Bonifacio Singh: Madrid Sumergida

Detroit (huir hacia delante)

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Madrid. Calor de mayo, después de junio, y hollín. Madrid es más fuerte que tú, y que yo, pero no creo que vaya a venir a salvarte. Thomas de Gendt se escapa por las laderas del Stelvio. Los sabuesos le siguen detrás, pedalean como locos, puestos a tope de EPO y Testosterona, pero él resiste, quizás milagrosamente, quizás por cojones. Y de repente pasa por un agujero negro espacio-temporal y vuelve a aparecer una década más tarde también escapado, con un pelotón de nuevos jóvenes culogordos a las espaldas, que tragan aire como podencos con la lengua fuera persiguiendo a un conejo cansado, pensando en su pescuezo y relamiéndose de gusto ante la posible presa. Pero al cabronazo no pueden alcanzarlo. Le gusta pedalear solo y siempre en cabeza, no importa cómo vaya el resto, si hace frío o calor, el marcha siempre a su puta bola. “Sólo” dejó de acentuarse en todos los casos por orden de la real academia. Caminar solo o sólo. John Wayne era un tipo un poco asqueroso. Pero cuando era Ethan en la ficción resolvía los problemas de los demás en “Centauros del desierto”, y cuando terminaba de hacerlo se marchaba por donde había venido sin hacer ruido, cerraba la puerta detroit2y nadie notaba su ausencia, ni recordaban que había pasado por allí para ayudarles a sobrevivir. No necesitaba hacerse notar, ni tuitearlo, ni colgar fotos suyas despellejando indios en Instagram, ni alardear de haberse follado a la madre de Caballo Loco en Feisbuk. Y Kirk Douglas, también solo o sólo, cortaba alambradas de los terratenientes en “Lonely are the brave”, terratenientes como Zuckerberg, Bezos o Musk, esa clase de hijos de puta atemporales, y peleaba con un manco atándose una mano a la espalda para no tener ventaja respecto al puto tullido. Y al final de la película, que se veía desde el principio que iba a terminar crepuscularmente mal, lo atropelló un camión al cruzar una carretera y mató a su yegua, que se llamaba Whisky. La pobre y simpática Whisky.

¿Por qué me gusta Detroit? No, nunca he estado allí. Posiblemente nunca viajaré hasta sus calles, o a lo que queda de ellas. En primer lugar me gusta porque allí vivían Ricky Mahorn, Billy Laimbeer, Dennis Rodman y Isaiah Thomas, que repartían hostias como panes a los rivales en el equipo de baloncesto de aquella ciudad tan pobre, esa que fue antes tan rica, y nadie pudo hacerles sombra durante unos años. Y todo el resto los odiaban, querían sacarles la piel a tiras, machacarlos. Eran los malditos por excelencia. Malditos. Malditos. Isaiah Thomas empezó a jugar al baloncesto con los únicos zapatos de vestir que tenía en el armario, que le estaban grandes porque eran heredados de su hermano. Y Rodman intentó suicidarse en el aparcamiento de un centro comercial porque nos sabía qué hacía en este mundo. Y Billy, el cabrón de Laimbeer, no dejaba que nadie los tocara un pelo de la ropa, les partía la cara a todos los enemigos. A Ricky Mahorn lo traspasaron los directivos cutres que mandaban en el club. Era el más malvado de todos. Vi un vídeo en el que a aquel negro hijoputa redomado se le saltaban las lágrimas al tener que marcharse a la fuerza de Detroit. Y Detroit también me gusta por la pareja, Adam y Eva, de “Only lovers left alive”. Porque tú y yo nos parecemos un poco a esos vampiros en Madrid. Me gusta cómo se mueven esos dos de noche por la ciudad en ruinas observando cómo los edificios se caen a cachos, y cómo visitan la casa natal de Jack White, el sexto de siete hermanos que nació en aquellas calles. Y porque veo en mi cabeza la imagen de Sixto Rodríguez, el hombre de azúcar, caminando entre la nieve, dejando las marcas de sus pisadas sobre esa sucia masa blanca, sin pensar que había triunfado hacía años en Sudáfrica con una canción suya totalmente desconocida sin embargo en Detroit. Pero esta ciudad tan lejana, tan maldita también, esa urbe ahora destrozada y casi despoblada, sobretodo me gusta por sus descampados, que se parecen mucho a los de esta otra ciudad achicharrada en la que nosotros nos criamos. Echo de menos los descampados arrasados de Madrid. Crecían en ellos perales salvajes y moreras, que nos daban sombra en verano y hojas ricas para los gusanos de seda que criaba Jose. La gente enterraba debajo de ellos, bajo la fina y sucia arena, a sus mascotas metidas en cajas de zapatos, y las ratas las desenterraban por las noches para comérselos y podíamos leer sus nombres en las tapaderas de aquellos ataúdes de saldo.

