Homo Hijoputens Aspergerensis

Madrid. Me levanto. Me asomo a la ventana. Son las doce y media de la mañana. Me han despertado los ruidos de la aspiradora de una nueva vecina al otro lado del tabique. Vecinos ruidosos en pisos de alquiler carísimo que no les deja margen casi ni para comer. Las paredes son de papel, de pan mascado. Se escuchan los eructos y las ventosidades. Se te escucha masturbarte. También a ella le escucho hacer ejercicios gimnásticos guiados por un programa de ordenador que regurgita órdenes con una voz chillona femenina y una música insoportable que juntas le ordenan que suba bien el chichi hacia arriba, “vamos, con ganas”, para que fortalezca el suelo pélvico, para que folle bien, para que abrace durante décadas bien las pollas con la vagina. Miro su nombre en el buzón. Pronto no habrá buzones, como ya no hay puestos de periódicos, los hijos de puta están ya a punto de matar los diarios de papel. En su momento ya acabaron con la revistas porno, pero eso nos ahorró toneladas de dinero mal gastado, aquello sí que fue útil, no ésto. La vecina sigue con lo suyo, ahora fortaleciendo tetas, “aprieta la pelota hasta que las sientas endurecerse”. La estalkeo en internet. Trabaja cuidando ancianos y escribe poesía sensible. Una editorial ha intentado timarla prometiéndo editarla a cambio de pagar los cien primeros ejemplares a un módico precio. Es vegetariana y cuelga fotos de sus plantas en Instragam. Cuenta en Feisbuk que no le gusta ir al médico porque cuando va el puto cabrón siempre le dice que todos sus males se deben a la mala alimentación. Puto médico carnívoro. Toso un par de veces. Tengo la boca pastosa. La Steinburg es veneno puro. En el bar de enfrente hay un cartel que dice “cerrado por vacaciones”, pero ya lleva mes y medio cerrado. De repente veo que el dueño asoma y quita el cartel. Cuelga otro que reza “Cierre por cese de negocio. Gracias a todos por estos 40 años”. Hace cuarenta años los vi llegar. Eran dos hermanos andaluces. El anterior dueño del bar tenía cáncer, se había quedado muy delgado, lo regentaba junto con su hermana. Traspasaban el negocio. Llegaron los dos hermanos, pagaron la cantidad estipulada, pintaron un poco el bar y a la semana siguiente lo cambiaron de nombre y reabrieron. Jugábamos en la máquina que tenían, costaba cinco duros. Teníamos mucha maña y la partida nos duraba media
mañana o media tarde. Allí dentro, y dentro de otros bares, crecimos. Los primeros años no cerraban ni en agosto, trabajaban siete días a la semana trescientos sesenta y cinco al años, los bisiestos trescientos sesenta y seis. Por el bar pasaron borrachos, cuerdos, locos, extranjeros y españoles, ladrones, yonkis, okupas, gente corriente, locos, voceras, alcohólicos que no hacían eses. Hubo peleas en él cada cierto tiempo, gilipollas dándose de puñetazos de vez en cuando, salíamos a la ventana a ver cómo se derribaban unos a otros. De vez en cuando también les reventaban un cristal y entraban a robarles cuatro botellas y cuatro jamones. Tenían un menú barato y dicen que bueno, porque habría que ser gilipollas para comer en el bar de enfrente de tu casa en Madrid. Yo salía a la ventana en verano por la noche y veía cómo él se tiraba una hora hasta que reventaba el premio de su máquina tragaperras para que al día siguiente los ludópatas de turno no se lo llevaran. Era una de las tareas para ganar dinero en la suma de muchas pequeñas cantidades. Los del bar hicieron dinero, se compraron coches caros y pisos, pero todo el mundo decía que vaya oficio más cabrón, que no debían disfrutar la pasta porque no tenían tiempo, que había que tener muchos cojones para trabajar en aquello. De vez en cuando había ruido por la noche por culpa de los borrachos, pero nos acostumbramos a ellos tanto que nos sentimos raros sin escuchar de fondo esas voces roncas y descerebradas. Sus hijos trabajaron también temporadas en el bar, pero todos salieron huyendo de aquella esclavitud. Colocaron el cartel de cerrado por vacaciones pero sin poner fecha de vuelta como otras veces. Algo olía raro. Cambiaron el cartel por un decir adiós así, sin anestesiar. Paso por la puerta y algunos panchitos me preguntan si sé el teléfono de los dueños, que quieren alquilar el bar. Les digo que no. Lo tengo por ahí apuntado de pero les digo que no. Me levanto por la mañana y el bar está cerrado. Me despertaba el ruido de los desayunos, el berrido del camarero de detrás de la barra chillando “media barrita con tomate”. Los gitanos búlgaros ladrones de coches echarán de menos el bar, porque estos últimos años eran los reyes, se toman el vodka con RedBull allí que les sabía como si estuvieran a orillas del mar Negro.
