unlugar

Granada: la ciudad y los perros

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Hay cosas que no cambian.

La primera vez que divisé la ciudad de Granada, al girar un recodo de la carretera de Jaén (aquí le dicen de Jaén, no de Madrid, o N-IV, o A-4, que eso suena a muy lejos y no es de Andalucía), me impresionó el color, la luz del sol reverberando en las imponentes cumbres de Sierra Nevada. Acostumbrado a la nube tóxica de Madrid, me parecía que el aire era increíblemente límpido, que se veía más lejos y más claramente que en cualquier otro lugar que yo hubiese visitado. Era muy joven, y me entusiasmaron las esencias de la ciudad: el olor a especias de los puestos junto a la Catedral, a cuero viejo e incienso de las tiendas de la Alcaicería, e incluso el olor a “Zotal” que todas las mañanas satura la pituitaria del que recorre las plazas de la Trinidad o Bibrambla, cagadas hasta la saciedad por un millón de estorninos que huyen de la deforestación de la vega, y a los que hoy en día se combate con podas y halcones.

Digo esto porque todavía, ocho años después de venirme a vivir aquí, sigo disfrutando de esos colores y olores como si fuese el primer día, y me sigo diciendo a mí mismo que mientras haya seres humanos, este valle montañoso seguirá estando poblado, sí o sí. Terreno fértil, agua en abundancia, sol, montaña, playa, valles semi-tropicales en los que se da el mango, la guayaba, la piña; el valle del Lecrín, inundado de naranjos, todo natural, sin invernaderos (no como en otros lugares cercanos que se llevan el mérito de la producción intensiva a fuerza de plástico blanqueado).

granada3El antiguo Reino Nazarí sigue disfrutando de los regalos de la naturaleza, si bien dormita en el estupor de su propio éxito y no desarrolla su potencial, ya sea por carácter, por falta de él, por política, o por falta de ella… Los poderosos, pocos, se llevan todos los réditos de un lugar que tiene de todo y al que le falta de todo: un sistema colapsado al que no dejan de llegar visitantes, de los que se vive hasta el extremo de que aquí nadie trabaja por dinero, sino por aparentar. Se vive de las rentas, de los alquileres a los estudiantes que solicitan este destino en las becas “Erasmus” o “Séneca” como locos, para estar todo el día de fiesta y no dar ni palo; de los turistas, que cada día gastan menos por la crisis, pero a los que hábilmente se saja el bolsillo con la excusa de unas tapas, un rato de flamenco en las Cuevas del Sacromonte, una habitación para dormir que no ha cambiado en 30 años (se guardan los plomos de los enchufes decimonónicos que se van rompiendo para sustituir los que se rompan en el futuro, en lugar de renovar el sistema eléctrico, lo mismo las tuberías de plomo del agua, baldosines que ya no se fabrican, y mucho "fixo", como dicen aquí a la cinta adhesiva, para pegarlo todo...). Se vive de los que vienen atraídos por la luz del sur como polillas (yo fuí una polilla más, claro), y se expulsa a los que nacen aquí, que no encuentran trabajo y a los que solo queda la opción de emigrar o vivir de la nada, de las rentas de su familia, aparentando, siempre aparentando.

En primavera, Granada explota ante los ojos del visitante en mil colores: predominio de blanco en las casas del Albaicín, en las nieves de Sierra Nevada, en las flores de azahar de los naranjos en flor; el verde de la fértil vega, de los árboles que jalonan el Paseo del Salón o el parque de Federico García Lorca, los paseíllos universitarios… Los tonos pastel del cielo al atardecer, desde el mirador de San Nicolás, Carvajales, el “Ojo de Granada” o el “Suspiro del Moro”, a espaldas de La Alhambra, la fortaleza rojiza que preside la ciudad y que atrae cada año a un sinfín de turistas, el segundo monumento más visitado de Europa después de la Torre Eiffel.

