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Mi pequeño amor

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- …. es lo de siempre: piensas en alto. No hay que pensar en alto. La gente de tu alrededor  no lo soporta, y es comprensible, Conchi. No puedes estar enmendando la plana a todo el que se te acerca. Tienes que pensar que tu existencia tampoco es que sea para el catálogo de vidas ejemplares. Es mejor mirarse al espejo, hay que aprender a no ver la paja en el ojo ajeno, hay que aprender a callar, a callar Conchi, a callar...
- y no la viga en el propio... lo sé, pero es tan difícil no decir lo que piensas...
- Correcto, lo captas. Tú no eres perfecta, tienes que aprender a aceptarlo. Lo tuyo no siempre es lo mejor, y la moral es siempre un sistema discutible, no basado en valores absolutos, ¿me entiendes? Cada uno tiene una.
- Lo capto...
- Perfecto entonces. Vamos a seguir por esa linea. Harás ese ejercicio de meditación diaria e intentarás callarte y pensar las cosas antes de decirlas. Te voy a recetar además un Prozac algo más fuerte, porque estos  vaivenes te afectan tanto a ti como a tu gente y las endorfinas hay que mantenerlas altas. Tienes que controlarte. Y, por favor, esa alimentación hay que vigilarla, puede provocarte de nuevo una fuerte pancreatitis.
- He oído hablar del crudiveganismo...Vale, lo he comprendido todo. Pero lo que a mi verdaderamente me importa es....
- Bufff. Te repito lo de siempre. Tu marido es homosexual. Lo mires por donde lo mires, Conchi, homosexual. Tienes que aceptarlo, y si no funciona tirar por otro camino. No te digo que no os haya ido bien hasta ahora, en pareja no estáis mal, os complementáis, pero hay más factores que contribuyen a tu confusión y frustración, no sólo la aceptación del entorno. Os casasteis por temas sociales y de negocio, y lo revestisteis de perfección, es duro admitirlo, pero para eso estoy yo, para repetírtelo. David es homosexual, no bisexual, homosexual. Puede que haya llegado el momento en que tú necesites que alguien sienta impulsos menos racionales hacia ti. La palabra “racional” es sólo eso, una palabra, no un principio absoluto. Aunque lo pintemos todo de color de rosa, el tiempo hace siempre que el decorado se caiga, y si no se acepta lo real se agravan los estados de ansiedad hasta el punto al que tú has llegado, Conchi.

Yo lo miraba todo el tiempo al tercer ojo de la frente, sobre el entrecejo, mientras asentía con la cabeza, hacia delante y atrás, delante y atrás, aparentando que escuchaba con atención. El sillón de escay estaba duro como una piedra, en vez de producir el efecto relajante que perseguía se me clavaba como una lanzada en el costado. La consulta era fría, como la de todos los psiquiatras que he visitado durante mi vida. Las paredes color madera oscuro. Cuadros impersonales representando flores minimalistas colgando de las paredes. Las sesiones de psiquiatría son como asistir a misa: alivian, pero al final estás igual de fastidiada, de anestesiada ante la vida, de herida. Esa es la palabra: “anestesiada”. Aunque quieras aparentar felicidad, lo oscuro va a volver a brotar, porque la carne sólo se arregla con hechos, nunca con teorías o con palabras, y lo que quieren que veas de color verde en realidad es negro como los agujeros del centro de las galaxias. Cuaresma y carnaval son, en realidad, la misma absurda y estúpida cosa con diferente nombre.

prozac2Me tomé una pastilla de Prozac de las nuevas en los servicios de la consulta. Salí ya algo atontada y conduje mi Cayenne hasta la Escuela Oficial de Idiomas, que está en el centro del pueblo. Aparqué en el párking de pago de al lado, no me gusta dejarlo en la calle. El aula está en el primer piso. Subí por las escaleras. Entré justo antes de comenzar la clase y el grupo, de unas quince personas, ya estaba sentado al completo, la mayoría veinteañeros e incluso algún crío algo menor. Yo era, como casi siempre, la persona de más edad con diferencia. Todos miraban como zombis hacia la pizarra, hacia sus cuadernos o el móvil. Me senté. Me puse en una posición rígida y ligeramente inclinada hacia delante para aguantar los gases que siempre martirizan mis intestinos. Tras esperar dos minutos, apareció José Pelayo, el maestro de ceremonias.

José Pelayo Huertas, nuestro profesor de italiano. Me lo había recomendado una amiga años atrás. Daba clase en aquel pueblo del extrarradio, a cuarenta kilómetros de mi urbanización, pero valía la pena desplazarse hasta allí. Era un profesor  entregado, profesional, competente, simpático. Idoia, mi amiga casada con el diputado autonómico Messeguer, destacaba de Huertas, además de su profesionalidad y eficacia como docente, su espigado y moreno porte, su siempre perfecto pelo corto lustroso, su perfecta sonrisa blanca como la nieve y su magnífico trasero, que se conservaba estupendo y bien musculado a pesar de las ya más de cincuenta primaveras que había vivido. Le gustaba que se dirigieran a él por su nombre completo, sin diminutivos, JOSÉ PELAYO. Una vez escuché a un chico de nuestra clase la ordinariez de que a este profesor se le ponía dura enseñando italiano. Una basteza propia de críos, pero bien cierta.

José Pelayo puso un audio grabado de RAI radio y todos escucharon con atención, menos yo, que permanecía aparentando interés pero abstraída de la clase y del mundo en general gracias a la mezcla de Prozac y Valium que había ingerido durante la mañana. Cuando llegó mi turno de hablar, hice gestos como de que estaba afónica, y él, como siempre caballeroso, pasó el turno a la persona siguiente. Después llegó el ejercicio escrito. Todos se callaron y comenzaron a mover los bolígrafos compulsivamente para profundizar en el tema del día antes debatido oralmente: la arrogancia del Norte de Italia contra la vida sosegada de los habitantes del Sur. José Pelayo amaba Italia, pero más que el territorio a sus gentes y su forma de ver la vida y de comportarse. Mientras todos redactaban obnubilados concentrados en el papel, él se acercó disimuladamente a mi y dejó caer una cuartilla doblada sobre mi mesa. La abrí:

>>>>Ven tal como eres
no tengo armas
tal como eres
sólo hay palabras.
Que tus manos canten canciones lejanas
que la risa salga
tal como eres
tímida y blanca
y tu mirada franca
no esconda cosas extrañas;
que al alba
tu aliento me llene las entrañas
de vino y sal,
de viento y mar,
de calma,
tal como eres.

Te invito a probar el vino que he elaborado artesanalmente en mi casa. Si aceptas mi propuesta simplemente sonríe, bella principessa...>>>>>>

Lo miré. Me miró. Sonreí. Él me sonrió. La clase continuó. No volvió a preguntarme, siguieron con lo suyo mientras yo aparentaba atención y el estómago me regurgitaba fluidos con un sabor mezcla de sangre y sushi. Sonó un timbre en el pasillo. La clase terminó. Los chicos y chicas fueron marchándose uno a uno del aula, se les escuchaba charlar y reírse hasta que el ruido terminó tornándose en vacío. Nos quedamos solos Jose Pelayo y yo. Recogí mis cosas en silencio mientras él ponía en orden el aula y hacía lo mismo con las suyas. Salimos y cerramos con llave.

- Vámonos a mi casa. Te invitaré allí a un piscolabis y así te enseño mi bodega, estoy elaborando un vino buenísimo, este año las parras han dado unas uvas cavernet excelentes, y los olivos han aportado una producción récord, he pensado en comprar una prensa para hacer aceite artesanal.

prozac3Hablaba y hablaba de su producción agrícola mientra yo lo miraba como embelesada, embelesada por el Prozac. Entré un momento a los servicios antes de subir al coche y me tomé una pequeña dosis de Litio para equilibrarme mezclada con ron de una petaca que siempre llevo en el bolso. Llamé por teléfono a casa. Se puso Ricarda, nuestra chica filipina. Le ordené que le dijera al chófer de los martes dónde recoger mi Cayenne, que yo volvería más tarde en taxi, que recogiera a los niños del colegio y esperara más nuevas órdenes,  que no les dejara comer carne ni chucherías bajo ningún pretexto. Contestó a todo que sí, “sí señola”, como siempre. José Pelayo tenía un coche muy raro, un Skoda Yeti, según me estuvo relatando un rato, un automóbil muy fiable, amplio y que consumía muy poco combustible gracias a su motor híbrido eléctrico, cada cien kilómetros mi Cayenne o mi Audi gastan lo mismo que el suyo en mil. Salimos del pueblo. Tomamos la circunvalación interior, luego una autopista, luego otra circunvalación y después otra autopista,  salimos de ella y al llegar a un pueblo con pinta de ruinoso, tomamos una estrecha comarcal, y luego una pista forestal, y luego un camino de tierra. Finalmente, llegamos a las lindes de su finca.