Hace un par de meses fuimos al cine a ver una películita que han sacado sobre la matanza de Utoya. En ella Breivik, un demonio paranoico descendido a la tierra desde las profundidades de su propia mente, que en realidad es muy parecida a la tuya, asesinó a sangre fría a una multitud de niños y niñas que asistían a un campamento juvenil en Noruega. Toda aquella juventud a la que a cambio de escuchar discursos y dejarse lavar el cerebro dejaban follar en idílicos paisajes naturales se encontró con un loco armado hasta los dientes. En la película tratan de que sientas lo malo que es Breivik, que llores un poco, que te sientas mal si no lloras. Sí, él es un cabrón asesino, pero mi sentimiento va por otra parte, qué le vamos a hacer. No entiendo cómo un partido político puede organizar campamentos adoctrinadores para adolescentes, y encima llamarse laborista, y pretender un bien social. Lavando cerebros. Tú aquí, en Madrid, votas a la izquierda, sigues las elecciones como si fueran un partido de fútbol entre buenos y malos, resulta divertido. Protestas porque el hombre se está cargando el medio ambiente, me dices lo superguay que es la niña esta Greta, la de la cara de vegetal asperger. Llevas a tus hijos a un colegio concertado regentado por curas pederastas a varios kilómetros de tu casa en coche todas las mañanas parano mezclarlos con el lumpen proletariado salvaje inmigrante que habita en el colegio de enfrente de tu casa, con la excusa de que sean bilingües. Protestas contra Trump por su política migratoria, te parece un monstruo, pero te da miedo que tus retoños se mezclen con los panchitos y cabrones de los moros. Trabajas para una multinacional o para alguna de sus filiales y te vas a comprar un BMW eléctrico en cuanto puedas. Y te escandalizas cuando la marea sube en exceso y echas la culpa a los neoliberales neocons hijos de puta. Gilipollas.
Que vale, que sí, que esos neocons son unos hijos de puta, lo mismo que tú, cabrón. Si pudieras le apagarías cigarrillos en la cara a Greta Thunberg, porque en realidad te da un asco que te cagas, pero tienes que decir en público que te cae bien porque es una pobre niña con asperger, la hija de puta desagradable.
Ya no echan en la tele películas de Tarzán. Las nuevas ecologeneraciones no saben quién era Johny Weismuller, y se escandalizarían si vieran a la mona Chita hacer cucamonas mientras cabalgaba a lomos de Tántor el elefante aplastando negros sobre las faldas del Monte Mutia. Los gaboni eran unos cabrones simpáticos, pero siempre morían, y el puto Tarzán era racista, fascista y patriarcal, pero Llein no pensaba lo mismo cuando le metía dentro todo aquello que se adivinaba bajo la piel taparrabos de leopardo. Weismüller mataba rinocerontes blancos de verdad durante las películas, por deporte, y nadaba muy rápido el cabrón de él. Johny era el verdadero Tarzán, no todos esos maricones que pusieron luego a imitarle, incluído el exmarido de la zorra de Tita Cervera. Johny se comportaba con los negros como Breivik con los jóvenes del partido laborista noruego.
Homo Hijoputens
mantente en forma.
Sé bueno.
Estudia matemáticas
que sirven para contar
mierda.
Haz algo que te ayude a vivir
y a defecar.
Ejercicio cardiovascular de
follar.
Dormir.
Descansar.
Levantarse por la mañana
salir a hacer la compra
la puta compra
sobrevivir
o no sobrevivir
esa
es la cuestión.
