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Borges en mi cabecera

 

Hace decenios que descansan sobre mi mesita de noche dos volúmenes. El primero me lo regaló una novia cuando acabamos de cumplir dieciocho años. Federica estaba habitada por un ánimo poético y soñador. La literatura era nuestro punto de confluencia. Desde el cofrecillo de este volumen, un chico me lanzaba una mirada fija, limpia y profunda. En la base del lomo del ejemplar, se revelava que el joven de la foto tenía veinte años. Llevaba una camisa con el cuello almidonado a la Rimbaud, corbatilla, cabello engominado y peinado hacia atrás recogido por detrás de dos grandes orejas.

Ya por entonces, esta cara se me había vuelto un ídolo personal, una divinidad cuyas mágicas oraciones, reveladas en las páginas de tenue papel de ese Meridiano, me han acompañado toda la vida, recordándome la fuerza, la potencia y el gozo de la literatura cuando ésta es capaz de arrastrar la fantasía y el intelecto del lector a través del espacio, el tiempo y las distintas dimensiones.

Jorge Luis Borges. Obra completa. Nunca antes el logo de la Mondadori (esa rosa llena de espinas) mereció más su lema que con este cofrecillo. "Arriba, la cima". Y es siempre ahí arriba adonde nos lleva Borges. Y luego, en su interior, un Aleph que contiene el universo; incluído el de la ilimitada e insoportable memoria de Ireneo Funes y el de esos extraños gauchos demasiado humanos (de los que se inspira, por supuesto, Corman McCarthy). Mil trescientas una páginas de sueños, amor, tristezas y gozo universal corren por las líneas de esta obra.

En sus poemas he descubierto los rudimentos de un español que he ido nutriendo posteriormente yéndome a vivir a México y luego al Palermo Viejo de Buenos Aires, donde habitó este peculiar argentino de alma anglosajona.

En mis años argentinos, recorría las librerías de Palermo (antes de que el boom inmobiliario lo corrompiera para transformarlo en una especie de híbrido de Hollywood y Soho) en busca de antiguas ediciones críticas del joven que, desde esa portada en blanco y negro, me sigue mirando, incluso mientras escribo. Y debo decir que he encontrado muchos de estos talismanes de papel.

En un determinado momento, llegué a memorizar un poema en español de Borges. Todavía lo recuerdo. Habla de la lluvia. Lo repetía mentalmente una y otra vez mientra nadaba en una piscina a los pies del Aventino. Brazadas borgianas. Agua cadente y ritmada.

Fervor de Buenos Aires. Luna enfrente. Cuaderno de San Martín. Y el histórico Evaristo Carriego que comienza precisamente con Palermo de Buenos Aires. Discusión. Historia Universal de la Infamia. Historia de la Eternidad. Ficciones, que le otorgó la fama en Italia a partir de los años '80. Me limito a listar los títulos de los poemarios que se encuentran en el cofrecillo par dar cuenta del sabor de una escritura enciclopédica.

"Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera."

Este es el hipnótico inicio de Funes el memorioso. Y, luego, la otra gran colección de cuentos: El Aleph. Otras Inquisiciones, El Artífice.

Les hablo libremente de mi relación con este inigualable autor argentino y ello sin citar lo que de él han escrito Domenico Porzio o Pietro Citati. Libremente es el adjetivo adecuado. Porque la libertad es uno de los mejores regalos que Borges le ha hecho a la humanidad alfabetizada.

Luego, esos grandes ojos de veinteañero se gastaron rápidamente y Borges, como Homero, siguió escribiendo o produciendo sus textos desde la ceguera. En su universo, seguimos bebiendo de su mano a ciegas el néctar de sus obras. Y como él ya no podía ver el mundo, puede que su facultad para imaginarlo y recrearlo se acrecentó desmesuradamente, asistida por un talento que sobrepasa aquél del que es capaz una mente humana. Recreación, pues, de un universo pluridimensional con viajes en el tiempo y una sensibilidad infinita y embaucadora.

Leer a Borges constituye una experiencia tan arrebatadora que, por mucho que podamos gozar de una vida real feliz e intensa, siempre querremos volver a su mundo tan rico y profundo. Por muy triste y confinante que se haya podido tornar nuestra existencia, sus palabras podrán siempre liberarnos para conducirnos a otro lugar más mágico.

Claro que tampoco les he contado toda la verdad. Junto a aquel cofrecillo del Borges veinteañero tengo otro. Lo compré algunos años después de que me regalaran el primero. Desde la cubierta del libro que encierra me está mirando un Borges anciano. La cara se ha alargado y las mejillas se han desinflado. El cabello blanco, que ya escasea por encima de la frente, revolotea sobre las sienes. Los ojos ya no me miran fijamente, hace tiempo que perdieron la pacata fijeza de la mirada del veinteañero que tiene a su lado. La órbita izquierda, que los amantes del esoterismo asocian a la contemplación de lo irracional, es más grande y parece apuntar a un punto que se encuentra más alla de quien lo observa, como si lo traspasara. El ojo derecho parece un poco más entreabierto y las cejas están como bloqueadas en una pose de casi maravillado asombro. Como si este hombre, en su oscuridad, hubiese visto en realidad tanta luz como para quedarse deslumbrado.

Tiene 1 471 páginas. Se pasa de "El Otro, el mismo" (título muy apropiado para ilustrar la circunstancia de mis dos cofrecillos) a "Por las seis cuerdas", "El Elogio a la sombra", "El Manuscrito de Brodie", "El Oro del tigre", "El Libro de arena", "La Rosa profunda", "La Moneda de hierro", "Historia de la noche", "Tres cuentos y la cifra"", "Los Ensayos dantescos" y "Atlante".

Poemas, poemas, poemas e imágenes, gotas infinitas. Cuentos cortos y eternos.

Pero es que aquí no me queda espacio sino para comunicarles todos estos títulos, ya de por sí evocadores de aquello de lo que tratan. Y para decirles cómo un escritor puede liberar a un chico de dieciocho años, invitarlo a la literatura, acompañarlo primero como un hermano y luego como un anciano fantasma.

Esos dos rostros me han hecho siempre reflexionar sobre el paso del tiempo lineal, el joven que he sido y el viejo que espero llegar a ser, si se da el caso.

Y por el mero hecho de haberme aliviado, Borge ha sido, a través de su inconsciente efigie, un liberador.

Gracias, Federica. Te sigo queriendo y te perdono aunque me hayas dejado por un ingeniero belga, hayas tenido tres hijos y, como me dijiste la última vez que nos hablamos por teléfono hace veinte años, te hayas deformado un poco.

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