El sol ya descendía sobre el horizonte y los árboles parecían brillar fosforescentes, de anaranjado radiante. Sobre el terreno había plantadas miles flores y cientos de árboles y arbustos de muchas especies, todos en perfecto orden y armonía, como si la mano de un Dios hubiese actuado sobre ellos. Detrás de la casa podía verse un molino de viento de producción de energía eólica y, sobre  otra amplia extensión del terreno, placas solares a discreción ordeñando energía a chorros al astro rey. José Pelayo había logrado prácticamente la independencia energética de su parcela. En la parte derecha, en los antiguos huecos de las pistas de tenis, podía observarse un amplio huerto que producía tomates, lechugas, pepinos, lombardas... todo tipo de hortalizas y, un poco más al Este, ocupando más de dos hectáreas, frutales, olivos y unas preciosas verdes vides. La mezcla de olores de las plantas, sólo un poco ensuciada por un ligero aroma putrefacto procedente de una antigua piscina vacía utilizada como depósito de compostaje, te transportaba al paraíso terrenal cuando lo respirabas a pleno pulmón. Podía escucharse cantar a los pájaros y zumbar a las abejas de unas colmenas que producían miel de jazmín para José Pelayo junto a la tapia de la linde Oeste.

Salieron a recibirnos sus dos perros: un dóberman hembra que se llamaba Laura, que muy jovial saltó sobre él para lamer la cara a José Pelayo, y un caniche blanco, Óscar, que me ladró y gruñó hasta que su amo le afeó la conducta. Entramos en la enorme casa, que José Pelayo me contó que había sido construída con balas de paja prensadas, un material que conseguía mantener una temperatura interior constante en invierno y verano de veintiún grados sin necesidad de calefacción ni aire acondicionado. La decoración era minimalista, pero se notaba que todo los muebles habían sido fabricados con maderas nobles reutilizadas, según me explicó él. Todo allí estaba hecho de materiales reciclados. Sacó unos vasos de un vidrio fino precioso y sirvió dos copas de vino.

Me bebí la copa de un trago y le sonreí. Me supo un poco raro aquel vino, parecía de tetrabrick. Abrió la puerta del sótano y me invitó a bajar, “vamos a ver mi escondite, mi alambique”, me dijo. Descendismos por unas escaleras y él encendió una luz. Olía a humedad, las paredes desnudas eran del color gris del cemento sin pintar, sólo estaban decoradas en un lateral por un descolorido póster de John Illsley tocando el bajo melena al viento. Caminé hasta el fondo siguiéndole. Se dio la vuelta y el primer puñetazo me lo lanzó certeramente al estómago, milimétricamente justo debajo del esternón. Me quedé doblada sin respiración y entonces José Pelayo me dio un golpe con los dos puños entrecruzados sobre la espalda tan fuerte que caí casi desmallada al suelo. Me  sujetó con fuerza por los brazos produciéndome un dolor sólo soportable por el Prozac que yo llevaba en el cuerpo y me los ató con un rollo de cinta de embalar apretándola mucho hasta casi cortarme la circulación. Luego me metió una hoja de periódico arrugada en la boca y puso cinta también sobre ella para amordazarme, enroscada sobre mi cabeza hasta casi asfixiarme, podía sólo respirar a duras penas por la nariz.  Mientras me ataba, me golpeaba los costados y el vientre con saña. Sacó un cúter de un cajón y me cortó la ropa con él dejando que el suave filo me hiciera deliberados finos cortes en las piernas, la espalda y las nalgas, que escocían como si te sajaras la piel con folios de papel. Cuando estaba completamente desnuda, me tendió sobre una mesa de carpintero boca abajo con las piernas colgando y, con una rama de olivo que guardaba apoyada sobre la pared del fondo, me pegó latigazos sobre el trasero hasta que noté gotas de sangre corriendo sobre mis piernas hasta el suelo. Me pasó una especie de palo de escoba con la punta redondeada por delante de la cara, me abrió las nalgas y me lo introdujo por el ano sin miramientos. Me retorcí de dolor, aunque para no desgarrarme vi cómo, previamente, tuvo la deferencia de untar el utensilio con aceite de coche procedente de una lata que había por allí, recuerdo como si fuera ahora mismo aquella etiqueta: Carrefour Oil 15-40W, se me quedó grabado en la mente.

Sacó el palo de mi recto y me dio la vuelta. Volvió a abrirme de piernas. Entonces llamó a Laura, que apareció rauda corriendo por las escaleras. Abrió un tarro de miel artesana y me la esparció bastamente a manotazos por la vulva, golpeándome el clítoris con golpecitos precisos y contundentes e introduciéndome la sustancia bien dentro con sus fuertes dedos. Se hizo a un lado y Laura, animada por su amo, comenzó a lamerme con fruición la vagina, metiéndome la lengua hasta casi el útero, dentro fuera, dentro fuera, dentro fuera, rítmicamente, hasta deglutir la dulce sustancia floral. Entonces apareció Óscar el gruñón por las escaleras.

El perrito, viendo saciar el hambre a su compañera, sentía envidia. Comenzó a intentar llegar hasta mi sexo dando saltitos, pero estaba demasiado alto para él y Laura le sacaba los dientes. no lo dejaba acercarse. Óscar se enfadó y empezó a ladrar, a ladrar, a ladrar, como si tuviera un megáfono en la garganta, produciendo un ruido molesto y ensordecedor hasta que José Pelayo le regañó a voces. Paró de chillar, pero entonces comenzó a saltar y a morderme las piernas, a morderme, a morderme, cada vez más fuerte, más fuerte, más fuerte, hasta que me atizó un fuerte bocado en un muslo que me hizo gritar y tener un tremendo orgasmo al mismo tiempo. A mi izquierda, contemplando mi placer salvaje, José Pelayo, que se masturbaba al unísono, eyaculó como una manguera sobre mi cara, dejándome los ojos como lagunas de esperma desbordados al estilo cataratas del Niágara por los lacrimales.

Me quité aquel agrio sabor de las comisuras de los labios con la lengua. Laura había lamido hasta la última gota de miel de mi vagina. Los dos perros se dieron media vuelta y desaparecieron corriendo escaleras arriba. José Pelayo descansaba jadeante tumbado sobre el suelo. Pasaron dos minutos de silencio. Se levantó y subió las escaleras. Volvió al rato con un chándal viejo de mercadillo del Real Madrid en las manos. Cortó mis ligaduras de nuevo con el cúter, esta vez sin cortarme, y me limpió la sangre de las heridas con alcohol de 96 grados que me escoció horrores. A continuación, me vistió bruscamente con el chándal, que me estaba enorme. Me cogió al hombro como si fuera un saco de patatas y me llevó hasta el coche. Abrió el maletero y me lanzó. Noté cómo arrancaba y cómo rodamos por un abrupto camino unos minutos, después debimos salir a una carretera bacheada, y más tarde a alguna autopista que identifiqué por el ruido de los coches. Un cuarto de hora más tarde volví a notar cómo entrábamos por un camino de tierra y después enseguida nos detuvimos. Se abrió el maletero y José Pelayo me sacó de él a empujones. Ya era de noche cerrada. Me apuntó con una linterna a los ojos arrimando su boca a mi oído, me dijo en tono amenazador:

- Aquí te quedas. Toma tu cartera. Camina por este camino y a un kilómetro y medio  encontrarás una parada de autobús en el borde de la autovía. Pasará un búho de esa linea dentro de una hora. Lo coges y en el final de trayecto tomas un taxi. Ya sabes. ¿NO IRÁS A DECIR NADA, NO? ¿NO RECUERDAS NADA DE LO QUE HA PASADO, VERDAD, VERDAD, VERDAD?

Asentí con la cabeza tiritando de frío y nervios. Su cara desencajada daba miedo. No llevaba mi ropa, así que no pude tomarme ninguna pastilla de las que siempre guardo en los bolsillos para tranquilizarme. Arrancó el coche y se marchó entre la penumbra. Caminé durante media hora hasta encontrar la parada de autobús en una carretera cercana. Los pies se me pusieron en carne viva, porque me había dejado descalza. El autobús paró y abrió la puerta. Entré y pagué mi billete, el conductor me miró de pies a cabeza pero no dijo nada. Unos pasajeros me observaban con cara de asco, otros seguían con sus móviles sin hacerme caso mientras entré por el pasillo. Llegamos a la última parada. Junto a la acera había varios taxis, abrí la puerta de uno, pero el taxista me dijo que los yonkis en su coche no entraban. Saqué un billete de doscientos Euros de mi cartera y se lo dí por la ventanilla. Me preguntó dónde quería ir. Le dije la dirección. En la entrada de mi urbanización no querían abrir la barrera al taxi hasta que saqué la cabeza por la ventanilla y, al instante, el guarda me reconoció. Llamé a la puerta de mi casa y Ricarda abrió, me dijo un escueto “hola señola” y sin mirarme a los ojos volvió hacia la cocina. Cogí el ascensor y subí hasta mi habitación del cuarto piso. Me quité el chándal a tirones y me sumergí en el jacuzzi, lo puse en marcha y me lavé las heridas con mi esponja de crin. Relax, relax, relax....Me quedé dormida dentro.

