrea, ni sus delirios de diva, todos disimulan y huyen de ella a la primera oportunidad. Maldita ególatra. Yo he empezado a odiarla. Nunca me ha gustado lo más mínimo, pero ahora es que la tengo asco. Asco, mucho asco.
-Tienes que ignorarla, David, que no te afecte. Al fin y al cabo las mismas cosas que os unieron ahora os mantienen juntos. Y además están vuestros hijos.
-Nuestros hijos dices, madre mía nuestros hijos. Al mayor hace año y medio que no lo vemos, y es el que vive más cerca, en Estrasburgo, es asesor de un diputado europeo de ultraderecha. El mediano en Singapur tiene la excusa perfecta con la distancia y los agobios de trabajo frenético en la bolsa. Y no digamos la vaga de mi hija que vive en Fidji, que no sabemos ni su número de móvil, que no hace nada con su vida, un calco de la hija de Satanás de su progenitora. Se han largado los tres bien lejos para no soportar a su madre. No nos tienen ningún cariño. Sabemos que llaman por teléfono a Angelines, su nani filipina, Conchi la echó a la calle por sucia y ladrona.
-¿Qué tal la cicatriz, te escuece todavía?
-No, tú eres el remedio a todos mis males, mi analgésico. Anal-gésico.

niebla2David agarró a su acompañante por la cintura y lo colocó sobre la cama a cuatro patas. Comenzó pasándole la lengua por el cuello. Luego le lamió la axila derecha. Le lamió la espalda. Le lamió las piernas de arriba abajo. Le lamió la planta de los pies y los dedos. Le lamió de nuevo las piernas, ahora en sentido contrario. Le lamió el periné adornándolo con un pequeño mordisco. Le lamió el ano hasta llegar al colon ascendente. Repitió la operación de lamidos de nuevo dos veces más y, al terminar, se puso un preservativo rosa sabor fresa e introdujo su pene por aquel ano que tenía enfrente que se podía observar tan dilatado por el uso como si fuera la bandera de Japón.

Tras una serie de fuertes empellones, David sacó su miembro del orificio. Cogió una papelina que descansaba sobre la mesilla y esparció un poco del polvo blanco que contenía sobre el esfínter de su amante. Otra pequeña cantidad se la puso sobre el glande. Volvió a penetrarlo, esta vez con mayor fuerza, casi con saña. Los caderazos eran salvajes. Comenzó a darle cachetes sobre las nalgas, que se pusieron rojizas. Golpes cada vez más fuertes, hasta percutir con el puño cerrado. La violencia le llevó, como siempre, al clímax. Eyaculó. Cayeron rendidos cada uno a un lado de la cama. Herminio se quedó dormido unos minutos más tarde, pero David había esnifado demasiada cocaína y tenía los ojos como platos y sin somníferos jamás era capaz de conciliar ni un minuto el sueño.

Se levantó y abrió la puerta del camarote. Subió por la estrecha escalera hasta el salón principal. La imagen de la fiesta era ya decadente, próxima a su fin. La mayoría de la gente se había marchado a descansar y los pocos que quedaban dormían la mona en los sillones o sobre el mismo suelo, los cuerpos desnudos se apilaban sobre botellas de Möet vacías, cócteles derramados y restos de cocaína. Un negro con un tremendo pene fláccido colgaba inconsciente atado a una columna cual Jesucristo. El presidente del tribunal supremo dormía boca arriba sobre una improvisada barra de bar con una eyaculación aún visible sobre su cara. Y el almirante Melgar Bastarreche yacía bajo una mesa con el trasero en pompa sobresaliendo de él una especie de palo.

Le entraron ganas de vomitar a causa del balanceo y de los excesos. Salió a cubierta a intentar vaciar su estómago por la borda. Estaba amaneciendo. El mar lucía como una balsa de aceite mientras el enorme yate surcaba el Caribe con el piloto automático puesto. El Sol brotaba poco a poco frente a él reflejándose esplendoroso sobre el azul del mar. Apoyado sobre la barandilla de la proa, descansó observando la bellísima estampa. De repente surgió una pequeña neblina, una nube baja. El barco la atravesó. David comenzó a sentirse muy mal cuando respiró aquel aire húmedo. Olía extraño, le dejaba un sabor rancio en la boca. Comenzó a ahogarse, a no poder respirar. Le picaba todo el cuerpo, que parecía impregnado por una sustancia repugnante y pegajosa. Cayó al suelo. A duras penas se arrastró sin respiración hasta la puerta de la cubierta, entró y la cerró. Poco a poco recuperó el resuello. Pudo ver por las ventanas cómo dejaban la extraña nube atrás. Encontró un calzoncillo abandonado en el suelo con el que pudo secarse el cuerpo de aquella humedad viscosa. Fue recuperándose aturdido. El susto había pasado, algo extraño notaba dentro de su cuerpo, pero la normalidad retornó a su organismo. Bajó al camarote donde Herminio seguía en brazos de Morfeo. Se acostó junto a él. Cogió dos tranquilizantes del pastillero que tenía sobre la mesilla y los engulló a palo seco. A los pocos minutos se durmió. Tuvo un sueño erótico en el que aparecía una mujer con cabeza de cerdo e increíblemente aquello le excitó. Eyaculó sin darse cuenta entre sueños sobre las sábanas y sobre las nalgas de Herminio.

El yate atracó en La Habana. La fiesta había terminado con un agrio balance: se comentaba que un chapero había caído por la borda y nadie se había dado ni cuenta. Y a otro esclavo sexual se le tuvo que llevar una ambulancia directamente al hospital inconsciente, no se sabía si a causa de una sobredosis o si por las heridas de los latigazos. Varias decenas de coches de lujo recogieron a los participantes para transportarlos hasta el aeropuerto. Herminio y David durmieron durante el trayecto. El chófer les condujo hasta la puerta de autoridades, desde donde embarcaron en el avión con gran rapidez sin esperar cola alguna. Se repantingaron sobre los asientos. Despegaron. Cuando llevaban un rato volando, Herminio echó amorosamente una manta por encima de David. Luego introdujo su brazo por debajo y le bajó la bragueta echándole mano al pene, que batió con suaves movimientos bajo la improvisada tienda de campaña. Pero, tras dos minutos de zambomba, aquello no se levantaba ni a la de tres. En un alarde de valentía miró a ambos lados y, cuando nadie lo observaba, metió la cabeza bajo la manta e intentó felar el miembro de su compañero, pero no consiguió dureza alguna. Además, el pene tenía un sabor raro, un dulzor algo repugnante.  Desistió. David tenía cara de preocupación y casi jimoteaba.