Dejar que tu perro cague en la acera y
no recogerlo si no te ven.
Intentar no hablar con nadie ni
cruzar la mirada,
balbucear.
Saludar.
Babear.
Tumbarse
descansar
no hacer los deberes
ni las paces
joder por joder.
Preocuparse por
nada.
Ejercicio cardiovascular
de follar.
Por los siglos de los siglos.
Soy un personaje de Ken Loach
viviendo dentro del retrato de
Dorian Grey.
Golpea como una mosca
vuela como un elefante
antes de morir,
ya no reponen las películas de Tarzán
porque Johny Weissmuler era un puto racista
y se volvió loco en el
hospital y
no dejaba dormir a sus vecinos de cama
gritando uauauauauauuauauauauuauaua
el hijoputa
lo hacía aposta.
Pongo un disco a todo volumen en el que Robert
Plant
plagia a varios negros
lo pongo para joder a la vecina de al
lado.
Todos necesitamos el viento en la espalda
al menos de vez en cuando.
La selva
humana.
El paseo arbolado más bello del
mundo
está en los pasillos de Lidl o
de Mercadona.
Evacuar
sin Evacuol.
Descansar.
Descansar todavía más.
Descansar y descansar.
Descansa un poco
hijo de puta.
Volar a ras de suelo sobre
meados de perro
sin taparse la nariz,
Madrid huele a todo ese pis
reconcentrado,
llevar a los niños al colegio
a treinta kilómetros de distancia
y luego votar
a Podemos
un domingo cualquiera después de bajar
a por el pan y de
practicar la natación
mientras se te escapa un poquito
de meado
en la boca del vecino de la corchera de al lado
durante el saludable desarrollo de ese tan estimulante deporte.
Ejercicio cardiovascular de
follar.
Dormir y luego
contar tus sueños
a alguien que finje escucharte.
Relajarte en
las Bahamas
o en Bali,
o en Benidorm con tu
puta madre.
Luego, practicar alguna, otra, maravillosa y saludable
actividad.
Submarinismo
o follar con menores que dicen que son mayores
de edad.
No sé si soy una persona o
un perro
para tí.
Ejercicio cardiovascular
de follar
todas las noches
y las fiestas de guardar
o por lo menos insinuar
que lo haces.
Procrear.
Babear.
Abastecerse.
Soñar con matar a
Greta Thunberg.
Piratear Hbo y
sentirse mejor.
Imitar a Lleims Gandolfini
taponándose las arterías hasta explotar
y gritar
como Jonhy Weismuller en su
manicomio.
Despertar a los vecinos
haciendo mucho ruido.
Levantarse.
Hacer gimnasia hasta asfixiarse.
Hacer crossfit con la polla.
Caminar.
Llevar a tu hijo
chino
al colegio.
Llevar a tu marido o a tu mujer
al psicólogo
para que sea feliz.
Feliz de verdad.
Hijos de puta felices.
Descansar.
Abastecerse de recuerdos
que no has vivido.
Ejercicio cardio-
vascular
de follar
al menos en sueños.
Tu padre no era el papa de Roma
ni presidente del gobierno
ni nada de nada,
era un puto mierda
como los demás
por mucho que tú lo vieras gigante.
Tu padre era gilipollas.
Tu padre no era Pedro Sánchez
ni siquiera el hijoputa chepudo de Pablo Iglesias,
no llegaba ni siquiera a ser esa
puta mierda.
Soñar con que se muere
Íñigo Errejón.
Pronto te quitarás todo el peso
de
encima
para morir ya sólo te
queda
bailar salsa con jubilados
montar en globo y
que te den por el culo.
Bailes de salón con Johny
Weissmuller mientras
grita uauauaua. 
Vacaciones en el monte Mutia
con una oenegé.
Submarinismo en el triángulo
de las Bermudas
para luego contarlo a alguien
que finge escucharte.
Enrrollarte con un gaboni
mientras te clava su lanza
de carne.
Descansar.
Un armario y tres cajones
con tu ropa
es todo lo que quedará por quemar de
tí
dentro de poco.
Hombre aeróbico contra hombre anaeróbico.
Ejercicio cardiovascular de
follar
hasta reventar.
