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Planeta azul

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Azul.

Un azul tan profundo y tan intenso que resulta difícil creer que el agua sea transparente.

Quizá el agua que se bebe, el que se usa para cocinar, para lavar... Puede que ese agua sea transparente. Pero el agua de los mares, de los océanos no. Ese agua es azul. Azul oscuro. No cabe otra explicación, su ojos no le engañan, lo está viendo con total claridad.

Un azul que lo envuelve todo, como si no hubiera nada alrededor que tuviera otro color. Como si no existiera la tierra y sobre ella no se levantaran las montañas, las selvas, los desiertos, las ciudades, todos esos lugares multicolor... Como si solo hubiera mares, océanos, ríos y lagos.

Los continentes, que tan extensos y difíciles de recorrer nos parecen a ras de suelo, a esta distancia se tornan insignificantes, abarcables de un simple vistazo. Pequeñas porciones de tierra flotando a la deriva sobre una esfera inundada, simples motas de polvo que ensucian la superficie de color azul.

planeta4Las personas se antojan inexistentes, ligeros recuerdos de un pasado remoto que ahora parece producto de la imaginación. Su legado, invisible. Ni rascacielos, ni autopistas, ni monumentos, ni estatuas colosales, ni las más grandiosas construcciones... Nada se aprecia desde aquí, como si nada nunca hubiera sido erigido.

¿Qué decir de las fronteras? Separaciones artificiales creadas mediante líneas muy presentes en la mente de los habitantes de los países, de las que nada se conoce una vez pones suficiente distancia entre tus pies y la tierra. Es entonces cuando te das cuenta de que no se perciben por ninguna parte. No se ven, luego no existen.

Es difícil creer que puedan suceder cosas desagradables en ese idílico lugar. No puede haber guerras, ni atentados, ni masacres, ni hambrunas, ni llantos, ni enfados, ni tristeza... No en un lugar así. Quizá se trate también de recuerdos erróneos. Quizá no existan en la realidad.

En ocasiones las nubes cubren grandes extensiones de terreno y no se puede percibir nada tras ellas. Pero no suelen permanecer mucho tiempo en el mismo lugar.

¿Cuánto tiempo lleva disfrutando de esa visión? Días... Semanas... Quizás ya un mes. Hace tiempo que ha perdido la cuenta.

Es complicado contabilizar el tiempo cuando todos los días, todas las horas, son iguales y nunca se hace de noche.

La noche.

Le hubiera gustado observar el planeta de noche. Poder ver los millones de luces que se encienden en la oscuridad delatando las grandes ciudades, las zonas más habitadas, y escondiendo los pequeños pueblos y las zonas menos desarrolladas. Adivinar cuál de esas luces es la que ilumina su ciudad, su calle, su casa...

Su casa. No echa de menos su casa, a pesar de saber que ya nunca volverá.

planeta2No echa nada de menos. Es imposible echar algo en falta cuando la belleza más absoluta se extiende ante tus ojos.

Todo lo que necesita en esos momentos lo tiene frente a él: el planeta entero, que ahora le parece tan pequeño, abarcable entre sus brazos si los extiende lo suficiente; a su alrededor, el resto del universo, en toda su inmensidad.

Las estrellas, innumerables; el Sol, lejano... Pero cada vez más y más cerca.

No sabe cómo ni cuándo pasó...Pero la realidad es que la nave está a la deriva, alejándose de la Tierra y acercándose lentamente al amenazante astro ardiente.

No tiene miedo, aunque sabe que su vida se acaba.

Siente lástima, pero no por él.

La inmensa mayoría de los habitantes del planeta seguirán con vida cuando él haya desaparecido, pero su vida no habrá sido más plena que la suya.

Al menos él ha podido contemplar la verdadera belleza del lugar donde siempre ha vivido, de su hogar. Al menos él ha comprendido que La Tierra, en su esencia, es bella.

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En el nombre de Dios

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Matar infieles. Cuantos más mejor.