-No me encuentro bien, ya ves, no me apetece.
-Vete al baño y ponte unas lonchitas de coca sobre el glande.
-No, de verdad que no, lo tengo ya en carne viva de tanto untarlo.
-¿Te duelen las cicatrices? Igual no has hecho bien la digestión, el médico te dijo que no te pasases con las ingestas, y nos hemos atiborrado de marisco y caviar.
-No, no es eso. Es como si estuviera incubando un virus tropical maligno.
-Exageras un poquitín, Deivid, sólo es cocaína y poppers mezclado todo con alcohol, esa es la explicación. Anda, duérmete otra vez.

niebla3Algo extraño había invadido su cuerpo. Continuaba sintiéndose pegajoso, como si no hubiera podido limpiarse la humedad que aquella niebla extraña que habían atravesado le había impregnado hasta los tuétanos. Desde ese momento una nebulosa le nublaba la cabeza, un run-run constante. Él, siempre tan despierto sexualmente, ni había tenido pensamientos libidinosos cuando el azafato, un joven plumífero gay delgadito y finamente musculado de barba bien recortada, le había servido la bazofia del almuerzo. Raro todo, muy raro. Siempre que veía a un jovencito así, y mucho más a un azafato de uniforme, se le producía una involuntaria erección. Sin embargo, y eso le asustó, cuando la típica azafata rubia, una potranca rubia alemana de metro setenta y cinco con un trasero sugerente y unos pechos abundantes, le sirvió su gin-tonic de pepino, David se la imaginó completamente desnuda mientras él la penetraba vaginalmente. Y nunca le habían gustado nada de nada las vaginas. Para el sexo con su esposa David recurría siempre a la cocaína, a la Viagra o a la imaginación de largos y gruesos penes.

Nueve horas interminables de vuelo pero, al fin, vislumbraron la madre patria por la ventanilla. Aterrizaron. Desembarcaron por la puerta VIP, donde les esperaban sus chóferes. Herminio se despidió con un beso con lengua hasta la campanilla. David sintió asco. Aquello no era ni medio normal. El Mercedes tomó la primera circunvalación, luego una autopista, luego a otra y por fin , tras la segunda rotonda a la derecha, llegaron a la puerta de la urbanización. El guarda jurado les abrió la barrera y saludó con la mano al chófer. En el interior el poblado no se divisaba, como siempre, ni un alma. Atravesaron los dos kilómetros y medio de empinadas cuestas y bajadas sin ver más que un criado filipino vestido de librea que sacaba de defecar a un pastor alemán. Todo parecía como bombardeado por una bomba de neutrones. La puerta del chalet se abrió automáticamente y entraron al garaje. David se apeó y subió en ella ascensor hasta el primer piso. En la cocina Ricarda se cuadró al verle llegar.

-¿Desea algo el señor? ¿Le caliento una lata? La señora me ha indicado que no se coma el sushi de la nevera.
-No, Ricarda, gracias.
-La señora ha insistido que cuando usted llegara no la molestara, me ha dicho que le dijera que tiene jaqueca.
-No te preocupes, no está el horno para bollos, me encuentro enfermo.
-¿Quiere que llame al médico?
-No no te preocupes. Puedes retirarte, voy a subir a mis aposentos a descansar. Puedes limpiar los azulejos, veo que están un poco sucios.

David abrió la nevera. Había treinta latas de Coca-Cola Zero y sushi del restaurante que le gustaba a Conchi. Bebió un trago de agua y se dirigió al ascensor. Apretó el botón del cuarto piso. Pero en el tercero un impulso le hizo dar al stop y bajarse en el tercero, en la puerta de las habitaciones de Conchi. Salió al descansillo. Llamó a la puerta. Tras unos instantes notó pasos al otro lado y Conchi abrió. Sólo llevaba puestas unas bragas culotte y una camiseta ajustada de Mango que le marcaba los pezones como escarpias.

-¿Qué quieres, David? Le he dicho a Ricarda que nos veríamos mañana, que no me llamases ahora, pero ni caso. Creo que voy a despedirla.
-Es que no me encuentro bien, Conchi. No sé qué me pasa.
-Ya me lo contarás con más tiempo, esta semana nos vemos un rato si quieres.

niebla4David notó que el cuerpo de Conchi le estaba excitando. Hasta ese momento la había visto como una morsa abyecta con boca de cloaca, pero de repente la cosa había cambiado. Tomó una bocanada de aire y se decidió. Pegó un fuerte empujón a su mujer que retrocedió a trompicones. Entonces él entró en los aposentos de Conchi, que no había pisado desde que hicieron el amor para concebir a su hija. La agarró de un brazo retorciéndoselo y la condujo por los pasillos hacia el dormitorio. Llegaron hasta la enorme cama con dosel. La lanzó  sobre el cochón con fuerza. Ella le miraba alucinada, aquello era inaudito. David se desnudó rompiéndo su propia ropa y se lanzó en plancha sobre su esposa. Tenía el pene como una estaca y, cuando se lo introdujo con fuerza dentro de la vagina, a ella se la notaba muy lubricada, empapada. Comenzó a dar caderazos y ella a gemir. Le pegó dos fuertes bofetadas que ella acogió con placer.

-Oh, síiiiiii, David, pero qué buenooooo. ¿Qué está pasando aquíiiiii? Pero qué buenooooo. Úntame un poco, hay en la mesillaaaaaaaaaaa, síiiiiiii.