Gota fría que cae torrencial del cielo
gota caliente que sale de mis huevos.
Homo Hijoputens Aspergerensis.
Hace veintitantos años fui a trabajar a una excavación prehistórica. Prehistórica es un decir, porque allí no había huesos humanos por ninguna parte, sólo restos de antiguos elefantes enterrados en el lodo, como si les hubiese caído un meteorito de repente o hubiesen muerto de aburrimiento. Elefantes muertos por todas partes. O antepasados de los elefantes a los que los paleontólogos ponen otros nombres más rimbombantes para justificar sus sueldos. Los que dirigían la excavación soñaban con encontrar huesos humanos que asociaran a todos aquellos animaluchos muertos con algún hijo de puta humano matándolos. Pero nada de nada. Nos levantábamos a las seis de la mañana para acarrear toneladas de tierra pero sólo salían elefantes. De vez en cuando algún gilipollas gritaba que había encontrado alguna piedra tallada. Normalmente eran una puta mierda,
pero de aquellas cosas aquellos aficionados a las pajas mentales deducían toda la historia humana, adivinaban que los hombres eran muy buenos y trabajadores y que habían conseguido hasta nuestros días una gran evolución en el pensamiento. Ja. Los directores de mi excavación rivalizaban en presupuesto con otras, eso les jodía, porque en algunas otras habían encontrado los huesos de humanos de los que deducían teorías maravillosas sobre nuestros antepasados. Con ellos eran capaces incluso de saber cuántas pajas se hacían al día y se tenían almorranas internas o externas. Las teorías sobre linea evolutiva del llamado Homo Sapiens han cambiado tantas veces como pelos tiene en el pubis. Primero decían que el Neandertal era precursor del cabrón del Sapiens, pero luego que no, que ni habían coincidido, y poco más tarde dirían que follaban entre ellos, y se inventaron otras especies en cuanto era necesario para que aquello cuadrase y también para que el presupuesto de sus investigaciones no mermase. Cada año encuentran restos de especies nuevas que hay que encuadrar como sea en todo este rompecabezas absurdo. Los cabrones en realidad no saben nada, les gusta hacerse los sabios y los majetes, pero hace tiempo que se dieron cuenta de que no se sabe una puta mierda más que la que es resultado de unas cuantas pajas mentales y unos cuantos análisis de heces petrificadas y de huesos. Una y otra vez se encuentran con una hostia en toda la cara en contra de sus teorías. Lo único claro es que la verdadera especie que late dentro del hombre es el Homo Hijoputens Aspergerensis. Es un homínido hijo de puta que vive dentro de la mente de Greta Thunberg y de Anders Breivik por igual. En realidad son el mismo hijo de puta con diferente cara, desagradable cara. Se nos reconoce a todos por la cara común de cabrones que ha traspasado los siglos y los milenios imperturbable, del Australpitecus Pajillerus, pasando el testigo por el Homo Joputa Hábilis al Homo Heidelbergiesne Cabronis, y del Homo Neandertalis al Homo Hijoputens Aspergensis.