prozac4Cuando desperté noté un olor raro, nauseabundo. Me había hecho caca dentro del agua sin darme cuenta, y aquello había salido de mi cuerpo de un color verdusco mezclado con un hilillo de sangre. Llamé a Ricarda para que limpiara el jacuzzi, cerré la puerta y me encerré en el dormitorio. Sobre la cama había un enorme ramo de flores con un sobre. Lo abrí, decía: “Conchi, cariño, no volveré hasta el lunes de la semana que viene, me ha surgido un imprevisto. Deja que diga, que no pediré, que me quieras mientras vivas, pero palabra de amor no daré. Besos, cielo. David”. Lloré desconsolada durante un rato sobre la almohada, y cuando no me quedaban ya más lágrimas, llamé a Ricarda para que me trajera un poco de sushi. Después de comérmelo, me tomé valium y medio y al poco rato caí rendida, como un tronco. Dejé encargado a Ricarda que llevara a los niños al colegio, los recogiera, los diera de cenar y los acostara, y que no quería ruidos de ningún tipo ni que me molestasen por nada que no fuera una muerte repentina en la familia más cercana o que se estrellara un meteorito de más de cien kilómetros de diámetro contra la Tierra. Dormí todo el miércoles sólo despertándome para tomar mis pastillas, para comer un poco de sushi o para vomitar, mi único contacto con el exterior era Netflix, que dejé puesto en la tele en un eterno mantra random. Desconecté mis tres móviles y, al fin, conseguí relajarme sin que nada ni nadie, ni ningún grupo de whatsap, me importunara.

A las once de la mañana del jueves sonó el despertador en mi Iphone. Era el aviso para ir a clase. Entré en el vestidor y me puse un sobrio conjunto informal de Armani negro y gris que David me había regalado la semana anterior. Bajé a la cocina y Ricarda me preparó unas tostadas y me calentó un poco de Sushi del día anterior. Me enfadé porque no estaba reciente, eran más de las once y el repartidor del restaurante japonés aún no había llegado. Me tomé un Prozac, media de Litio para captar endorfinas y bajé al garaje. Los miércoles prefería coger el Mini, no sé por qué, por variar, el Cayenne lo tengo muy visto y odio los Audis. Conduje por las serpenteantes colinas de la urbanización hasta la garita de salida, donde el guarda me sonrió al abrir la barrera. Tomé la autopista y después cogí una circunvalación exterior hasta la cuarta desviación. Entré en el pueblo y aparqué en el parking de pago, no me gusta dejarlo fuera y además es imposible encontrar sitio en la zona lumpen.

Entré en el aula. Nadie se fijó en mi, todo el mundo repasaba apuntes o washapeaba. Al minuto entró José Pelayo Huertas y comenzó su dinámica clase haciendo que escuchásemos, o intentásemos escuchar, un audio de la radio italiana que hablaba sobre el cambio climático. Después hubo aburrido debate sobre ese tema en el que todos estaban de acuerdo en que el ser humano es muy malo con el planeta y todos esos tópicos tan gastados. Yo no participé, fingiéndome afónica mediante un gesto señalándome la garganta cuando él me preguntó. Luego José Pelayo propuso escribir una redacción en diez minutos, y todos se pusieron a la tarea. Cuando pasó cerca de mi me dejó un folio doblado sobre la mesa. Lo abrí:

>>>>No tengas miedo
porque para morir
tienen que matarme
y de ese don estoy
mal servido.
No tengas miedo
aunque apriete el acelerador
por mi vida.
Te doy permiso
que temas que
me vaya lejos
y nunca vuelva,
y ten también miedo
de los cuchillos que escondo
detrás de la puerta
y de las bombas que guardo
dentro de mi cabeza,
a todo eso puedes tenerle miedo
mucho miedo.
No tengas miedo
del resto
pero no dejes que me marche
levantando polvo en las cunetas,
porque de un momento a otro
será demasiado tarde.
Te doy permiso para que vuelvas
y para que me pidas
que vuelva
o que nunca me marche.


Te invito a cenar en mi casa unas verduras a la plancha ecológicas que he recolectado hoy al amanecer. Si aceptas mi propuesta simplemente sonríe cuando te mire, bella principessa... Vamos a querernos, mi pequeño amor, como tú y yo sabemos.....>>>

Estaba allí, sentado tras su mesa, sobre el escalón del estrado que otorga poder. Nuestras miradas se cruzaron furtivas. Lo miré. Me miró. Sonreí. Él me sonrió. La clase continuó.


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Cave canem

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Ahora que veo la muerte tan de cerca, ahora que las escenas de mi vida pasan delante de mis ojos como un relámpago, ahora que voy a atravesar la laguna Estigia, ahora que el buen Dios viene a buscarme, ahora que voy a disolverme como una lágrima en la lluvia, ahora que sé que voy a fenecer sin dilación, ahora recuerdo lo que fui y lo que pude ser.

Desde mi primer minuto en el planeta me sentí como un bicho raro. Nací dentro de una familia acomodada, pero no lo tuve fácil. Recuerdo mi primer día de colegio. No hablé con nadie, no me arrimé a nadie, todos me miraban raro. Pasaron las semanas, los meses, y todo seguía igual, pero también comenzaron a reírse de mí, primero a escondidas y luego abiertamente a la cara. Esas risas falsas me han acompañado siempre, sólo por ser diferente. Fui un solitario desde el principio de mi existencia. 

No me gustaba lo que a los demás niños, yo era distinto a todos. Amaba correr por el campo sin rumbo, jugar yo solo con cualquier cosa. Mis padres y mis abuelos me regalaban los juguetes más caros, pero yo no los usaba, ni los conservaba, los destrozaba en pocos días. Prefería una rama de un árbol a un mecano, una piña de pino piñonero a un balón de reglamento, revolcarme por la hierba que ver una película de esas de dibujos animados. Y yo era mucho más fuerte que los demás niños, era el más veloz de todos, el que más saltaba, el más rápido y el más resistente. Me envidiaban con saña, algunos me escupían. Nadar, eso sí, no se me daba del todo bien, tenía mi propio estilo caótico, pataleando con brazos y pies al mismo tiempo sin orden ni concierto. Intentaron corregir mi peculiar brazada, pero no hubo manera, me echaron de natación con cajas muy destempladas, decían que salpicaba mucho. Cuando era un pequeño alevín, un entrenador de fútbol me vio correr y creyó observar talento en mi, pero no era tal cosa, era sólo fuerza bruta, corría por el campo como un pollo sin cabeza, y también terminó por decirme que parecía un idiota y que me dedicara a otra cosa o que me fuera a jugar con la selección de Camerún. Gente cruel hay por todas partes en este mundo, gente repugnante que no tiene piedad ni de un pobre niño asustado y perdido. 

canem8Mis cinco hermanos también me observaban como a alguien extraño. Me pegaban, me despreciaban en público, me escupían. Mi padre, general del Estado Mayor de la Defensa, creía que yo era homosexual, y muy pronto dejó de prestarme atención y comenzó a lanzarme miradas de asco y desprecio, aunque también notaba cierta especie de envidia por su parte, porque yo era un ser libre y él, aunque fuera rico de tanto robar dinero del cuartel con sus amigos oficiales, no era más que un cateto esbirro del poder. Para él yo siempre he sido la oveja negra. Yo prefería quedarme en casa cuando iban todos juntos a cazar jabalíes o a monterías de ciervos con la alta sociedad. Para mi esos largos días de invierno. los que pasaba yo solo con la única compañía de los criados filipinos de nuestra enorme casa, esas jornadas leyendo a los clásicos al calor de la chimenea, eran el paraíso. Adoraba el silencio y nuestros criados tenían terminantemente prohibido hablar con nosotros,resultaba ideal no tener que soportar su charla insulsa y su extraño acento barriobajero. Mi madre tampoco me tuvo nunca mucho cariño y, tras fallecer en un accidente doméstico mientras limpiaba un rifle, mi padre contrajo matrimonio con una mujer venezolana con la que hasta el día de su muerte apenas crucé cuatro o cinco palabras, de desprecio la mayoría de las veces o advirtiéndola en una ocasión que ni se la ocurriera tocar mi Porsche Cayenne para ir de compras al centro. Era una mujer despreciable que se alojaba en un cuartucho de la cuarta planta de nuestro chalet y a la que mi padre no tocaba ni con un palo, sólo la utilizaba para lucirla en los actos sociales. 

Yo era mucho más inteligente y culto que los que me rodeaban, y eso marcaba una linea de divisoria imposible de franquear entre ellos y yo. No soportaba a aquella panda de incultos pueblerinos venidos a más. Cuando llegó mi adolescencia prefería leer buenos libros, escuchar música clásica y ver películas de autor a jugar con los otros chicos. A los once años me había leído casi toda la colección Barco de Vapor, que me marcó profundamente e hizo evolucionar mi mente hacia una inteligencia superior. El cine me fascinaba, sobretodo las películas antiguas de Eddie Murphy y las de Patrick Swayze, que mi padre guardaba escondidas en la estantería de su despacho. Me enfrascaba en la lectura de los clásicos de la literatura, Ruiz-Zafón y Paulo Coelho eran mis preferidos, me sumergía en sus obras lo mismo que al en el tocadiscos los viejos vinilos clásicos de mi madre de Richard Clayderman, Alejandro Sanz y Kenny-G.

