Buscando cobertura
Vivo en una casa más bien aislada entre dos pueblos de pescadores. Uno hindú, el otro musulmán. Para hacer la compra, tengo que conducir veinte minutos. Me conecto a Internet colocando un teléfono móvil sobre un trípode extendido al máximo y situado en el cuarto de baño del primer piso: el único rincón donde consigo dos rayitas de 3G.
Les cuento todo esto para que vean cómo se cura un internetdependiente en un mundo cada vez más conectado. Pero un toxicómano se las arregla siempre para dar con su camello, así que puede que me pillen Vds. en ese baño del primer piso más a menudo de lo que cabría esperar. ¿Se habrá acabado el papel higiénico? ¿Perderá agua el grifo? ¿Estará bien cerrada la puerta ventanera? ¡Anda, mira, tengo cobertura 3G! Pues, nada, ahí me tienen Vds. con el brazo extendido sobre la cabeza como para alcanzar una uva colgando de la parte más alta de un emparrado y la otra mano dispuesta a atraparlo por si se cayera del caballete.
El medio es el mensaje, decía Marshall MacLuhan; lo que quiere decir que resulta inevitable que Internet transforme el modo en el que escribimos. Y ello a pesar de que estas líneas las he escrito primero en un cuaderno de los de rayas de toda la vida, muy poco informatizado él, con un bolígrafo de ésos de resorte y tinta negra. Nada más lejos de Internet.
Y es que el medio nos invade y nos posee. El modo en el que pensamos y en el que nos expresamos se ve influenciado por el instrumento de comunicación. Muy bien, pero ¿cómo? ¿Es cierto que el lenguaje se ha vuelto más fragmentario? Pienso que la adaptación a las innovaciones tecnológicas pasa siempre por una serie de fases que basculan desde la euforia injustificada hasta la prematura desilusión. En este sentido, las novelas japonesas redactadas a base de tweets pudieron ser una bonita moda pero, ¿acaso fue duradera o las hemos arrumbado ya en las estanterías de los s-boom? ¿Y qué me dicen de los relatos compuestos con correos electrónicos, se acuerdan Vds.? ¿Qué queda de ellos?
William Shakespeare era considerado un escritor popular que creaba para las masas, algo así como, para algunos, es Stephen King, por ejemplo.
Desde mi experiencia, la relación entre Internet y escritura es múltiple. Una de las cosas para las que utilizo la Red es para que me sirva de instrumento de búsqueda. En mis dos primeros libros, la búsqueda online me ayudó muchísimo y fue un complemento al estudio de los archivos de las bibliotecas del Vaticano, de Venecia y de la Bertoliana de Vicenza. En Nimodo esta búsqueda virtual se ha demostrado aún más indispensable. Ahora les explico cómo.
Nuestra experiencia personal es ambigua pues está basada en sucesos vividos con otras personas, al exterior o en lugares cerrados. Sin embargo, un diálogo via Skype es también una experiencia. Como lo es también una llamada telefónica. Así, pues, un acontencimiento vivido a flor de piel como, por ejemplo, el intercambio de disparos en la frontera entre México y Guatemala que relato en Nimodo constituye una materia narrativa tan válida para un escritor como lo pueda ser un vídeo colgado en YouTube. No revelaré, en mi caso, de qué video se ha tratado pero declaro y admito que una observación indirecta - como la fundada en un vídeo o lo que se me puede escuchar decir cuando me da por hablar por los codos durante un Google Hangout - se puedan llegar a convertir en una narración, en una historia.
Pero, además, podemos utilizar Internet con una perspectiva lúdica. He aprendido que, para aguantar durante las largas horas de escritura, además de levantarse y desentumecer las piernas, no viene tampoco nada mal conectarse un ratito a las redes sociales para entregarse a unos instantes de sano voyeurismo online, enviar un tweet, darle a un 'me gusta' o a un 'compartir' o, incluso, alimentar el solitario narcisismo de comprobar si le ha gustado a alguien una foto o una idea tuya.
Ya en el ámbito de la escritura, podemos encontrar millones de posibilidades narrativas en línea. A modo de ejemplo, estoy escribiendo un cuento con personajes nacidos el mismo día que yo. Cuando Salman Rushdie escribió Los hijos de la medianoche, tuvo que basarse en la realidad, recabar datos en documentos impresos o inspirarse de su experiencia directa. En cambio, yo puedo llegar a conocer (virtualmente, he aquí la diferencia) la biografía de centenares de desconocidos y puedo transformar sus vidas en las de mis personajes, nutriéndome de mi experiencia, mezclando sus características particulares con las de otras personas que he conocido o imaginado. Tengo, pues, a mi disposición un instrumento más con el que abonar mi fantasía.
¿Puede esta herramienta hipnotizarnos con su universo fragmentario alimentado sólo por un vacuo sentido de constantes aunque inútiles presuntas noticias? Seguramente. Pero me fío de mí. Eso sí, una vez que sé lo que tengo ante mis ojos.
El medio es el mensaje. Cuando comprendes el mensaje, comprendes el medio y, por consiguiente, que su mensaje puede cambiar su efecto.