Bonifacio Singh: Madrid Sumergida

Sexo y muerte

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Sexo.

En la primera mitad de los años noventa del pasado siglo, el Club Deportivo de Derecho de la Complutense organizaba fiestas salvajes en el jol de su facultad. El decano debía estar loco permitiéndolo, hoy aquello estaría penado con prisión por pervertidor de jóvenes cabrones y por facilitar la destrucción de bienes inmuebles propiedad del  puto estado. Colgaban carteles enormes por todo el campus que rezaban: “SEXO”. Se veían desde muy lejos. Cuando te acercabas leías en letra más pequeña: “ahora que ya nos has hecho caso vente a la fiesta salvaje del C.D Derecho”. Recuerdo aquellas fiestas. Había poco sexo, muy poco. Algunos follaban a la salida en el aparcamiento, los que tenían coche, que en aquel entonces eran tres o cuatro. Servían en ellas garrafón del peor en cantidades industriales. Acudíamos a aquellos ágapes porque teníamos un amigo que jugaba al rugby, un tipo que llevaba una placa de acero inoxidable injertada en el interior de la mano como recuerdo de un partido partiendo caras. Beber era muy muy barato, pero nosotros íbamos a intentar hacerlo gratis. Nos colábamos en avalancha sin pagar entrada y en la barra siempre había algún amigo que nos distraía unas docenas de copas de aquel alcóhol de quemar hígados. Conocíamos a mucha gente en Derecho, la mayoría estudiaban la carrera obligados o por inercia vital, algo tenían que hacer con sus vidas. Recuerdo a mi medio hermano corriendo alrededor de una columna del jol meando mientras era perseguido por un guardia de seguridad que intentaba frenar la meada. También recuerdo a mi medio hermano practicando su deporte favorito: tocar todos los culos que podía. Lo hacía cuando consumía más de un litro de whisky, entonces salían a la luz facetas ocultas de su personalidad, sus facetas de acosador sexual. Ahora estaría en la cárcel, quizás deberíamos reunir un croudfundin para que esas mujeres magreadas furtivamente hace veinticinco años lo denunciaran, habría que hacer justicia con todos aquellos culos profanados por él. "Sexo" ponía en los carteles. Qué hijos de puta mentirosos.

Muerte.

Durante mi infancia me llevaron de caza muchas veces. Mi padre me compró una escopeta de aire comprimido, aunque también me dejaban disparar las de cartuchos de vez en cuando. Matábamos conejos, palomas, perdices, patos, e incluso vi jabalíes muertos. Pero sólo recuerdo la cara de uno de aquellos infelices felices. Un pájaro que maté un día en el pueblo de mi abuela. Le disparé a distancia. Tengo, o tenía, buena puntería. Fui con mi padre y recogimos el cadáver con cara de pena los dos. Tenía la cabeza casi seccionada. Ahí me dí cuenta de que le había quitado la vida a un animal, y me sentí putamente mal. Creo que mi padre también,sexomuerte2 él era un asesino en serie de bichos, porque un grunge de aquella época tenía que hacerlo casi como obligación, pero en el fondo no le gustaba maltratar a animales ni a personas, ni asesinarlos a sangre fría, era sólo postureo. Echamos el pájaro a la basura. Pero su figura, con un ojo cerrado a la virulé,  permanece indeleble en mi memoria.