Los años pasaban sin demasiados sobresaltos, conmigo sumergido en aquel letargo social. Y llegó aquel profesor nuevo de francés al colegio y desde el primer día no apartó su mirada de mi. Le encantaba enseñar, yo admiraba su vocación y su constante obstinación en hacernos entrar la letra. Me vio allí en el patio solo, corriendo como un bobo o jugando con una piedra, y pareció enternecerse. Se me acercó, me ofreció un chicle de menta. Me fascinó que alguien me hiciera caso, la soledad absoluta es dura. Durante meses, en los recreos, me habló de la vida y de Dios, que para él era el universo entero y la razón. Me gustaba escucharle aún sin entender nada, yo necesitaba atención y una figura protectora a mi lado, me fascinaba. Él vio en mi un compañero de viaje en medio de aquel antro represor. Una tarde, a la salida de clase, fui a buscarle a su habitación. Le llevé los que para mi son los dos mejores discos de la historia de la música clásica: Silhouette y Brazilian nights, de ese genio del saxofón que es Kenny-G. Cuando llamé a la puerta y abrió, una sonrisa se dibujó en su cara y yo fui feliz por un momento viéndole a él radiante, me gusta hacer el bien a las personas. Primero me lamió el pene, pero no consiguió que yo tuviera una erección, y después me penetró analmente causándome un gran dolor pero sin provocarme excitación alguna ni placer, lo que al final lo frustró mucho y, tras eyacular dentro de mi, me echó de la habitación no sin antes amenazar con matarme si contaba algo a alguien. No volvió a hablarme nunca más y yo me sentí muy culpable. Yo no quería sexo, sólo un amigo.

Fui siempre un incomprendido. No sacaba buenas notas, los profesore me tenían manía, no soportan a la gente superdotada que sabe más que ellos. Suspendí selectividad en junio y en septiembre. Mi padre me echó una gran bronca y amenazó con meterme en el ejército si no aprobaba al año siguiente. A mí no me hubiese importado alistarme, pero él creía que yo sentía terror hacia ello a causa de mi supuesta homosexualidad. Durante aquel año me preparé de nuevo para aquel terrible examen estudiando seis horas diarias. El resto del tiempo corría y paseaba por el campo. Salía de la urbanización y me adentraba en los páramos deshabitados que hay entre las autopistas de circunvalación del extrarradio de la ciudad. Me sentía bien encontrándome sólo esporádicamente con caminantes solitarios o con gente que paseaba a sus perros. Los primeros solían tomarme por lo que no era y me ofrecían sexo furtivo, cosa que me repugnaba. Sin embargo, me encantaba cruzarme con la gente que paseaba a sus simpáticas mascotas. Pedí a mi padre que compráramos un perro, pero se negó en redondo, me dijo que le daban asco, que si no tenía bastante con el personal de servicio para entretenerme, insinuando entre lineas que yo tenía sexo con el jardinero encargado de podar los setos de la linde oeste de nuestro terreno.

En uno de mis largos paseos conocí a Laura. La vi correr por el arcén de la circunvalación Oeste mientras yo paseaba por los campos aledaños. Me dio un vuelco al corazón, ella corría peligro en medio de aquellos nudos de autopista. Le hice señas para que viniera hacia mí. Se acercó con precaución, se notaba que estaba perdida y asustada. Poco a poco la convencí de que yo no era una amenaza. Le ofrecí unos lacasitos que llevaba en el bolsillo que se comió con voracidad, estaba hambrienta. Sentí una tremenda ternura hacia ella cuando me robó un beso en la boca cuando me agachaba para sentarme a su lado. Fue un flechazo. Tuvimos sexo tras unas matas intentando ocultarnos de las miradas de los coches que pasaban a lo lejos, aunque escuché a alguno tocar el claxon y uno frenó y se puso a gritarnos obscenidades, pero no paramos, no podíamos contener la pasión. Por primera vez en mi vida me sentí pleno. Ella llevaba un collar rojo con su nombre grabado. Me enamoré. Nos tumbamos bajo un árbol y pasado un rato volvimos a hacer el amor, de forma salvaje y pasional. Al anochecer me marché a mi casa, nos despedimos junto a la valla de la urbanización. No pude pegar ojo. Volví a buscarla al día siguiente corriendo pero no la encontré. Recorrí durante varias semanas los descampados cercanos, pero ni rastro de ella, se la había tragado la tierra. Pasados dos meses perdí la esperanza de volverla a ver, estaba muy triste, mi amor era profundo. Me compré un Lamborghini Murciélago para intentar olvidarla, mi padre vio el extracto que llegó del banco y se organizó una gran bronca en casa porque él nos tenía dicho que sólo compráramos coches alemanes. Me volví loco. Me bebí tres botellas Campari, esnifé tres gramos y medio de coca y puse mi deportivo a doscientos veinte por hora en la circunvalación para hacer explotar el radar de la Guardia Civil aposta y, tras rebasarlo quemando rueda, noté un golpazo en la parte delantera. Paré en el arcén. Había arrollado a un animal que yacía destripado y con la cabeza casi separada del cuerpo. Pero su cara, a pesar del violento atropello, seguía siendo bella, intacta. Era mi amor, Laura. La cogí en brazos manchándome toda la ropa con su sangre y la llevé a toda velocidad al Club de Campo para que la atendiese el veterinario de guardia. Pero no había nada que hacer, estaba muerta, tenía los intestinos, los riñones y un pulmón fuera de la caja torácica y tuve que llevar a limpiar a mano la tapicería del coche al día siguiente. En vez de tirar su bello cuerpo a un contenedor la llevé al taxidermista que disecaba las cabezas de corzo a mi padre y a mis hermanos. Dos semanas más tarde fui a recogerla, pero más que un pastor alemán ahora parecía un setter irlandés, la había dejado fatal, no se parecía ya en nada a Laura, era un esperpento de imitación digno del museo de cera, parecía hasta sonriente. Le pagué los tres mil Euros en efectivo y le dije al disecador que se podía meter aquello por donde le cupiese. 

canem2Finalmente, tras mucho esfuerzo, saqué un cinco y medio en selectividad. La nota sólo me permitía ser admitido para estudiar en la Universidad Europea, previo pago de unos miles de Euros. Me armé de valor y propuse a mi progenitor matricularme en veterinaria. Me contestó que ni hablar, que no pensaba tirar quince mil Euros al año para que yo me dedicara a meter el brazo hasta el hombro en el ano de las vacas. Tenía su parte de razón. Me dio a elegir entre matricularme en derecho o marcharme de casa. El primer día de clase me encontré allí a Conchi, la hija de Ramírez-Abejón, el capitán de corbeta amigo de toda la vida de mi padre. Ella me sonrió y se acercó a mi. Era una rebelde con aspecto de ramera, por eso me cayó bien. Me contó su vida, cosa que no me interesaba lo más mínimo, pero para ella supuso un gran alivio. Me contó sus problemas con la anorexia, la bulimia, la cocaína y el Prozac. Me contó su estado de insatisfacción sexual y vital permanente. Me contó lo mal que le sentaba mezclar whisky con litio. Me contó que un día se había despertado en un descampado completamente desnuda y con semen brotándola de la entrepierna. Se sentaba al lado mío en las clases y se arrimaba a mí dándome calorcito hasta que los profesores nos llamaban la atención. Una vez intento masturbarme dentro del aula mientras el profesor hablaba, pero no conseguí ponerme en erección. Me avergonzaba constantemente con insinuaciones sexuales. Me invitó a su cumpleaños, le puse excusas variadas por teléfono para no ir, y me preguntó que si yo era homosexual, cosa que negué con firmeza y que ella puso en duda a gritos. Entonces accedí a ir a su fiesta y ella se las arregló para meterme en su cama tras obligarme a consumir cocaína mezclada con éxtasis. Me lamió el pene hasta irritármelo sin que yo tuviera una erección, pero entonces me hizo tragarme una Viagra y me cabalgó encima hasta tener un fuerte orgasmo. Nos casamos al terminar la carrera, fue una boda con cuatrocientos setenta y cuatro invitados, muchos de ellos militares como nuestros padres. Uno de ellos, un tenientucho de corbeta, completamente borracho se me insinuó en los servicios y al yo negarme me preguntó si yo era homosexual como mi padre y mi suegro. Nos fuimos de luna de miel a Cancún.