granada2En su movimiento de explosión e implosión, Granada atrae y expulsa personas, como un corazón latiendo entre el Genil y el Darro. Un dato curioso, que mi amigo Tomás, eterno viajero de las Españas, me contó un día en Plaza Nueva, tomando un café en el mostrador del Hostal Britz: la tumba de los Reyes Católicos, situada bajo la Catedral, queda bastante cerca del soterrado Darro, que cual alcantarilla recorre subterráneamente la ciudad desde el punto en que desaparece antes de llegar a la Plaza de Santa Ana. Así, como dice él: “la puta de la reina católica yace ahora en una alcantarilla, haciendo justicia histórica ante el hecho de haber comenzado con la decadencia del que fuera uno de los reinos más prósperos de la península, de Europa misma”.

El mismo Tomás que hablaba con cínica malafollá de todos los “ilustres” personajes granadinos, desde San Juan de la Cruz y su famosa frase: “Granada será tu cruz”, hasta Ángel Ganivet, que se suicidó tres veces saltando por la borda de un barco y otras tantas fue rescatado, hasta que la tripulación se dio cuenta de que el hombre realmente quería largarse ya al otro mundo y le dejaron por fín matarse en paz… Lorca, fusilado junto a un olivo en el camino que une Víznar con Alfacar un 18 de agosto del malhadado año de 1936, año maldito para todos los que no comulgaban con el autoritarismo rancio que tanto gusta a la rancia burguesía española, más rancia y mas autoritaria aún hoy, 78 años después. No, hay cosas que no cambian.

Lorca decía que de toda la burguesía rancia que inundaba España, la de Granada era la peor. De hecho, la fallecida actriz Emma Penella, hija de Ramón Ruíz Alonso, uno de los que firmó su sentencia de muerte por ser "secretario de Fernando de los Ríos y muy rojo", dejó constancia en una carta a Gabriel Pozo (que luego escribiría "Lorca, el último paseo") que el fusilamiento fue un modo de perjudicar a la familia Rosales, que le tenía escondido, por parte de la CEDA en su lucha por el poder con Falange. Murió como "un despojo disputado por dos perros rabiosos".

Aún hoy quedan perros. Irónicamente, en las encuestas sobre los principales problemas de la ciudad los herederos del franquismo acusan a los perros de los hippies en primer lugar, por encima del paro, la crisis o la corrupción; perros contra perros... perros acusando de perros a otros perros. Yo llevo a mi perra suelta, por si alguno de esos viejos ex-falangistas se cruza conmigo. Para joderle, más que nada. Y una vez gruñí al alcalde, cuando se paseaba ufano por mi barrio rodeado de guardaespaldas (más perros). Él, que está imputado por mil "perrerías", que se trajo a otro perro desde Alhendín a saquear a los ciudadanos y las arcas públicas (cachondísimo el tema de los ladrones que entraron en la comisaría de Alhendín y solo se llevaron los ordenadores con las pruebas del delito...). Aquí solo se sobrevive con malafollá.

Termino con la anécdota de aquel vecino que, harto de desmanes, secuestró con su escopeta de caza un prostíbulo y al grito de: "¡Esta noche manda mi polla! invitó a sexo gratuito a todos los presentes... hay que tener arte.


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Lady Frere: buscando la mar en tierra firme

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Siento nostalgia de los espacios abiertos. Mirar al frente sin que nada ponga freno, ralentice, disturbe mi viaje visual. Busco el equilibrio en la naturaleza no perturbada por la vorágine del depredador del asfalto. Fui premiado por mi osadía. Siguiendo la estela de una institución, que en Europa se ha vaciado de contenido, la Casa del Pueblo, y de uno de los grandes hombres sudafricanos, Chris Hani, me topé con la mar en tierra firme.

Lady Frere posee la nostalgia de los prados abandonados, donde el rayo golpea con una fuerza devastadora dando vida y vigor a este paisaje de suaves líneas y colores monocromáticos. La de la tierra resignada a decir adiós a los que rompen su equilibrio. Sus habitantes fueron arrebatados de sus entrañas, en un pasado reciente, para ser esclavos de las minas de oro en la provincia de Johannesburgo. Hoy la búsqueda de una vida de ensueño perpetua la diáspora. Una migración ininterrumpida desde el siglo XIX que ha desangrado mortalmente sus prados. Los más jóvenes huyen del equilibrio, huyen de sí mismos hacia las grandes urbes, donde encontrar una puerta de entrada a la otra vida, en el que el equilibrio es sacrificado por la vorágine del materialismo.