Eso era lo que quería, lo que deseaba con toda su alma y para lo que se había preparado a conciencia durante los últimos meses. Y sin duda, ahora estaba seguro, para lo que había nacido.

A pesar de su corta edad, apenas dieciséis años cumplidos, lo tenía muy claro. Dios lo había llamado para limpiar la Tierra de almas impuras... Si acaso los infieles tenían alma.

Por esa razón había cruzado medio continente dejándolo todo atrás.

dios5Su casa. No era excesivamente grande ni lujosa pero en ella sus padres habían construido un bonito hogar que cada mañana era iluminado por el sol que, al amanecer, se colaba por las pequeñas ventanas que se abrían, con poco orden, en las paredes.

Su familia. Todas esas personas con las que compartía sangre, además de ese hogar. Sus padres, sus tres hermanos y sus dos hermanas, a las que adoraba más que a nadie en el mundo. Él era el mayor de todos, por lo que siempre se había sentido en la obligación de cuidar de ellos, de velar para que no les pasara nada.

Su novia. En realidad su prometida, puesto que le había pedido matrimonio poco antes de partir. Le hubiera gustado llevársela con él pero el viaje no era fácil y el destino era peligroso, así que pensó que lo mejor sería no confesarle siquiera el camino que estaba a punto de emprender. Por otro lado, sabía que no le faltarían las mujeres allá donde iba, si en algún momento necesitaba alguna.Ya se lo explicaría todo a su chica, que sin duda lo comprendería, más tarde, cuando volviera a casa como un héroe...Eso si volvía, porque estaba dispuesto a dar la vida por aquella causa, si fuera necesario.

Sus amigos. Eran sus compañeros de risas y de juegos y echaría de menos las horas que solía pasar en su compañía, si bien era verdad que muchos de ellos ya habían partido antes que él a aquella aventura llamada guerra santa. Seguro que muchos más lo harían tras él siguiendo su ejemplo.

Todo era importante para él y sería capaz de dar su vida por todos ellos...Pero lo más importante era su religión y su Dios, que se estaban viendo seriamente amenazados en las últimas décadas. Por eso había decidido luchar y morir si hiciera falta. Por defenderlos.

dios4No lo asustaba la muerte puesto que, si perdía la vida matando infieles, Dios lo enviaría directamente al paraíso, donde disfrutaría de todos los placeres y manjares que pudiera desear, como su condición de mártir requería, durante toda la eternidad.

Así, tras un largo y fatigoso camino, acabó en el Medio Oriente, acompañado de centenares de hombres, algunos más jóvenes y otros más viejos, que habían acudido allí como él respondiendo a la llamada a la lucha armada.

En el pequeño pueblo donde había vivido toda su vida nunca recibió entrenamiento para ningún tipo de combate, por lo que tuvo que aprender a estar a la altura de un soldado profesional en un breve periodo de tiempo que, sin embargo, a él se le antojó demasiado largo, ansioso como estaba por comenzar a luchar, por mirar cara a cara a sus enemigos segundos antes de quitarles la vida.

Y, al fin, había llegado el día.

Al fin saldría a luchar.

Al fin honraría a su Dios, matando a aquéllos que lo deshonraban cada día.

Al fin sus hermanos en la fe lo reconocerían como el héroe que era.

Al fin su sueño se haría realidad...

Escuchó gritos en el campamento, desde fuera de su tienda. Sus superiores, los que les daban las órdenes, los apremiaban a prepararse. Pronto empezaría la lucha.
Él estaba prácticamente listo por lo que, nada más escuchar aquellas voces, se echó inmediatamente al suelo, movido por la inercia y, arrodillado, se dispuso a rezar.

Tras encomendarse a su Dios, el Dios verdadero, el único, se levantó y se dirigió a uno de los extremos de la carpa.

Allí tenía un espejo, una extraordinaria pieza con la que había conseguido hacerse al poco de llegar a aquel campamento. La imagen que le devolvía no era demasiado nítida, aunque era mucho mejor que la de otros espejos en los que había tenido la oportunidad de mirarse a lo largo de su vida.

