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El bosque

El esplendor del Monte Fuji, con su cumbre perennemente nevada, iba desapareciendo poco a poco de su campo de visión según se iba adentrando en la espesura del bosque.

Había visitado aquel lugar solo una vez en su vida, varios años atrás, cuando era apenas un adolescente que, a pesar de las obligaciones que le imponían sus padres y aquella sociedad estricta y exigente, aprovechaba cualquier momento de libertad entre examen y examen para pasárselo bien con sus amigos.

bosque8Habían oído siempre hablar de aquel bosque, del que se decía que estaba maldito, puesto que en la época feudal, que para los japoneses no se encontraba muy lejana en el tiempo, había sido el lugar elegido por las familias más desfavorecidas del lugar para abandonar a los hijos a los que, debido a sus escasos recursos, no podían dar de comer. Los niños, desorientados, perdidos entre los árboles y sin nada que llevarse a la boca, no tardaban mucho en morir.

En la actualidad, se trataba un lugar tétrico a la par que hermoso, el preferido por los japoneses que querían poner fin a su vida, quizá por su uso histórico, quizá por lo idílico de su ubicación, en la ladera de la montaña más sagrada del país, quizá por la energía telúrica que se decía que emanaba del lugar...Eran muchos los que iban allí a morir.

Así que uno de los escasos días en los que no tenían nada que estudiar, sus amigos y él decidieron hacer una excursión desde la cercana gran metrópoli de Tokyo, donde vivían, hasta el famoso y fatídico bosque, para comprobar con sus propios ojos lo que allí sucedía.

Y lo comprobaron con creces.

En un principio fueron algo reticentes a adentrarse entre los árboles, pero pronto comenzaron a hacerlo, envalentonados por sus propias bravuconadas, propias de la edad.

Los primeros metros que anduvieron no fueron especialmente diferentes del resto de bosques que conocían, exceptuando los numerosos restos de basura que se acumulaban por todas partes, pero, después de caminar durante un cuarto de hora, el panorama comenzó a cambiar.

bosque22De repente estaba todo plagado de carteles con palabras no solo en japonés, si no también en inglés, que invitaban a reflexionar sobre la suerte que es estar vivo y la necesidad de hablar de tus problemas con la gente de tu alrededor antes de tomar una decisión que no tuviera marcha atrás. En definitiva, palabras y frases que pretendían demostrar que la vida merecía la pena.

La frondosidad de los árboles seguía sin permitir que se viera nada más allá de sus ramas pero, entre sus troncos, se extendían metros y metros de cinta policial prohibiendo el paso, por lo que, inevitablemente, todos la traspasaron y se dieron de bruces con lo que se escondía tras ella.

Ante ellos apareció el cuerpo sin vida de una joven, de no más de veinte años de edad, que reposaba sentada contra el tronco de un árbol con los ojos completamente abiertos, mirando hacia la nada. Vestía lo que parecían ser sus mejores ropas, que habían sido manchadas de rojo debido a la sangre que había emanado de sus muñecas, cortadas profundamente con una cuchilla de afeitar que todavía  descansaba junto a ella.

Tras un primer momento en el que permanecieron paralizados, el más valiente se acercó a ella, seguido inmediatamente por los demás, que no querían dar imagen de cobardes.

Recordaba perfectamente cada detalle de aquella mujer. Su cara pálida, con los ojos negros que se le antojaron más grandes de lo común, quizá porque estaban bastante maquillados, y aquellos labios que aun conservaban algo de carmín. El vestido rosa que, si no hubiera sido por los restos de sangre, hubiera pasado por recién lavado y planchado. Y su pelo largo, lacio y negro, algo enmarañado. Apenas llevaría muerta un par de días, y debían de haberla encontrado hacía escasas horas, ya que todavía no se la habían llevado.