Viejos y niños son los que quedan. Son ellos los guardianes del santuario, en el que envejecer y crecer es parte del ciclo vital impuesto por la naturaleza. Una árida tierra, mano a mano con un clima extremo, que no permite que nada salga del sudor del campesino, salvo la belleza de lo extremo. No es una excepción, en Sudáfrica sólo el 12% de la tierra en el país es apta para la agricultura, y de ella sólo el 22% es muy productiva.

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La segunda provincia más extensa del país, dos veces Andalucía, sigue siendo la tierra de los Xhosas. Etnia con gran pedigrí político gracias a que dos de los tres presidentes democráticos del país pertenecen a ella. Pueblo que mantiene su ser en este santuario de grandes héroes. Eastern Cape es Chris Hani, Govan Mbeki, Walter y Albertina Sisulu, Oliver Tambo, Steve Biko, y sí, como no, Nelson Mandela, unos pocos de los nombres que nunca habrían que olvidar.

Uno de ellos, Thabo Mbeki, ideó un programa cimentado en los valores y principios de esta tierra. El sentir comunitario y la participación democrática. Mbeki quiso llevar la Casa del Pueblo al pueblo. En un país con una extensión que triplica la de España, y sin embargo con la misma población que la península ibérica, los pueblos aislados del sistema que imponen las reglas del juego son demasiados. Escuchar y participar cuenta.

Cada seis meses el Parlamento empaqueta sus enseres, y durante una semana se planta en una de las nueve provincias sudafricanas, donde no hay hoteles para albergar a los diputados, ni carretera asfaltadas por los que conducir a los que mandan. Los representantes del pueblo son obligados, dos semanas al año, a oír y ver a los que les han dado un mandato para hacer y deshacer. Sus representados hablan. Esperan su turno con la dignidad de los que siempre han vivido de pie, y cuando les toca se dirigen a los que les deben escuchar. Nosotros el pueblo.

Siguiendo al Senado Sudafricano aterricé en Lady Frere. Ahí dónde sólo hay Xhosa, donde Sudáfrica sueña, donde África habla. Ahí donde me topé con la mar que siempre estuve buscando. La tierra que sigue sangrando por el sacrificio de sus héroes.

UKUTSHONA KUKAMENDI(1943) Autor: SEK Mqhayi

El hundimiento del Mendi

Mhla nashiy’ ikhaya sithrthile nani,                      

En ese día que dejaste tu casa, hablamos,           

Mhla nashiy’iintsaposalathile kuni,

En ese día que dejaste tu casa, nos prometimos cuidar de nuestras familias,

Mhla sabamb’izandla, mhla kwamanz’amehlo.

En ese día nos dimos las manos, nuestros ojos lloraban.

Mhla balil’oonyoko, bangqukrulek’ooyihlo,    

En ese día las madres lloraban, los padres gritaban,

Mhla nazishiy’ezi ntaba zakowenu,

En ese día que dejaste las montañas de tu nacimiento,

Nayinikel’imiv’imilmb’ezwe lenu

dejaste los ríos de nuestra tierra detrás

Aitshongo na kuni, midak’ akowethu,

te dijimos, vete de aquí como un hombre de piel oscura,

Ukuthi “Kwelo zwe nilidini lethu?”

te dijimos: “eres nuestro sacrificio”,

Ngesibinge ngantonina ke kade?

Pudimos sacrificar algo más preciado?

Idini lomzi liyintonina ke kade?

¿qué significa sacrificar un pueblo?

Asingamathol'amaduna omzina?

¿No fue dar el novillo de nuestra casa?

Asizizithandwa zesizwe kade na?

¿ofreciéndote por quienes te amaban como una nación?