Se la sacó de un golpe. Abrió la mesilla y estrajo una bolsita en la que había unos cuantos gramo de cocaína. Con un dedo le puso a Conchi una buenta cantidad sobre el clítroris y a sí mismo sobre el glande. Volvió a penetrarla sin miramientos. La abofeteó de derecha y de revés, de derecha y de revés. Ella se retorcía de placer. Le pegó un fuerte estirón de pelo y entonces Conchi tuvo un tremendo orgasmo. David se la sacó de nuevo de la vagina y eyaculó sobre la cara de Conchi un tremendo chorro de semen muy grumoso que al caerle sobre los ojos la cegó por unos instantes. Exhaustos, se acurrucaron cada uno sobre un lado de la cama. Poco a poco recuperaron el resuello. Mirando al techo Conchi le habló.

-No sé qué está pasando, David, pero por favor vete de mi habitación. Ha sido maravilloso, pero tengo que pensar seriamente en esto que ha sucedido, porque no lo entiendo. Pelayo está al llegar y si te ve aquí se va a enfadar. Por favor, no quiero repetirlo, vete a tus habitaciones.
-Ya me voy, no te preocupes, no he podido contenerme. Algo dentro de mí me está volviendo loco. No soy yo mismo.
-Eso cuéntaselo a tu psiquiatra, yo no estoy para esas cosas de hablar.
-Vale cariño.

David saltó de la cama, se puso los calzoncillos Calvin Klein y se dirigió hacia el ascensor. Subió a sus aposentos. Se miró en el espejo del vestidor. No se excitó mirando su propio cuerpo, como solía suceder. Se puso a llorar como un niño tumbado sobre su blanquísima cama.

Pasó tres días encerrado en su habitación, sin contestar ni al washap. Viendo en la tele Netflix como un mantra interminable. Ricarda le subía hamburguesas y patatas fritas del Burguer King que encargaba por teléfono, lo único que le apetecía comer. Algo había mutado dentro de él. Se masturbó varias veces viendo anuncios de prostitutas de una tele local. Puso varias veces películas de porno sado gay que antes le gustaban pero nada, ni una erección. Recibió un washap de Herminio.

“Hola, Estoy en el hospital. Me dolía mucho el estómago después de llegar de Cuba y me vine a urgencias. Me hicieron una radiografía y resulta que me pasa lo mismo que a tí, que tengo la vesícula biliar llenita de piedras, y me van a operar por laparoscopia. Mañana por la mañana estaré en casa, no te preocupes. Los dos vamos a tener unas bonitas cicatrices, pero creo que sobre la de la derecha me haré un tatuaje. He encargado que me atienda un enfermero guapísimo. Mañana hablamos”.

niebla5No sentía nada por Herminio, como por prácticamente ningún ser humano, pero habían tenido durante una temporada una sana relación sexual muy excitante. Sin embargo, ahora sentía asco al pensarlo, se imaginaba con el pene de él en la boca y le daban ganas de vomitar, a él, que felar era su deporte favorito, de toda la vida. ¿Qué estaba sucediendo? Se vistió y decidió ir a su psiquiatra. Bajó en el ascensor hasta el garaje. Cogió el Cayenne que estaba aparcado junto al Jaguar de Conchi, le apetecía conducir para despejarse. Condujo a través de las deshabitadas calles de las colinas de la urbanización hasta llegar a la entrada. Atravesó la barrera y llegó en pocos minutos a la autopista, en el séptimo desvío cogió la circunvalación y después se desvió hacia el centro ciudad. Llegó a su destino. Era una finca lujosa del centro. Entró al garaje abriendo con el mando a distancia que tenían los clientes. Descendió del coche y tomó el ascensor hasta el decimoctavo piso. Salió y atravesó el largo pasillo mirando por las ventanas que dejaban ver unas preciosas vistas de la ciudad. Llamó a la puerta G. Le abrió la enfermera con cara de idiota de siempre, aquella gorda desagradable de mediana edad que le echaba miradas de desprecio al entrar a la consulta. Le habló con su tono de autómata habitual, inexpresiva y seca.

-Hola, buenos días. ¿Tenía usted cita?
-No, pero quiero ver al doctor Candelas González, tengo derecho a ello si no le importa. ¿Está ocupado ahora?
-No, pero en una hora tiene otro paciente. Puede pasar, pero trate de abreviar, por favor. Espere que le anuncio.

Mientras ella avisaba por el interfono él atravesó el pasillo con paso firme y abrió la puerta de la consulta. Allí estaba Gabriel, con su pelo canoso, su coronilla calva y su cara de judío escapado de Treblinka. Llevaban seis meses sin verse desde que David le había dicho al psiquiatra que era un embaucador y un ladrón y que no pensaba dejar ni la cocaína ni el alcohol porque no le daba la real gana, y después había intentado agredirle antes de desmayarse a causa del acelerón que llevaba en el cuerpo tras consumir ocho gramos de polvo blanco cortado con polvos de talco para bebés en la fiesta de presentación de la exposición de los cuadros de la mujer del asesor de presidencia al que había conocido en una orgía.

