Extraterrestres

Un mono coge un fémur con muy mala hostia y lo lanza hacia el cielo. Es un Austrolopitecus, pero más bien parece un tío gilipollas disfrazado. Entonces, en un genial salto temporal hacia delante, el hueso, flotando como pedo en el viento, se convierte en una nave espacial. No, no es una recreación de la película de Kubrick, es un sueño o quizás una posible realidad. La chatarra espacial en cuestión es una nave extraterrestre que ha viajado a la Tierra con fines pacíficos. Han captado señales de radio en un transistor, el programa de Carles Francino de la SER, y han pensado que su deber ético era salvar a la especie humana de tanto tedio y gilipollez congénita. La gente observa el engendro alelada, unos en directo, otros a través de la tele, y la mayoría parecen, a la inversa, Asutralopitecus, sin necesidad de disfraz. Los alienígenas tripulantes bajan a tierra por unas escaleras mecánicas parecidas a las de El Corte Inglés y piden que Vladimir Putin y Juan Cotino sean su interlocutores oficiales, les gustan los tíos que van de frente, que no ocultan ser unos hijos de puta. Durante unas primeras conversaciones, de salida ofrecen que todo humano que quiera podrá trasladarse a su planeta podrá disfrutar de su gran invento o hallazgo: la vida eterna. Y todo gratis. Dicen que no habrá problema, mandarán más naves nodrizas, con una forma parecida a la de enormes penes, y podrán trasladar a toda la población mundial que quiera sin demasiado esfuerzo. Pero, no se hagan ilusiones ilimitadas, el agujero de gusano por el que han viajado hasta la Vía Láctea se va a cerrar como un orto en unos meses y no se podrá repetir la operación, y añaden que la vida eterna, por circunstancias medioambientales, no podría darse de ningún modo jamás en la Tierra.
Desde que el hombre tomó conciencia de sí mismo como individuo, la especie se dividió, se plegó sobre sí mismas hasta crear más de seis mil millones de especies de un único ser. El ansia de vivir de cada uno destrozó de un golpe el futuro, la esencia humana se jodió a sí misma. Sin ética colectiva es imposible la supervivencia. La fábrica de excusas humana funciona a pleno rendimiento dentro de cada sesera, asegurando, tarde o temprano, la conversión del planeta en crematorio colectivo. Es como la pescadilla que se muerde la cola: sin un proyecto común no hay manera de juntar esfuerzos para primero llegar a la vida eterna, y después para construir un cohete espacial que permita huir al hombre superando las enormes distancias del enorme orto intergaláctico. De eso saben mucho los extraterrestres, un poco gilipollas y algo sosainas de carácter, pero supervivientes de sí mismos. Con la vida eterna adjudicada no se necesitaría la memoria, no haría falta para nada, todo sería una infinita línea recta hacia delante, el recuerdo sería un arma inútil para sobrevivir, se le trataría como a una mierda del pasado. Se subsistiría sin mapas, sin riesgo y sin nostalgia. Menuda puta mierda sería ahí la nostalgia. ¿Qué tienen de malo la memoria y la nostalgia, panda de gilipollas? Prefiero vivir con ellas que con vosotros.
La gente estaba eufórica con lo de poder vivir para siempre. Se organizaron grandes fastos, conciertos de David Bisbal por doquier, hasta reaparecieron Ella Baila Sola para festejar el acontecimiento, y casi el mundo entero quiso apuntarse al viaje. Pero no todos. Aparte de una pequeña lista de personas que tendrían vetada la entrada en el planeta extraterrestre, véase gente sin puta gracia del estilo del citado Carles Francino, como Dolores de Cospedal, como Eduardo Madina o como Pablo Motos (ser más asesinable por moñas del planeta), un reducido grupo de terráqueos mostró escaso interés por la vida eterna. Somos nosotros. Pensamos que casi le pueden dar por culo a tanto deseo de existir. Estuve hablando con el señor Antonio el sábado pasado. Me contó que tiene un nogal de más de doscientos años en su campo de almendros, al lado de una choza y de un pozo. Charlamos sobre el repentino jamacuco que le había dado a Di Stefano, con pesar me dio a entender que de esa el genio no iba salir. El señor Antonio hasta físicamente se parece increíblemente a mi padre y al gran Di. Es del Atleti, pero me contó que cogía un tranvía desde Campamento para llegar hasta el Metropolitano. Yo le relaté que mi padre acudía unos días al Bernabéu y otros al feudo atletista, a aquel mítico fondo fétido metido en una hondonada del terreno. Se hizo de noche mientras charlábamos. Se dejó de escuchar a las dicharacheras golondrinas que salen a cazar mosquitos a la hora que cae la fresca. Nos preguntamos donde irán a morir las golondrinas Becquerianas. Una vez una se murió en un patio interior de mi casa. Le echábamos agua y pan para ver si se recuperaba, pero al parecer era cierto eso de que no pueden parar de volar, son tiburones del aire, si detienen su eterno movimiento se mueren, no pueden volver a despegar.