Nuestro matrimonio mejoró mi vida ostensiblemente, me apartó de las miradas inquisitivas de la gente gracias a nuestra supuesta normalidad. Pero mi falta de erecciones y su consumo desaforado de Prozac, alcohol y sushi (tuvo una fuerte pancreatitis a causa de que sólo comía pescado crudo, y poco, y la mayoría lo vomitaba) nos hacía tener fuertes discusiones de pareja. Pasábamos semanas sin hablarnos, cada uno en una planta del chalet. Los negocios, sin embargo, nos iban de maravilla. Habíamos montado una asesoría jurídica con treinta abogados a nuestro cargo y llevábamos casos famosos cobrando elevadísimas minutas, sin prácticamente tener ni que ir a la oficina si no nos apetecía. Conchi contrató a Pelayo como becario. Entonces nuestro diálogo casi terminó. Empezamos a vivir como simples compañeros de piso que ni se hablan ni se respetan lo más mínimo. Yo me compré una perra bóxer preciosa, Adeline, pero era muy arisca, no le gustaba el sexo, y tampoco es que fuera muy cariñosa conmigo, además de que babeaba mucho en cuanto olía cualquier comida y lo manchaba todo. La sacaba a pasear por los enormes descampados que circundaban a la urbanización apartadísima a la que nos habíamos trasladado a vivir. Entonces conocí a Juan Pedro.

Un día, perseguidos por dos pittbulls que guardaban un vertedero de unos gitanos, Adeline y yo atravesamos una zona desconocida y dimos con aquel pequeño bosquecillo que no estaba vacío como el resto de parajes de los alrededores. Aunque el lugar estaba apartado y era de difícil acceso, estaba lleno de perros y sus amos paseando entre los pinos. Cuando menos era chocante, extraño, un lugar irreal, pero excitante. Desde el primer minuto me sentí bien allí, como en casa, en mi salsa. En un pequeño claro protegido de las miradas estaba Juan Pedro haciendo el amor con su perra Lily, con otro perro podenco llamado Toby y cuatro o cinco hombres se masturbaban alrededor observando la escena. Juan Pedro terminó de eyacular dentro de ella y, tras limpiarse el pene con un pañuelo, se me acercó sin ruborizarse lo más mínimo. Yo lo conocía de vista de los juzgados, era un conocido fiscal antidroga. En la vida cotidiana era un hombre muy tímido, como yo, pero allí estaba como pez en el agua, y me hizo de cicerone por el lugar. Me contó todo sobre aquel mundillo. Yo no estaba solo, éramos muchos y con mucha variedad de gustos, gente de todos los estratos sociales amante de los animales. Me dio una tarjeta con la dirección de una discoteca del centro, me insistió en que podía ir con mi perra.

Volví a casa. Me puse mi traje de Armani y Adeline y yo nos encaminamos a “Cave canem”. Conduje a toda velocidad, saltándome todos los radares, impaciente. En la puerta, flanqueada por dos corpulentos búlgaros con dos feroces doberman, nos esperaban Juan Pedro y su perra. Entamos en el local. En la primera planta había un bar cuya barra estaba rodeada de platitos para que las mascotas bebiesen, enternecedor. No teníamos sed, así que bajamos unas escaleras hasta un piso inferior donde perros y dueños corrían y bailaban el fox-trot sobre una enorme pista de baile. Mi excitación iba en aumento. Por allí pude distinguir a muchos personajes conocidos: presentadores de televisión, futbolistas, periodistas del corazón (había muchos), políticos, cantantes y hasta un presentador del Telediario. Uno de cada cuatro hombres son en realidad como nosotros y no se atreven a contarlo por temor a la reacción de sus familias, muchos están casados y con hijos pero en realidad solamente se excitan cuando ven algún can guapo o al oler a lo lejos algún ano de esta maravillosa especie descendiente directa del noble lobo. Juan Pedro cree que incluso el presidente del gobierno, varios ministros y uno de los jefes de la oposición lo son, no estamos en absoluto solos. Pero lo mejor estaba por llegar.

Descendimos hasta un segundo sótano iluminado con fuertes luces de neón que se reflejaba en las superficies blancas y daba a todo un aspecto fantasmagórico. Allí la gente hacía el amor con sus mascotas en total libertad, sin miedo al qué dirán, en parejas, en tríos y en grandes grupos. Algunos se masturbaban mientras olían el ano a los perros. Había heces por el suelo y algunas pieles de animales recién muertos y perros y humanos se revolcaban sobre ellas, en perfecta armonía y sin timidez. Un camarero llegó con una jaula y de ella obligaron a salir a un gato, que todos persiguieron hasta capturarlo y despedazarlo a mordiscos, y el ganador fue agasajado con un hueso de plástico, el ganador fue un conocido presentador de televisión. Un pequinés vomitó y su dueño se lo comió lamiendo incluso el suelo. Juan Pedro me contó que había filias y fobias para todos los gustos, que a unos les gustaban los perros grandes, a otros los pequeños, y que lo que más estaba de moda eran los canes peludos y los bull-dog. También me relató que efectivamente éramos muchos, una comunidad enorme pero que tradicionalmente había sido reprimida porque la sociedad era hipócrita y falsa. Era cierto teníamos derecho de ser libres y hacer lo que nos diera la gana mientras no hiciéramos daño a nadie. Yo pensaba ésto mientras un tipo a mi lado, uno de los mejores futbolistas del mundo, masticaba el zurullo recién defecado por un perro y mientras lo saboreaba tuvo una tremenda erección y eyaculó en un kleenex que luego dio de comer a un pastor alemán que pasaba por allí. He de confesar que la caca de algunos perros que sólo comen pienso sabe bien, a perejil, yo también la he probado.

Éramos perros presos dentro del cuerpo de hombres. Desde que nacimos lo habíamos sido pero esta sociedad absurda, abyecta e ingrata no nos aceptaba. Esta cultura intolerante, fóbica e irracional, es sobretodo una enorme prisión. Eso de que el hombre nace polimorfamente sexual y forja su conducta sexual a lo largo de la vida eligiendo con libertad la opción que más le apetece es una mentira enorme, la sexualidad viene en el ADN de cada uno como un mensaje divino. En realidad todo es sota, caballo y rey, el libre albedrío sexual es un cuento, una mierda, vamos. Charlé un rato con el dueño de un precioso husky que me contó que iban a organizar una manifestación para reclamar la legalización del matrimonio entre perros y humanos. Había que dejar la clandestinidad y darnos a conocer, "salir de la caseta", como ellos decían.

También hablé con un conocido cirujano plástico que Juan Pedro me presentó. Él reposaba en un sillón después de hacer felaciones a tres mastines y me contó que ya era posible cambiar de raza tras una operación. Que te implantaban pelo por todo el cuerpo y que mediante un acortamiento de extremidades, un alargamiento de orejas y un retoque genital acababas convirtiéndote en lo que tu alma realmente te marcaba. Pero la operación era muy cara, no lo cubría la seguridad social, costaba cuatrocientos mil Euros. Se me encendió una luz de esperanza. Por cuatro duros podía hacer realidad mis deseos.

Regresamos a casa aquella noche, yo al fin con ganas de vivir. Por una vez en mi vida tenía ilusión por algo. Aceleré a tope mi Masseratti por la circunvalación eufórico mientras escuchaba a Richard Clayderman en la radio a todo volumen. Me bajé del coche de un salto y subí corriendo por las escaleras hasta el tercer piso y busqué a Conchi para contarle el suceso extraordinario que me había sucedido, abrí la puerta de su habitación y allí estaba en pleno coito con Pelayo, que asustado se la sacó del ano de golpe haciéndola daño. Pelayo, se asustó al ver mi rostro invadido por la loca felicidad, huyó escaleras abajo y Conchi se encerró llorando en el water. A través de la puerta la expliqué que no se preocupara, que no pasaba nada, que yo ya sabía que ella tenía que satisfacerse libremente. Salió del baño. Había vomitado sushi. Nos sentamos en la cama. Entonces le conté mi idea de cambiar de especie. Le dije todo lo que pensaba, lo preso que me había sentido hasta entonces dentro de un cuerpo que no era el mío. Nos abrazamos y lloramos juntos, hombro contra hombro. Viva la liberación.

canem3Ella fue generosa. Me prometió su apoyo. Tenía que poner todas nuestras sociedades a su nombre por si algo me sucedía durante la operación, que tenía sus peligros, además de que después yo dejaría de existir como humano para vivir bajo su potestad. Ella me acompañaría en todo momento durante aquel trance. Llamé a Juan Pedro y él me puso en contacto con la clínica. Viajamos a Marbella, allí se encontraba. Era un lugar de máximo lujo. Pagamos los cuatrocientos mil Euros y firmamos los papeles de consentimiento de la operación, con los que me ponía en manos del destino. Mi cuerpo, generoso y cautivo, lo dí a los cirujanos, para la libertad. Tras un proceso hormonal y un estudio corporal a fondo, tres semanas más tarde me operaron. Gracias a las hormonas la voz se me había tornado más grave, no podía vocalizar, sólo gruñir y balbucear, y me estaba saliendo un pelo fuerte por todo el cuerpo, estilo Yorkshire Terrier, precioso. Entré en quirófano tras despedirme de Conchi.

