Leer

Viendo por televisión unos retazos del trámite de la toma de posesión de los nuevos diputados (no esperen Vds. que me sume a la legión biempensante de los que añaden la inane coletilla "... y diputadas") sentí vergüenza ajena al comprobar el amargo trance por el que pasó la representante más joven del hemiciclo a la hora de pronunciar los nombres de sus compañeros de escaño.
Puedo admitir que nuestra sociedad 'plurinacional' dé a luz apellidos difícilmente pronunciables a la primera como los Agirregomezkorta o los Mascollell; sin embargo, no parece de recibo que una letrada (quién lo diría...) se trastabille sistemáticamente ante identificativos como 'Pablo Iglesias Turrión' o 'Mariano Rajoy Brey'.
Tampoco me vale la típica excusa de que se trataba de un estreno en tan magno altar de la democracia ante lo más granado de la clase política del Estado y, encima, retransmitido por radio y televisión. Insisto en que esta excusa no la acepto pues la señorita de marras tuvo más de cien ocasiones para demostrar una mínima pericia lectora.
Y es que leer, lo que se dice leer, se va convirtiendo en una habilidad cada vez más rara. Leer significa ser capaz no sólo de descifrar un código sino de interpretarlo. La lectura en voz alta implica, por añadidura, estar en condiciones de dar voz a un texto con una entonación y un ritmo determinados.
A leer en voz alta se aprende desvinculando el cometido de los ojos. El derecho se fija en lo que viene y anticipa lo que el izquierdo deberá aconsejar como mejor traducción de lo escrito. Lo que se pronuncia y entona no constituye, pues, sorpresa alguna sino más bien el resultado de una primera interpretación textual.
Un sobrino mío aprendió a leer naturalmente antes de ser escolarizado. Tuvo la suerte de tener una abuela que, amén de ser una fantástica maestra vocacional, le diseñó un método ad hoc para que el chaval restituyera textos como si de registros orales originales se tratara. Pues bien, cuando al chico le correspondió, por fin, 'aprender' a leer en el aula, se volvió para casa de su abuela y, exultante, le anunció que ya sabía 'leer como todo el mundo' y que se lo demostraría inmediatamente. Tomó un periódico, eligió el primer texto que le salió al paso y... se entregó a una lectura silábica.
Ante el estupor de su abuela, él juró y perjuró que eso que acababa de perpetrar era lo que 'la señorita', complacida, había definido como 'leer'. Lo que él ya sabía no era leer sino 'hablar'.
Multipliquen Vds. esta aberración pedagógica por no sé cuántos miles de aulas en un país donde, en muchos casos, la lengua oficial común a todos los territorios se ve relegada a una incomprensible condición de comparsa en regiones con lengua cooficial. El resultado no puede ser más calamitoso y deplorable. Mujeres y hombres públicos que mezclan empobrecidas competencias en una y otra lengua, que se las ven y se las desean para descifrar textos (de interpretar ni hablamos..). Y que pronto, ¿se apuestan algo?, no sabrán ni hacer la 'o' con un canuto (o con el apéndice tecnológico que más se le parezca).


Por primera vez también, no vamos a hablar del uso que de la lengua de Cervantes hacen los hispanófonos de pura cepa sino todos aquéllos que el balompié ha atraído a nuestro solar patrio. Y les puedo asegurar que, en este ámbito, hay ejemplos de hablantes de todo tipo y para todos los gustos.
Llama, pues, particularmente la atención que balompedistas que tienen como lengua madre una lengua hermana como el francés o el italiano sean manifiestamente incapaces de expresarse con un mínimo de corrección y riqueza en nuestro idioma. Creo que esto se puede explicar fácilmente por el hecho de que no lo han estudiado nunca y se conforman con
Los peores hispanohablantes futbolísticos son, en absoluto, los que tienen el inglés como primera lengua. Pasan años y años para que se decidan a conceder una entrevista en español y, cuando lo hacen, es para echarse a llorar. Ello podría demostrar no sólo y hasta qué punto los anglohablantes están habitados por la suficiencia lingüística de ser sabedores que dominan la lengua del Imperio sino también la poca reflexión a propósito de su propio idioma que se debe de proponer en las aulas de los países de la Commonwealth.
Vaya por delante que no comparto que una política de restauración lingüística en su ámbito natural sea utilizada como ariete para conseguir unos fines que no sean estrictamente socioculturales. Deben Vds. saber que tampoco veo con buenos ojos que la lengua oficial del Estado se vea arrinconada por el catalán en la enseñanza pública de esta región. Amén de los resultados que, junto a otras estrategias, ello ha producido, es mi propósito denunciar aquí y ahora los efectos perniciosos que dicha inmersión en catalán está produciendo en el castellano de los medios de comunicación estatales, único espejo en el que se mira la mayoría de los hispanohablantes.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, constato que la llegada de jóvenes periodistas catalanes y, en general, de las nuevas generaciones de hablantes de catalán que hacen oír su voz en los distintos medios de comunicación de masas en castellano está degradando de manera acelerada la lengua española más extendida. Los ataques más peligrosos que sufre la lengua de Cervantes se refieren a los ámbitos gramatical y de vocabulario. Vayan unos ejemplos:
Recuerdo un capítulo de Españoles por el mundo. Entrevistaron, en un momento dado, a dos catalanes que llegaban en avión del Extremo Oriente. 