Después de aquella chica no hallaron ningún suicida más, pero el encuentro con aquel cadáver fue suficiente para que no pronunciaran palabra durante todo el camino de vuelta a Tokio, en el que él no dejó de darle vueltas a la cabeza, pensando en quién sería esa chica, cuál sería su historia, por qué no había querido seguir viviendo...
Y la ironía de la vida había hecho que él, años después, hubiera decidido seguir los pasos de aquella misteriosa mujer, y acabar con sus problemas y complicaciones en ese bosque. Pronto a él también le encontrarían, quizás, un puñado de estudiantes que habrían decidido, como sus amigos en su momento, hacer una excursión a aquel bosque misterioso.

Eran varios los motivos que le habían llevado hasta allí, pero se podían resumir en una simple afirmación: no quería seguir viviendo.

La vida le venía grande, como quizás le había pasado a aquella chica de ojos grandes, y no encontraba ningún motivo para seguir en el mundo.
Había pensado mil veces mil maneras de acabar con su vida, pero en todas aparecía aquel bosque como escenario.

Por supuesto no habló con nadie de lo que iba a hacer, quizás porque no tenía a nadie a quien contárselo y, en cuanto lo tuvo todo perfectamente planeado, cogió un tren y se dirigió hacia aquel lugar, con una gruesa soga enrollada en el brazo derecho.

Había visto varios de los alentadores carteles plantados allí por las autoridades, pero ninguno había causado efecto en él.

bosque5Cuando consideró que se había adentrado lo suficiente entre la maleza se paró y miró a su alrededor, sopesando qué árbol sería mejor para llevar a cabo su plan. Eligió el que le pareció que tenía las ramas más gruesas y, no sin esfuerzo, trepó hasta la más baja, sentándose a horcajadas sobre ella.

Enrolló varias veces la cuerda sobre la rama, haciéndole un fuerte nudo que esperaba resistiera su peso. En el otro extremo hizo un lazo, tal y como había aprendido en un tutorial de internet, y metió la cabeza por el, apretando el nudo hasta que sintió molestia en el cuello.

Había llegado el momento. Por fin acabarían todos sus problemas, todas sus preocupaciones...Por fin acabaría su soledad.

No tenía más que saltar y dejar que el bosque hiciera su trabajo.

Pero, cuando estaba a punto de colgarse de aquella rama, oyó a lo lejos una voz, que sintió aproximándose rápidamente hacia él.

- ¡Corran, corran! -gritaba aquella voz masculina- ¡Acérquense aquí! Van a ser testigos de primera mano de lo que da la fama a este bosque.

bosque44Interrumpió lo que había estado a punto de hacer y miró hacia donde se oía la voz. En seguida vio aparecer una figura, un japonés, seguido de cerca de varias personas, de apariencia europea, cargadas de cámaras de fotos, todos acercándose hacia él a todo correr.

-Hemos tenido suerte -continuó diciendo el que a todas luces era el guía turístico de aquel grupo-. no todos los días que vengo aquí con visitantes, como ustedes, tenemos la suerte de asistir a un suicidio en directo. Muchas veces encontramos cuerpos de personas que se acaban de quitar la vida, pero conseguir pillar a alguien en plena acción no es fácil. Pero no sean tímidos, acérquense más, les van a salir unas fotografías estupendas.

La boca se le abrió en un gesto de increíble sorpresa cuando vio cómo aquellos turistas hacían un corro en el suelo, alrededor de él, y empuñaban sus cámaras de fotos, acercando las mirillas a sus ojos, preparados para disparar en cuanto él saltara.

Con cara embobada miró al guía, que le devolvió la mirada con una sonrisa de oreja a oreja, sin duda feliz porque aquél espectáculo que estaba a punto de protagonizar le aseguraba una buena propina de aquella gente.

bosque6Dirigió la vista otra vez a los turistas, y una vez más al guía. Otra vez a los turistas, otra vez al guía.