-Hola, David. ¿Cómo estás? Siéntate en el diván y me cuentas.
-Ha sucedido algo, Gabriel, y tengo miedo, mucho miedo.
-Habla sin rubor. ¿Sigues enganchado, verdad? Tienes marcas en las aletas de la nariz.
-No, no es eso, Gabriel. Es algo mucho más simple, pero aterrador. He empezado a excitarme con las mujeres, con mi mujer, con ese ser infame. Pero no es sólo eso. No sé si es algo transitorio, pero ya no me atraen los hombres. Hace unos días estuve en una orgía en un yate en el Caribe. Creo que atravesamos una nube tóxica y desde entonces...
-No, no David, ahora sí que me estás alarmando de verdad. Por favor, quítate la camisa, quiero comprobar una cosa.
-Pero no quiero hacer el amor hoy, Gabriel, ¿es que no me entiendes? HE DEJADO DE SER HOMOSEXUAL. Y NO QUIERO.
-Por favor David, te repito que no es eso. Sólo quería comprobar una cosa. ¿Te han operado últimamente de algo el abdomen?
-Sí, me han quitado la vesícula hace mes y medio. Me dolía el estómago y el chófer me llevó a urgencias de un hospital público. Fue horrible. Ocho horas metido en un box hediondo rodeado de enfermeras horribles y lumpen hasta que me hicieron una ecografía y me dijeron que tenía la vesícula biliar llena de piedras, que tenían que operarme por el riesgo de pancreatitis aguda. Me metieron al quirófano, me quitaron esa bolsa verde asquerosa de dentro y en unas horas volví a casa. Tuve que compartir habitación durante doce interminables horas con un viejo agonizando y, lo peor de todo, con su familia que eran insoportables y olían a sudor.
-Ajá. Dios mío, todo se confirma. No vas a creer lo que voy a contarte, David, pero es absolutamente cierto. No eres el primero al que le sucede. Atiende a ésto. Las operaciones de vesícula se están multiplicando por cien en los últimos dos años. Antes ponían a la gente en tratamiento paliativo y sólo en casos graves operaban. Pero de Estados Unidos ha llegado un estudio que ha provocado una auténtica conmoción y a la par una conspiración sin precedentes. Descubrieron por casualidad experimentando con inmigrantes que a los pocos días de extirpar la vesícula biliar se produce una disminución en la segregación de ciertas hormonas y encimas que modifican ciertos comportamientos del cerebro en ausencia. Y en casi el cien por cien de los casos la orientación sexual de los pacientes cambia. Se comenzó a practicar sistemáticamente en la ciudad Baltimore seccionando el órgano a todos los homosexuales que acudían a consulta gástrica mediante la excusa de los susodichos cálculos biliares. Poco a poco la campaña se fue extendiendo a todo el país. Un alto cargo de sanidad de nuestro gobierno numerario del Opus Dei se enteró y, tras probar los efectos consigo mismo, ha implantado con la ayuda del CESID un protocolo aterrador para acabar con el lobby homosexual del país. Se rumorea que ya han operado a ciento cuarenta mil hombres, con éxito total en sus fines y que pretenden llegar a hacerlo con los nueve millones doscientos mil homosexuales que se calcula pueblan nuestro país. Esos fascistas dicen que quieren curar la homosexualidad, curar.... Se comenta también que el presidente del gobierno se ha operado de la vesícula hace tres semanas.
-Pero no puede ser. ¿Y es reversible? ¿Qué puedo hacer?
-Nada, lo siento. Recientemente he tenido que tratar un caso tremendo, el de un conocido banquero que, tras la operación, agredió a su mujer porque no quería hacer el amor con él y le pusieron una orden de alejamiento y sus hijos dejaron de hablarle. Se suicidó porque no aguantaba ser heterosexual. Te recomiendo que te adaptes. Si tu mujer no quiere relaciones contigo te recomiendo que contrates escorts para adaptarte a la nueva necesidad. No te preocupes, poco a poco tus amigos pasarán por tu mismo trance, en el ministerio tienen un gran presupuesto para este innoble fin. Uy, se está haciendo la hora, tenemos que terminar, tengo otro paciente.

David se puso a llorar como un niño. Gabriel le ofreció un manojo de kleenex de un paquete y a él lo empaquetó hacia fuera de la consulta con palmaditas en el hombro. Cogió el ascensor desconsolado y aturdido. Se subió a su coche y abrió la guantera. Afortunadamente allí había siempre una bolsita con cocaína. Se puso unas rallas con forma de pimiento sobre el salpicadero tiró de cuello sorbiendo a fondo. Pero ya casi ni le hacía efecto. Nada le hacía efecto. Vivía en aquel castillo de Kafka, en aquella prisión social, y ahora para colmo iba a tener que copular con mujeres y, lo peor de todo, posiblemente con Conchi. Un pensamiento le vino de repente. Se quitaría la vida en aquella playa cercana donde tanto había disfrutado, se adentraría en el mar y se ahogaría en aquel lugar en el que había hecho el amor por primera vez cuando era adolescente con su profesor de francés.

niebla6Tecleó en el GPS el nombre del sitio y, cuando la máquina localizó la ruta más corta, inició el camino hacia su lugar de descanso eterno. “Primera a la derecha. A continuación, a trescientos metros, tome el carril derecho y gire por la tercera en la rotonda. Manténgase a la derecha cien metros...”. Escuchó durante diez minutos las órdenes descritas por la aterciopelada voz femenina del aparato hasta que empezó a sentir que se estaba excitando. Comenzó a imaginar a la chica de la grabación desnudándose, abriéndose de piernas, recibiendo bofetadas con placer, dejándose penetrar con fuerza, sugiriéndole que le apagara un cigarrillo en las nalgas, suplicándole que le eyaculara en la cara hasta cegarla y después lamiéndole los restos de semen del glande.

Se desvió por una calle poco concurrida. Se desabrochó la bragueta. Adiós noches locas; hola, niebla heterosexual. Mientras escuchaba al dulce GPS comenzó a masturbarse. En pocos segundos eyaculó sobre el volante, el cuentakilómetros y el salpicadero. Paró en una gasolinera. Se bajó, compró un paquete de toallitas húmedas para bebé y limpió un poco las manchas grumosas con ellas. Se sentó de nuevo frente al volante. A lo lejos, a través de una niebla brumosa, podía verse la playa. Tomó el sentido contrario de la carretera. Sigiuó hasta la autopista, luego cogió la circunvalación y después se desvió por la zona de rotondas hasta la puerta de la urbanización. El guarda de la garita levantó la barrera sin saludarle ni hacer gesto alguno. David atravesó las despobladas calles subiendo y bajando las lomas hasta llegar ante la silueta de su enorme chalet. Se abrió la puerta del garaje automáticamente. Paró el coche. Salió del aparcamiento. Cogió el ascensor hasta el primer piso y entró la cocina. Ricarda se cuadró con un gesto casi militar ante él al verlo aparecer. David se excitó al instante.