Ngoku kuthethe ke siyendelisela,

Estamos hablando de verdad ahora; hemos unido nuestras voces

Sibhekis'ezantsi, sihlahla indlela.

Orgullosos somos de ser parte de los que construyen la carretera de la libertad.

AsinguHabheli na idini lomhlaba?

¿De la manera que Abel fue el sacrificio de la tierra?

AsinguMesiya na elasezulwini?

¿De la manera que el Mesías fue el sacrifico del cielo?

Thuthuzelekani ngoko, zinkedama!

¡Ser consolados, todos nuestros órfanos!

Thuthuzelekani ngoko, bafazana!

¡Ser consolados, todas nuestras viudas!

Kuf’omnye kade mini kwakhiw’ omnye;

Alguien tiene que morir, para que algo pueda ser construido;

Kukhonza mnye kade’ ze kuphil’ abanye;

Alguien tiene que servir, para que otros puedan vivir;

Ngala mazwi sithi, thuthuzelekani,

Con estas palabras decimos: ser consolados,

Ngokwenjenje kwethu sithi, yakhekani.

Es como nos hacemos a nosotros mismos.

Lithatheni eli qhalo labadala,

Recuerda el dicho de la gente mayor:

Kuba bathi: “Akuhlanga lungehlanga!

¡Nada cae, sin empezar cayendo!

Awu! Zaf'int'ezinkulu zeAfrika!

¡Awu! Los mejores de África estaban ocupados muriendo!

Isindiwe le nqanawa, 'de yazika,

El barco no podía cargar su preciado cargo,

Kwf'amakhalipha, amafa nankosi,

Estaba resonando en los círculos más cercanos,

Agazi lithetha kwiNkosi yeeNkosi.

Su sangre valiente se enfrentó al rey de los reyes.

Ukufa kwawo kunomvuzo nomvuka  

Sus muertes tuvieron un propósito para todos nosotros

Ndinga ndingema nawo ngomhla wovuko,

Cómo me hubiera gustado haber estado con ellos,

Ndingqambe njengomnye osebenzileyo,

Cómo me hubiera gustado haberme levantado con ellos el día de la resurrección,

Ndikhanye njengomso oqaqambileyo.

Cómo me hubiera gustado brillar con ellos como la estrella de la mañana.

Makuba njalo!

¡Dejadles en paz, entonces!


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Por qué Flores

A pesar de que la niebla se podría cortar con un cuchillo, sé que van a dar pronto las cinco de la tarde porque me topo con una retahila de vacas que trotan hacia su ordeñadero con toda la prisa que el dolor del vaivén de sus hinchadas ubres les permite. Y, así, imagino que lleva ocurriendo desde que hay vacas en las Azores.

Estoy en Flores, la última frontera portuguesa a este lado del Atlántico. Geográficamente hablando, me encuentro en un afloramiento terrestre de origen volcánico a cuatro vuelos de ida desde Madrid y a unos 2.724 km. de Halifax (Canadá). Pleno verano. En medio del denso nevoeiro y de la cencerrada, me pregunto qué pinto yo aquí.

Y me acuerdo de que, un día todavía no tan lejano, cayó entre mis manos un librito de Antonio Tabucchi titulado Donna di Porto Pim. Me lo bebí casi literalmente y, aun tratándose de una notable historia de amor interrumpida en el corazón del Atlántico, quedé sobre todo prendado de su ambientación.

Tabucchi nos traslada a una isla de brumas, roca y verdes prados que se asoman a la mar salvaje desde altos farallones de negra lava. La protagonista, una especie de sirena varada, vive en una aldea de grutas excavadas en los acantilados cuyas fachadas son las proas de colores de las embarcaciones que naufragaron en los bajíos.

En un lugar del volumen (ya no me acuerdo si en el prólogo o en el propio texto), se apunta que la historia acontece en las Azores, escala marítima y aérea obligada para todos aquéllos que quisieran viajar desde Europa a América del Norte hasta mediados del siglo XX.

