unlugar

L´Etretat

Salimos por la mañana desde las cercanías de Chambord. Nunca está de más rendir visita a Blois, a plátano centenario junto al río en Vendôme, ni a los dominios del cachondo mental de François I. Faltaban apenas cien kilómetros para llegar a París cuando a mi coche se le encendió una luz roja en el salpicadero. Tras unos instantes de duda supe claramente lo que le ocurría. Me desesperé un poco, zozobré anímicamente, como casi siempre cuando el dinero anda corto en el bolsillo y estás lejos de casa. Paramos y se confirmó: era el alternador, jodido. Llamamos al seguro desde un puesto de la gendarmería, en una garita de control de la autopista de peaje. Tras algunas discusiones con la estúpida operadora nos enviaron una grúa y un taxi. El mecánico ambulante me confirmó con una sonrisa lo que yo trataba de explicarle con mi francés macarrónico, me dio la razón con la avería, cuando se te enciende la luz de la batería es blanco y en botella: tu alternador est mort. Dios del cielo, ¿por qué me has hecho consciente de las cosas? ¿Es una venganza por alguna vida pasada, verdad? Llévame a esa inconsciencia de los otros, la consciencia revela pero desespera y transporta a la desesperanza.

El taxista nos llevó hasta París. Pasamos allí algunos días con altibajos. Me dolía la raíz de la muela del juicio que me habían dejado, tras un intento de extracción, dentro de la encía, y un señor se suicidó en el puente Jorge V delante de nuestras narices, le sacaron del agua unos buzos cuando ya era fiambre. En el camping del Bois de Boulogne nos robaron una cacerola, y los vecinos de tienda eran niñatos hijos de puta muy molestos. Pero también, por la noche, se veía a lo lejos la Torre Eiffel iluminada haciendo chiribitas de colores. J´aime París, en la distancia de Madrid. No sabíamos si el coche podría repararse. En pleno agosto muchos talleres cierran por vacaciones y hay largas esperas para hacer los arreglos. Un tipo portugués de un taller en medio del campo aledaño a la parte sur de la ciudad nos lo reparó, se apiadó de nosotros. Había vivido en La Coruña durante unos años, y nos contó que habían sido buenos tiempos para él. Nos regaló una batería que tenía por allí porque la nuestra se había muerto definitivamente también, y nos despidió con una sonrisa invadido por los recuerdos. Tomé a toda velocidad el camino hacia Le Havre, sin mirar atrás.

Le Havre es una de las ciudades más feas y lúgubres que hayáis visto, o sea, muy de mi gusto. Pero, más allá de su fealdad, unos kilómetros tan sólo hacia el noreste está L´Etretat , un pueblo que por sí sólo bien vale una misa o dos. Solamente ese lugar puede compensaros de cualquier triste travesía homérica por la que caminéis perdidos. Pisé el acelerador a fondo por aquella autopista toda recta hacia el mar, todavía algo tenso recordando las jornadas parisinas. Pero a medida que me acerco a L´Etretat siempre me voy sumergiendo en una tranquilidad extraña en mí. Sólo tengo que dejar correr un poco a mi inconsciente para efectuar una descompresión desde la realidad hasta la calma chicha.

Llegamos a ese camping regentado por esos dos viejos que plantan hortensias por todas partes. Ellos no se acordaban de nosotros, pero nosotros sí de ellos. El lugar está un poco escondido, y eso es lo bueno, en las entrañas del campo de Le Tilleul. Por la noche la oscuridad allí es casi total, y en la piel se siente un frescor inconfundible que me hace sentirme como en casa. Es uno de mis refugios, uno de esos rincones que preferiría que tras leer esto borraseis de vuestra memoria; no quiero que lo visitéis para que no nos molestéis, ni a nosotros, ni a los gavachos, ni a los albatros. Cuando se hacía de noche, puse la radio mientras cenaba un poco de Camembert a palo seco acompañado de cerveza barata, y contaban que se había estrellado el avión de Spanair en Barajas. Nosotros estábamos en otra dimensión, ajenos a todo el resto de la realidad, escuchábamos las tragedias cotidianas observándolas incrédulos desde la otra cara de la Luna. Me dormí en paz escuchando a los grillos y observando a Merak señalando directamente a la Polar, dialogaban sobre mi cabeza. Soñé y soñé pero desperté sin recordar nada de lo soñado, la liberación de todas noches cuando estoy en medio del campo.