Cada uno tiene un plan hasta que recibe la primera hostia en la cara. Yo vi aquella noche el combate entre Tyson y el gordo “Buster” Douglas. El cementerio de canelones negro aquel le metió dos o tres hostias al bueno de Maik que lo dejó tieso. Pero es que el pobre exdelincuente y campeón del mundo estaba preocupado porque la zorra de Robin Givens y su madre le estaban esquilmando su fortuna y además no le dejaban follársela, y no podía concentrarse en dar de hostias a aquel puto gordo con tantos problemas sobre su lomo. Estaba mejor en el Bronx robando a punta de pistola en la calle que siendo millonario y aguantando a aquel par de putas. Su suegra le estaba jodiendo bien y era mejor parar el combate y volver a casa para hostiarlas a las dos, si era preciso las tiraría por la ventana, pero pum, de repente Lleims “buster” Douglas fue y le pegó dos hostias bien dadas como sólo las sabe dar un gordo acorralado, lo mandó la lona y ahí se fueron a la mierda todos los planes de Maik, que era un poco gilipollas, hasta él lo reconoce. Fue una noche de febrero del 90. Mirábamos por la ventana, hacía frío, derrotaron a Ma
ik el invencible. Visto y no visto, todo se fue a la mierda. Con el tiempo, tarde o temprano, todo se va a ir por el retrete, tenlo presente. Salgo otra vez a la ventana ahora. El bar sigue cerrado. No puedo evitar que me dé pena. El vecino de encima del bar en su primer piso podrá descansar un poco tranquilo hasta que llegue otro tabernero quién sabe desde dónde. Al vecino le dio hace poco un ictus, pero sobrevive, y su mujer tiene alzheimer y la pobre lleva peluca porque no le queda casi pelo. Ahora enfrente hay abierta una frutería que regenta una mora con velo negro hasta los pies esclava de su señor. También hay una peluquería que atiende un moro homosexual que corta el pelo a muchos moros, una carnicería halal a la que nunca entra ningún cliente, y una tienda de alimentación, preservativos, caramelos, patatas fritas y herramientas de los chinos. Se ven repartidores dominicanos y ecuatorianos trabajando a dos Euros la hora en bicicleta, unos Euros que luego invierten en apuestas en las casas de juego, y cuando pierden todo le quitan el bolso a las señoras, roban móviles o le arrancan los pendientes de oro a la carrera a alguna anciana. Y hay un puticlub barato con esclavas en cada esquina. Que venga Greta a decirles a todos ellos que no viajen en avión para salvar al hijo de puta de su planeta Tierra, planeta mierda, ese que los parió a todos por el culo. Se hace de noche como cada noche en Madrid. No pasa el tiempo o pasa como un misil a reacción. Se abren y cierran bares como si fueran quasares que marcan el imperturbable reloj cósmico. Todos somos igual de gilipollas, de cabrones y de hijos de puta en Madrid. Todos por igual. Igualdad y fraternidad en el hijoputismo. Madrid, siempre con problemas. Madrid cabrón, no utilices tus juegos conmigo. Madrid.


Compramos unas lamas de madera que pegamos con cinta aislante atravesadas imitando a las láminas del somier de comfort que anunciaba en la Teletienda. Con los años el forro del colchón comenzó a ceder y a romperse, a salirse los muelles hacia fuera. Yo le hacía agujeros y le metía trapos para recuperar el mullido, pero al cabo de unos días los muelles volvían a brotar en plan hijoputa. Eran espirales rematadas en puntas como de aguja. Me despertaba por las mañanas con algún puntazo en las piernas o en el cuerpo, el colchón me atacaba, parecía un puercoespín. Pensaba muchas veces en comprar un colchón nuevo, pero me parecía un gasto demasiado grande, un dispendio económico, un lujo para mi puta pobreza. Veía anuncios en la tele que decían que si tu colchón tenía más de cinco años ya no tenías colchón, no añadían “hijo de puta” a la frase, pero se sobreentendía. Mi colchón tenía casi veinte años, y vida propia, me apuñalaba por la espalda por las noches. Nunca me había meado sobre él, aprendí a contener mis esfínteres desde muy pequeño, a cerrarlos a cal y canto ante las amenazas de entrada y de salida, pero el colchón se vengaba de mí lacerándome como a Jesucristo. Pero, a pesar de todo, al llegar a casa me tumbaba boca abajo, cogía la postura, y mi cama de pinchos era el puto paraíso. Ahí fuera estaba el infierno, pero sobre mi cama podía refugiarme de toda la mierda del mundo. Dí la vuelta la colchón, pero el paño estaba tan gastado que los muelles salían por todas partes. No podía resistir más. No tuve más remedio que comprar uno nuevo por internet, el más barato que encontré, de ochenta centímetros de ancho para que cupiera en el hueco de mi jaula. Llegó el nuevo. Esperé a la noche para bajar el viejo al contenedor de basura. Cuando bajas un colchón a la calle usado en Madrid todo el mundo va diciendo que te has meado, que por eso lo tiras. Lo dejé al lado de los cubos de basura, que olían a mierda podrida como siempre en Madrid, recé una breve oración por él y me subí a casa. Abrí una Steinburg y salí al balcón. Brindé por él, era un cabrón, pero había sido mi cabrón. No pasaron ni cinco minutos cuando apareció un rumano por la esquina, lo vió y se lo llevó al hombro. Me tumbé sobre mi flamante cama nueva. Ya no era lo mismo aquel jergón, pera bien y para mal. Pasó el tiempo, que todo lo jode y lo pudre, y mi cueva refugio se tornó en prisión, y ahora quiero salir de aquí pero no puedo, hay unos barrotes invisibles que me lo impiden. El colchón nuevo está ahí y, poco a poco, se está deformando, convirtiéndose en ataúd o en sepulcro antropomorfo. Y fuera hace un calor de perros, como siempre en Madrid por estas fechas. Salgo al balcón, pero no corre ni una brizna de aire seco. Sudo como una fuente sobre mi cama durante esas noches mágicas abrasadoras del Madrid del verano.