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Rosenkrantz y Guildenstern

cuba21
Sobre el agujereado asfalto de la autopista número 1 que une Santiago de Cuba con La Habana nuestro Hyundai Lantra negro corría como un cabrón, volaba bajo. No se divisaba ni un coche sobre el asfalto más que el nuestro en kilómetros a la redonda, sólo pululaban a cámara lenta por sus desiertas cunetas algún carro tirado por escuálidos jumentos o alguna bicicleta pilotada por el Indurain mulato de turno. Hacía muchos años que aquel país se había quedado tirado como una colilla en el arcén; a pesar de nuestras progres simpatías por el comunismo recalcitrante había que reconocer que el mamón de Fidel había dejado la isla hecha una puta mierda, aquello parecía más un solar abandonado a orillas del Caribe que una nación. Atrás quedaban los tiempos en que los chicos listos de la mafia americana y el surrealista dictador fascista Batista hacían florecer la economía cubana con mano de hierro enfundada en guante de idem. En el asiento de atrás dormían tres de mis secuaces como puercos en la cochiquera. Mientras tanto, mi copiloto, el puto murciano, hacía contorxionismo sobre su asiento para coger una postura cómoda que le permitiese planchar la oreja, roncando como una rata almizclera cuando está a punto de parir. A ciento noventa por hora pillé un bache y mi Luis Moya particular se despertó súbitamente con el zarandeo. “Hijo de puta, frena un poco, que nos vamos a matar y ni nos vamos a enterar, pedazo de cabrón…”, me dijo el archenero medio en duermevela; pero rápidamente volvió a lo suyo, a soñar con mulatas en pelotas. Yo no había conseguido hacerme con los mandos del coche hasta aquella mañana de resaca, ya que una de nuestras compañeras de viaje, presentadora del telediario del mediodía en una cadena de televisión nacional, se había hecho cargo del volante durante varios días sin dejar que el resto lo tocásemos ni a hostias. No entendíamos tanto afán de dominatrix por pilotar, y doy fe de que el asiento del conductor no llevaba un consolador incorporado que explicase tal afán de ella. La susodicha, una hembra de encefalograma plano pero con más picardía que un ave de corral (más zorra que las gallinas, hablando en plata) se había añadido a nuestra expedición para expresar desdén hacia el directivo televisivo casado a quien se la estaba chupando por aquel entonces en sus ratos libres; reclamaba con su escapada al Caribe un poco de caso de su adúltero mandamás. Ella ocupaba la plaza de asiento contigua a J. Él, a la chita callando, siempre había deseado penetrar su puntiagudo culo, pero nunca se había atrevido a intentar tal asalto al poder, ya que daba la casualidad de que aquel jerifalte televisivo que ella se tiraba los martes y los jueves por la tarde era el mejor amigo del hermano mayor de J, el alma fraternal caritativa que le había conseguido ese trabajo de más de dos mil pavos al mes en el que se tocaba los huevos, y no era plan de sacrificar su futuro laboral por una gachí, porque  si en algún momento se le ocurriese meter de facto su sucia polla en aquella infecta y estrecha vagina corría el riesgo de ser despedido fulminantemente del periódico. Ser un puto enchufado tiene sus pros y sus contras en esta sucia vida.

Seguimos camino cruzando extensas llanuras adornadas por cocoteros y aves carroñeras. En la intersección con Santa Clara paramos a abrevar. El paisaje desolador y el silencio reinaban sobre aquel parque temático de la pobreza y el Stalinismo. Nos equivocamos de camino al retomar la ruta, pero el coche aguantó bien cuando lo conduje acelerando a tope campo a través por la mediana para volver a la senda recta. J me gritó todo tipo de insultos acojonado por la posibilidad de que mi conducción temeraria desembocase con su culo reposando en algún lúgubre calabozo de la policía de tráfico cubana. Cuando se hizo de noche descubrimos que el vehículo carecía de luces de cruce, sólo unas débiles bombillas de posición alumbraban delante nuestra el asfalto. Descubrimos también que el Hyundai tampoco tenía depósito de agua para el limpiaparabrisas, y una nube de bichos tropicales espachurrados de todo tipo emborronaban nuestra débil visión al volante hasta casi cegarnos por completo. Nos apeamos en medio de la carretera y limpiamos el parabrisas con escupitajos y una camiseta sucia de MR, la redactora de Europa Press que ocupaba la segunda plaza femenina del grupo y que de paso daba calor a mi catre por las noches. cuba22M tuvo que volver de improviso al habitáculo del coche, le habían picado seis mosquitos king size, dos en la cara, dos en un brazo, otro par sobre el tobillo, se le hincharon las picaduras como pelotas de golf rápidamente y no paraba de rascárselos como si fuera sarna murciana.