Fui rebotando por varios colegios. Me cambiaron a uno “nacional”. Tenían muy mala fama aquellos antros, allí estábamos reunidos todo el lumpen. Tendría nueve años cuando conocí a J. Era un chaval bastante normal con una familia normal. Un tío amable y simpático. Nos hicimos amigos. Yo era mucho más salvaje que él, que era relativamente civilizado. Un profesor de gimnasia organizó una especie de escuela de atletismo para intentar seleccionar a alguien que fuera a las olimpiadas escolares. En velocidad quedé rápidamente eliminado. Sorprendentemente, J arrasó a todos, incluso a los que ya les habían empezado a salir pelos en las piernas y/o los huevos. Nos convocaron a una especie de carrera de campo a través. J salió escopetado del grupo y yo, que llegué segundo para mi total sorpresa, no puede alcanzarlo de ningún modo. Corrimos algunas otras carreras y entrenamos mucho recorriendo un circuito de futing que había en el parque cercano. Él salía a toda velocidad siempre y ya no lo veíamos. Fue a las olimpiadas escolares y quedó segundo en fondo contra tíos dos años más mayores que él. Formamos pareja en las máquinas de los bares. Él era el tío que mejor jugaba a todas con mucha diferencia. Parecía un tipo normal, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, pero las chicas nos seguían, lo seguían a él. La que estaba más buena de nuestra clase le declaró su amor. Durante los veranos íbamos a la piscina del Parque Sindical y había dos tías que nos perseguían, a él, claro. Y nos espiaban cuando corríamos en el circuito del parque, a él. Empezó a beber antes que yo. Salimos del colegio para ir a BUP, él a un instituto, yo, para mi desgracia, a un colegio de curas pederastas hijos de perra. Yo tenía la mala suerte de sacar buenas notas. Seguíamos viéndonos los fines de semana, pero había más distancia. Cuando los dos cumplimos dieciséis, dejamos de vernos durante unos meses, pasó casi un año. Me llamó mi amigo L un día. Me lo contó sofocado. J había muerto en una excursión con el instituto. En Toledo. Se metió con ropa en el Tajo y se lo tragó el río de repente. Al día siguiente mi padre trajo el periódico y salía una foto suya, J boca abajo, inerte, en la lancha de la Guardia Civil. Nadaba fatal, tan mal como yo. Tenía el dedo pequeño de un pie torcido hacia dentro, montado sobre el segundo, no le gustaba descalzarse y que la gente lo viera. Fue la primera vez que vi una persona muerta, el resto eran sólo fotos, aquello sí era una persona muerta.

Yo tenía trece años cuando trajeron a casa a mi perra. Recuerdo su mirada negra en un cuerpo completamente blanco, sus ojos me traspasaron, metiéndose fijamente dentro de los míos cuando mi hermana la subía en brazos por la escalera. Puede decirse que crecimos juntos, mi setter y yo. Era una fuerza de la naturaleza y nos comunicábamos sólo con la mirada. La llevábamos de caza. Al principio se asustaba de los tiros y se escapaba. Pero un día que se perdió durante unas horas, cuando ya la dábamos por perdida, regresó con una pata ensangrentada, y por el arte de magia dejó de asustarse de los disparos. Y nunca volvió a perderse, la unía a nosotros un hilo invisible. Podía marcharse sola por el campo durante horas pero, desde ese día que regresó herida, yo sabía que siempre nos encontraría. Podía oler el agua, la comida y nuestro hedor a sudor seco a kilómetros. Era simpática, demasiado, con la gente, pero tenía corazón de león valiente cuando le tocaban los cojones, o me los tocaban a mi o a los míos, sé qué le sucedía como me pasa a mí, que soy aparentemente pacífico pero también sé que sería capaz de matar. Saber que eres capaz de matar es una cosa que no puede explicarse, pero que te aseguro que es verdad. Cuando mi perra tenía doce años enfermó de los pulmones, fibrosis. Le dábamos medicinas que drenaban el líquido pulmonar, pero cada día se asfixiaba más. Lsexomuerte3e subía todos los días las escaleras en brazos. Tenía frecuentes crisis en las que no podía respirar y se le ponía la lengua azul. Fue perdiendo el apetito y las ganas de correr, se ahogaba caminando apenas cien metros. Le daba de comer de mi mano cosas que yo probaba haciendo como que estaban muy buenas para convencerla, la habla y lograba despertarla el apetito. Mis padres no paraban de decir que era mejor sacrificarla, pero no eran capaces, y pasaron dos años y medio. El cumpleaños de la perra era el 19 de septiembre. Ese día mis padres se fueron a no sé dónde, y yo la bajé a la calle. Caminaba completamente asfixiada, tanto que no tenía fuerzas ni para cagar. Cogí el coche y la llevé al su lugar favorito del parque. Pastó césped junto a su poste de la luz favorito. Caminó un rato mirándome con cara feliz aunque boqueaba todo el rato. La subí de nuevo al coche. Paré y la cogí en brazos. Sus veinte kilos nunca me pesaron, me producía placer llevar en brazos a aquel fardo blanco. Entramos en la consulta y les dije lo que venía a hacer. La tumbamos en la camilla. La cogí de una pata mientras ella respiraba con dificultad y me miraba fijamente a los ojos. El líquido fue entrando hasta que en un instante algo se le esfumó de muy adentro. Su cara no se borra, nunca. Me puse en cuclillas y aguanté la respiración. La miré. Me levanté del suelo. Pagué. Me marché. Su cara no se marcha en las largas noches en que hay que velar armas y tener miedo, me acompaña siempre para no temer a la oscuridad. Su cara no se borrará.