hicieron bastante dinero se marcharon. Robaban también por las casas y las tiendas. A mi padre también le robaron. Hicieron un agujero en el cierre y se llevaron las cosas justas para pasar las navidades. Eran simpáticos, e inteligentes. Robaban lo justo, vendían mucha coca por la ventana de su casa y por la calle. Cuando juntaron dinero suficiente se marcharon de Madrid, dicen que a Murcia. El hermano mediano estaba enganchado y se quedó aquí. Vendieron la casa y él se quedó okupándola. Empezó a robar por las casas y por las tiendas. Lo pillaban pero no le hacían nada, era El Palillo, no era mal tipo, pero necesitaba heroína y cocaína para sobrevivir. Se coló por entre las rejas de la ventana pescadería de lo flaco que estaba, robó un caja de salmonetes pero se le cayeron por el tejado al huir. Cuando ya no le quedaba nada por robar le dio por las puertas de aluminio de los portales. Las sacaba de los pernos y se las llevaba a la chatarrería de Marqués de Viana, donde las vendía al peso, y luego se las chutaba. Así hasta que sólo quedó la puerta de mi portal. Le sorprendieron varias veces intentado arrancarla, pero mi puerta tenía un enganche en la piedra del suelo de varios centímetros, y los yonkis son muy fuertes, como Supermán casi, pero muy vagos, y cuando la cosa lleva demasiado tiempo se marchan. La puerta sigue ahí, el palillo dicen que murió de SIDA en La Paz, dicen, porque yo creo que es inmortal y se habrá trasladado a Murcia con su familia, donde su hermano mediano seguirá siendo tan inteligente como era. No, creo que de su familia estarán casi todos muertos, y que El Palillo descansa en guerra, que no en paz, que sus cenizas seguramente fueron esparcidas por algún yonki por algún sucio parque de Madrid.
El Becerril tenía una mano destrozada por un tiro, y siempre llevaba gorra porque decían que tenía otra marca de bala en la cabeza. Su padre jugó medio tiempo en Belgrado con un tobillo roto ante el Partizan en aquella eliminatoria que fue una encerrona que pasamos por los pelos. Eran todos del Madrid y de Madrid. Becerril padre murió en los ochenta y su hijo no mucho más tarde, dicen que de SIDA, siendo general de cuatro estrellas del ejército yonqui. El Patton de los yonquis hijo del héroe de Belgrado.
Los pecados no se redimen en la iglesia
Pues este otro chaval y yo desarrollamos una amistad extraña. Es a la única persona a la que he dado dinero, a la que yo no he robado. Él hacía su papel victimista, pero sabiendo que yo no le creía, y yo interpretaba al tipo que le creía, aunque él sabía que no. Nadie quería ni tocarlo, caminaba sucio, llevaba el pelo largo mal cortado como cortado con hoz, como yo, pero yo no escurría el bulto ante sus abrazos, me sabían bien, y le daba cincuenta céntimos o un Euro, una fortuna para mí. La gente a veces le compraba hamburguesas en el Burrikín, pero creo que no se las comía, él pedía para chutas y para abrazos, pero sobretodo para lo primero, a mí no podía engañarme. Me abrazaba una y otra vez cuando me veía por la calle, y yo le daba algo de dinero, yo que soy casi tan pobre como él, y eso nos hacía felices, y creo que él sigue vivo, pero ya sólo se pasa de vez en cuando por el lugar, por este Madrid nuestro que ahora se parece cada vez más a Chernobyl poco antes del accidente.