detroit2Salíamos aquel día del colegio. Un colegio rodeado de descampados. Cuando llegamos a la puerta allí estaba apoyado el Míguel sobre el oxidado dintel, él era el pequeño de Los Patatas. Fumaba. Tenía un año menos que nosotros, unos once, pero hacia tiempo que no iba al colegio. Pero cursaba ya sus estudios universitarios junto con sus hermanos en la calle, para qué doctorarse en otra cosa. Cuando nos vio aparecer tiró el cigarro y se plantó en el centro de la salida. Era bajito y desnutrido, pero con cara de hijo de puta desde la cuna. Sin mediar palabra le pegó un puñetazo con todas sus fuerzas en la cara al Ramiro. El Ramiro no era grande, ni fuerte, pero tenía muchos huevos, y comía mucho mejor que el Míguel, gracias al esfuerzo de sol a sol de sus padres. Cayó al suelo como un fardo. Se levantó rápido, le sacudimos de la ropa el polvo de Madrid, aunque es imposible limpiarlo nunca del todo. El Míguel balbuceó amenazas desde lejos, todo chulo, y se marchó doblando la esquina. No podíamos tocarle por una ley no escrita de la calle. Sus hermanos eran capaces de matar. El Ramiro no sabía el porqué de aquella hostia, pero tenía claro que no podía responder aunque fuese injusta o gratuíta. Daba igual. Se limpió la sangre de la nariz en una fuente de la que bebíamos nosotros y los perros, todos chupando del mismo caño, y nos largamos caminando hasta el peral que daba sombra en el descampado. Nos sentamos sobre una piedra. Nuestro Dallas Winston se llamaba Vicente, pero no estaba por allí porque había repetido curso mucho antes, ya no nos podía ayudar. Le echaban de clase todos los días porque era hiperactivo y resultaba muy molesto para los profesores. Los profesores siempre han sido todos un poco hijos de puta. Soñábamos con que él apareciera. Una pelea sin Dallas es una mierda. A él no le importaban las leyes de los descampados y era capaz de pelearse con cualquiera aunque hubiese peligro de muerte. Tenía muchos granos en la cara pero no tenía miedo de nadie. Le prohibieron comer dulces pero a él le daba igual, se compraba dos cuernos de chocolate todas las tardes en la panadería de La Catalina. Se rascaba los granos hasta con unas tijeras, le picaban mucho, pero devoraba sin control el chocolate que provocaba el picor. Nuestro Dallas Winston emprendió varios negocios hasta que se arruinó con la crisis. Había puesto como garantía de un préstamo la casa de su madre. Se la embargaron y ella terminó muriendo en una residencia de las que no tienen tele en las habitaciones y en las que los muros de separación entre los cuartos no llegan hasta el techo, donde cuando entras sabes que nunca más disfrutarás del silencio. Ethan y Dallas Winston. Río Bravo. Había ríos, pero de arena, en los descampados. Y lagartijas a las que les arrancábamos el rabo, pero que seguían sobreviviendo encerradas en cajas de cerillas, hasta que alguno les cortaba la cabeza.

Huir hacia delante. Quieren que no puedas huir de ningún modo, hacia ningún sitio. Quieren prohibir el huir incluso hacia delante. Llega un momento que de tanto hacerlo, que de correr tanto sin pensar que lo haces hacia el fuego, no te das cuenta de que ya casi está ahí delante, cada vez más cerca, más cerca. Para llegar hasta allí, hay que atravesar este enorme descampado ardiente, como un desierto, donde no se ve el final hasta que te estampas contra él. Fuimos a Charleville-Mézières y, al lado del río, estaba la casa natal de Rimbaud. Era una mierda de casa y los culturetas del lugar habían puesto cerca de la puerta, junto a la orilla, unas sillas ancladas en el suelo, individuales. Nada de bancos, sino sillas, para que los clochards como nosotros no pudieran tumbarse al fresco, como nos gusta. Rimbaud hubiera flipado viendo cómo muchos gilipollas vamos a la puerta de su choza solamente porque él puso allí sus pies una vez hace muchos años. Después de un rato pululando por la ribera y por la plaza del pueblo, que son dos pueblos en uno en realidad, cogimos mi vetusto coche. De repente el embrague empezó a sonar cada vez que lo pisaba como si arrugaras una lata, como un sapo afónico. Y comencé a sentir una tremenda desesperación y a imaginar que una de mis únicas posesiones en el mundo podía quedarse allí tirada, a miles de kilómetros de Madrid, porque no tendría dinero para repatriarlo si el embrague petaba. Se me saltaron las lágrimas de puro imbécil, no pude contener aquel afluente, a veces me pasa, que explota la represa en riada. detroit4Tras conducir unos kilómetros, el ruido se atenuó hasta hacerse poco perceptible. Entonces aparcamos y nos abrazamos, y sentir tu calor me calmó un poco. Siempre tu calor me calma. Sentirnos afortunados de estar allí y de visitar aquello sin sentido alguno más que para nosotros. Ser tan pobre es una putada. Aprender a controlar la ira y la frustración en los descampados. Nadie va a ayudarte, tienes que acostumbrarte a aguantar y a poner un pie delante del otro hasta que no puedas más, hasta que se rompa el motor. Siempre trato de contener las lágrimas porque me enteré que si me deshidrato en exceso hay más posibilidad de que se me produzcan concentraciones de oxalato cálcico en los riñones, piedras. Arena y después piedras. Y duelen. Por ese motivo, o también porque los de los descampados tenemos prohibido llorar.