Bien entrada la noche llegamos a Pinar del Río. La pequeña ciudad apenas se divisaba a lo lejos, ya que más de la mitad de sus farolas carecían de bombillas. No hay mucha contaminación lumínica en Cuba, gracias a lo cual se pueden ver cielos estrellados incluso en el interior de sus míseras ciudades. Tocaba buscar alojamiento. Muchos cubanos ofrecen sus casas a los visitantes por un muy módico precio, pero la presentadora se empeñó en que quería alojarse en un hotel. La redactora de Europa Press y yo nos opusimos a tal dispendio económico, pero la muy puta consiguió camelarse a los otros dos para llevárselos al huerto hostelero. Cogimos una suite doble y una triple, ambas sin cucarachas, un logro a tenor del aspecto del establecimiento. Las dos mujeres se quedaron duchándose en una de las habitaciones mientras que los machos salimos a buscar comida por los bares, que ya estaban todos cerrados. Preguntamos a los transeúntes, pero nadie sabía algún lugar donde nos vendiesen algo que llevarnos a la boca. Nos ofrecían de todo: alcohol, hachís, farlopa. anfetaminas, incluso sus propios cuerpos, pero ninguno a aquellas horas de la noche podía dispensarnos comida. Por fin. un chaval jovencito se ofreció a guiarnos a casa de una señora, una negra gorda más pobre literalmente que las ratas, que podía vendernos unos frijoles con arroz. “Me habían contado que hace un rato habéis llegado a la ciudad, os he reconocido por el coche negro, decían que había llegado un coche negro con españoles…”, nos relató sorprendiéndonos el imberbe Nelson, que así se llamaba el gachó; las noticias sobre los forasteros volaban en Pinar del Río. Después de conseguir nuestra preciada comida le regalamos una cantidad indeterminada de pesos, suficientes para cubrir su manutención durante un año. Él se marchó a casa feliz por no haber necesitado ejercer sus favores sexuales con tipos como nosotros para llenar el bolsillo. Pero, tras apearse, se dio la vuelta y agradecido insistió mirando fíjamente a J: “Señor, ¿de verdad no quieren que suba a su hotel? Soy gay, no me importa, no les cobraré nada, lo hago por placer…,y si ustedes dos quieren mujeres yo se las puedo traer también…”. J, que conducía, arrancó quemando rueda, todo el mundo que tomaba el fresco en la calle se nos quedó mirando. Me levanté a la mañana siguiente con la boca como una alpargata a causa de los excesos con el ron Guayabita. La redactora, que descansaba a mi lado desnuda con el culo en pompa, se despertó al poco rato musitando palabras inconexas y tirándose pedos. Cuando recuperó la consciencia se puso a despotricar todo tipo de improperios a cerca de la presentadora. Decía que era una zorra descerebrada y que le caía como una patada en el chocho. Yo pensaba lo mismo que ella a cerca de aquella ramera manipuladora sin moral ni escrúpulos. Aquel odio exacerbado, esa pasión, nos hizo echar un polvo mañanero que no estuvo mal. Cuando descansábamos tras el coito como fardos sobre la cama sonaron dos golpes en la puerta. Eran J y M, que nos llamaban para que saliésemos de una puta vez de aquel infecto hotel. Abrí y allí estaban los dos, con caras desencajadas, como si fueran unos cutres Rosenkrantz y Gildenstern cañís. Era casi mediodía y teníamos que partir hacia Cayo Jutía porque se le había antojado a su compañera de cuarto, la ínclita presentadora, que era una “hija de puta”, añadió M en tono bajo cuando J se alejó por el pasillo. Montamos en el Hyundai los cinco con una resaca del siete. Nadie decía ni palabra. Puse la cinta del “Californication” a todo volumen en el vetusto casete, cogí el volante y nos pusimos en marcha a velocidad propia del mundial de rallies por una carretera endiabladamente curvada. Después de hora y media llegamos a la estrecha franja de terreno que une el cayo con la isla. Un tipo desarrapado sentado en una silla plegable junto a una barrera oxidada nos cobró un dólar de peaje por entrar en la zona. Una playa de arena blanca se extendía a lo lejos rodeada de manglares y aguas azul claro. Dejamos el coche y caminamos un par de kilómetros por la orilla. Después nos despelotamos, todos menos la presentadora, que era muy casta, y nos bañamos mecidos por las cálidas olas. La presentadora enchufó la cámara de video y grabó risueña nuestros culos; luego sacó diversos planos artísticos del paisaje sin figurantes desnudos. Salí del agua y, mientras ella grababa, le voceé frases tan bonitas como: “hola, guapa, ¿eres jinetera o sólo puta a secas?..”. “Gracias por el detalle, ahora tendré que enseñar el video a mi familia sin sonido”, me contestó. La redactora salió del mar con cara de pocas amigas y le preguntó a la presentadora si le había grabado el “pompis” también a ella. M y J tardaron mucho en salir del agua. A lo lejos se les divisaba como si les estuviera dando un compulsivo ataque de risa. De repente, J apareció sobre la arena corriendo y descojonándose, mientras mar adentro se podía ver a M flotando relajado como haciendo el muerto. J contó entre sus carcajadas y nuestras miradas de incredulidad que habían estado intentando hacerse una paja dentro del mar, pero que sólo M había conseguido correrse. Le dije a la presentadora que hiciera el favor de no bañarse, no fuera a quedarse embarazada. Ella me sonrió con una mueca falsa, como la que acostumbra a esgrimir delante de la cámara mientras ejerce de busto parlante durante el telediario. Su cuerpo anoréxico se estaba poniendo por momentos de un tono rojizo-anaranjado a causa del quemazón del sol. Sobre su espalda y su escote podían observarse unas repugnantes pecas color calabaza. ella nunca se ponía protección alguna sobre la piel para conseguir estar más bronceada cuando salía en la caja tonta y, cuba23a causa de ello, su epidermis oculta bajo la ropa lucía agrietada como la de la momia de Tutankamon. Mis huevos se llenaron de arena al simular una pelea de wrestling contra M y J. Le hice un moratón a J en un costado como resultado de una poco certera patada destinada a sus testículos. Comimos los restos de arroz con frijoles que nos quedaban, nos vestimos y a media tarde partimos hacia la urbe habanera.

Nos alojábamos en un piso alquilado por un médico para sacarse un sobresueldo a espaldas del férreo control estatal que se encontraba situado delante del Hotel Nacional. El peculiar casero nos contó que ganaba más rentando el apartamento durante una semana de lo que recibía por un año de trabajo en el hospital. El aire de la ciudad olía pestilentemente a sucedáneos de la gasolina, inefables mejunjes que hacían funcionar los vetustos automóviles que petardeaban al circular por las calles de esta capital mundial de la decadencia. A nuestro amigo J se le había ocurrido cambiar casi todos nuestros dólares por pesos, y ahora nos encontrábamos sin apenas dinero gastable en medio de aquel maremagnum de lumpen depredador de dólares. Para sobrevivir allí, eran necesarios más que en ningún otro lugar del mundo los billetes verdes yankees. Nos quedaba un escaso puñado de estampitas con la cara impresa de Washington, y no los íbamos a malgastar en otra cosa que no fueran putas o alcohol, nuestra religión nos lo prohibía. La presentadora y la redactora sufrían un constante pero placentero acoso sexual por parte de los cubanos, no había hombre que no quisiera meterles la pinga. A nosotros tres, machos europeos de pelo en pecho, se nos ofrecían todo el tiempo prostitutas y chaperos de todas las edades por un módico precio. Nos dijeron que en el barrio chino se podía comprar comida con nuestros abundantes e inservibles pesos. Acudimos hambrientos a aquellos bares y adquirimos varios recipientes de cartón repletos de frijoles malolientes acompañados de una carne que muy bien podría haber sido de rata o humana. Devoramos aquello sin cubiertos,  con las manos, aunque la presentadora no quiso probar bocado porque ella era demasiado fina. La redactora, sin embargo, no tuvo reparos en deglutir aquellas delicias turcas; luego estuvo tirándose cuescos toda la tarde. M, muy delicadito él con las comidas, vomitó hasta la primera papilla aquella tarde; uno de los escasos perros vagabundos sin raza que campaban por la ciudad se acercó y chupó con gusto aquella pota murciana ante nuestro estupor. “Ese perro debe ser de Albacete…”, dijo jocoso el pimentonero.