queríamos salir de los pueblos el tráfico estaba cortado, el sagrado corte de tráfico aquel, y no te dejaban moverte hasta que la puta cosa religiosa no terminara. Antes de viajar en coche por aquellas carreteras y caminos despoblados mi padre pudo ir a su pueblo en Vespa. Después compró el primer Seiscientos. Luego un Symca 1000, en el que dicen los de la canción que se follaba con dificultad. Viajábamos hasta Galicia atravesando El Padornelo y La Canda, y los recuerdo siempre incendiados o siempre lloviendo a mares. Un año viajamos con la familia de un amigo de mi padre. Íbamos a la playa pero este hombre, Pepo, nunca se bañaba, no tenía bañador. Se marchaba a pescar, con muerte, con mucha muerte, pescaba en Cabo Silleiro con caña o en Ramallosa centollos con reteles. Enormes centollos. Y no tenía bañador, le aburrían la playa y los bañistas. Le gustaba beber ribeiro con los marineros en los bares. Había trabajado de camionero y de casquero. Nos contaba sus peleas a puñetazos en los bares de carretera. Tenía un brazo como los dos míos. Mi madre caminaba un día por la calle y vio un tumulto. Un gentío rodeaba a alguien que se retorcía en el suelo con un ataque, moribundo. Era él. Mi madre lo vio morir. Hasta los más fuertes se muere. Mi padre había leído en un periódico usado algo sobre el monte de Santa Tecla, y lo primero que hicimos la primera vez que visitamos aquel país salvaje fue ir hacia el sur hasta la frontera y subir al monte y ver los putos petroglifos, que él no sabía lo que eran pero que le encantaba no sabía por qué. Viajábamos en aquellos destartalados coches sin cinturones de seguridad ni retrovisores y cuando había mucha nieve en los puertos poníamos las cadenas y los subíamos patinando, haciendo eses, hasta que la nieve era tan alta que no nos dejaba pasar, y entonces nos dábamos la vuelta de mal humor.
ostitutas rusas y kazajas, pero le dieron burundanga en Madrid y le quitaron los cincuenta Euros que llevaba, el DNI y un billete de metro con aún cinco viajes sin usar. La madre del sobrino de mi vecina murió de cirrosis, la trataban como a la borracha del pueblo, y su padre de cáncer de pulmón, como el mío, hace tres o cuatro meses. Mi vecina siguió trabajando en La Paz. Curioso nombre La Paz para un sitio tan lleno de sufrimiento y muerte. Mi vecina apenas compraba comida, sábanas, productos de limpieza o de higiene personal, porque todo lo traía de sobrantes de La Paz. Me enteré que había estado casada, que su marido murió un mes después de la boda en un accidente de moto. Me quedé flipado con la historia. Mi vecina siempre me decía que la vida para ella era un río de lágrimas. Me lo decía así, sin anestesiar y en crudo, cuando me enseñó la radiografía de mi padre en la que se veía que tenía un tumor en el pulmón izquierdo del tamaño de una manzana, la había conseguido sacar de La Paz y me la enseñó para que me enterara de por qué tosía tanto mi padre y para que anestesiara el susto que se iba a llevar mi madre al saberlo. Tuve que sentarme para no caerme redondo al ver la fotografía en blanco y negro de aquel enorme tumor. Mi vecina contrajo una enfermedad rara, una especie de tic facial que le impedía abrir casi los ojos. Su médico le hizo firmar consentimientos variados para un tratamiento, experimental en aquellos años, a base de toxina botulímica. Utilizaron a mi vecina como conejillo de indias con la toxina, y dio resultados, se inyectaba la cosa cada tres meses y su tic facial desaparecía por arte de magia. Como mi vecina no murió ni mutó en algún otro ser no humano, los médicos se dieron cuenta de que aquella sustancia engendro valía para aplicarla a personas y estirarlas la cara, y entonces eufemísticamente comenzaron a llamar Botox a aquello. La toxina. Y el tiempo pasó y como ya dije el hermano de mi vecina desarrolló un cáncer de pulmón y ella se jubiló de La Paz y se marchó a Alicante a atenderle. Era un hombre muy callado. Agonizó cinco años con su hermana al lado. Ellos y yo sabíamos que él iba a morirse y que