Solo tenía dieciséis años, sí, pero su porte era la de un adulto robusto y su cara, en la que había comenzado a dejar crecer el pelo, tenía rasgos de madurez.

Se atusó los ropajes que llevaba con las manos. Quería estar dios2perfecto para esa batalla, que sus ropas infundieran respeto entre sus hermanos y miedo a sus enemigos y que se viera con nitidez el adorno que las decoraba: una cruz de color rojo cuyos extremos acababan en punta.

Sin dejar de mirarse al espejo, se enfundó la cota de malla y empuñó con fuerza la espada, que había sido especialmente forjada para él por un herrero al que había encontrado a lo largo de su camino a pie a través del viejo continente.

Su apariencia era grandiosa. Era una pena que sus familiares y su prometida no pudieran verlo con su atuendo de caballero cruzado, los hubiera llenado de orgullo.
Confiaba en que podría volver tarde o temprano a casa, después de haber acabado con todos los infieles musulmanes que se hubieran cruzado en su camino.

Sabía que sería así, porque ellos tenían a Dios de su parte. Así se lo había comunicado el Papa, que había convocado a todos los reinos cristianos a aquella lucha en Tierra Santa.

Al fin y al cabo, iban a luchar para recuperar su ciudad santa, Jerusalén. Por defender el cristianismo de los invasores. Por defender su fe, la verdadera fe.

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Muñeca rota

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Sabía perfectamente que se lo tomaría así de mal.

La veía llorar desconsolada y no era capaz de compartir, ni de comprender, aquella pena tan desgarradora que sentía. Pero no le extrañaba lo más mínimo su reacción.
En el momento en que se le cayó la muñeca al suelo, rompiéndose en mil pedazos, supo que su mujer le montaría una escena de este tipo cuando se enterara de lo que había pasado.

Adoraba esa muñeca. Se la había regalado él hacía poco más de un año para su cumpleaños.

Ella siempre había querido tener una de esas muñecas japonesas completamente articuladas de cabeza y ojos grandes, color de pelo imposible y vestidos con todo tipo de detalle. Pero eran excesivamente caras para su modesta economía, por lo que se tenía que conformar con ver fotos de esas obras de arte por internet o verlas en vivo en ferias diversas...Nunca pensó que se pudiera permitir tener una.

rota4Hasta el día en que él, después de muchos meses de ahorro sabiendo la ilusión que le haría, se la compró.

Era la más bonita (aunque no la más cara) que encontró y a ella la encantó nada más verla. Tanto que, para su desconcierto, desde el primer momento la trató como si se tratara de su hija.

Todas las mañanas, antes de ir a trabajar, se acercaba a la vitrina del salón donde descansaba la muñeca, le daba un beso de despedida y le acariciaba con dulzura la cara, cosa que a él, por otro lado, nunca le hacía.

Cuando volvía a casa, lo primero que hacía era coger con mimo a su muñeca, desnudarla con cuidado y meterla en agua en el lavabo, donde la aseaba, haciendo especial hincapié en el pelo, que cuidaba como si fuera el suyo propio, echándole todos los productos que ella misma utilizaba. Después la peinaba con cuidado y la vestía con ropa distinta a la que le había quitado antes, que iba a parar al cesto de la ropa sucia.

A él le parecía algo enfermizo y llegó realmente a arrepentirse de habérsela comprado, porque su mujer parecía haber enloquecido con ella pero, sobre todo, porque ese pedazo de plástico inerte no solo lo había relegado a un segundo plano, sino que, además, se había convertido en un recurrente motivo de discusión.

Ella cada vez adoraba más a aquella muñeca y él cada vez le tenía más manía. Ya no veía la hermosura de aquel juguete de coleccionista que lo había cautivado, incluso a él, en un primer momento. Ya solo veía sus defectos.

-Tiene una mirada perversa, parece que fuera una muñeca diabólica. Yo diría incluso que me odia - le decía a menudo a su mujer, que ignoraba una y otra vez ese cruel y absurdo comentario.