El miércoles por la mañana habíamos quedado con una gente de la universidad para que los “periodistas” que viajaban conmigo diesen una charla ante la muchachada sobre cómo discurría su putativa profesión en España. El aula estaba llena hasta la bandera. El profesor, Ernesto, un efebo con perilla de pelo largo y rizado a lo hippie, no debía tener más de veinticinco años. El docto muchacho presentó al respetable a la presentadora, a la redactora, al documentalista y al redactor. Yo me excuse por no participar en la conferencia, me describí a mí mismo como persona de a pié sin oficio claro, lo que disipó al instante cualquier interés hacia mí. Los alumnos comenzaron a hacer preguntas disparatadas a los interfectos profesionales. En un momento dado, uno de ellos hizo una especie de pregunta retórica y soltó a continuación, sin venir a cuento, una perorata defensora del régimen castrista ante las miradas temerosas de sus compañeros, el estupor de los míos y mis finales sonoros aplausos ante su intervención. Transcurrido el animado coloquio, el docente nos animó a charlar con sus discípulos en un parque contiguo a la facultad. A la salida del edificio me arrimé por unos instantes al freak que había soltado la charleta pro régimen y le expresé mi agrado ante sus peregrinos argumentos. Me contó que él era hijo de campesinos nacido en un pueblecito cerca de Cienfuegos y que no aceptaba las mentiras que se contaban sobre la revolución; que a él y a su gente Castro le había dado todo. Cuando el chico se marchó nos sentamos en círculo junto al resto de la prole en una especie de plazoleta y los alumnos comenzaron a poner a parir a su compañero prorevolucionario, al que acusaban de comisario político y demagogo. Rápidamente hicimos migas con ellos. La presentadora se arrimó sibilinamente al profesor y comenzó a charlar con él sin parar. Varias de las chicas del alumnado, recientemente post púberes, se acercaron a M con intenciones de liberarse sexualmente con el visitante. Mientras tanto, J, la redactora y yo entablamos amistad con un par de simpáticos chicos de Pinar del Río que vivían en el décimo cuarto piso sin ascensor de una residencia de estudiantes cercana. Yoandi, el más atrevido, se dedicó aquella tarde a aproximarse con ojos de carnero degollado a la redactora introduciéndole notitas con poesías de su puño y letra en el bolsillo. En Cuba todos los chicos son poetas o aspiran a escribir la segunda parte de “Paradiso” de Lezama Lima, todos sin excepción. Les invitamos a unas cervezas, compramos todos los maníes que vendía una anciana (pagándole la cantidad equivalente a dos años de su pensión estatal en pesos) para alimentar a los muchachos y montamos un festejo grupal en nuestro apartamento con cantidades industriales de ron Guayabita cuba25compradas en el Habana Libre. La presentadora se llevó al profesor a charlar a la habitación contigua, para conseguir intimidad, pero Yoandi nos aseguró, entre carcajadas alcohólicas, que no tuviésemos cuidado, que el joven docente era, a lo sumo, un poquito bisexual, pero muy poquito. Y era cierto; Ernesto, el maestro liendres del grupo, sólo estaba interesado en el sexo femenino si podía proporcionarle un visado hacia Europa.

El sol entró por la ventana y me pegó en todo el careto con saña. A la altura de mi cabeza los pies de la redactora casi daban con mi rostro; ella dormitaba en sentido contrario, boca abajo, ataviada sólo con unas bragas negras que llevaban un letrerito que rezaba “eat me” sobre su triángulo trasero. Me levanté,  desayuné un Bemolan gel y un Gelocatil. En la habitación contigua descansaban entre bramidos guturales M y J. El murciano se despertó y preguntó dónde hostias estaba la puta de la presentadora. Por un momento nos preocupamos por su ausencia, aunque, para ser sinceros, si más tarde hubiese aparecido descuartizada dentro el armario no nos hubiese importando un comino; la incertidumbre duró poco porque J, tras desperezarse, nos contó que la zorra se había levantado pronto del catre y había salido a desayunar con el profesor bisexual. Qué desagradable era el melifluo tipo. Desde aquel día se pegó a nuestro culo sin rubor. La presentadora pagaba sus desayunos, comidas, cenas y borracheras, pero no follaban, él siempre ponía una excusa, se mostraba sensible y atento, pero no le pegó ni un muerdo. Ella andaba frustrada; decía, mentira podrida, que no quería tirárselo, que sólo ocurría que el chaval era muy majo y le gustaba su compañía, pero que no era su tipo. La redactora comentaba en privado que la presentadora se lo tenía merecido por calientapollas, por robamaridos y por puta asquerosa. Por las noches nos reíamos mucho viéndoles pelar su inexistente pava. Yoandi intentó pegársenos también, pero por mucho que animé a la redactora a que probara el sexo cubano no accedió a que hiciera un trueque con el chico, cambiándola a ella por una negra adolescente universitaria que él me ofrecía. Una noche Yoandi llamó al timbre buscando juerga pero no le abrimos la puerta. Cuando vimos que se había largado, acudimos a emborracharnos al “Gato tuerto”. En aquel bareto había todo tipo de fauna cazadora de los bienes del turista al uso: charlatanes cometarros buscadores de visado, supuestos descendientes de españoles en busca de ser invitados a copas o sucias jineteras abiertas a cualquier bestialismo que se las propusiese. Nos acoplamos en una mesita a observar el panorama y, al poco rato, M se levantó para conversar unos metros más al fondo con una fea mulata evidentemente dedicada al oficio más antiguo del mundo. Charlaron animadamente mientras J no perdía ripio desde lejos, se reía y comentaba lo patético que le parecía aquello. El murciano volvió a donde nos encontrábamos. “Dice que tiene un hijo subnormal, y que sólo trabaja en esto para sacarlo adelante, que cobra setenta dólares, pero yo la he ofrecido ochenta, pobrecilla…”, nos contó. “Tú sí que eres subnormal…”, añadió J riéndose mientras apuraba su tercer ron Havana Club de siete años. “No te reirías tanto si supieras lo que incluye en el precio. La he dicho que pago cien pavos si nos folla a los dos… y ha contestado que sí…”. J se quedó blanco ante lo expuesto por M. “¿Tienes huevos para hacerlo, gilipollas? Que conste que es una invitación porque no te regalé nada por tu cumpleaños…”. J seguía callado, nosotros ojipláticos. “Si tú pagas acepto, pero no me lo creo…”. M se levantó y se dirigió de nuevo hacia la jinetera. Tras cinco minutos de nueva charla ambos dejaron su asiento camino de la salida del garito. M le hizo una seña a J para que acudiese, éste apuró su quinto ron de la noche y se fue corriendo detrás de ellos, tropezándose con varios clientes del local que le miraron con cara de pocos amigos.