etretat2Por la mañana, aparcamos el coche junto a la senda que desciende hasta la base de los acantilados. Efectuamos el ritual de sentarnos a escuchar las olas rompiendo sobre los guijarros. Más tarde, subimos hasta la cima de las rocas blancas y recorrimos el camino junto al campo de golf (signo de la gilipollez de los tiempos) acompañados sólo por los albatros, que defienden a muerte con miradas afiladas su territorio conquistado sobre las lomas cortadas por el viento. Desde las alturas pueden verse L´Elephant y la Manne Porte, esas esculturas que ha cincelado el mar que causan un efecto hipnótico desde hace milenios sobre todo humano que las observa. Soñamos con viajar allí en invierno, cuando las olas agitan las rocas hasta casi partirlas.

Sólo nos faltaba en el recorrido bajar al pueblo de Etretat. Los albatros se posan allí sobre los alfeizares de las cristaleras de los restaurantes que dan al paseo marítimo, y espían cómo la gente devora el marisco que a ellos tanto les gusta. Las aguas son de estas aves, pero los ricos esnobs de los hombres les roban sus frutos. “Malditos seáis”, parecen gritarles las enormes gaviotas a los transeúntes humanos mientras se pone el sol. Nunca se arriman a menos de dos metros cuando las persigues por la playa, por si acaso, aunque saben que me caen muy bien. Los albatros leen la mente como mediums. Sólo hay una de ellas, sobre las altas rocas, que se posa sobre una loma y no se aparta aunque te acerques hasta casi tocarla, poniendo cara de póker. Pero por respeto a sus canas la dejo allí en paz, sobre su castillo. ¿Y no les he hablado del rayo verde? Si esperas al último rayo de la tarde mirando fijamente al sol sentado sobre la playa de L´Etretat, a veces podrás observar un destello de color verde producto de la curvatura de la luz sobre el agua del mar. Es una luz mágica que dicen que hace que puedas ver dentro del corazón de los hombres. Yo soy ateo respecto a la magia. Pero creo en L´Etretat, como ya os habréis dado cuenta. Pero, hacedme el favor de no viajar allí cuando yo esté, no molestéis.

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Brocéliande

Broceliande

Algunos de nuestros viajes están asociados a momentos íntimos de nuestra niñez, a personajes que crecieron con nosotros durante nuestra infancia, a lugares fruto de la fantasía que creíamos inaccesibles.

“Bien près de tout le jour entier m'en allai chevauchant ainsi et je sortis de la forêt dont le nom est Brocéliande. Bientôt j'entrai dans une lande et vis une bretesche pas plus loin qu'à une demi-lieue galloise. Je vis l'enceinte et le fossé tout environ profond et large. Sur le pont de la forteresse je vis le seigneur de ce lieu tenant sur son poing un autour.”

Así encuentra Calogrenant la Fuente de Barenton, tras cruzar el bosque de Brocéliande, según el relato de Chrétien de Troyes en Yvan o el Caballero del León. En ese universo legendario donde moran animales míticos, hadas y magos transcurren las primeras historias noveladas en el siglo XII que terminarían por componer el ciclo artúrico.

Aún no había cumplido 10 años cuando descubrí ese universo fascinante. Había devorado El Principe Valiente de Harold Foster y en casa empezaron a aparecer libros de caballería: Lanzarote del Lago, Tristan e Isolda, Los Hechos del Rey Arturo... una afición que no me abandonaría nunca.

La primera vez que visité Bretaña no me resultó difícil decidir cual sería el punto de partida de nuestro recorrido. Adentrarse en el bosque oscuro de Paimpont, situado entre Morbihand y Côtes d'Armor, suponía para mí mucho más que disfrutar de una  frondosa arboleda de robles y hayas plagada de multitud de arroyos.