Finalmente, aflojó el nudo que le oprimía el cuello y, dejando la cuerda donde la había puesto, bajó del árbol y se alejó lentamente del lugar, sin atreverse a mirar a ninguna de las personas que, sin poder evitar un gesto de decepción en sus rostros, le veían irse.

- ¡Pero no se vaya hombre! ¡No sea tímido! -gritaba el guía a su espalda.- ¡No le vamos a molestar!

Según se iba alejando, su voz, que había comenzado a emitir palabras de disculpa para sus clientes, y acusaciones de cobardía hacia su persona, ante aquellos turistas, se iba haciendo más inaudible, hasta que terminó por silenciarse.

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Que continúe la función...

Al verla pasar junto a él, con pasos gráciles y elegantes, le pareció que estaba siendo testigo del descenso de una diosa al mundo terrenal.

Era una verdadera belleza, una venus de la antigüedad que había viajado en el tiempo para mezclarse entre los simples mortales. Alta y esbelta, parecía levitar más que andar.

Su piel era tersa, tan pálida como la luz de la luna, y su cabello del color del oro más puro que se pudiera imaginar. Lo llevaba recogido en un abultado moño que dejaba toda su cara despejada, una cara de muñeca de porcelana cuyos rasgos acentuaba con un maquillaje esmeradamente cuidado.

funcion7Sus ojos, de un color azul tan claro que a veces se le antojaban transparentes, estaban enmarcados por una sombra de color plateado brillante, que se alargaba hasta las cejas, perfectamente dibujadas. Sus pestañas, negras como el azabache, se curvaban y alargaban hasta el infinito.

Sus labios carnosos brillaban gracias a la purpurina roja que los adornaba y a la fina línea granate que los perfilaba, y sus mejillas lucían un color intensamente rosado.

Vestía un maillot de color plateado, como la sombra de sus ojos, con bordados de color fucsia intenso y miles de lentejuelas de todos los colores. Completamente ajustado, le cubría por entero los brazos pero dejaba a la vista toda la longitud de sus piernas, y marcaba todas y cada una de sus increíbles curvas.

Caminaba con la vista fija a lo lejos, en el escenario, concentrada en lo que tenía que hacer en tan solo unos segundos.

Ya la habían anunciado y, aunque le gustaba hacerse esperar para que el aplauso fuera más largo, caminaba con paso firme y ligero.

- ¡Mucha suerte Artemisa!-le dijo cuando estuvo justo a su altura-.

La mujer se paró en seco, y le dirigió una mirada fulminante.

- ¡Te he dicho mil veces que no me desees suerte, idiota!-dijo, escupiendo las palabras, y sin siquiera mirarle a la cara, tras lo cual continuó su paso-.

Él sonrió. Estaba acostumbrado a que le tratara así, no le daba la menor importancia. Era normal que estuviera nerviosa, y por lo tanto alterable, antes de efectuar su número.

Era un número muy peligroso y arriesgado, para el que necesitaba toda la concentración posible. Y toda la suerte, por eso él siempre se la deseaba, aunque debido a sus nervios ella no lo pudiera apreciar.

Estaba locamente enamorado de ella desde el primer momento en que la vio.

funcion2Él había vivido y trabajado en el circo desde pequeño, cuando, según le habían contado, sus padres le abandonaron allí. No recordaba nada de su vida anterior a aquel mundo de caravanas, saltimbanquis, payasos, animales, domadores, carpas, público, aplausos y, sobre todo, carretera.

No guardaba rencor a sus padres por haberse desecho de él. En realidad, les estaba profundamente agradecido...No se imaginaba su vida fuera del circo, allí era donde estaba su felicidad.

Vivía por y para ese circo, por y para el público que aclamaba su número función tras función. Los artistas de aquella carpa eran su familia, los animales sus mascotas. El circo era su casa, y todo su mundo.

Ella llegó cuando él ya era un artista consagrado, aunque apenas comenzaba su andadura dentro de la adolescencia. Ambos eran adolescentes entonces.