Un pájaro se cayó del nido en casa del señor Antonio, y uno de sus nietos, que tiene cara de bestia, lo asesinó de un pisotón, sin querer queriendo. Di Stefano se murió. La nave espacial partió hacia el infinito finito, y al llegar se dieron cuenta de que todo era una encerrona. A la mayoría se los comieron crudos, estilo sushi, y a otros los torturaron intentando divertirse, pero como no tenían conciencia individual no consiguieron desatar ni una carcajada extraterrestre. Les estuvo muy bien empleado a ambas razas de lerdos. En la Tierra nos quedamos unos cuantos, follando, bebiéndonos los excedentes de cerveza y muriendo. Preferiría aprender a volar que vivir eternamente. Pero no puedo volar aunque quiera. Tengo miedo al tiempo, pero mucho más al olvido, mi memoria no puede esperar. Vivir con miedo es peor que morir, eso está claro, así que muero un poco cada día. Vamos a correr, pero hacia atrás, y que ellos sueñen que se montan en cohetes espaciales. Al final nos enteraremos de que las golondrinas nunca mueren, de que son siempre las mismas, inmortales, mientras que no aterricen no mueren, extraterrestres de la Tierra. Miley Cyrus se quedó con nosotros. Nos gustó que se quedaran las más guarras posibles.



Pasan los años. Vuelvo a la misma playa. Me gusta entrar en el agua cuando hay tormenta y todo el mundo se marcha corriendo refugiarse, entonces puedo observar las gotas de lluvia impactando sobre el mar. Pero ese día no hay tormenta, esa franja de tierra junto al mugriento Mediterráneo se encuentra atestada por una multitud de bañistas que fingen felicidad. Muchos de ellos tratan de disimular cuando mean en el agua. Hay retretes portátiles, pero están infrautilizados. Veo al mismo negro senegalés. Viene hacia mí, cargado hasta las trancas con su mercancía, parecen las mismas cosas, han variado poco con el tiempo. Él sigue viviendo con un grupo de compatriotas en un piso en Valencia y, en verano, se traslada en autobús todos los días hasta esta playa para sacarse un jornal. Antiguamente, él contaba a sus clientes que tenía tres mujeres en su país, y que mantenerlas era muy caro. Eso era un claro farol, pero le gustaba que los putos blancos pensaran en ello, en que la polla negra es capaz de cubrir a tres esposas. Y cuando pasaba alguna gachí buena a su lado él cantaba como el que no quiera la cosa lo de “mami qué será lo que tiene el negro….”. Lleva la misma pluma de gaviota desde hace lustros sobre el sombrero, que porta como una corona que le protege del sol. Me saluda, me da la mano, el gentío nos mira incrédulo, porque los negros no tienen nombre ni rostro, ni deben saludar, ni son personas, son todos el mismo negro. Recuerda mi cara entre la multitud, nadie más me recuerda, por suerte para mí, que huyo de ellos. Ambos hemos envejecido. Luce una buena dentadura, una blanca sonrisa postiza, yo tengo la raíz de una muela del juicio incrustada todavía en mi quijada, y los días de tormenta me sigue recordando que está ahí con una cabrona ligera punzada. No parece irle mal, irnos mal, seguimos caminando al sol, y amaneciendo, que no es poco, aunque puede llegar a ser mucha carga para nuestros lomos. Me alegro de su recuerdo, se alegra de verme, porque los recuerdos, se quiera o no se quiera, dan cierta seguridad al caminante, sea negro o blanco. Y el que no quiera o no pueda verlo, pobre de él. Tenemos que seguir andando por la arena, por la tierra reseca, el tiempo se nos acaba, se nos acabará.
En el siglo catorce antes de Cristo, Akenatón construyó aquella ciudad de nueva planta como máxima representación de su poder y de su nuevo Dios único Atón. Trasladó allí su capital y edificó su propio paraíso en la tierra, para vivir con Nefertiti en un nuevo mundo. Nefertiti parece ser que estaba buena, pero quién sabe si no era todo mentira. En los grabados de sus templos podía verse la vida privada de los dos amantes y sus seis hijas, una cotidianeidad rara para la época. Cuando el faraón murió, sus enemigos borraron del mapa la efímera ciudad, la abandonaron y devolvieron el estatus perdido a Tebas. El paraíso de los atonistas desapareció bajo las arenas del desierto, que rápidamente lo sepultó todo, se lo comió sin piedad. Apenas había durando quince años, había brillado mucho para disolverse pronto, como todos los paraísos, los de Akenatón o los de Perico de los Palotes. Borhardt encontró el busto de la diosa de ébano que se follaba Amenofis en 1912, en un barrio de la extinta ciudad aún no excavado y esquilmado por el cabrón con patas de Flinders Petrie. Dicen que el alemán lo maquilló y restauró para mostrar una pieza sublime a sus mecenas prusianos, cuentan que construyó así, mediante una media verdad, una leyenda, como ocurre con casi todas las leyendas. Todo es medio mentira y medio verdad. El desierto es parecido a la playa, pero a la playa la devora el mar, y el desierto borra, diluye las ciudades decadentes. Es siempre lo mismo, el tiempo que todo lo quita y todo lo da seas rey o villano. Pasaremos todos desapercibidos, nuestros huesos serán disueltos bajo la corrosiva tierra. Sangre, polvo y espuma. El viento nuclear del sol borrará todas las ciudades, a los negros y a los blancos. Y no podréis hacer nada por mucho que os lo propongáis. Madrid sumergida bajo la arena. Yo no lo veré ni tú tampoco, ni nunca viajaremos a Amarna. 