Porque al bosque de Paimpont se le conoce también como La Fôret de Brocéliande desde 1467, cuando Guy de Laval, Señor de Comper, lo identifica como tal. Este fue el punto de partida de numerosas reivindicaciones de grandes familias bretonas que, buscando testimoniar su pasado glorioso, se atribuyeron la posesión de territorios artúricos, lugares popularizados por el éxito de una leyenda que se había ido extendiendo a lo largo y ancho de Europa hasta conventirse en un mito.

Esta pugna por la gloria resulta hoy irrisoria, puesto que todos sabemos que, si bien en el origen de la leyenda se encuentra un guerrero bretón llamado Arturo, la figura del Rey y su Tabla Redonda y el entorno mágico que lo acompaña pertenece a una recreación literaria colectiva realizada a lo largo de varios siglos.

Pero al margen de la leyenda, Chrétien de Troyes, iniciador de la literatura cortesana bajo la tutela de Leonor de Aquitania y su hija María de Champagne, recogió la tradición bretona oral basada en la fantasía de la mitología céltica y entretejiéndola con otras fuentes construyó sus “romans”, con los caballeros andantes y la corte del Rey Arturo como eje central y un territorio geográfico que va desde Bretaña hasta Gales. Y es en el interior de Bretaña donde se encuentra uno de los enclaves míticos de la leyenda, el hogar de Merlin y las hadas Morgana y Vivianne: Broceliande, un bosque majestuoso, plagado de huellas prehistóricas, de árboles grandiosos y de increíbles historias.

Absolutamente embriagada desde niña por estas leyendas, ansiaba recorrer el interior del Bosque Oscuro en busca de señales, visiones, imágenes que evocaran tramas y personajes ya conocidos. Para disfrutar del entorno recorrimos el bosque siguiendo sus innumerables rutas que nos llevaron hasta el pie del Árbol de Oro, a las Fuentes de Barenton y de la Juventud, a la tumba de Merlin, al Valle sin retorno... paisajes excepcionales y restos de monumentos megalíticos que van dando pinceladas al lugar. Visitamos el castillo de Comper y bajo la lluvia disfrutamos de la hermosa vista del Castillo de Trécesson con sus muros de pizarra roja, hasta que la tormenta cesó y pudimos contemplar el reflejo del castillo en las quietas aguas de su estanque.

En el pueblo de Concoret, como siempre por casualidad, descubrimos un lugar perfecto para nosotros en el camping municipal. Bajo dos de sus enormes robles montamos nuestro “terruño”. Cerca, muy cerca, Le Chêne á Guillotin, un árbol de grandes dimensiones que respira alma por sus cuatro costados y cuya historia merece la pena escuchar.

Para pasar las noches llevé conmigo el mejor acompañante posible para este viaje, Chretien y su Lanzarote del Lago. Releyendo las historias de este caballero ejemplar a quien la Dama del Lago crió en el Bosque Oscuro me dejé llevar cada noche por el sueño.

No sé si este enorme monumento de la creación alcanza el mítico lugar construido por mis propias fantasías tras muchas lecturas. La leyenda siempre se sitúa en un lugar difícil de alcanzar. Pero en el interior del bosque, cuando los rayos del sol apenas podían cruzar el entramado de enormes y fuertes ramas que se abrazan entre sí y el silencio sólo lo rompen trinos y rumores de los arroyos, sentí que la magia estaba presente y que todo fue, es y será posible bajo el abrigo de esta prodigiosa naturaleza.


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Cerro de Garabitas

Para poder ver a lo lejos Garabitas tengo que apartar un pequeño bosque de edificios y subirme a otro cerro, el de Los Locos, tan adecuado dicen a mi personalidad, otro de los escenarios por los que llevo pululando ya más de cuatro décadas sin encontrar un camino ni una salida. Los almendros de su ladera van creciendo año a año hasta casi tapar la vista. Pero con un pequeño esfuerzo Garabitas aparece allí, enfrente.

