a propos

Travis Bickle

Comparto profundamente el estribillo de esa canción que dice “me siento mejor si sé que tengo una estrellita pequeñita, pero firme”. También me gustaría que alguien me cantase sinceramente esa otra que afirma “me gustaría mucho más que te lavaras la cara sólo las mañanas que te diera la gana”, esa sí que es una declaración sincera de amor hacia mi, que no soy muy amante del jabón si no hay tías desnudas en la ducha contigua al lavabo. Las canciones y las películas son como sherpas que me ayudan a escalar montañas, a vivir en mi propia intemperie. La cultura en general cuadricula la realidad para hacerla más soportable. Pero, más allá, en un lugar contiguo, aparece el “arte”, ese término tan manido, eso que parece vacío a simple vista porque no es abarcable mediante la palabra, la cual no es más que un invento cuantificador incapaz de agarrar por los huevos nuestra totalidad. De un lugar oculto y oscuro, del subconsciente, salen todas estas estrellas fugaces que no sabemos qué representan para nosotros, esas luminarias misteriosas que no están sujetas a las normas de la ética ni de la estructura social porque brotan desde el otro lado de la superficie, desde esa parte que no podemos ver pero que nos ayuda a sobrevivir tanto como la cuadrícula racional.

Lamentablemente la ecuación humana también atraviesa ese subconsciente, no sólo la materia pura, porque en el fondo todo es materia, o en realidad se mezclan íntimamente ambas partes aunque parezcan separadas. Los sentimientos nacen, crecen, se reproducen y mueren igual que nosotros, porque forman parte de nuestra esencia mortal más profunda. Veo languidecer a Scorsese. Algunos no mueren de golpe, van apagándose poco a poco. No ocurre con él como con Ridley Scott. Este último hace muchos años que murió, en vida, como un zombi, y por mucho que cavilo no me explico cómo semejante gigante pudo crear maravillas que siempre van conmigo como “Blade Runner” o “Los duelistas” para luego desbarrar con mierdas del estilo de “Gladiator” o toda su mugre innombrable posterior. Tampoco puedo evitar la tristeza que me invade al ver cómo envejece el señor Allen. Su década de los noventa, sentimentalmente tan convulsa entre Soon-Yi y la arpía Farrow, estuvo tan llena de genialidad que será imposible de igualar. Poco a poco nos hemos acostumbrado a productos menores y acudimos a él como feligreses que visitan la tumba de un santo supuestamente para que obre el milagro de alargarnos la vida. Al menos él nos hace vislumbrar, aunque sea a pequeños ratos, el aroma de lo que fue y de lo que fuimos.

Scorsese no ha muerto. Conserva cierto músculo. Fui a ver “El lobo de Wall street” sin mucho convencimiento. Sinceramente, esperaba menos. Me sorprendió cierta fuerza, y que incluso Dicaprio no pareciera, al menos a simple vista, tan blandito como siempre. Es más blando que la mierda de pavo por mucho que se esfuerce. Nunca conseguirá estar en la hoguera por mucho que protagonice escenas esnifando coca sobre el culo de una maciza rubia. A medida que pasa la película siento como que el encanto se difumina en medio del efectismo. Es el signo de los tiempos, hay que comenzar con un terremoto y terminar con otro para mantener la atención del sucio espectador. Demasiado fuego de artificio. Y Scorsese está cansado, es evidente. Normal cansarse de vivir. No se devana los sesos con la estructura. Líbreme Dios de juzgar como buena o mala una estructura, pero me rechina tanta repetición. Utiliza las fórmulas manidas que le dieron el éxito en los noventa: una escena, un flashback, un recorrido por el pasado y luego la línea de tiempo vuelve a superar el presente inicial. Demasiado obvio. Demasiado limpio. Sabe pulsar los botones del espectador medio de multisala, pero con ello, con esa fatiga, pierde profundidad, la cuadrícula gana por aplastante mayoría a su alma.