Entré en el colegio de curas. Siempre digo que ni un minuto que pasé allí fue bueno, y mi medio hermano me dice que exagero. Pero ni un segundo allí fue bueno, no guardo ni un recuerdo siquiera regular. Me gustaría convocar una reunión de antiguos alumnos y prenderlo fuego con todos dentro, sólo vetaría la entrada a cuatro o cinco personas, siendo generoso, a tal convivencia fraternal. Nada más traspasar aquella puerta me invadió un olor repugnante que no me abandonó en años, a tierra meada mezclada con cerda humanidad. El cerdo es superior al hombre en todo. Los curas eran una panda de hijos de la gran puta reprimidos, es una larga historia la suya, les deseo la muerte a todos, sin medias tintas, por variadas razones. Moriros, hijos de puta. Los compañeros de clase no iban a la zaga. En mi antiguo colegio nacional compartía pupitre con un tío que no tenía para comer ni para vestir, un menda que era dos años más mayor que yo y que me caneó varias veces, pero él era una persona. Donde los curas no había casi ninguna, sólo cerdos, con perdón para los cerdos. En mi colegio "del estado" se sentaba detrás el hermano del “pantera”, un delincuente que robaba pisos. Pero era una persona. Y a todos estos mierdas los curas los habían criado como cerdos, y son y siempre serán cerdos, todos, con perdón para los cerdos de nuevo. Me salvaron de aquella chusma durante el primer horrible año mi medio hermano, que me acompaña en este puto viaje mientras vivo, y M. M se me acercó el primer día que entré. Era una especie de ángel. Una persona entre cerdos, con perdón, lo reinteraré mil veces para que conste, para los cerdos. Me ayudó a sobrevivir en aquel campo de concentración cristiano con sabor a infierno. Era un tipo alto como un castillo, pero débil por bueno. Era transparente y jamás decía una mala palabra o hacía mal a nadie. Paseábamos dando vueltas por el patio como si fuera una cárcel. Imaginaba que había torretas con ametralladoras. Soñaba con que una mañana yo volviera al colegio y hubiese ardido todo, que vería con placer las llamas a lo lejos, o que hubiese caído un rayo sobre la cúpula de la iglesia, imaginaba sus caras de hijos de puta lloriqueando y a mí riendo. Pasó el tiempo y M se fue a ciencias, yo con mi hermano, que éramos unos putos vagos, a letras. Veía un poco de lejos a M hasta que perdimos el contacto. Pasaron unos años y un día, viendo la tele, escuché su nombre. Había desaparecido. Sus padres estaban desesperados. M me dijo un día que uno de clase le había dicho que era un mariquita. Me sudaba mucho los cojones que fuera mariquita o no, no era un cerdo más, era una especie de ángel entre demonios. M no aparecía. Su caso salió en todos los periódicos. Hasta que su cuerpo apareció en una alcantarilla. La noticia me revolvió las tripas. Media uno noventa, pero era el más inofensivo de los inofensivos. Sus asesinos siguen vivos a día de hoy. Fue la segunda vez que vi, a una persona muerta, lo demás habían sido fotos de monigotes.

Un día de tantos bajaba por Francos Rodríguez y el tráfico estaba cortado. La policía custodiaba una silueta tapada con una manta. Podía verse por un lado un pié con un zapato de señora y por el otro una bolsa de la compra de la que sobresalía una pata de pollo. También chorreaba por debajo un pequeño charco de sangre muy rojo oscura. Imaginé a una señora yendo a la compra atropellada al cruzar por mitad de la calle. Ahora han puesto allí un paso de cebra, no se sabe si en su honor. No sé cómo se llamaba. Pero fue la tercera vez que he visto a una persona muerta, las demás eran fotos de maniquíes.