Y aquí estoy, esperando a que pase o se disuelva este banco de niebla, lo que ya me parece poco probable, si es que son, como parece, las cinco de la tarde. Así que tomaré camino abajo, hasta dar con otro que corra paralelo a la línea de costa y que me permita alcanzar la casita que he alquilado en Lajes.

Mientras que llego a mi destino, intentaré justificarme por qué volveré a sobrepasar con creces el tiempo estimado por la guía en realizar un recorrido y por qué, a pesar de los sistemáticos afanes que ello ocasiona, me gusta cada vez más este hermoso y remoto lugar.

Flores, la segunda isla más salvaje del archipiélago tras Corvo, no es un destino turístico. Se trata de un territorio volcánico escarpado y sembrado de lagunas al que llegan viajeros pedestres en verano (con vocación de explorar a pie el lugar, quiero decir) y navegantes solitarios durante buena parte del año. Para éstos, la isla constituye un bendito abrigo durante los meses de tempestad en el Atlántico norte o la última exótica escala antes de consumar una larga travesía hasta las costas de Terranova. Para aquéllos, para mí, reúne toda una serie de deseables incomodidades que desmotivan a los turistas en busca de circuitos todo incluído o de instalaciones bunquerizadas donde poder entregarse al dolce far niente.

Salvo que uno decida no moverse de Santa Cruz, no más de tres mil habitantes y principal población de la isla, es absolutamente imposible no planear cómo va a transcurrir una jornada. Hay que pensar cómo llegar a un destino (hasta dónde conduciremos nuestra carrinha o todoterreno con caja abierta, desde dónde caminaremos), no fiándose de lo que digan las guías, desconfiando del tiempo que tengamos por la mañana (podrá variar innumerables veces), proyectando dónde y qué comer, a qué hora nos gustaría estar de vuelta.

Una vez con la actitud de partida recomendable, es decir, estando dispuestos a que, en cualquier momento, un accidente geográfico, un meteoro o un azoriano cambien nuestros planes, lo más aconsejable es saborear cada instante. Será irrepetible y se grabará a fuego en la memoria.

Recuerdo, por ejemplo, la vez en que tomé la carretera que serpentea desde Santa Cruz (a sotavento) hasta Fajão Grande (a barlovento) y que, pasando por el abrupto centro de la isla, un minhafre –rapaz endémica- resumiría volando 14km. Por esta vía, me izé a unos pocos centenares de metros y, desde el exíguo margen de una contracurva, contemplé la increíble maniobra de aterrizaje de un cuatrimotor de la TAP: sólo la fachada de la iglesia parece en condiciones de frenar al aparato en su arrolladora marcha contra el núcleo habitado (y, de hecho, lo ha conseguido hasta la fecha).

Recuerdo que, bebiendo de mi sombrero de cuero en un torrente bajo la laurisilva, me sorprendió la llegada de una pareja de randonneurs (franceses, claro). Se encontraban en la típica fase en que cada uno tiene por único horizonte el final de una etapa y avanza como un autómata hacia el objetivo, sorteando inconscientemente cuantos obstáculos se interponen en el camino. Ella iba por delante y, a pocos metros, él por detrás. En ese momento, sólo pude saber que eran franceses porque llevaban en un bolsillo de redecilla exterior de la mochila el inevitable guide vert del archipiélago. Pues bien, al cabo de unas horas, en la plazuela de una improbable aldea del meollo de la isla, mientras que disfrutaba de una cerveza intercambiando las clásicas conveniencias con un lugareño (tercera persona encontrada al cabo del día) , hete aquí que aparece el francés, ausente y desencajado. Se planta ante nosotros dos y nos espeta:

- J’ai perdu ma femme !

El portugués y yo nos miramos, extrañados.

- Perdeu a mulher!, le digo.

Para cuando nos estábamos empezando a reír porque nos divertía el trauma que a alguien producía lo que nosotros estábamos disfrutando en ese mismo instante, el francés ya había desaparecido. En Flores nadie acaba perdiéndose. No hay terreno para tanto. Y si no, que se lo pregunten a los dos guardias republicanos destinados.