Por lo que pudo saber, se había escapado de un orfanato, no sabía por qué razón, y, después de dar algunos bandazos por la vida, había ido a parar al circo, donde enseguida se hizo un hueco gracias a su incipiente habilidad sobre la cuerda floja.

La primera vez que la vio sintió un flechazo. Lo sintió literalmente, en el corazón. Pudo notar como se le desgarraba en su interior con solo mirarla, aunque apenas le dirigió un desinteresado saludo cuando les presentaron.

funcion8Día tras día la observaba mientras ensayaba su número una y otra vez. Ella saltaba, casi volaba, sobre una cuerda tensada entre dos árboles, mientras él, escondido lo mejor que podía para que su presencia no la distrajera, seguía sus piruetas con la mirada, casi embobado, y apenado, ya que le parecía una aparición totalmente inalcanzable para él, a la que no se atrevía ni acercarse.

El día de su debut, por fin, hizo acopio de valor y se acercó a ella para ofrecerle unas palabras de ánimo que pareció no escuchar, ya que ni siquiera lo miró. Supuso que fue por los nervios del momento. Debía de estar atacada, tal y como estuvo él en su primera actuación ante el público, cuando apenas era un niño.

Desde entonces, cada día se acercaba a ella antes de que pisara el escenario. Al principio era contestado con total indiferencia, pero con el tiempo, comenzó a dedicarle alguna palabra, aunque nunca fueron amables, como había sucedido aquel día.

Él nunca se enfadaba. Todo lo contrario, cada día estaba más embelasado por su voz, su belleza, y su arte en el escenario.

La música marcó el comienzo de su número. Veinte minutos de saltos, giros y bailes sobre una cuerda de color rojo colocada a diez metros de altura.

Él sufría con cada salto mortal, temeroso de que al finalizar uno de ellos el pie de la chica no encontrara la cuerda y pudiera llegar a estrellarse contra el suelo.

Al finalizar el número, la diosa bajó a la tierra para recibir allí la ovación de los mortales que aplaudían y jaleaban ardientemente, impactados por el espectáculo del que acababan de ser testigos.

La chica agradecía los aplausos con gráciles reverencias, mientras lanzaba besos hacia todos los rincones de la carpa.

Él, como cada día, esperó pacientemente a que acabara la ovación y su diosa volviera a las bambalinas, nuevamente con la cabeza altiva, sabedora de que se trataba de la estrella de la función, y como tal, una noche más, había dejado el pabellón bien alto.

- Has estado estupenda Artemisa. -le dijo, cuando nuevamente estuvo a su lado-.

La chica lo miró por encima del hombro, frunciendo el ceño, mientras murmuraba algo entre dientes.

Él, concentrado fuertemente en sus ojos, no pudo leer en sus labios la palabra “monstruo”.

Tuvo que salir forzosamente de su ensimismamiento cuando la voz del director de la función anunció su número.

Aun sonriendo, y pensando en su diosa y en los segundos en los que habían cruzado sus miradas, salió con paso firme al escenario, seguro de que, dentro de poco, podría cruzar algo más que solo miradas con su enamorada.

funcion5Su sola aparición en el centro del escenario provocó ya las risas del público. Su cuerpo encorvado, adornado por una incipiente joroba, sus piernas raquíticas, sus brazos peludos hasta la saciedad, su nariz rota y sus ojos abultados eran el encuadre de su número de humor, que tantas carcajadas arrancaba cada noche entre la audiencia.

Desde las bambalinas, Artemisa le observaba desde lejos, con un gesto de repugnancia en su cara.

Odiaba el circo, odiaba tener que exhibirse cada noche delante de un puñado de extraños, odiaba no tener otro remedio más que vivir allí, si no quería verse bajo un puente, y sobre todo odiaba tener que compartir su espacio vital con aquel engendro, cuya visión tanto le desagradaba.

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La herida

Estaba preparándole el bocadillo de la merienda cuando el niño llamó a la puerta.