Hecho de menos a Travis Bickle. Yo soy un poco como él. Deseo la muerte de demasiadas personas cuando paseo por esta puta ciudad. No me escandalizo viéndole comprar un colt con el que podría matar a un elefante para destinarlo a disparar a personas. Vivía en una jungla parecida a la que yo habito. Aunque a mi Sport me cae bien, no quiero asesinarle; ahora vive en Granada y ha sentado, sólo un poco, la cabeza junto a una de sus jóvenes discípulas se Satán. Al senador Palantine sí que me lo cargaría, me encantaría pegarle dos tiros a quemarropa. Pude ver “Taxi Driver” al menos dos veces como si la admirase con ojos vírgenes. La primera, doblada, y la segunda, en versión original. Quedé flipado la segunda ocasión por ese Bickle salvaje rcitando su declaración de amor imposible a la borde de Cybill Sheppherd (“Shee wassss like an angelllll”). Es una película hipnótica, que puedo visionar en bucle una y otra vez. Lo mismo me sucede con “Toro salvaje”. Sólo he visto pelear a Jake Lamotta en video, pero Scorsese me hizo admirador suyo desde la ficción (Jake, donde quiera que estés, todavía vivo a tus noventa y pico años, imagino que pululando aun por el Bronx), del bailarín Ray Sugar Robinson y del malogrado Marcel Cerdan. Una época maravillosa. Nueva York, años cuarenta, Madrid, siglo XXI.

“Uno de los nuestros” marca el tránsito entre épocas. Es el punto álgido. La acción pura, el puente de Brooklyn que va desde la suciedad hasta la limpieza. Henry Hill, increíblemente, sigue vivo en la vida real. Quizás a su familia le da ya pereza cargárselo por chivato, bastante tiene él con seguir existiendo como un membrillo de mierda. El cabronazo de Martin consiguió la cuadratura del círculo en “Godfellas”, elaboró un clásico contemporáneo, que es casi como decir “un imposible”. Pero sus personajes no han vuelto a partirle la cara a un pijo con la culata de un revolver con la mísma naturalidad. Sus Lorraine Bracco´s no han vuelto a ponerse creíblemente cachondas cuando su salvaje novio le parte la cara a un gilipollas. Ni siquiera el pobre de Ray Liotta ha vuelto a ser el que era desde entonces, sin duda quemado su ADN como el de un replicante al haber brillado en exceso demasiado durante un corto espacio de tiempo. El tiempo. El tiempo. El tiempo. Pasa deprisa, o despacio, depende del color del sucio cristal con que se mire.

¿Melancolía? ¿Añoranza? La inexorable vida se impone. Me duelen las manos como testigo del correr de los años. Mis manos son como dos películas en cinemascope, que van perdiendo color por la corrosión. Casi ya no recuerdo cómo eran. El sol brilla en el horizonte y nos da vida, pero también nos achicharra. Nacemos para brillar más o menos, pero las pilas se gastan; tarde o temprano, por mucho que luches, que te resistas, que te retuerzas, la gasolina se gasta. Me aferro a esas imágenes para respirar en medio de este asfalto, para sentirme menos sólo, para tratar de avanzar hacia la nada que me espera, rencorosa, con los brazos abiertos. Me raparé el pelo a lo mohicano, recordaré a mis novias, las que fueron y las que no pudieron ser, me quemaré las manos en el fogón para anestesiarme el dolor de existir, recuperaré mi cuerpo como un templo budista propio. Pero ahí, a la vuelta de la esquina, me disolveré en medio de la corriente. Me gustaría mucho más lavarme la cara sólo las mañanas que me diera la gana, y que tú deseases que ocurriese. ¿Me lo estás diciendo a mí? ¿Estás hablando conmigo? ¿Estás hablando conmigo? Yo no veo a nadie más aquí, Sport.

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Max Brooks

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Ser hijo de Mel Brooks y Anne Bancroft, él un judío pirado por los chistes antisemitas, ella la Mrs. Robinson de “El graduado”; hijo único y tardío de la pareja, disléxico… No es de extrañar que buscase una salida con el género zombie. Maximillian “Max” Brooks (NY, 1972) es autor de “Guerra Mundial Z: una historia oral de la guerra zombi” y “Zombi – Guía de Supervivencia”, entre otras obras de semejante calibre. Siempre he sentido simpatía por el viejo loco de su padre, que se parecía de joven al mudo de los hermanos Marx.

