Metro Prozac
¿Recuerdas cuando te decía que nosotros no pertenecíamos a la cultura del Prozac? Sí, te lo digo a ti. No, no somos de esos tipos que van al psicólogo a contarle sus miserias, para bien o para mal. Crecimos en las barriadas aun rodeadas por campos yermos y ajados, descampados fronterizos con la inmensa arena seca de la meseta. Yo no odiaba a mi padre, era un poco cabrón, pero no lo odiaba. Él pasaba olímpicamente de jugar conmigo, y pocas veces me limpió las rodillas desolladas. No nos daban puntos de sutura cuando nos caíamos; el momento en que parábamos de sangrar era señal de que nos habíamos curado. Sangrar. Jugar con piedras y palos, abrirnos la cabeza. Volver a sangrar. Cicatrizar. Mi progenitor contaba que el día de la final de la Eurocopa entre España y Rusia en el Bernabéu hacia un calor asfixiante; el estadio se pasaba con creces del aforo permitido y una humanidad descontrolada intentaba dar crédito a aquello que observaba, como en un extraño rito. El fútbol era la cienciología de la época, aunque los forofos no se comían la placenta de sus hijos, y si les contaran que ahora la gente se pirra por devorar pescado crudo de baja calidad se revolverían de asco en sus tumbas. Yashin era un cuervo negro soviético,
el hijoputa al que había que ganar a toda costa. Y yo ví a Arconada otra tarde en que el puto Atleti le metió cinco goles, el año en que los del colchón a rayas ganaron la liga, los cabrones. Yo quería que me compraran una bandera de la Real Sociedad para apoyarles en medio de aquella concentración de indios, pero nos había invitado al estadio enemigo J.R, el que luego se presentó a la presidencia contra el doctor Cabeza, y no era cuestión de hacerle tal feo al feo (en el barrio lo apodaban “el feo”, con justicia, a pesar de ser sin duda guapo de corazón). Él trabajó hasta superar los setenta tacos en una panadería del barrio, dos calles más abajo de mi cueva. Su imperio panadero lo arruinó jugando a las cartas. Era, es, un hombre simpático, lo mejor que se puede ser en este mundo, bastante mejor que tener dinero es ir con una sonrisa en la cara.
El domingo pasado subí mi cuesta, como tantas otras veces. Las siete en punto, tiempo suficiente para llegar hasta la Puerta del Sol a la hora señalada. Las mismas siluetas de todos los días, el cartel rojo de “La Pampa” y la cúpula de castillo kafkiano amenazante de la iglesia del colegio de curas. En Alvarado subió a mi vagón de metro una ecuatoriana de caderas tan anchas como la ensenada de Guayaquil. Dudé de que pueda incrustarse sin calzador en el asiento. En Cuatro Caminos se incorporó una extraña pareja, él un chico aseadito patrio, ella una moza oriental de rompe y rasga. Hablaron de ésa su primera cita sin aparente tensión sexual, pero era evidente que él deseaba taladrarla. Ella dijo que estaba muy cansada, que le dolía la espalda. El zagal quitó tensión al asunto, mintió hábilmente insinuando que no deberían haber quedado ese día si ella estaba tan agotada. Su compañera de domingo replicó que no, que tenía ganas de ir al cine, pero que preferiría ir a ver otra película, y añadió que la semana siguiente elegiría ella. Triunfo. Él tragó saliva gracias a la esperanzadora promesa de su Gong Li, e imaginó cómo serían esos sabrosos polvos que posiblemente traerían lodos, aunque el fango de extremo oriente debe ser un fango diferente para meterla en caliente. Dos asientos se quedaron vacíos. Entra una tía y reposa sus finas posaderas junto a mí, mientras él se incrusta j
usto enfrente. Yo miro mi reflejo en el cristal, con mi mirada clavada en el vacío de la pared del túnel. En Madrid es costumbre tratar de hacer pensar a tu vecino que lo ignoras mirando al tendido, es una táctica agradable para con el prójimo, que evita sobresaltos.
no tiene más remedio que ir a los de versión original, a molestarnos. El noventa y cinco por ciento de la población de Madrid es sin duda prescindible y gaseable con Zyklón-B.
Está delgado y lleva un corte de pelo milimetradamente cortado, y las cejas depiladas. Charlan sobre lo cansado que será el lunes en el trabajo, qué puta mierda de trabajo. A este paso no habrá sexo, pienso. Veo por la ventanilla ese cartel que me hace tanta gracia que han colgado en el túnel de la estación de Gran Vía: “Sauna Tirso de Molina: no vas porque igual te gusta”. El chaval se va a bajar en Cuatro Caminos, y relata a su objeto de deseo de ojos rasgados que tendrá que caminar diez minutos hasta llegar al portal de su casa. Ni se besan ni se tocan antes de que él salga por la puerta, un escueto “hablamos” remata la faena. Ella sigue sentada a mi lado. Mi reflejo, allí clavado mirando a la nada, se parece a Altobelli en su etapa final en el Inter, cuando era suplente y calentaba banquillo con cara de mala hostia en el Bernabéu, cuando el Madrid los vapuleaba y él no podía hacer nada, la cámara de televisión se recreaba en su efigie de corsario pendenciero derrotado. Me levanto haciendo el típico equilibrio de surfista del metro. Abro la puerta. Me bajo. Recuerde no introducir el pie entre coche y andén. Peligro, estación en curva. ¿Dónde está la curva? No veo la curva, ni a la niña de la curva. A las doce pondrán el programa de Iker Jiménez. La calle está casi desierta. Da gusto caminar a la fresca nocturna. Nunca tengo frío, es una ventaja. Subo, bajo, subo, vuelvo a entrar en mi cueva, me tumbo en mi cama de faquir. Tardaré en dormirme. Mañana será otro día. Creo que me afeitaré. Amanecerá, habrá un cielo verde peppermint bajo un sol azul eléctrico, y seguirán pasando las horas como segundos, como si nada ocurriese, cada año más rápido. Y tú nunca tomarás Prozac y continuarás huyendo de las locas que se cruzan por tu vida. Un vinito en vez de Tranquimazín quizás. O diez cervezas que cada vez dan más resaca y que colocan menos. Madrid, eres mi medicina, mi tumba y mi cama, mi sol y mi noche, sin tu hollín no soy nada.