Como siempre que pasaban las vacaciones de verano en el pueblo de los abuelos, el niño, aunque apenas tenía ocho años de edad, aparecía por casa nada más que para comer y dormir, y se pasaba todo el día jugando en la calle con sus amigos, tal y como ella había hecho con su edad. Algunas cosas nunca cambiaban, a pesar de los saltos generacionales.

Ese día, el timbre que anunciaba la hora de la merienda había sonado un poco antes de lo normal, por lo que pensó que el niño no había podido aguantar más el hambre, que seguramente sería más acusado que otros días a esa hora, ya que apenas había probado las lentejas que le había puesto para comer, a pesar de saber que era, probablemente, la comida que menos le gustaba. Nunca cejaba en su empeño de que el niño comiera de todo, pero no siempre lo conseguía.

Sin embargo, al abrir la puerta, preparada ya para recriminarle que apenas hubiera comido, se dio cuenta de que se había equivocado sobre la razón que había hecho al niño volver tan pronto a casa.

herida4No pudo evitar emitir un grito de espanto al ver al pequeño al otro lado del marco de la puerta. Estaba todo cubierto de barro y tenía la camiseta, su camiseta favorita, comprada durante el viaje que hicieron a Disneyland, totalmente hecha jirones y con manchas de sangre.

Sus codos y rodillas estaban seriamente magullados y cubiertos de sangre y, en la cabeza, presentaba un gran chichón, aparte de una herida que tenía una pinta horrible, y aun sangraba.

Se arrodilló nerviosamente frente a él y le asió por los hombros, acercando sus ojos a la herida de la cabeza.

- Pero, ¿qué te ha pasado? -acertó a decir-.
- Nada -dijo el niño, con despreocupación-, que me he caído cuando estábamos jugando. Pero no me duele ni nada. Ven -le dijo, cogiéndole la mano y haciendo ademán de echar a andar-. Te voy a enseñar donde me he caído.
- Luego me lo dices -replicó ella, tirando de la mano del niño hacia el lado contrario-. Primero hay que curarte esas heridas, que tienen muy mala pinta.
- No, mamá -insistió el pequeño, tirando a su vez hacia el otro lado-. Deja que primero te enseñe dónde me he caído.
- ¡He dicho que primero hay que curar las heridas! -levantó algo la voz, para afianzar así su posición de mando-. ¿No ves que estás sangrando?
- Vale -aceptó finalmente el niño, ante la autoridad de la madre-. Me curas y luego vienes al sitio donde me he caído.

El niño se sentó en uno de los sillones que amueblaban el salón de aquella casa rústica, mientras su madre hacía acopio de todos los artilugios y ungüentos desinfectantes de los que disponía en su siempre socorrido botiquín infantil, adquirido cuando el niño tenía dos años y empezaba ya a correr, y por lo tanto a caerse en cada momento.
Empapó un algodón en agua oxigenada y, con pequeños toques acompañados de leves soplidos cariñosos, comenzó a curarle las heridas de las rodillas.

- ¿Te escuece?
- No -contestó el niño, distraído-.
- ¿En que piensas? -interrogó la madre-.
- En el lugar en el que me he caído. De verdad que tienes que venir a verlo.

herida2Su madre suspiró. Cuando al niño le daba por algo era difícil sacárselo de la cabeza. Pero al menos así no se quejaba al curarle las heridas, como hacía otras veces.
Con otro algodón le desinfectó las heridas de los codos, y cogió un tercero para la de la cabeza, que parecía haber dejado ya de sangrar, tras dejar un importante reguero de sangre sobre la cara y las ropas del pequeño.

- ¿Te duele la herida de la cabeza?
- No, no me duele nada.

No le gustaba nada el aspecto de aquella herida, y se había asustado mucho al ver que no paraba de salir sangre de ella. Pero ahora que ya parecía estarse secando, y que el niño no acusaba dolor por ella, estaba algo más tranquila. Aunque el sofocón que se había llevado al ver al niño no se lo quitaba ya nadie.