Yo nací en 1975, y en ese año Mel Brooks ganó un BAFTA por el guión de “Sillas de montar calientes”, aquel film que tantos deseos ocultos generó en una panda de chiquillos que tropezaban por primera vez con la nefasta política española de inventarse el título en castellano. Aquello no tenía nada que ver con lo que esperábamos, era más picante que otra cosa (de hecho, aunque en este caso se parezca sorprendentemente la traducción, el título “Blazing Saddles” va más con la broma de cowboys de la silla “caliente”, o por qué no debes dejar tu caballo al sol mucho rato…). Luego más talluditos nos partíamos el culo con “El jovencito Frankenstein” o “La loca historia de las galaxias”, que estaban llenas de chistes de judíos y locura absurda, pero por aquellos lejanos finales de los 80 buscábamos realidades más húmedas y prosaicas.

(Para interesados en humor judío, por cierto, nada mejor que el estudio de Theodor Reik “Psicoanálisis del humor judío” (ElAleph, 1999) que contiene chistes tan fascinantes como ese que dice: “Solomoh, ¿cómo es que no te han dado el trabajo de locutor? – N-n-n-nnn-o-oo-o s-ss-sé, sss-eránnnn a-a-a-aanti-semitas…)

Pues bien, el auge actual del género “zombi” (castellanización de “zombie”, que todo hay que traducirlo) ha hecho de éste señor que su nombre aparezca en los títulos de crédito de uno de esos bombazos americanos que temporada tras temporada sacuden las pantallas del mundo entero, esta vez con la aberración de incluir a los sublimes “Muse” en la banda sonora, que el dinero todo lo compra.

max brooks2La visión de la película de Brad Pitt y Paramount, “Guerra Mundial Z” (2013), en la que cualquier parecido con el libro de este pobre chico raro es meramente accidental, produce las náuseas generales de cualquier producto hollywoodiense-pentagonero, unido esto al hecho de no existir una sola coincidencia entre el guión y el libro. Para muestra un único botón: la vacuna contra la epidemia que el metrosexual y solidario Pitt descubre con su perspicacia (“¡No contaban con mi astucia!...) en el film, y que a la postre supone el inicio de la victoria humana, no es sino una pobre mención al Phalanx, la supuesta vacuna falsa con la que el inefable Breck Scott se hace rico matando a gente en el libro, pues la guerra es a tiro limpio y certero, sin vacunas ni medias tintas (ni medios cuerpos, que aún siguen tirando bocados y arrastrándose tras un bombardeo, ay, jodidos zombiiisss...)

Curiosamente, más allá del tema de los no-muertos, el libro de Brooks es un curioso experimento sobre el fallo social ante una crisis de entidad global. Un fallo en cadena en el que participan la política, el mundo económico, el militarismo, el mercado negro y en general la despreocupación del ser humano por su propia especie (hasta que peligra el culo propio). El formato es una serie de entrevistas a supervivientes de la guerra zombie, desde generales a directores de planificación, políticos, militares, civiles milicianos, agentes de inteligencia, y un largo etcétera, realizadas por un observador de la ONU y publicadas por su “mala conciencia” al serle negado el derecho a “contar la verdad” en sus informes oficiales. Una verdad que deja de manifiesto que la supervivencia humana se basa en el sacrificio de muchos para que queden los que siempre han estado arriba, erguidos sobre una enorme montaña de cuerpos a los que ni la ciencia ficción logra dar poder para morder sus impolutos mocasines.

