estela

No me gustaría estar en tu lugar

Se despertó al sentir los zarandeos que le estaban propinando.

- Vamos Manuel, levanta, que tengo que abrir la tienda.

Manuel se levantó, todavía a medio desperezar, y se echó a un lado para que el dueño de la tienda pudiera abrir el cierre.

- Te he traído esta bufanda, yo hace tiempo que ya no me la pongo -le dijo, ofreciéndole la prenda-.

Manuel se lo agradeció con un abrazo. Ese hombre siempre se portaba bien con él.

Le dejaba dormir por las noches en el recoveco que ofrecía la entrada a su tienda, y de vez en cuando le daba algo de comer o, como aquel día, le regalaba alguna prenda de ropa.

Era la prueba de que todavía quedaban personas buenas en el mundo. Si no fuera por la ayuda que le daba...quizá haría ya tiempo que habría muerto de hambre o de frío.

Él, que lo había tenido todo, dinero, éxito, incluso cierta fama...se encontraba ahora en la calle a merced de la misericordia de los demás, de la que dependía para sobrevivir.

Recogió todos sus bártulos: las mantas que le habían abrigado aquella fría noche de enero, las sobras de la fruta podrida que había encontrado el día anterior en un contenedor cercano a un supermercado, el cartón donde había escrito unas pocas palabras para pedir limosna, el tarro, vacío, donde guardaba el resultado de la caridad de la gente, cada vez más escasa, y un libro de bolsillo cuyas páginas amarillentas eran lo único que le permitía escapar de la cruda realidad que le había tocado vivir.

Lo amontonó todo en un carro de la compra, que había recogido de un aparcamiento de unos grandes almacenes, en el que alguien se había olvidado de recuperar su euro tras las compras. Manuel no había intentado sacarlo del cajetín...Lo consideraba sus ahorros, solo probaría a liberarlo cuando estuviera realmente desesperado por comer.

Se sacudió el polvo del abrigo raído que no se había quitado para dormir, y se ajustó su bufanda nueva al cuello. Aunque estaba saliendo el sol, el día prometía ser especialmente frío.

Se alejó de su cobijo nocturno y echó a andar calle arriba.

Se paró delante de los ventanales de una cafetería, una de las más concurridas de la ciudad, donde los comensales daban buena cuenta de cafés humeantes, suculentas tostadas e incluso pequeños bocadillos que les servían de desayuno.

nomegustaria2Manuel tenía el estómago vacío y se le hacía la boca agua mirando a los clientes de la cafetería. Pensó en entrar a probar si el dueño de la cafetería se apiadaba de él y le invitaba a desayunar, pero sabía que no le dejarían entrar con su carro mugriento lleno de porquerías, y no estaba dispuesto a dejarlo en la calle para que cualquier otro vagabundo se lo levantara mientras estaba sin vigilancia.

Decidió sentarse en un lateral del local, y sacó del carro la fruta podrida que la noche anterior no había comido porque le habían dado arcadas solo de mirarla...Ahora, más hambriento de lo que había estado anoche, ya no le daba tanto asco, y se la comió a grandes bocados, como si fuera el mayor manjar del mundo.

Y, en realidad, a pesar de estar podrida, esa fruta era lo más delicioso que había comido en todos aquellos meses que llevaba viviendo en la calle, en los que prácticamente no había probado bocado, hasta que decidió dejar aparte sus escrúpulos y comenzar a buscar alimento en la basura.

No había pasado ni un año desde que se había visto metido en esa situación, y todavía no comprendía lo que le había sucedido para llegar ahí.

Manuel había sido durante muchos años director adjunto de una importante empresa farmacéutica, lo que le proporcionaba una posición económica mucho más que holgada.

Vivía en un barrio exclusivo en las afueras de la ciudad, en una casa con más habitaciones y baños de los que necesitaba él, su familia, y las tres personas de servicio que vivían allí.

Sus dos hijos iban a uno de los colegios más caros del país, donde recibían una educación destacada en cuanto a idiomas, deportes y demás.

nomegustaria6Tenía cuatro coches en el garaje, aunque solía moverse con el coche de empresa, que ni siquiera debía conducir, ya que disponía de chófer.

Pasaba muchas horas en la oficina, pero aun así disponía de tiempo libre, que empleaba en asistir a reuniones sociales, fiestas de todo tipo, y eventos varios.

Cuando llegaban las vacaciones, le gustaba llevar a su familia de viaje, cuanto más lejos, mejor. Y por supuesto sin privarse de nada.

Su vida era realmente plena y feliz.

Sin embargo, de la noche a la mañana, todo cambió.

Un día, el presidente de la empresa, un hombre con el que en muchas ocasiones había practicado deporte, o incluso había organizado cenas junto con sus familias, le comunicó que estaba despedido.

Sin más. Simplemente había decidido prescindir de su trabajo.

Superado el disgusto inicial, Manuel no se preocupó demasiado. Con su larga carrera profesional, no le costaría mucho que le ofrecieran un puesto acorde con su formación y experiencia.

Sin embargo, fue pasando el tiempo, y nadie llamaba a su puerta para solicitarle que trabajara en una gran multinacional que necesitaba con urgencia sus servicios, y la prestación por desempleo no le permitía seguir llevando la vida a la que estaba acostumbrado.

Primero tuvo que vender tres de sus coches. Más tarde, tuvo que prescindir del servicio. Meses después pusieron su casa en venta y se mudaron a un modesto piso en un barrio del extrarradio.

Tras varios meses, aunque intentaron evitarlo hasta el final, tuvieron que sacar a los niños de su reputado colegio y matricularlos en uno público, al que les costaron muchas lágrimas acostumbrarse.