Cuando me desperté sufría tremendos dolores, y por mucho que ladraba nadie me administraba calmantes. Conchi no estaba junto a mi lecho para reconfortarme. En los dos meses en que estuve convaleciente en la clínica estuve totalmente solo metido en una jaula en la que casi no cabía, haciéndome mis necesidades encima. Mi cuerpo estaba completamente vendado, entumecido y no podía andar ni casi controlar los esfínteres. El hedor allí era insoportable. Pasé hambre, sed, calamidades, llegué a comeme mis propias heces, y he de confesar que no me supieron del todo mal. Me fueron despojando de las vendas. Entonces entró un veterinario. Habíamos pasado a la segunda fase, ya no me verían más médicos, sólo veterinarios. La diferencia con el personal sanitario fue grande al cambiar de especie, ya que mientras los médicos suelen ser gente formada y profesional, los veterinarios en su mayoría son unos tuercebotas descerebrados con menos ciencia que Rappel un día de borrachera. El veterinario me contó sin ambages que la operación no había salido del todo bien, y que habían tenido que cortarme el pene y los testículos por orden expresa de mi dueña, o sea, de Conchi. Que mi nombre ya no era David, sino Rintintín, como ella había pedido expresamente que se dirigieran a mi desde entonces. Aquello empezó a escamarme, monté en cólera. Por muchos ladridos y aullidos que pegué no me hicieron ni caso. De hecho el veterinario me golpeó con un periódico enrrollado y como no me callaba con violencia me drogaron salvajemente hasta dejarme atontado, con la lengua fuera, sin poder moverme en medio de un charco de pis, caca y vómitos, que afortunadamente tras mi cambio radical me olían a gloria bendita.

Esta mañana por fin me dieron de alta y, tras todo ese largo tiempo de sufrimiento y soledad, sorprendentemente Conchi apareció por la clínica con Pelayo. Me recogieron con cara de asco y alguna que tora risita sarcástica. Yo casi no podía caminar aún. Pelayo me agarró con brusquedad del pellejo del cogote, me metieron en una jaula y me introdujeron en el maletero. A mi lado, en otra, pude oler a Adeline. Estaba muerta de miedo la pobre, se había cagado y meado dentro, ese olor me excitó, pero ya no iba a poder masturbarme jamás en lo que me quedaba de vida, gracias a Conchi. Condujeron unos kilómetros. Entonces pararon en la puerta de otra clínica veterinaria más modesta, bastante más, cutre diría yo. Nos sacaron de las jaulas y pasamos adentro. Adeline y yo nos resistimos con uñas y dientes a entrar, pero a base de patadas de Pelayo nos metieron dentro. Escuché a Conchi decir que quería que nos administrasen la inyección letal, a los dos. La veterinaria, una joven con cara de pazguata drogada, dijo que era lógico conmigo, que parecía muy enfermo, pero que la perra era muy joven para sacrificarla. Conchi insistió y le dijeron que no había problema, que ella era la dueña de los perros. Pasaron a Adeline a una salita contigua. Se despidió de mi con una mirada insípida hacia el vacío, como casi todas las suyas. Era fea, pero recordé sus felaciones a regañadientes. Diez minutos más tarde se abrió la puerta y sacaron a Adeline inerte, y pude ver cómo la introducían en una bolsa de basura. Después me metieron a mi en el mismo cuarto.

Me pusieron una vía intravenosa en la pata. Preguntaron a Conchi si quería acompañarme en mi final, pero pagó y dijo que no. Se marchó con una sonrisa en la boca. Acabo de hacerme pis y caca a causa del miedo. Por lo menos así dejaré en este mundo algo que todos os merecéis. Acaban de poner una jeringuilla gorda en el agujero de la vía. Poco a poco voy sintiendo la droga. Me voy durmiendo. Me voy durmiendo. Me voy durmiendo. Está llegando el fin. La vida pasa delante de mis ojos. En el paraíso oleré todos los culos, masticaré heces de caballo y de otros perros, me revolcaré sobre pieles de animales muertos, comeré vómitos y romperé periódicos y zapatos a mordiscos sin que nadie me castigue. Me voy durmiendo. Me voy durmiendo. Me voy durmiendo. Me duermo.... La vida es sueño. Adeline, Adeline, voy  contigo, Adeline....


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Mi congelador

congelador1

Conchi

Me desperté con nauseas y una ligera presión en la parte alta del pecho. La típica acidez nerviosa, en mí ya crónica. Al abrir los ojos pude ver el enorme ramo de flores apoyado sobre el galán de noche que utiliza David para sus chaquetas. Lo acompañaba una tarjeta que decía: “feliz cumpleaños, cariño, nos vemos esta noche”.  Me revolvía el estómago sólo el pensar que tenía que ir allí aquella mañana. Los veinte kilómetros a recorrer se me hacían una distancia infranqueable, parecían mil.

Me vestí de forma informal y bajé a la cocina. Tragué un omeoprazol acompañado de un vaso grande de agua, mi desayuno de todas las mañanas. Mientras bebía, observaba el vacío césped del patio trasero del chalet, inanimado sin mis dos preciosos perros. Accioné el botón de la puerta automática de sus dos jaulas y aparecieron allí a la carrera Laura y Oscar. La perra me vio a través del cristal de la puerta, puso aquella  preciosa cara como de sonreírme y movió el rabo espasmódicamente. Laura era una perra feliz. Entonces, aprovechando que ella se acuclillaba, llegó Oscar por detrás he hizo aquello. Me dio una arcada. Cogí lo primero que encontré a mano en un cajón, una espumadera grande, abrí la puerta y le pegué fuerte en el culo. Lo agarré del collar y a estirones lo metí en su jaula y cerré la puerta de un golpe. Luego metí a Laura en la suya, pagaron justos por pecadores, como siempre en la vida.

Pues sí, Laura era una perra feliz. La compramos en una tienda del centro. Tenía  unos ojos color marrón preciosos, pedigrí del bueno y había recibido un curso de disciplina canina en sus tres primeros meses de vida. En nuestro enorme patio de hermosa hierba ella fue feliz durante dos años. Un día la llevamos a vacunar y no estaba su veterinario de siempre, sino uno más joven. Nos dijeron que a José le  había  dado un infarto cerebral y que lo sustituiría Ramón, su hijo, que continuaba la saga familiar. José siempre nos había parecido algo gay. Ramón era mucho más progresista, nos sugirió que dejáramos de vez en cuando entrar en casa a Laura, que no limitásemos su hábitat al patio, que aquello podía deprimirla, y que sería bueno que criase alguna vez. No dejamos entrar a Laura más allá de las puertas de cristal de la cocina, pero sí que aprobamos que la inseminaran con esperma de algún perro campeón y tuviese una preciosa camada de cachorros. Durante la gestación contratamos a un chico de servicio para  ocuparse de todo lo relacionado con Laura. El parto  fue difícil, murieron dos cachorros, pero el tercero nació sano, era una preciosa bolita de pelo. Laura lo crió con esmero, se la veía plenamente feliz.

Cuando el perro cumplió un año sucedió aquello. Una mañana me levanté. Accioné la puerta de las jaulas y salieron al prado. Laura vino a saludarme al cristal de la puerta, pero entonces llegó su hijo Jonás por detrás e hizo aquello. No me dio tiempo a separarlos, empujé a Jonás con todas mis fuerzas, pero el mal ya estaba hecho, y él se revolvió y me mordió la mano abriéndome con sus colmillos una herida junto al pulgar derecho. Al instante Jonás recuperó la lucidez y se dio cuenta de que había hecho mal, y me lamió la cara y la herida como avergonzado y asustado. Unas lágrimas brotaron por mis  mejillas. Me curé la herida como pude, cogí al perro y lo introduje en el maletero de mi Cayenne. Conduje a toda velocidad por las serpenteantes calles de la urbanización llorando mientras lo escuchaba jadear atrás. Luego tomamos la carretera  y tras desviarnos por la segunda circunvalación llegamos  a la clínica veterinaria. Aparqué en la plaza de minusválido que tenían reservada para clientes en la puerta, llamé al timbre y Ramón me abrió la puerta al instante.

- Hola Conchi, ¿cómo estáis? ¿Qué le sucede a Jonás?
- Qué tal, Ramón. ¿Cómo está tu padre?
- Pues  está bien, la residencia es estupenda, parece un hotel de cinco estrellas. Dan un servicio excelente.
- Quiero sacrificar a Jonás.
- ¿Perdón?
- Lo que oyes.
- Pero, ¿por qué? Está muy saludable, y es precioso.
- Quiero sacrificarlo.
- Tú eres su dueña, pero que conste que me opongo, si no lo quieres  podrías darlo en adopción.

congelador4Le conté lo sucedido. Lo tumbó en la mesa del quirófano y le puso la vía en la pata. Mientras la droga le hacía efecto sus ojos se fueron apagando poco a poco, melancólicos. Me puse muy triste. Conduje hasta casa dando dos rodeos completo a la circunvalación. No quería entrar por la puerta y ver a Laura. Durante dos meses no pude ni verla, Ricarda, nuestra filipina interna de Ciudad Quezón, se ocupaba de abrir la puerta de su jaula y de darla el pienso. David me animaba, me enviaba flores todos los días sin falta se encontrase donde se encontrase, nunca se le olvidaba.