Sin grandes pretensiones, resulta un curioso ejercicio de autoanálisis ante una crisis absoluta, en el que no queda títere con cabeza: el poder temeroso a reconocer lo obvio, la economía capaz de mercadear con la muerte y grabar y vender su decadente luxury (que suena a lujuria y a joyería) con los muertos a las puertas, los soldados rusos obligados a “diezmarse” para asegurar la obediencia, la niña-lobo que ha sobrevivido sola en el monte porque los humanos son “menos seguros” que la Naturaleza pelada… Nadie queda a salvo, aunque todos lo están ya aparentemente. Los supervivientes del Holocausto caníbal, conmocionados ya para siempre, un poco más parecidos al enemigo caído.

Es curioso que la primera edición, de 2006, se publicase un año después de que la Bancroft muriese de cáncer de útero, un cáncer con el que luchaba desde hacía años, y que irónicamente está más cerca de ser la superplaga destructora de la humanidad que la vasta legión de pútridos humanoides que el hijo imaginaba en su terraza acristalada con vistas a la playa de Venice mientras sorbía un daikiri (kosher) y acariciaba el vientre de Michelle, cuyo útero daría a luz a otro Brooks para seguir perpetuando la saga de los Brooks, buena cosa para un mundo en paz, mala cosa para un mundo lleno de muertos vivientes… recuerden que en la guerra, el soldado mal abatido es otro enemigo.

Anne Bancroft, la Mrs. Robinson de “El graduado”, que traía frito a un Dustin Hoffman que ya no colaba tanto como jovencito…

En paz descanse… a menos que se levante de entre los restos de la civilización y arrastre sus pasos hacia nosotros con un gemido gutural y hambriento, en cuyo caso lo que realmente me gustaría es estar junto al Malecón, en La Habana, y a mi lado Juan de los Muertos, que con un remo y un machete y a ritmo del “My Way” de los Pixtols… nos haríamos polvo, compae!

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Iker Jiménez



Nunca he sido muy de ver la tele. Y hoy en día menos aún con toda esa porquería de Jorgesjavieres, pijas que quieren cantar como Aretha Franklin, cocineros de gilipolleces, aspirantes a prostitutas que se pelean por un musculitos y demás. Tampoco me va ese rollo de las series, me aburre esperar por la siguiente temporada. Evito especialmente los telediarios y los debates. Uso la tele como monitor para ver cosas de Internet aunque a veces veo a Buenafuente, el fútbol y alguna película. Pero lo que de verdad me entusiasma es el programa de Íker Jiménez, Cuarto Milenio, transcripción televisiva del espacio radiofónico que se emite semanalmente en la Ser.

Cuando me siento delante del televisor los domingos por la noche vuelvo a ser un niño, me hormiguea el estómago y regresa a mí esa sensación indescriptible de nervios e ilusión. Vuelvo a sentir el mismo vértigo que me atoraba cuando, hace años, veía los documentales del inefable doctor Jiménez del Oso sobre las pirámides de Egipto, los ovnis, la güija, las culturas precolombinas o la sábana santa. Porque soy de esos raros que creemos que hay algo más que lo que se ve.

Creo en lo trascendente y en que no podemos explicarlo todo con los medios de los que disponemos hoy. Es evidente que la ciencia reporta grandes beneficios a la humanidad y ha posibilitado grandes logros, pero se ha convertido en el nuevo dogma al que se aferran algunos fanáticos para intentar desvelar lo inefable. La ciencia no posee todas las respuestas.

No soy ningún cursi, nunca me han echado las cartas del tarot ni me han abducido. Y es que parece que hoy en día las personas con querencia por estos temas debemos justificarnos. Vivimos días de mecanización del pensamiento, de palabras vacías que no significan nada con las que se fabrican filosofías para rebaños de tecnócratas.