Con mucho cuidado, para no hacerle daño al pequeño, limpió lo mejor que pudo aquella fea herida, rodeada de un chichón que tardaría algunos día en bajar.

- Quítate la ropa y métete en la bañera.-Le dijo al niño cuando terminó de curarle.-Estás sucísimo, y esa camiseta ya vale solo para tirarla.
- ¡No mamá! -se quejó el pequeño-. ¡Me has prometido que vendrías a ver el lugar donde me he caído cuando me curaras!
- Pero no puedes ir así -replicó ella-. Estás hecho un asco...
- Encima que me he caído no me haces caso -sentenció el niño. Sabía perfectamente como tocar la fibra sensible de su madre-.
- Está bien -accedió-. Vamos a ver ese sitio, y luego volvemos y te metes en la bañera.

El niño se dirigió hacia la puerta, dando saltos de alegría.

- ¡Espera! Coge el bocadillo, que ya está hecho.
- Luego, que ahora no tengo hambre -dijo, cruzando la puerta y desapareciendo de la vista de su madre, que no terminaba de creerse que el niño no tuviera hambre. Aunque quizá la había perdido tras el susto por la caída-.

El niño iba a paso ligero, seguido a un par de pasos de distancia por su madre.

herida5A la salida del pueblo se cruzaron con los amigos del pequeño, unos seis niños y niñas de más o menos su misma edad. El niño les saludó alegremente pero ellos, mirando fijamente a su madre, salieron corriendo en otra dirección. Quizás eran los responsables, directos o indirectos, de la caída del niño, y no querían enfrentarse a una posible bronca por parte de su madre.

Dejaron atrás las últimas casas y siguieron un camino de piedras blanquecinas que llevaban a una zona de praderas a la que solían ir los más pequeños del pueblo a jugar...Y los no tan pequeños a otras cosas más diversas.

En cierto momento, el niño salió del camino, adentrándose entre los árboles y arbustos que rodeaban una zona rocosa, ideal para juegos infantiles, pero no tanto para que un adulto no acostumbrado a un mínimo esfuerzo físico, como era el caso de la madre.

Tras trepar alguna roca pequeña, y dar algunos saltos entre ellas, llegaron a una mucho más grande.

-Tenemos que subir para ver donde me he caído -dijo el niño-.
-Yo no puedo subir hasta arriba -dijo la madre-, y tú tampoco deberías, ¡es peligroso! Te puedes caer...
-Ya lo sé mamá, ya me he caído.

Ante la negativa de la madre de subir hasta lo más alto de la roca, el niño decidió rodearla, para lo que tuvieron que sortear una zona de zarzas que arañaron ligeramente las piernas de ambos.

- Mira mamá, allí es, doblando esta esquina de la roca -dijo el niño, tras lo cual salió corriendo-.

La madre dobló la roca y posó los ojos sobre el lugar donde estaba el niño.

Un desgarrado grito de terror salió desde lo más profundo de su garganta.

herida6Ante ella estaba el niño, de pie, con una sonrisa de oreja a oreja adornando su cara, sucia por el barro y las gotas de sangre resecas que no había querido limpiarse.

Señalaba con su dedo infantil hacia el suelo, el lugar al que había caído desde lo alto de la roca...Lo que, a ojo, suponía unos cinco metros.

Allí, en el suelo, se encontraba el cuerpo del niño, boca abajo.

La mujer corrió hacia él, y se arrodilló a su lado.

Con cuidado, dio la vuelta al cuerpo del niño. Tenía la cara completamente ensangrentada debido a la herida que tenía en la frente. Sus ojos estaban cerrados.

-¡Despierta! ¡Despierta! -le gritó, zarandeándole entre sus brazos-.
-No voy a despertar mamá -dijo el niño, que seguía de pie a su lado, observando la escena-. La caída me ha matado.

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