cuanto más durara lo haría con mayor dolor. Mi padre murió el cabronazo de él muy rápido, en apenas dos meses se lo comió el cáncer y además la palmó sentado en una silla mientras desayunaba, se le paró el corazón por la presión del tumorazo. Cabronazo, me acuerdo y te echo de menos todos los días de mi vida, desde que me levanto hasta que me acuesto, vives en mí como un parásito y escucho tu voz, y te llevo en el asiento del copiloto echándome la bronca mientras conduzco, y ves por mis ojos. Y murió el hermano de mi vecina y ella se quedó a vivir en Alicante junto a sus sobrinos. El segundo B permanecía vacío. Su hermana empezó a venir de pascuas a ramos, para traer al médico a su marido y para ver musicales en la Gran Vía. Ponían la tele a tope porque él está un poco sordo, se escuchaba a través del tabique. Mi vecina una vez se compró un reloj de cuco, que también se oía desde mi casa, para que la hiciera compañía. Tocaba todas las horas, las medias, los cuartos y los menos cuartos, con un cucú cucú muy insoportable. Pensé incluso en colarme en su casa y joder el reloj. Pero el tiempo lo estropeó o se estropeó solo antes de que yo lo saboteara. Murió el hermano de mi vecina y ella nos llama por teléfono y nos dice que nos quiere, que somos como su familia, pero nunca ha vuelto por su casa. Su hermana vino hace poco y nos contó que tenía miedo de que entraran ocupas en la casa, que no paraba de escuchar noticias. Los anuncios de Securitas Direct acaban haciendo mella en las mentes pueblerinas. Yo la conté que en este barrio no hay okupas, que hay muy contados casos porque aquí no se llama a la policía, sino que se les echa a hostias, y eso retrae de ocupar. Que es más peligroso meter inquilinos, que te dejan en w.c siempre con olor a mierda cuando se van. Pero creo que ella no me creyó y van a alquilar el piso. Se despidieron de nosotros. Mi madre les dijo por lo bajini que les aconsejaba que mejor que no metieran en la casa moros ni dominicanos, que chinos quizás que sí, aunque que mejor españoles. Vino a recogerles su hijo en un coche y me contó que le daba miedo entrar en Madrid por si le multaban, que no sabía dónde aparcar. Mi vecina nos sigue llamando, cada vez menos, y nos repite una y otra vez que somos como su familia, pero sospecho que no volveremos a vernos nunca. La radiografía de mi padre y aquel tumor como una manzana golden.
Mi vecina siempre les compraba los christmas aunque no tenía a quién enviárselos, y mi madre también, y muchos más. Un año dieron trabajo de entrega y recogida a un amigo mío del colegio. Al tío se le daba bien. Nos contaba que si alguien se le resistía le decía que su hermano no tenía manos y que era uno de los que pintaba. Él no tenía más que una hermana, y no era manca, era fea de cojones, pero no manca. El chaval ponía carita de cordero degollado y la gente, por vergüenza, pagaba por aquellas horribles postales. Dentro del sobre venía un panfleto con fotos de un tío que pintaba con los pies, pero nadie nunca supo si era verdad. Luego me fui de vacaciones y se vino un amigo conmigo, mis padres le invitaron a venirse a la playa porque les daba pena, y cuando nos emborrachábamos hasta caer de culo por las noches éste otro amigo se iba a una cabina telefónica de por allí y llamaba a casa del que vendía las postales supuestamente pintadas con los pies, llamaba a las tres de la mañana y aguantaba el chaparrón de insultos sin decir nada. Todas las putas noches. Estas navidades llegaron de nuevo las postales de los mancos. Conseguí ocultarlas antes de que mi madre las viera, porque es muy capaz de pagar por ellas aunque ya no le queda casi nadie vivo a quien mandarlas. Las tiré a la basura. Mi madre ya casi solamente puede escribir a muertos. Cada vez nos quedan menos vivos. A tí, a mi y a los que supuestamente pintan christmas con los pies. Es imposible no querer a algún hijo de puta que otro. Son irresistibles. Son mis hijos de puta, y punto. Unos nacen, otro se hacen. Todos llevamos uno dentro luchando por salir.