No es majestuoso, ni alto. Es una pequeña selva de pinos y encinas. Hubo un día que fue pelado y rasurado por las bombas. Sobre su cima las tropas de asalto de Paquito el Rana ubicaron sus cañones apuntando al edificio de telefónica. Durante dos años y pico hicieron desde su atalaya blanco fácil sobre el centro de Madrid, pim, pam, pun. Garabitas está plagado de trincheras y restos de fortificaciones, imagino que también de sangre, de huesos y de metralla. Sobre su parte baja una carretera marca una curva de ballesta machadiana que es apodada “la curva de la muerte”, ya que sobre ella se situaron las trincheras del frente. Pero, por mucho que aguzo mi fino oído, no escucho el retumbar de los cañones, ni el eco de ultratumba de los gritos de los muertos de la “Guardia mora” de Franco.

Garabitas, aunque suene a cursi saliendo de mi áspera boca, es mi pequeña escalera hacia el cielo. Allí me marcho todas las tardes que puedo para tratar de no escuchar a los humanos. En realidad no lo consigo del todo, porque incluso allá arriba retumba el murmullo de Madrid a lo lejos, sus venas latentes de asfalto lanzan su mantra al aire para que no me olvide de ellas, me cuentan burlonas que siempre van a estar ahí, para lo bueno y para lo malo. Lo bueno y lo malo, ¿qué son en realidad lo bueno y lo malo en Madrid? Creo que son la misma cosa, mezclada e indistinguible, pero no me pidáis que defina esa sucia mélange con palabras. Yo soy ella, ella soy yo, y no hay más.

En mi cerro enciendo la chispa para que arda la hoguera, él es quien me da permiso para poner en marcha la máquina que llevo sobre los hombros cuando voy borracho de endorfinas, de adrenalina e incluso de dióxido de nitrógeno. El tiempo pasa mucho más deprisa cuando llevas las pulsaciones altas, y hay que sacarle el jugo a ese estado de gracia, a esa droga tan escasa. En ese momento mi mente vuela bajo y me transformo en el animal que fuimos. Escucho y huelo fino. Respiro hasta el fondo de mis pulmones (gracias padre por este superpoder que me da la vida y me matará) y me diluyo entre las sombras de mi cabeza. Y veo al espíritu de mi setter corriendo desaforado entre los matorrales, y al de mi padre fumándose el penúltimo cigarro. Todo está ahí, en lo más hondo de mi noche más oscura, en mi refugio a prueba de rayos y de bombas de tiempo.

Escucho a un par de parejas de águilas que reinan sobre sus laderas, las distingo a lo lejos, las admiro cuando pían y se dejan ver sobre el cielo oxidado de Madrid. Pero mis favoritas son las urracas, yo soy una urraca más. Son los animales que más definen esta ciudad. Sobreviven al frío, al sol abrasador, a la contaminación e incluso al veneno. Dicen que ellas son capaces de distinguir a las personas, de imitar nuestra voz con su graznido. Yo las he visto atacar en parejas a conejos o a gatos que invadían su territorio sobre los cerros pelados. Las siento cuando disfrutan del hielo y cuando se desgañitan de sed en agosto. En invierno, cuando el viento arrecia, se las puede ver descansar acurrucadas sobre las copas de los árboles, zarandeadas por el viento. Chasqueo la lengua y me miran, no sé si me reconoce alguna, todo es posible aquí. Nunca se apartan ni aparentan tener miedo al hombre, me observan con aire de desprecio desde detrás de ese pico puntiagudo y de esas plumas negras con retazos en verde oscuro. Revolotean altivas, con aire de superioridad frente a los conejos que se espantan al más mínimo ruido. Los conejos han sobrevivido también a todo, al cazadero real que fue la Casa de Campo, a los coches y hasta a la mixomatosis. Sobrevivieron horadando hasta el tuétano de Garabitas, bajo el que han construído su ciudad subterranea secreta.

Cuando anochece desciendo el monte y vuelvo a mi cueva. Bajo por esa escalera con la que nunca llego a tocar las nubes ni con la punta de los dedos. Nunca se sube suficientemente alto para conseguirlo, sólo es una ilusión óptica, o imaginación desbordada. En Madrid el cielo y la tierra están muy cerca, pero jamás se tocan. Corro las cortinas y bajo la persiana. Me tumbo en mi cama de clavos para pagar mi penitencia a los dioses de Madrid e intento soñar con el bosque. Al levantarme nunca recuerdo lo que he soñado.

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