Mi hermana se compró una perra cocker un día que fue de viaje a Salamanca. Una cocker negra. Me la presentaron. No me miraba a la cara y huía de mí. Pasaba la mayor parte del tiempo con mis padres y conmigo. Se sentaba tras la espalda de mi padre en el sillón. Pasaba de mí, como si me temiera. No sé qué sucedió pero, de un día para otro, sin un porqué, pasé de su ignorancia consciente a ser su hermano inseparable. Comenzó a hablar conmigo con la mirada, a contarme sus penas, y yo a tratarla de igual a igual. Ellos tenían miedo de que se perdiera o de que saliera a la carretera y la atropellaran, pero por alguna razón yo caminaba tranquilo a su lado y sabía que de ningún modo se separaría de mí. Era buena y solitaria. No metía ruido, le gustaba dormir cerca de nosotros y no se relacionaba más que con dos o tres perros que había conocido durante su primer año de vida, el resto lsexomuerte7e causaban gran indiferencia o quizás asco, como a mí muchos de mi supuesta especie. Pasaron los años disueltos como pedo en el viento. Empezaron sus achaques, sus dolores de huesos, su excesiva calma, su pérdida de apetito, su pancreatitis. Ya no comía. Le daba de comer de mi mano, en mis últimos años con mi setter yo había aprendido aquella lección, compartir la comida para despertar su apetito. Un día fui a casa de mi hermana. La perra no podía caminar, pero se levantó para que yo la cogiera en brazos, saltó sobre mí sacando fuerzas de flaqueza de quién sabe dónde. Yo era su hermano mayor. Recorrimos un kilómetro por el centro de Madrid, yo la llevaba como a un bebé sin que me pesara nada en absoluto. Entramos en la consulta del veterinario. Mi hermana se puso a llorar. La doctora de perros nos dijo que igual podría aguantar unos días más viva. Yo le dije que no, tenía que hacerlo yo porque mi hermana no aprobará nunca esa asignatura de decir a nada que no. La tumbé sobre la mesa. Respiraba con dificultad. La agarré fuerte de la pata. Nos miramos fíjamente a los ojos. El líquido fue entrando, lento, hasta que se apagó. No pude agacharme, había que mantener el tipo. Sus ojos no se olvidan, siguen clavados en los míos para ayudarme en los días que hace frío y no veo el final del túnel.

El 22 de diciembre. La lotería. Mi hermana conduce su coche detrás del mío llevando a mis padres, camino del hospital. En el “ceda el paso” de Sinesio Delgado mi hermana, que pilota aturdida por las circunstancias vitales, me enviste por detrás, aunque sin fuerza suficiente para abollarnos, premonitorio golpe. Seguimos camino. Ella entra al parking de pago y yo aparco en la calle junto a una señal de prohibido, donde me pondrán después una multa. Nos encontramos en la puerta principal de La Paz, entramos, nos indentificamos en recepción, tenemos una cama asignada en una habitación. A mi padre se le salían los zapatos, había adelgazado viente kilos. Yo lo observaba por detrás mientras recordaba, imposible borrarlo, cuando me enseñaron la radiografía aquella con el tumor pulmonar del tamaño de un huevo de gallina. esa vez tuve que sentarme vencido delante de mi vecina, que trabajaba de enfermera allí, cuando ella me mostró la instantanea, incapaz de aguantar el tipo aunque lo intenté con todas mis fuerzas. Yo sabía que él entraba en el hospital para no salir. Subimos a la planta 14, la de los moribundos sin remedio. Nos dijeron que le harían pruebas durante las navidades, nunca se las hicieron, pero hubieran sido inútiles, aunque mi madre y mi hermana intentaban agarrarse a ellas. Mi padre tosía y tosía. Todos los días durante aquel mes fui dos veces al hospital. Me sentaba un rato con él en la cama. No quiso salir a casa ni en navidad ni en año nuevo. Fuimos mi madre y yo allí las dos noches. El desfile medio clandestino de familares para entrar por la puerta de atrás era como una parodia de “La noche de los muertos vivientes”. Tuve que disimular y aparentar que festejaba algo esos días en aquel lugar donde todos finjían reír, tuve que apretar los dientes y aparentar buen rollo aún más de lo que lo hago normalmente. Un sábado por la noche me senté en la cama junto a él mientras cenaba. Le cogí del hombro, le froté la calva, le llamé gordo, cosa que le molestaba, le jodía, y no sé qué más nos dijimos, cosas desagradables en realidad agradables para nosotros. Me fui a casa, me acosté como siempre tarde, dormí de un tirón y me levanté a las ocho para volver al hospital. Mientras me vestía, sonó el teléfono. Le dijeron a mi madre que había empeorado, pero ella sabía que había muerto. Llegamos corriendo, subimos en el ascensor hasta la planta 14, los pisos goteando como si fuera el Everest, y allí nos esperaban preparados, ella entró en shock. Nos dijeron que había muerto mientras desayunaba sentado en el sillón, de un paro cardíaco, plácidamente. Había que recoger sus pertenencias. Entré sólo en la habitación. Allí estaba, esperándome. Parecía que había encogido. De joven fue más alto que yo, he empobrecido la especie. Tenía los pies grandes. No podía mirarle a los ojos, aunque él los tenía cerrados. Daba la impresión de seguir allí. Recogí su reloj de la mesilla, su anillo y su ropa. Eché valor y clavé mi mirada en él, que me observaba a través de sus oscuros párpados desinflados. ïbamos al cine y él se dormía. Vimos el último Madrid-Farsa juntos mientras él tosía, y el Madrid perdió, nos ganaron esos hijos de puta. Jugábamos al ajedrez y al tute. Caminábamos por el olivar de La Quinta de El Pardo. Antes de salir por la puerta me dí la vuelta, lo observé de nuevo. Cerré y miré al suelo, tragué aire. No recé. Fue la cuarta persona que he visto muerta, y ya no he visto más, lo demás son fotos de muñecos.