Era cierto que la muñeca poseía una mirada impactante, con sus grandes ojos de color morado, perfectamente perfilados de negro, que le daban a su semblante un aire algo siniestro que se acentuaba cuando la vestía totalmente de negro.

Pero eso era, precisamente, una de las cosas que más le gustaban a su mujer, que aprovechaba para burlarse de él.

-Seguro que está planeando tu asesinato, para así poder quedarse sola conmigo -le decía.

rota2A pesar del tono jocoso con el que pronunciaba esas palabras, a él no le resultaba nada gracioso. No era que pensara que la muñeca podía llegar a hacerle algo, sabía perfectamente que solo era un simple juguete, excesivamente caro pero un juguete al fin y al cabo, sin sentimientos y, por lo tanto, no podía odiarlo.

Aunque él sí que sentía que la odiaba un poco.

Pero de ahí a romperla...Jamás se le hubiera ocurrido hacerlo.

-¡Lo has hecho a propósito! -le reprochó su mujer entre lágrimas, mientras recogía todos los pedazos -. Siempre le has tenido celos.

¿Cómo hacerla entender que no había sido así? Que simplemente se le había caído mientras limpiaba el polvo a su alrededor con un plumero y no le había dado tiempo a evitar que chocara contra el suelo...Y que era irrisoria la insinuación de la existencia de celos hacia una simple muñeca...

Pensó que sería mejor dejar pasar la noche. A la mañana siguiente la mujer, que ya había recogido hasta el más mínimo pedazo de la muñeca, guardándolos todos en una bolsa de plástico, estaría más calmada y podría atender a razones.

Intentaría arreglar la muñeca lo mejor que pudiera y, si no fuera capaz de dejarla en condiciones, ya la compensaría con una nueva muñeca, aunque tuviera que emplear íntegramente su sueldo de tres meses.

A la mañana siguiente, la mujer se despertó temprano, como siempre, para ir a trabajar.

Se llevó una grata sorpresa cuando vio a la muñeca en su vitrina, completa, sin que le faltara ni un solo pedazo.

Se acercó a ella, la cogió en sus manos y se la acercó más a la cara.

rota5Estaba perfecta. No se le notaba ni una sola unión, como si los cientos de trozos en los que se había partido hubieran sido pegados por arte de magia o por unas manos realmente expertas.

Aún quedaban unos minutos para que sonara la alarma de su marido pero decidió despertarlo para agradecerle, antes de irse, que le hubiera arreglado la muñeca durante la noche.

Él la había roto, sí, pero se había esforzado en dejarla como nueva de manera inmediata. No sabía cuántas horas en vela le habría llevado la operación.
Lo zarandeó suavemente...Pero no se inmutó.

-Vamos, perezoso, despierta -le dijo al oído.

No hubo respuesta, ni signo alguno siquiera de pereza.

Lo zarandeó más fuerte y le gritó más alto. Pero no había manera de despertarlo.

Asustada, acercó la cabeza a su pecho.

rota6Nada...Ni un ligero sonido...El corazón no latía...Quién sabía las horas que llevaría sin funcionar...

Aturdida, sin entender nada y sin saber muy bien qué hacer, se dirigió al salón para coger el teléfono y pedir ayuda.

Fue entonces cuando se dio cuenta.

La muñeca, que la miraba desde su vitrina, no estaba como antes.

Su mirada, aquélla que su marido siempre calificaba de perversa, de diabólica, se había dulcificado visiblemente. Ni siquiera sus ojos eran ya morados, si no de un azul turquesa intenso y en su boca se dibujaba una sonrisa angelical.

Entonces fue cuando sintió cómo su cuerpo era invadido por el terror. Y lo comprendió todo.

Después de haber acusado tantas veces a su marido de tener celos de la muñeca, incluso de haber llegado al punto de romperla adrede, se dio cuenta de que, todo este tiempo, había estado sucediendo contrario.

Había sido la muñeca la que había tenido celos de su marido desde el principio.

Y, desde luego, no le había perdonado que la hubiera roto.

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