No puede coger mi Cayenne porque le había petado el turbo, tuve que coger el Audi, y odio los Audis. Conduje a toda velocidad, no quería llegar a aquel antro, pero era mejor que fuera lo más rápido posible. Aparqué, me puse la gorra y las gafas de sol y me dispuse a entrar entre toda la multitud que hacía cola. Me identificaron en la garita y abrieron los rastrillos, que después de atravesarlos se cerraron aterradoramente tras de mí. Pasé al locutorio y esperé unos minutos nerviosa. Entonces entró él, sonriente, como si no pasara nada, yo también le sonreí. Parecía más delgado, muy delgado, flaco que te cagas. Se sentó y acercó el auricular a la oreja.

- Hola cariño, cuánto tiempo.
- Hola papá.
- Tres años sin vernos ya...
- Feliz cumpleaños.
- Lo mismo digo, cariño. Tú y yo, el mismo día, somos como dos gotas de agua... ¿Qué tal todo?
- Dos gotas de agua en el mar....Pues muy bien, todo bien, estupendamente.
- ¿Y el carajaula?
- Papá... por favor.
- Es que no lo soporto.
- Vamos al grano, anda, resulta muy incómodo estar aquí...
- ¿Qué tal tu madre?
- Pues no la veo desde hace tiempo, pero está maravillosamente. La residencia es a todo lujo, cinco estrellas.
- Pero no recuerda nada...
- Creo que hace tiempo que se le borró todo de la cabeza.
- Pobrecilla.
- Bueno, ¿dónde está el número?
- Mira en tu móvil, te llegará a la una en punto. La cuenta es magra. Tendrás suficiente para abrir las dos clínicas en París, de sobra cariño... ¿qué dirás a los cabrones de tu familia política sobre el dinero?
- Ya sabes cómo son, papá, diré lo de siempre, que pedí un préstamo, que soy una emprendedora.
- No tienes que justificarte con esa gentuza. Ellos roban sin palancas y de día al estado. Los robarranchos esos no tienen que echarte nada en cara. No sé si sabes que tu suegro el general tiene un testaferro nuevo para surtir a la base de Rota todos los suministros.
- Lo sospechaba, el general se ha comprado un barco nuevo. Estás muy delgado.
- Cariño, tengo cáncer de páncreas... no te lo quería decir, pero creo que debes saberlo. Por eso te he dado este número de cuenta. Y no te preocupes, si me muero te harán llegar los otros dos que faltan.
- Bueno, creo que se acaba el tiempo, papá. Gracias por todo.
- Ve a ver a mamá, por favor.
- No sé si lo haré, me deprime mucho la residencia.

congelador2David

Mis dos incisivos delanteros superiores están relucientes, también es que son postizos, claro.  Me subía sobre la taza del water de mi casa para masturbarme, porque mi madre trataba de espiarnos por debajo de la puerta a ver qué hacía tanto rato dentro. Entonces mi padre se acercó sigilosamente y puso la oreja sobre la madera. Cuando escuchó el ruido característico del ñogo ñogo le pegó una patada que arrancó el pestillo de cuajo. El susto me hizo caer de boca contra el lavabo rompiéndome los piños delanteros. Mientras sangraba como un cerdo y recibía los correazos de mi progenitor decidí que yo sería dentista. Mi padre hubiera deseado que yo continuase la saga como ya habían hecho mis tres hermanos mayores y que me hubiese alistado en la marina. Pero, sinceramente, yo no me veía integrado en aquel ambiente...

Desarrollé antes que mis amigos, fui al que primero le salieron pelos en el  pecho y en los huevos. Comencé a juntarme con chicos más mayores. Me llevaban de putas. Yo tenía catorce años, pero aparentaba cinco más. Hacíamos cola fuera de la habitación y entrábamos de dos en dos a follar. Cuando tenía diecisiete comencé a juntarme con una pareja mayor que iba a clubes de intercambio. Eran antros lúgubres en los que encontraba algo fuera de lugar. Te exigían ir en pareja, y yo contrataba a una puta para que me acompañara.

Entonces comencé a hacer tríos con otra pareja madura, un matrimonio de treinta y tantos años. Un día, mientras yo me la follaba a ella, él comenzó a chuparme los huevos. Me gustó. Me dejé hacer. Y me los siguió chupando una y otra vez, en su casa, en la mía, y en clubes de intercambio. Hasta que empezamos a ir los dos solos a hoteles y a fiestas de las de sólo hombres.

Un día mi mejor amigo me llamó a mi casa. Me dijo que si podía pasarse a tomar una copa. Mis padres se habían ido de vacaciones, yo estaba sólo. Le dije que sí, que nos la tomaríamos en mi piscina. Cuando abrí les vi llegar a los dos juntos, a él y a su novia. Nos metimos en la piscina. Entre risas de los tres, ella se puso a bucear. Me bajó el bañador y comenzó a chupármela. ¿Qué coño era aquello? El quería encasquetármela. Era una tía insoportable. A mi me gustaba él, no aquella zorra. Yo follaba con ella mirándole a él, él nos miraba por un espejo. No hay cosa que más me joda que esa clase de tipos. Empecé a ir con él a fiestas en locales gays. Pero nos cobraban muy caro las copas, así que empezamos a organizar orgías en nuestras casas. En la primera orgía éramos siete tíos. Terminé por reunir a cincuenta una vez en la bodega del chalet de mis padres. Se me empezó a ir el asunto de las manos. La novia de mi amigo comenzó a llamarme todos los días, de forma enfermiza. Quería verme a toda costa, fornicar conmigo. Yo ponía mil excusas. Le dije hasta que no podía venir a mi casa porque siempre llevaba tacones y me iba a rallar el suelo. Ella me contestó que se pondría zapatillas si yo quería. Hasta que no se fue de Erasmus no me dejó en paz.

Había asistido a mil orgías cuando tenía veintitrés años, pero nunca había ido a una sauna. Dicho y hecho, cuando terminé la carrera, para celebrarlo me fui a la sauna más conocida del centro de la ciudad. Entré a una sala en la que sólo se veían manos, pies, pollas y culos al aire, de varias decenas de hombres. Entonces uno levantó la cabeza y era el presidente del colegio de odontólogos, el que acababa de entregarme el título. Salí por el pasillo y lo escuche´correr detrás de mi. Me dijo que por favor no contara nada, que no quería que se enteraran ni su mujer ni sus tres hijos. Le dije que yo era una tumba, pero que si en mi pueblo alguien me decía que me habían visto en una sauna yo sabría quién había sido...

Organizamos una fiesta de casados en un chalet de una urbanización de lujo. Más de cien tíos sedientos de polla que llevarse a la boca. Entró por la puerta Borja, el hijo del general Romero, muy risueño, pero de pronto le cambió la cara. Salió corriendo. Me puse los pantalones a toda prisa y lo alcancé a la salida del chalet. Le pregunté qué le pasaba. Me contestó que el tío que se la estaba chupando a aquel conocido arquitecto que había en la fiesta era su cuñado, el marido de la hermana de su mujer, José Carlos Postigo, teniente de fragata.

Me fui a un congreso de odontología con Manuel. Cualquier cosa era buena para alejarnos de aquella ciudad. Un congreso de odontología es casi siempre lo mismo: asistes a charlas absurdas, después comes como un león y por la noche, tras las copas, te vas a follar al hotel con el primero que pillas. Pero aquel congreso no fue como los anteriores ni como los posteriores. Estábamos sentados sufriendo una charla y pensando en las musarañas, cuando la vi dos filas más adelante. Me sonrió. Durante un descanso charlamos. Era simple, sin doblez. Yo le gustaba, saltaba a la vista. Era perfecta para mi. Se lo conté a Manuel y le pareció una idea magnífica. Ya era hora de dejar de ser la oveja  negra, estaba hasta los cojones de ser el malo de la familia, era el momento de ser uno más. Ahora Conchi y yo poseemos una cadena de cuarenta y tres clínicas odontológicas de ámbito nacional que están en vías de expansión por Europa. Manuel y yo nos dedicamos a pasar la mayor parte del año acrecentando la fama de nuestra cadena por congresos, mientras que Conchi administra nuestro imperio del diente con mano de hierro desde casa. Manuel y yo siempre nos reímos cuando él recita el refrán, el único cierto de toda la sabiduría popular de nuestro país, el único dicho realmente útil: hombre casado con fea, o la tiene pequeña o cojea.