Recuerdo que, descendiendo por una cresta, me adelantó (por la derecha) un alemán con el que ya me había cruzado en algún otro sendero, otro día. Lo saludé, derrapó, se volvió e intercambiamos unas palabras. Estaba recorriendo cada vía pedestre de la isla para cerciorarse de que fueran lo suficientemente duras en la opinión de las piernas de los posibles marchadores tudescos. Por lo que me filtró, iba a ser que sí. Al poco tiempo, pues no había que perderlo, prosiguió su acelerado caminar con un bastón en cada mano. Lo ví alejarse a toda pastilla, resbalar en un tramo de jable, rodar en un ovillo de carne, huesos, mochila y bastones, rehacerse sobre la marcha y seguir volcán abajo.

Recuerdo los fajões, estrechas franjas costeras aprisionadas ahí abajo, entre el océano y los acantilados. Antiguamente, el único espacio donde echar el ancla (lo que no garantizaba poder proseguir tierra adentro). Están constituídos por las rocas lávicas que las olas le van arrancando al farallón. En algunos y escuetos tramos, el hombre ha sido capaz de enmendar su prístina esencia acumulando encima sedimentos sobre los que dedicarse a una pírrica agricultura (patatas, maíz). Pero tan sólo unos metros más allá, olas gigantescas cargadas de las piedras de su resaca rompen en un descomunal estruendo amplificado por un circo de prietas paredes. Aquí no hay playa y la gente se baña en piscinas naturais (lo queda del mar en el malpaís cuando baja la marea).

Recuerdo las hortensias. Azules, rosas, monumentales. Cabalgan y cubren la totalidad de los muros de piedra seca que delimitan los pastos. Vistas desde la lejanía, pareciera que las praderas no son sino una ondulante manta de retazos de intenso verde cosidos con grueso hilo de color rosa o azul. Disciplinada, la vaca respeta a la hortensia. Disciplinada, la hortensia se aferra a su sostén de piedra y renuncia a veleidades de conquista prado adentro. Por lo demás, el floreño es un primoroso jardinero - salvo cuando tiene que contener el ímpetu de la cana-roca (Hedychium gardneriarum).

Recuerdo a las gentes: ‘canadienses’ retornados, azorianos por emigrar (a Canadá, a Estados Unidos, a Brasil, a donde sea), antiguos terratenientes africanos huídos, exadoradores del vil metal europeos mudados en eremitas, pescadores hijos y nietos de balleneros, artesanos marginales del hueso de cachalote, funcionarios acumulando méritos y la referencia a todos los residentes que aprovechan las vacaciones para vaciar, más si cabe, la isla.

Y recuerdo a Dimitri y Paula. Dos niños (trilingües). Él ucraniano. Ella rumana. Con el buen tiempo, bajan al puerto de Lajes (un breve espigón construído con fondos de la Unión Europea frente a unos acantilados poblados de dragos) y montan un chiringuito donde dan de comer (sin estridencias) a los navegantes y viajeros que se pierdan por ahí. El techo del local está completamente tapizado de los banderines de popa de las embarcaciones que recalan unos pasos más abajo. Un día, le pedí a Dimitri una cerveza y veo que coge el coche. Le pregunto, “¿a dónde vas?”. Me responde que va a Santa Cruz a por ella. Que se le han acabado. El vehículo es una versión estadounidense de un modelo japonés, producto absolutamente exótico y extemporáneo en la isla. Subo con él. Me cuenta su historia: se hizo amigo de un ricachón yanqui en Lisboa. Buscaban Paula y él trabajo. El americano, que estaba a punto de zarpar en su yate hacia Nueva York, les dio empleo. Se hicieron amigos. Al llegar a Flores, les gustó tanto que decidieron no proseguir viaje. El potentado les regaló su coche para que fueran tirando y soltó amarras.

-         Pues yo pensé que Paula y tú os habías conocido en la isla…

-         ¡Qué va! Ella y yo fuimos compañeros en el Merkamueble de Leganés.

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