Bajábamos por el camino que llevaba a Ciudad Universitaria hasta casi los colegios mayores porque allí había moreras, y sus hojas les encantaban a los gusanos de seda que criaba Jose. Los tenía en una caja de zapatos. Comían hojas como cabrones y luego formaban un capullo acorazado. Cuando se rompía, salía de dentro una mariposa blanca que huía volando. Así, sin ningún sentido. La seda que los recubría no nos servía para nada, pero Jose los criaba hasta que se marchaban. Mi madre tiene desde hace cuarenta años tres tiestos con geranios. Geranios inmortales. Hace mucho que no los cuida, no se acuerda de hacerlo. Incluso a veces los recuerda y dice que los poda, pero en realidad los mutila. Ellos resisten. En verano nos íbamos de vacaciones y los dejábamos en la ventana bien empapados de agua, encharcados. Cuando volvíamos parecía que se habían muerto, secos como nuestra tierra, estaban pelados. Pero en cuanto los regábamos en unas horas revivían. Resucitaban a los treinta días, no al tercero. Mi madre los riega cuando de pascuas a ramos se acuerda de hacerlo, aparte solamente beben de la lluvia ácida de Madrid que cae sobre ellos. Este mayo ella me dijo: “mira, han vuelto a florecer los geranios”. Dieron unas flores de un rojo intenso, como pegando un corte de mangas a mi madre. Luego se secarán otra vez. Mi madre no los regará, pero lloverá de vez en cuando. Les gusta el hollín, el hielo seco y el sol achicharrante de Madrid. Sobre las mariposas de los gusanos de seda de Jose, él contaba que su padre le había dicho que solamente vivían un día. Volaban un rato y se morían.

¿Dónde estás? ¿Cuándo vas a venir a buscarme? ¿Dónde te has ido? Te reconocería entre un millón, o entre cien incluso, medio ciego y sordo. ¿Cuándo volverás, si es que lo haces? Me gustaba caminar toda la noche contigo por Madrid vacío. Escucho a mi madre que grita en el pasillo del hospital: “tu padre se ha muerto, se ha muerto papá”. Caminar por Madrid toda la noche. Hace fresco y apenas hay gente. Está todo entre muy gris y negro. Sentirse en casa entre lo gris y lo negro. Los descampados quedan cada vez más lejos. Personajes que llegan y se van, que viven un día, o menos. Madrid es más fuerte que tú y que yo, pero seguramente nunca vendrá a salvarte. O siempre lo hace. Madrid.

Detroit bajo los escombros y la nieve.
Huir hacia delante.
Corazón disléxico.
Amber Heard cagando sobre el centro geométrico de
su cama
y del mundo.
Defecar una especie de
gusanos de seda
que mueren nada más conseguir romper el capullo. detroit5
Geranios invencibles.
Charleville-Mézières son en realidad dos pueblos
separados por un río sucio.
Caminar por Madrid contigo toda la noche
y tu calor
me calman
por un rato.
Descampados
cada día más lejos.
Personajes que llegan
y se van.
Ethan centauro del desierto.
Thomas de Gendt se escapa
por las laderas del Stelvio.
Estoy aquí llueva o nieve,
aunque truene,
hoy, mañana, pasado, y al otro,
no temas,
o teme.
Amar lo que sueñas,
odiar lo que pisas,
pisar lo que sueñas.
Mejor que decir “por favor” es gritar: “joder,
sube la música”.
Gritar o dormir
esa es la cuestión.
Perderse hasta en los coches de choque.
La M-30 de tus venas empapada de colesterol del malo.
La M-40 de tus arterias en obras.
Las carreteras radiales, y tu polla, ya necesitan mantenimiento
pero ahorraros el cariño porque en
los descampados está prohibidodetroit6
lloriquear;
y muchos piden instaurar peajes
urgentemente
para entrar y salir de aquí
dentro.
Quieren prohibir incluso que huyas
hacia delante,
resulta agotador huir y dicen que es
muy malo para tu salud
y para la saturación del sistema sanitario colectivo.
No dejarte huir ni hacia Detroit
bajo los escombros y la nieve.
Gusanos de seda vivos por un día.
Geranios inmortales.
Los descampados cada vez más lejos.


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