congelador5Mi congelador

Atravesé los tres desagradables controles de seguridad y salí como alma que lleva el diablo de aquel lugar. Subí al coche y conduje un poco al azar por la circunvalación, sin rumbo. Algo se me había removido por dentro. Pensé en mis padres, en mi familia. Mi padre se marchó a Alemania a trabajar, con una mano delante y otra detrás. Se instaló en Goslar, cerca de Hannover, para trabajar de sol a sol en unas plantaciones de patatas. Vivía en un barracón sin agua caliente con otros cuarenta tipos y trabajaba siete días a la semana. Al cabo de cuatro meses le dieron una tarde de domingo libre y se fue con un amigo a emborracharse a una taberna para emigrantes que había a las afueras del pueblo. Ese día conoció a mi madre. Ella trabajaba en la limpieza de una fábrica y planchando sábanas para las casas de los alemanes. Trabajaron durante cinco años a este ritmo e hicieron algo de dinero con varios pluriempleos. Entonces volvieron al pueblo de mi padre. Se casaron. Nací yo. Mi padre compró una tierra con el dinero que había ganado. Arriesgó, pero salió bien. La vendieron al poco tiempo al triple de su precio. Con lo ganado compró con unos conocidos más tierras. Fue comprando y vendiendo, y siempre lo hizo bien. Fue haciendo dinero, y dinero. Nos construimos un chalet de tres plantas a las afueras del pueblo, pero al poco tiempo nos mudamos a una urbanización a las afueras de la ciudad. Entonces le hicieron la primera inspección de hacienda, y lo detuvieron. Fue un escándalo, pero salió al poco tiempo. Y siguió comprando, y vendiendo. Nos mudamos a otra urbanización, y a otra, y finalmente a otra con garitas a la entrada.

Me matriculé en odontología en la mejor facultad privada. No aprobaba ni a la de tres, nunca he valido para estudiar. Pero mi padre sabía muy bien que aquello era un mero trámite para después montar una cadena de clínicas, y consiguió que aprobara a su manera. Y siguió comprando, y vendiendo tierras, y comprando, y vendiendo. Y en un congreso de odontología me propusieron para un premio por joven emprendedora, y allí, en la primera fila, estaba él sentado, David. Era guapo, parecía un príncipe. Le pedí a un amigo que nos presentara. Fue un flechazo. Estábamos hechos el uno para el otro.

Nos casamos por todo lo alto y fuimos de viaje de novios cinco días a Cancún. David pasa poco tiempo en casa, va a muchos congresos con Manuel, nuestro amigo y hombre de confianza, para publicitar nuestras clínicas. Mientras, yo me ocupo del día a día de nuestras empresas, aunque tenemos gente muy preparada trabajando para mí que me hace las cosas muy fáciles.

Atravesé las dos circunvalaciones y llegué a la urbanización. El guarda de la garita de entrada tiene prohibido relacionarse con los propietarios y siempre está escondido detrás de una ventana en la que el cristal es un espejo. Me abrió la barrera y subí una vez más por aquellos dos kilómetros de calles serpenteantes desiertas de humanidad. ¿Dónde estaría toda la gente ese domingo por la mañana? ¿Se habrían marchado fuera o estarían todos detrás de los altos muros de sus chalets? Abrí la puerta automática de mi casa y entré. Sobre la puerta del garaje había pegado un sobre con un lazo grande rosa. Era de David, claro:

“Cielo, nos ha surgido un imprevisto y esta tarde Manuel y yo partiremos a Barcelona, ya te contaré, vuelvo el martes. Ahí tienes tu regalo, lo que tu querías. Gracias por ser tú”.

Al fondo del garaje estaba mi regalo de cumpleaños. Un congelador nuevo enorme. Antes teníamos otro, una especie de arcón pequeño, pero se había estropeado, y con muchos kilos de marisco dentro, se habían podrido todas aquellas delicias del mar con las que deleitábamos a la familia de David cuando venían a comer en grupo, o en tropel militar, los fines de semana. Ahora podríamos comprar media marisquería del Carrefour de la circunvalación y siempre estaríamos preparados para las visitas. Me gustaba la idea de tener uno tan grande. Pero, por otro lado, me puse de mal humor al verlo. Me entraron ganas de vomitar. Entré al lavabo pequeño del sótano y vomité cuatro hilillos con la cabeza metida en el water. Pasé a la cocina a beber algo. Me puse un vino blanco y saqué de la nevera el sushi que había sobrado de la cena del día anterior. Estaba feliz y triste al mismo tiempo, mi cuerpo se encontraba en una especie de estado de frío-calor permanente. Necesitaba hablar con alguien. Abrí las puertas automáticas de las jaulas de los perros, que corrieron hacia mi. Salí por la puerta de la cocina y me puse a acariciar a Laura su preciosa cabecita, era un ser maravilloso. Entonces, aprovechando que Laura se acuclillaba llegó Óscar por detrás y volvió a intentar hacer aquello tan repugnante.

congelador6Me dio un ataque de ira, tenía mucho odio contenido aquel día dentro de mi cuerpo a punto de estallar. Agarré a Óscar con fuerza del collar y lo arrastré por la cocina reprendiendo su actitud. Le bajé a rastras las escaleras del garaje, abrí el maletero del asqueroso Audi y lo arrojé dentro de él. Arranqué el coche y salí. Le escuchaba rascar y ladrar dentro del maletero. Recorrí la urbanización, que seguía desierta, y salí a la carretera, luego atravesé las dos circunvalaciones, me desvié según indicaba el GPS y llegué a la clínica veterinaria. Saqué a Óscar del maletero a tirones, lo arrastré del collar hasta la puerta y llamé al timbre. Me abrió una chica con cara de alelada, Ramón no estaba. Entramos a una salita y ella subió al perro sobre una mesa de quirófano.

- ¿Qué tal? ¿Qué le pasa a esta ricura?
- Quiero sacrificarlo.
- Perdón....
- Lo que oyes. No puedo soportar las cosas que hace...
- Pero.... mira, aquí tengo vuestra ficha. Veo que sacrifiscásteis a otro perro, no creo que sea motivo suficiente para hacerlo, esta preciosa criatura no lo merece...
- Eso no es asunto tuyo. Si quieres llama a Ramón, él me atiende siempre y comprenderá el caso. Si tiene el día libre no importa, pagaré lo que sea, me espero...
- Pero.... no, si no es eso. Es que es demencial. No creo que Ramón quiera practicarle al pobre Óscar una eutanasia tan cruel.
- Ya lo ha hecho otras veces...
- Ramón es mi marido, señora, está en casa, no creo que quiera sacrificar a un pobre perro solamente porque copula con su perra. Es algo corriente, los machos siguen su instinto sexual y no distinguen a sus madres cuando han crecido, es de cajón...

Siempre había pensado que Ramón, el veterinario, era bastante gay.

- A ver.... NO ES COPULACIÓN, SE COME LA CACA DE LAURA CADA VEZ QUE LA VE, Y YO NO PUEDO SOPORTAR VERLO, ME ENTIENDE. No copulan, se come la caca.
- ¿Qué alimentos le da?
- Siempre pienso, como Ramón y el padre de Ramón siempre me aconsejaron, que los perros no probaran nunca la comida humana para que no la desearan.
- Ahora lo entiendo. Es que el pienso que recomendamos lleva perejil, y como no comen nada con sabor ese olor les atrae instintivamente, y la caca de la perra contiene ese olor. La coprofagia en estos casos es algo natural... ¿De verdad quiere sacrificarlo por ésto? Puede darlo en adopción, a mucha gente no le importa verles hacer eso... lo acogerían con gusto.

Tumbó a Óscar sobre la camilla. Sus ojitos se fueron apagando como los de un ángel vicioso mientras me miraba fíjamente. Se me escapó una lágrima. Pagué y me marché. Cogí la primera circunvalación. Paré en el Carrefour nuevo, donde tienen esa estupenda sección gourmet. Compré varios kilos de marisco congelados, cigalas, gambas, gambones y langostinos. También varias bandejas de sushi y sashimi. Fui a cargar todo en el maletero, pero descubrí que Óscar se había cagado dentro, y tuve que colocar toda la compra sobre los asientos de atrás.

Dos semanas más tarde, salí por la mañana al centro de la ciudad a hacer unas compras. Quedé con Pelayo para comer en un precioso restaurante japonés y él  me propuso, como siempre, ir a unos apartamentos de lujo por horas a hacer el amor. Yo me negué, también como siempre. Seguí de compras toda la tarde. Al regresar a casa Ricarda me dijo que se había habido una avería y se había ido la luz varias horas, que todo lo que guardábamos en el congelador se había podrido, incluso los cinco kilos de angulas que me habían traído de la pescadería el día anterior. Monté en cólera con Ricarda, la amenacé con despedirla. Subí a mi habitación y me masturbé. Cuando me estaba corriendo pensé que lo que había que comprar era un generador eléctrico independiente para emergencias.

David cumplió los años en noviembre. Le regalé una bici de triatlón bastante bastante cara. Él y Manuel se han aficionado últimamente a ese deporte y se pasan los días entrenando, corriendo, con la bici o en la piscina. También compiten en muchas carreras populares, David ha bajado de los seis minutos por kilómetro.

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