decine

La Gran Belleza

la-gran-belleza-1

Mi relación con Italia ha sido siempre algo ambivalente. Bruneleschi, Masazio y Paolo Ucello me despertaron la curiosidad, también lo hicieron esa maldad congénita de los Medicis y sus salvajes condotieros. Son personajes algo extraños e individualistas, de los que sirven siempre al mejor postor. Pero la visión de una alemana afeitándose las axilas y el pubis en la fuente del “Hospital de los inocentes” (verídica visión, no onírica) cambió radicalmente para mi esa romántica manera de ver la vida italiana. Esa punky destruyó de un golpe de Gilette en su potorro la visión magistral que yo me había fabricado de Bruneleschi. Mi admiración por Masazio nunca ha cambiado desde que descubrí la Brancazi, sus personajes caminando a contracorriente de derecha a izquierda, esas escenas que salen de la piel misma. Italia me pareció un decorado de cartón piedra, un lugar en el que Santiago Bernabéu hubiese afirmado sin duda aquello de “Italia es muy bella, si no fuera porque está llena de italianos”. Mientras paseaba por el país de la bota me daba la impresión de que todo tenía un precio, casi siempre muy alto, y que el decorado de cartón piedra y vaciado por los propios italianos hasta el tuétano de su historia sólo era una excusa para exprimirme. Me pareció que ya no quedaba nada de ese encanto original que yo había, estúpido como casi siempre, imaginado.

La gente que dice que me conoce se sorprende cuando digo que no me apetece nada viajar para conocer Roma. Se basan en los antecedentes de que he estado en algunas excavaciones y en que siempre estoy contando chorradas absurdas y sin interés sobre estupideces históricas variadas. Todos afirman que el Coliseo es monumental y precioso, que el foro impresiona y que Roma está llena de rincones que me encantarían. Es cierto, me encantan los rincones, sobretodo los que hay a derecha e izquierda de las bragas, pero prefiero mil veces la sensación que me da París, el sentirme como en casa en vez del notar que los aborígenes del lugar van persiguiéndome con lanzas afiladas, como me ocurre en Italia, no me van los paisajes hostiles. Me gustaría rodar con la bici por Roma escuchando a Cheb Khaled gritar lo de “Didíiiii, Didíiiiiii….”, y encontrarme casualmente con Jeniffer Beals, pero de ahí a caminar rodeado de italianos….va un mundo.

A pesar de todas estas estupideces superficiales que he dicho anteriormente, Jepp Gambardella ha sido capaz de llegar a un trocito de mi despiadado corazón antiespaguetti. “La grande belleza” tiene ese punto de cocción que le falta para calarme a las películas de Fellini. Sorrentino da en el clavo de esa sociedad superficial facebookera que cree que se necesita bailar para ser feliz. Y necesitan que todo el mundo vea que bailan. El que no baila es que no goza de una vida plena. Si suena la música hay que mover el culo por cojones, hay que ponerse el disfraz para pasar inadvertido entre la masa de los disfrazados. Dientes, dientes y más dientes, que es lo que les jode, y si no lo hace los enseño de todos modos por si acaso. Y cuando me arrugue de tanta sonrisa me inyecto un poco de botox y santas pascuas, cabrones. Jepp los observa con empatía mientras pasea por Roma, al mismo tiempo que con desprecio, mirándose a sí mismo en ese espejo de humanidad en esencia podrida. Y Roma, su Roma, continúa fluyendo hacia la nada, eterna e impasible, rodando por su Tíber. Las piedras de Roma sobreviven a las modas. Sus habitantes pasan por sus calles como cantos rodados rebotando en el agua, luchando por sobrevivir para no hundirse en el río, aunque siempre, finalmente, la fuerza de la gravedad se impone. “Tu problema es que miras a la gente por encima del hombro, cuando en realidad deberías mirarlos con ternura, porque todos estamos perdidos”.

Un mes de agosto de hace algunos años partimos desde las orillas maravilloso lago Como con el objetivo de buscar alojamiento en algún rincón del Piamonte. Fuimos parando en todos los cámpings y sorprendiéndonos una y mil veces por sus astronómicos precios y mal aspecto (sobretodo el de sus falsamente sonrientes posaderos). Ya agotados de tanta monserga decidimos jugarnos el todo por el todo y cruzar el Montgenevre con las pocas fuerzas y gasolina que nos quedaban en el estómago y en el depósito. Exhaustos, paramos en Briançon y enseguida pudimos escuchar con alivio el soniquete familiar de las voces francesas. Habíamos vuelto a casa. Acampamos en las faldas del Izoard a una temperatura infernalmente baja, pero qué gozada alejarnos de Italia. Sí, Jepp, no me gustan nada los italianos, pero nos quedaríamos en tu casa, nos gustan tu terraza y tú.




Imprimir

lanochemasoscura