Comenzaron a sucederse las peleas con sus mujer, que le reprochaba una y otra vez que estuviera parado, esperando a que alguien llamara a su puerta, en lugar de salir cada día buscar trabajo.

Pero Manuel no se podía rebajar a algo así. Él era un profesional y una eminencia en su posición, no podía ir por la calle suplicando un trabajo.

Sin embargo, todo cambió cuando se acabó su subsidio.

Habían gastado sus últimos ahorros intentando alargar su vida tal y como había sido hasta antes de su despido, y en esos momentos ya no les quedaba nada que les permitiera ir tirando.

Fue cuando Manuel se dio cuenta de que, si quería salir de esa situación, tenía que comenzar a moverse. Nadie le iba a dar nada sin esfuerzo.

Comenzó a buscar trabajo, pero ni su extensa formación, sus idiomas, su experiencia, su nombre conocido le ayudó. No había trabajo para él.

Un buen día tocó fondo para siempre. Su mujer le anunció que le abandonaba, y se llevaba con ella a los niños. Había conocido a otro hombre, uno con un buen trabajo, quizá no tan bueno como el que él había tenido antes de que su vida se desmoronara, pero al menos le permitía llevar dinero a casa.

Manuel no la culpó, ni siquiera intentó retenerla, ni impedir que se llevara a los niños. Su familia estaría mejor sin él.

Pasado ese mal trago, apenas le importó cuando le cortaron la luz, ni siquiera cuando le desahuciaron y se vio en la calle, a la que no le costó mucho acostumbrarse. Ya nada peor le podía pasar.

Terminó de comerse la fruta y apartó a un lado las cáscaras. Luego las volvió a recoger. Quizá a medio día le vendrían bien para comer.

Rebuscó entre los pocos objetos que portaba en su carro y sacó el cartón, que colocó delante de él.

Había escrito en pocas palabras una súplica para intentar remover la conciencia de la gente...Pero no daba demasiado resultado.

Muchas personas se paraban, lo leían, lo miraban con cara de pena...pero pocos eran los que dejaban entrar una moneda en su tarro, por muchas horas que pasara sentado detrás del cartel.

A veces acababa con las piernas entumecidas por estar tantas horas en la misma postura, pero le era indiferente...No tenía nada mejor que hacer hasta que cayera el sol, que aprovecharía para acercarse a algún mercado a ver si conseguía algo de comida que fueran a tirar.

Apenas llevaba unos minutos sentado en aquella esquina cuando salió el dueño de la cafetería.

- ¡No puedes estar aquí! -gritó, hecho una furia- ¡Me estás espantando a la clientela!

-Estoy en la calle -contestó Manuel de mala gana-, y la calle es de todos.

-Estás en el escaparate de mi cafetería. Vete inmediatamente de aquí, o si no...

-¿O si no qué? -provocó Manuel-.

Acto seguido sintió una patada en la boca, que le partió varios dientes.

El golpe lo dejó paralizado. No esperaba tal crueldad por parte de aquel hombre.

Intentó incorporarse, quería salir huyendo de allí, pero de nuevo sintió una patada, esta vez en la boca del estómago, que le hizo caer al suelo.

Desde esa posición siguió recibiendo golpes, uno tras otro, sin descanso, en la cabeza, en la espalda, en las piernas...por todas partes, hasta que el dueño de la cafetería, cansado, decidió parar la paliza y volver a entrar en su establecimiento.

- ¡Que sea la última vez que te veo por aquí! -sentenció-.

Manuel, tirado en el suelo, apenas se podía mover. Le dolía cada centímetro de su cuerpo, y no era capaz de levantarse. Sentía que estaba a punto de morir...Pero no le importaba lo más mínimo: La muerte no podía ser peor que la vida que estaba llevado.

De repente, escuchó la voz de una mujer.

- Manuel, Manuel despierta -le decía mientras lo zarandeaba-. Estás teniendo una pesadilla, despierta.

Manuel abrió los ojos de par en par, y se encontró con el rostro de su mujer.

- Estabas chillando...-le dijo-.

nomegustaria5Manuel miró a su alrededor. Estaba en su casa, aquella mansión en la que vivía con su familia. En una silla descansaba uno de sus trajes perfectamente planchado, preparado para que se lo pusiera para ir a trabajar.

Su vida no había cambiado nunca. Todo había sido un mal sueño.

Se levantó y fue al baño para arreglarse, tras lo cual se vistió y bajó a la cocina. Allí estaban sus hijos, tomando ya cuenta del desayuno que les había preparado la cocinera.

Manuel besó a sus hijos y tomó su abundante desayuno. Tenía que coger fuerzas, le esperaba un día largo.

En el trayecto al trabajo, se deleitó mirando el paisaje.

Ese sueño había sido tan real que prácticamente sentía que lo había vivido en sus carnes, por lo que se encontraba realmente aliviado de que todo se hubiera quedado en una simple pesadilla, y su vida siguiera siendo tan maravillosa como siempre.

Ya en la oficina, sentado en su despacho, recibió una llamada de su secretaria.

- Ya está aquí Fernando Salcedo.

- Hazle pasar -Ordenó-. Le estaba esperando.

El tal Fernando entró en su despacho. Era un hombre relativamente joven, que llevaba unos diez años trabajando en la empresa, por lo que lo conocía bastante.

Una buena persona, sin duda, y buen trabajador, que por lo que sabía se acababa de comprar un apartamento, lo que le había permitido su modesto sueldo.

Hacía poco que había aumentado la familia. Al parecer el niño había nacido con una minusvalía y lo estaba pasando bastante mal, ya que no recibían ningún tipo de ayudas.

- Sin rodeos Fernando -habló Manuel, con voz firme-, estás despedido.

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