Anduvieron la corta distancia que separaba nuestro alojamiento de aquel antro a paso de fascista. M tonteaba con la prostituta, reían y reían, él le tocaba el culo mientras ella le daba dolorosos golpecitos sobre el paquete para que parase un poco con el magreo. J caminaba cabizbajo y silencioso a su lado, pero escondía una incipiente erección bajo la bragueta. Le daba mucho morbo aquello, imaginaba cómo él se la metería por detrás emulando a un can mientras ella, empalada por ambos extremos,  succionaría el instrumento del murciano hasta que los tres reventasen en un berrido feral de placer bizarro. Luego ellos dos cambiarían de lugar y comenzarían de nuevo el acto en un bucle rítmico sin fin. Llegaron a la puerta, a J se le cayeron dos veces las llaves antes de atinar en la cerradura. La chica entró directa hacia el baño y cerró la puerta con pestillo. Los dos maromos la esperaron en el dormitorio principal impacientes ; J se descalzó mientras M encendía nervioso un cigarro. Se escuchó cómo tiraba de la cadena, el water se abrió y la jinetera salió completamente en pelotas. Tenía buen cuerpo, pero una cicatriz de cesárea tan grande como una boca de metro adornaba repugnante su bajo vientre, formándola una colgante e informe lorza. Se acercó decidida a M, le metió de lleno un beso con lengua y de un tirón le aflojó el cinturón. Los pantalones del murciano cayeron al suelo junto con sus gayumbos  gracias a un certero giro de muñeca, y de debajo de la coraza brotó una imponente tranca pimentonera en estado de buena esperanza. Acto seguido, la diestra mulata se acercó a un titubeante J y procedió a desarrollar la misma operación extractora. J abrevió la maniobra desabrochándose él solito los vaqueros. La chica se agachó, se acercó con cada mano una polla a la cara  y pasó a intentar la postura del candelabro. J estaba que reventaba, pero debía contenerse para no correrse antes que M, apodado “mister eyaculación precoz” en el trabajo; era una cuestión de amor propio, una competición deportiva eyaculatoria en toda regla. M, que tenía la mirada perdida en el infinito de la pared de enfrente, giró la cabeza y sonrió a J con una expresión de gilipollas drogado. Por un momento J se sintió en la gloria divina abandonado al sexo oral, cerró los ojos e imaginó que aquello era el paraíso. De repente, notó cómo le plantaban un muerdo en todos los morros. La sorpresa fue que, al mirar, se dio cuenta de que no eran los labios de  la prostituta los que le lanzaban ardientes aquel fogoso ósculo, ya que ella tenía en ese instante la boca en overbooking, sino que el cabrón de M estaba intentando besarle torciendo el cuello hacia él como si fuera una lasciva escultura praxiteliana. cuba24Sus finos labios, hicieron diana, atinaron de lleno. El gatillazo hizo acto de presencia en J, quién sabe si por la sorpresa, quién sabe si por la repugnancia, o si porque la prostituta no tenía precisamente el físico de Maribel Verdú.

El taxi al aeropuerto de La Habana nos salió por un pico. En la terminal esperamos tres horas la partida de nuestro avión. Estábamos cansados, resacosos, aturdidos, cabreados los unos con los otros y sin un duro en el bolsillo, nos lo habíamos pulido todo. Robé unas chocolatinas en una tienda del aeoropuerto y J me echó la charla una vez más diciendo que cualquier día íbamos a acabar en la cárcel por mi culpa. J siempre ha sido y siempre será un cagón de mierda, aparte de otros muchos defectos que atesora como oro en paño. M no pudo resistir nueve horas sin fumar durante el vuelo. Se introdujo en uno de los lavabos, posó su culo sobre la taza del inodoro y relajó allí su ansiedad durante un cuarto de hora absorbiendo un pitillo a pulmón. Abrió la puerta y una espesa humareda invadió toda la parte trasera del avión. Las azafatas le miraban con cara de mala hostia y asco. Le propuse a la redactora intentar un casquete aéreo en uno de aquellos zulos de los servicios, pero ella me contestó que si estaba tan necesitado que me cascase una paja. La presentadora vive en la actualidad con el directivo. Hace tiempo que no veo a J, y tengo ganas, porque quiero meterle dos hostias sobre su cara de cerdo. Ernesto emigró a España y trabajó una temporada como chapero en los lavabos de la Estación Sur de autobuses de Madrid. M tuvo hace unos años un tumor cerebral, creo que aún no se ha muerto.

<<La noche no logra terminar,
malhumorada permanece,
adormeciendo a los gatos y a las hojas.
Estar aprisionada entre dos globos de luces
y mantener, como una cabellera
que se esparce infinitamente,
el oscuro capote de su misterio.
La noche nos agarra un pie,
nos clava en un árbol,
cuando abrimos los ojos
ya no podemos ver al gato dormido.
El gato está escarbando la tierra,
ha fabricado un agujero húmedo.
Lo acariciamos con rapidez,
pero ha tenido tiempo para tapar
el agujero. Hace trampa
y esconde de nuevo a la noche.>>

Lezama Lima, "Doble noche".


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