estela

El tobogán

Podía decirse que casi disfrutaba más él que el niño. Probablemente sin el casi.

Le encantaba ese parque. Él mismo, de pequeño, había pasado sus tardes de primavera y verano allí, llevado por sus padres, antes de que se separaran...

Después, había seguido yendo, solo, buscando la felicidad de sus primeros años de infancia, y más tarde con amigos, buscando quizás otros entretenimientos. Pero ese parque siempre había estado en su vida.

Y seguía estando en ella, aunque ahora de otra manera.

Desde hacía un tiempo, su forma de disfrutar de aquel lugar era muy diferente. Ya no era él el que se tiraba por aquellos interminables toboganes, ni el que se balanceaba en aquellos columpios, ahora más coloridos y seguros que en su niñez.

tobogan2Ahora era un mero espectador, un mero acompañante, y suplía la felicidad que de niño había sentido jugando en aquellos aparatos con la felicidad que sentía viendo jugar al niño, tarde tras tarde, hasta que el sol se ponía, y los juegos terminaban entre llantos y pataletas que pretendían retrasar el momento de volver a casa.

Todavía quedaban un par de horas para ese momento.

Ahora el niño estaba feliz, subiendo al tobogán, tirándose por él, volviéndose a subir, volviéndose a tirar, boca arriba, boca abajo, de espaldas, con las manos al aire, dando palmas...Ese tobogán rojo, de varios metros de alto, era lo más divertido que existía para él en ese parque.

A los columpios apenas se acercaba, mucho menos al resto de aparatos, incontables, prácticamente recién estrenados tras varios intentos de remodelar el parque viejo, oxidado, de hierros puntiagudos de años atrás.

Aquel día había decenas de niños correteando por allí, lo que implicaba también decenas de padres alrededor, ansiosos por mantener conversación con otros padres para, así, amenizar un poco la tediosa tarde que tenían que pasar en el parque, para mantener a los niños entretenidos.

Conversaciones forzadas e insulsas sobre los problemas y preocupaciones que les daban sus niños, que a él no le interesaban lo más mínimo.

Jamás hablaba con ningún padre. Él era feliz sólo con ver disfrutar al niño, y la tarde se le pasaba en un suspiro sin necesidad de socializar con el resto de adultos.

El niño seguía subiendo y bajando por el tobogán, con una sonrisa de oreja a oreja impresa en la cara. En ocasiones le miraba, pero la mayoría del tiempo no parecía ser consciente de su presencia, ni de la presencia de nadie más en el lugar.

Cada vez que sus miradas se cruzaban, su cara de inmensa felicidad le hacía tremendamente feliz también a él, pero a la vez le provocaba un pellizco de envidia.

tobogan4No sabría decir los años que habían pasado desde la última vez que se tiró por un tobogán, y más concretamente por el tobogán que en sus tiempos ocupaba el lugar de aquél rojo por el que ahora se deslizaba el niño sin parar. Diez, quince, o quizás veinte. Demasiados...

Muchas veces había pensado en tirarse él mismo por el tobogán, pero nunca lo había hecho. Le daba algo de vergüenza, ya no tenía edad.

Aunque, ¿dónde estaba escrito que un adulto no pudiera tirarse por un tobogán?

Como movido por un impulso eléctrico, se levantó del banco y se acercó con paso firme hacia el tobogán.

Pero antes de llegar se paró en seco. No terminaba de atreverse.

El niño se deslizó una vez más y, al posar los pies en el suelo, se le quedó nuevamente mirando, con todas las perlas de su boca reluciendo a la luz del sol.

Entonces se le ocurrió algo que podría funcionar. Se tiraría por el tobogán sin ponerse en evidencia.

- Ahora nos tiramos los dos juntos -le dijo al niño, acercándose a él-.

El niño se quedó unos instantes callado, sopesando la posibilidad que se le planteaba.

- Pero... -contestó al fin, titubeando- Los mayores no pueden tirarse por el tobogán. Es solo para niños.

- De eso nada, los mayores podemos tirarnos si es acompañados de un pequeño.

tobogan6El niño lo pensó unos instantes.

- No -contestó finalmente-. No me convences. No quiero que nos tiremos juntos.

Dicho esto, se dio la vuelta para volver a subir al tobogán.

- Venga, sé bueno -le suplicó, como último recurso-. Si me dejas tirarme contigo, te compro luego un helado.

Al escuchar la palabra “helado”, al niño se le iluminaron los ojos.

- Está bien, sube conmigo -le dijo, no estaba dispuesto a dejar pasar aquel ofrecimiento-.

El niño subió la escalera a toda prisa, y esperó en lo alto del tobogán a que él subiera.

Lo hizo lentamente, recreándose en cada peldaño, disfrutando del tacto de la barandilla.

Cuando llegó arriba se sentó sobre la chapa, colocando al niño sobre sus piernas.

Con un impulso, comenzó su descenso.

Fueron apenas cinco segundos, pero los vivió como si hubieran sido minutos enteros.

Mientras se deslizaba, con sus manos alrededor de la cintura del niño, sintió sobre su cara el roce del aire cálido de aquella tarde de verano.

Era, sin duda, el mayor placer que había sentido en los últimos meses.

Al llegar al suelo estaba eufórico, con unas ganas enormes de repetir.

Pero el niño no parecía dispuesto a volver a hacerlo.

- Ya está, ya nos hemos tirado. Ahora quiero mi helado -dijo, con tono imperativo-.

- Claro cariño, vente conmigo, que te lo voy a comprar -le respondió, cogiéndole de la mano-.

En ese momento, apareció de la nada una mujer que, con un fuerte bolsazo, le hizo soltar al niño y, cogiendo al pequeño por los hombros, lo colocó tras ella, en un gesto protector.

- ¡Que sea la última vez que se acerca a mi hijo! -le gritó, levantando un dedo amenazante- ¡Como le vuelva a ver hablar con él llamo a la policía!

tobogan8Dicho esto, se dio la vuelta y se fue con paso presto, llevándose al niño, aún preguntando por su helado, con ella.

A su alrededor, motivados por la situación que se acababa de vivir, el resto de padres hicieron lo propio con sus retoños.

El hombre masculló una maldición. Había tenido muy mala suerte.

No sabía cómo aquella mujer, que parecía estar tan distraída parloteando con otros padres, había podido darse cuenta de que se había acercado a su hijo, que había estado a punto de irse con él.

Pero no le importaba lo más mínimo. Ese parque siempre le había dado muchas alegrías, y estaba seguro de que se las seguiría dando.

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