Desde hace más de ocho años, el periodista vasco hace gala de una pasión y una entrega que para sí quisieran muchos científicos, haciéndose preguntas contínuamente y cuestionándoselo todo a cada paso. No tiene reparos en desnudarse ante su audiencia, mostrando algo tan poco convencional como sus sentimientos. Íker siempre cuenta que sigue siendo ese niño de once años que garabateaba en cuadernos sus primeras investigaciones sobre extraños objetos en el cielo. Incluso ha enseñado esos dibujos en ocasiones, a riesgo del escarnio al que muchos envidiosos lo someten, porque solo hay que acudir al Estudio General de Medios para ver sus cifras de audiencia tanto en tele como en radio. Porque Cuarto Milenio es el típico programa que nadie admite haber visto pero que todo el mundo ve. Pero a mí esto me da igual, lo que importa es que Íker se abre en canal para mostrarnos lo que le movió a leer tal o cual libro, se sorprende de verdad ante nosotros y abre los ojos atónito ante cada novedad que sus colaboradores le traen. Pero no finge. Es real. Ahí radica su mérito. En estos malos tiempos para la lírica busca el lirismo sin pretenciosidad, busca la belleza como los grandes hombres, lo trascendental, busca llevarnos por la senda de la felicidad enorgulleciéndose de querer ser una buena persona. Acojonante.

Pero, al margen de aspectos más bien subjetivos, Íker es, sobre todo, un redescubridor de nuestra propia historia. Gracias a él hoy conozco a visionarios como Leonardo Torres Quevedo, Ramón Verea, Jerónimo de Ayanz, Arturo Estévez Varela, Emilio Herrera Linares, Enrique Gaspar y Rimbau y tantos otros españoles que, de haber nacido fuera de nuestras fronteras, serían conocidos mundialmente. Los que no siguen a Jiménez creen que en sus programas se habla todo el rato de fantasmas, psicofonías y casas encantadas. Mentira cochina. Durante más de ocho años he visto todas las entregas de Cuarto Milenio y los casos reales y sobre avances científicos componen el grueso de “la nave del misterio”, si bien la temática sobrenatural también está presente, como es obvio.

En ese programa, injustamente vilipendiado por los que nunca lo han visto, he aprendido muchas cosas: qué demonios son los neutrinos y por qué se armó aquel jaleo con las pruebas del Cern, qué son los chemtrails, cuáles son los últimos avances en clonación, cómo se usan los drones, quiénes son los agotes o qué coño es el entrelazamiento cuántico. Solo por eso ya merece todo mi respeto. Gracias a este espacio he sabido de la búsqueda española del calamar gigante, de la epifanía de Francis Crick, de Jung y sus experiencias paranormales, de la promesa final de Houdini, de los milagros del padre Pío, de las extrañas curaciones del doctor Asuero o de la enigmática desaparición de Philip Taylor Kramer. He leído testimonios escritos sobre hechos que ocurrieron y para los que no hay explicación: la increíble historia del hombre pez de Liérganes, el misterio de la bestia de Guevaudan, las visiones de Sor María Jesús de Agreda o las profecías de Parravicini. El enigma del cirujano poseído Zé Arigó, la magia de las cuevas de Altamira, el Mothman, el caso Vallecas, los últimos pueblos aislados del mundo, las grabaciones ocultas de la Nasa, la convivencia entre neandertales y sapiens, las piedras de Ica, el manuscrito Voynich, las pirámides bajo el mar, la supuesta abducción de Próspera Muñoz, el ídolo de Almargen, el proyecto Lebensborn, los círculos de las cosechas, el bólido de Tunguska o las misteriosas figuras del desierto del Tassili... son temas difíciles de explicar, pero absorbentes, que merece la pena conocer, que Íker y su equipo narran de forma didáctica y amena.

Cierto es que le podríamos echar muchas cosas en cara al periodista de rostro asombrado, como ese tenderete que ha montado recientemente por Internet en el que vende reproducciones de objetos misteriosos; o que practique el nepotismo impunemente al colocar a su mujer en radio y tele, cuando sus dotes comunicativas son más bien escasas. Pero ¿quién no lo haría en su lugar? En todo caso, lo que no se puede negar es que el periodista vasco homenajea contínuamente a sus mentores, cree en lo que hace y, sin saberlo, hace el programa más revolucionario y a contracorriente de los últimos tiempos. Porque Íker Jiménez pertenece a esa clase de locos que todavía tienen fe en el ser humano y siguen pensando aquello de que ni todo el oro del mundo podrá comprar el voto de un hombre honrado. Que la fuerza te acompañe, Íker.

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