Mi pies grandes

Mi pies grandes
toma copas
de coñac
y fuma Celtas
Selectos
me cruza los ríos
de la mano
y en su reloj
caben
mis dos
muñecas.
Mi pies grandes
se empapa de lluvia
y no tenemos frío
ni miedo
huimos de todo
y de todos.
No nos gusta
lavarnos
huele a sudor
seco
mi pies grandes.
Vivimos muy lejos
De ti y de ti
corremos por
el campo
ese
al que
nunca
llegaréis.
Mi pies grandes
viene de vuelta
de otro tiempo
y vio las nueve (primeras) copas
camina sexomuerte4torcido
no le gusta
llevar zapatos
nos bajamos en
Gran Vía
porque nos viene
mal
Tribunal
nos retamos
a blasfemar
en cada iglesia
a molestar
y a  llevar
siempre
la contraria
odiamos
a ricos
y a proletarios
a los hombres
que corren
por sus
calles,
preferimos
el
silencio.
Mi pies grandes
se duerme
de cine en cine
se rinde
poco
a poco
sus motores no calientan
mis manos
sus riñones se
curaron
al Jerez
en la habitación desnuda
se apaga
mi pies grandes
encogido y alargado
se marcha
nos marchamos
nos marcharemos todos
no llegamos
a la meta
ni a hachazos
apenas nos dijimos
adiós
hasta nunca.
Los zapatos de rejilla
de mi pies grandes
su ropa colgada
en el armario
mis cojones
en la nevera
los pulmones
de mi pies grandes
se parten
en trozos
piedras
arena
aire
coraje
miedo
cinco minutos
esa mañana
fin.

Sexo.

¿Por qué se llama ésto que he escrito “Sexo y muerte”? Pues obviamente, gilipollas, porque la palabra "sexo" atrae a los borregos humanos como la mierda a las moscas, tú eres la mosca y la mierda al mismo tiempo, y la muerte es lo que les jode a todos, lo que os jode. Os jode una cosa y os atrae la otra, tanto monta, monta tanto. Pues tú te jodes, porque aquí no hay sexo, idiota. Has de saber, necio, que la palabra clave en todo lo que hagas, en todo lo que digas, en todo lo que pienses, que todo lo que debes, únicamente, tener presente en todo momento es: MUERTE. ¿Truco o trato? No, muerte. "SEXO. Y ahora que lo has leído...MUERTE...".

<<Yo no vivo, yo inhalo
no quiero vivir en tu miseria...>>

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